domingo, 26 de octubre de 2014

El ajedrez y la filosofía (del lenguaje)

   Vimos en una entrada anterior cómo Laplace describió una inteligencia capaz de predecir la posición futura de cada cuerpo del universo. Vimos cómo esa propuesta se expandió más allá de sus límites originales y cómo tal propuesta no hubiese existido nunca de no haber cometido Laplace un error de cálculo. Y es que la maravillosa mente humana resulta extremadamente torpe a la hora de colocar dos etiquetas en particular, la de “simple” y “complejo”. Tomemos el caso del ajedrez. Son 32 piezas en total (8 peones, 2 torres, 2 caballos, 2 alfiles, una reina y un rey por jugador), distribuidas en 64 casillas. Nadie que no esté en el ajo podrá percibir nada especialmente complejo en tales números. ¿Podrá un ordenador encontrar siempre el modo de convertir la posición de cualquiera de los dos contendientes de una partida en ganadora con independencia de la calidad de su rival? Una vez más, nuestro cerebro nos dirá que la respuesta es “simple”: dotamos a un ordenador de una base de datos que incluya todas las partidas posibles y un algoritmo de búsqueda y ¡hecho! Pues bien, un cálculo aproximado sitúa el total de partidas posibles en algo así como 10120 (casi el doble de átomos del universo). Incluso si tuviésemos un algoritmo de búsqueda adecuado, incluso si lo pusiéramos a funcionar en el mejor superordenador imaginable, no resultaría de ahí un procedimiento aplicable a una partida de ajedrez real. De hecho, la resolución total del ajedrez, esto es, la posibilidad de encontrar siempre la manera de ganar aunque el rival juegue del mejor modo posible, no se considera factible hoy día. En el ajedrez (no vamos a hablar del go), como en la vida, las cosas no suelen ser lo que parecen.
   Sin embargo, es frecuente ver a los filósofos argumentando en base a analogías extraídas del ajedrez. Ferdinand de Saussure es un buen ejemplo. Su Curso de lingüística general se considera el escrito seminal de todo lo que después se llamó estructuralismo. Estamos, pues, en una manera de entender el lenguaje que marcó a una generación de antropólogos y filósofos continentales (franceses, particularmente). En el corazón de esa perspectiva puede hallarse esta afirmación: "el valor respectivo de las piezas [del ajedrez] depende de su posición en el tablero, del mismo modo que en la lengua cada término tiene un valor por su oposición con todos los otros términos"(1). La conclusión es, una vez más, “simple”: el lenguaje constituye un sistema reglado en el que el significado de cada término proviene de su oposición con otros. Cada regla, es, pues, una especie de interruptor, que estará en “on” o en “off” para cada término en cada momento concreto. Ahora bien, ¿de verdad se ha seguido correctamente la analogía? Las aperturas de india de rey, india de dama y la inglesa, entre otras, incluyen una posición característica a la que se denomina “fianchetto”. El “fianchetto” designa a un alfil que, en lugar de aparecer en el juego a través del hueco dejado por el peón de rey o de dama, lo hace por el peón de caballo, pasando así a dominar una de las grandes diagonales del tablero, como puede verse en la siguiente imagen tomada de http://www.chessmusings.com/misc/the-fianchettoed-bishop/. 

El fianchetto hace referencia a una posición desde la que se puede
dominar una de las grandes diagonales como es el caso del alfil de g7.

Pues bien, ¿a qué se opone un alfil en tal posición? ¿lo que le da significado en el juego no es, precisamente, su carencia de oposición?
   Pero no se trata sólo de Saussure. El ajedrez, una vez más como analogía con el lenguaje, aparece también en las Investigaciones filosóficas de Luwdig Wittgenstein. Dice Wittgenstein que aprender el significado de una palabra es lo mismo que aprender cómo se usa una pieza de un juego cualquiera. Su significado es su uso dentro de ese juego. Por tanto, el significado de un alfil es lo mismo que el uso que se hace de esta pieza en una partida. Si hubiese que tomarse en serio esta propuesta llegaríamos a consecuencias hilarantes para cualquier jugador de ajedrez. En efecto, de seguir a Wittgenstein, un rey carece de significado hasta que se lo usa. De hecho, el uso habitual del rey suele implicar el uso simultáneo de otra pieza, la torre, en un movimiento conocido como enroque. ¿Cuál de las dos cobra significado por ese uso? ¿las dos? ¿acaso rey y torre tienen el mismo significado en el juego del ajedrez? Todavía mejor, si el significado es el uso, el mismo significado en la partida tendría situar a una pieza ocupando una posición perdida en el tablero que ocupando una posición que domine el centro del mismo. No creo que Wittgenstein ganase muchas partidas de ajedrez siguiendo sus propuestas.
   Dónde está la clave podremos verlo fácilmente si echamos un vistazo a la teoría de la verdad de Hans Reichenbach. Dice Reichenbach que la proposición "el rey está en g8" es verdad si y solo si hay una figura en g8 que corresponde a un rey. Reichenbach saca entonces una consecuencia lógica, las proposiciones tienen sentido si son verdaderas o falsas o, lo que es lo mismo, una proposición tiene sentido si es verificable. "La verdad es una propiedad física de cosas físicas llamadas símbolos; consiste en una relación entre esas cosas, los símbolos y otras cosas, los objetos"(2). “Simple”, sin duda, pero erróneo.
   Supongamos dos personas ante una mesa vacía. Una de ellas dice "el rey está en g8" ¿es ésta proposición verdadera? ¿falsa? ¿sin sentido? Va a depender de si nuestros jugadores están  jugando lo que se llama una partida de ajedrez a ciegas o no. Es ridículo afirmar que no se puede hablar de verdad dado que no hay una correspondencia física entre objetos. Se nos dirá, bien, pero hay un modo de verificar la verdad de esa proposición. Cierto, reconstruyendo las sucesivas posiciones de las piezas sobre el tablero. La clave no está en las relaciones entre objetos físicos, sino en las posiciones. El valor de cada pieza de ajedrez, su sentido, su significado, su capacidad causativa, viene dada por su posición actual y por las posiciones que puede llegar a ocupar desde ella. Es la posición y no la oposición o el uso, lo que determina el significado y, evidentemente, ya no estoy hablando sólo de ajedrez.


   (1) Saussure, F. Curso de lingüística general, trad. A. Alonso, Losada, Bs. As., 1977, pág. 158-9.
   (2) Reichenbach, H. Erfahrung und Prognose: Eine Analyse der Grundlagen un der Struktur der Erkenntnis, 1938, Viewegt + Teubner Verlag, Wiesbaden, 1983, págs. 19-20.

sábado, 18 de octubre de 2014

Hechos y lecciones de la llegada del ébola a España (y 2)

   De lo ocurrido en los últimos días se pueden sacar, al menos, las siguientes lecciones:
   1ª) Exactamente, ¿cuánto dinero se ha ahorrado desmantelando la unidad de enfermedades altamente contagiosas del Carlos III? No se trata ya de la posible pérdida de una vida. Hay que volver a poner en su sitio todo lo que se quitó, previa eliminación del montón de cosas que se pusieron de cualquier manera a toda velocidad. Hemos estado ante la posibilidad de atender a 17 pacientes de ébola, que hubiesen sido ninguno de no haberse tirado a la basura años de inversión. ¿Cuánto se supone que hemos ahorrado todos los españoles? La poda que ha puesto en marcha la crisis, el tijeretazo radical de todos los gastos, no ha supuesto un ahorro real en términos de contabilidad más que si se lo mira con la miopía típica de los neoliberales. Ciertamente se ha ahorrado, se ha ahorrado hoy lo que mañana vamos a tener que pagar por duplicado. Lo que se ha ahorrado en el Carlos III en los últimos dos o tres años, se va a gastar, corregido y aumentado, en los próximos meses. ¿Qué ahorro supone eliminar medidas de prevención cuando éstas fueron creadas para evitar los enormes gastos que suponía tener que hacer frente a las contingencias que evitaban? ¿A cuántos hospitales más, a cuántas unidades hospitalarias más, a cuántas instituciones sanitarias, educativas y de protección civil puede aplicárseles el mismo razonamiento llegando a la misma conclusión? ¿Qué hemos permitido que nos hicieran si no ha sido destruir lo que funcionaba para que nunca vuelva a hacerlo?
   2ª) El cuerpo de auxiliares de enfermería es único en Europa. Su función es librar al cuerpo de enfermeros/as de una serie de tareas o, dicho de otra manera, asegurarse de poner un límite al número de enfermeros/as necesarios. Dado que el grado de formación y, por tanto, el nivel salarial de ambos cuerpos es diferente, estamos de nuevo ante una medida de ahorro. Medida de ahorro ésta que se tomó mucho antes de que la actual crisis asomara las orejas. De hecho, las funciones del cuerpo de auxiliares de enfermería vienen reguladas por el Real Decreto 137 de 11 de enero de 1984. No pretendo entrar a discutir si este cuerpo es el idóneo para todas las funciones que se ven obligados a cumplir en el día a día de un hospital, no es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que las medidas de ahorro, que los recortes en sanidad y educación comenzaron en España, prácticamente, el día mismo que el Estado decidió asumir dichas funciones.
   3ª) El sistema sanitario español vive cotidianamente al borde del colapso. Las urgencias son hospitales de campaña en pleno frente de combate. Si cada día los pacientes son medianamente atendidos se debe a la buena voluntad de (por lo menos, una parte de) los profesionales implicados. Una administración cuyo funcionamiento  depende casi en exclusiva de la buena voluntad de sus trabajadores, es una administración lenta, ineficaz, e inestable. La menor emergencia, el menor caso fuera de lo habitual, hace que el sistema zozobre. Existe voluntad política para hacerse fotos ante las puertas de los hospitales, pero ningún programa serio para mejorar las condiciones de nuestra sanidad. O esta situación cambia pronto o debemos hacernos a la idea de que, más pronto que tarde, un patógeno cualquiera, una catástrofe cualquiera, no necesariamente grave, provoque la implosión de todo el sistema sanitario español.
   4ª) La idea que nuestros políticos tienen del funcionariado como una tropa que debe acatar las órdenes que vienen de arriba, por estúpidas que sean, sin rechistar y ponerlas en práctica tal cual, es una memez de un calibre que sólo puede caber en la cabeza de quien actualmente la tiene. Cuando se trata así a los funcionarios éstos sólo saben responder de dos maneras. Una minoría pone en juego su salud para lograr que la sinrazón de los que mandan no provoque consecuencias irreparables a la población en general. Una mayoría se aferra a normas y reglamentos absurdos (como dejar de atender un teléfono de emergencia a las tres de la tarde) para preservar su salud psíquica y mental. Hace sesenta años Everett M. Rogers, en su clásico Diffusion of Innovations dejó claro que era imposible lograr que una innovación se expandiera mediante el “ordeno y mando” desde las partes superiores de una institución hacia su base. Las innovaciones, las revoluciones, en definitiva, la transmisión efectiva de órdenes, sólo se logra por convicción de los que, en última instancia, tienen que ponerlas en práctica o por el liderazgo carismático de sus inmediatos superiores. Toyota lo descubrió hace mucho tiempo. Si de verdad quiere ahorrar, si de verdad quiere mejorar las cosas, si de verdad quiere atajar una epidemia, pregúntele a los profesionales que tienen que enfrentarse con la gestión cotidiana del asunto de que se trate. Nadie puede darle mejor información de lo que ocurre y de lo que se necesita que ellos. Pero, claro, estamos hablando de planificar, de atender necesidades reales en lugar de seguir los ocurrendos de un ministro o alguno de sus lacayos, cosas todas ellas prohibidas en España.
   5ª) El tratamiento de toda enfermedad es una forma de control social. El ébola ha llegado a España en el cuerpo de dos ciudadanos españoles. Ha llegado en avión y en un avión pagado por el Estado. Ha llegado por una decisión política y se ha convertido en una crisis por culpa de una gestión como la que sólo saben llevar a cabo los políticos de este país. El ébola se ha contagiado a una ciudadana española y es esta ciudadana española la que ha peregrinado por diferentes centros de salud poniendo (no por voluntad propia) en peligro de contagio a otros. Sin embargo, ya pueden oírse voces que claman por un aumento del control de las fronteras, por una restricción del flujo de pateras, cuando no por el ametrallamiento de las mismas. Ante una enfermedad contagiosa se procede al aislamiento de los individuos que la padecen, pero este aislamiento se convierte rápidamente en el anticipo del aislamiento que la propia sociedad se lanza desesperadamente a pedir. No hay nada como el miedo a la enfermedad para acabar con otro miedo mucho más arraigado en los seres humanos, el miedo a la libertad.
   6ª) El modo ideal para un político de atajar una crisis es lanzando un señuelo. Hay que encontrar algún tema, alguna cuestión, por absurda que sea, pero que esté relacionada con el tema de que se trate, para desenfocarlo, para que se discuta en la radio, en la televisión, en las redes sociales y que la gente se aleje tanto como se pueda de las preguntas que realmente debería hacerse. Si se trata con habilidad, si se presenta como es debido en las imágenes televisivas, si se le dedica el tiempo suficiente en los “plurales” noticieros de las diferentes cadenas, pronto la gente estará peleándose con la policía por proteger a un perro y no por linchar a quien ha acusado a una víctima de la estupidez de haber contraído voluntariamente el ébola. 
   7ª) Ningún ser humano, ninguna cultura, ningún país, es una isla. Todo cuanto ocurre en cualquier parte del mundo nos afecta. Los madrileños, los africanos, no son mis hermanos, soy yo. El ébola no habría contagiado a ninguna auxiliar de enfermería, a ningún misionero si, en lugar de venderle a Sierra Leona, a Liberia, a Guinea, armas para que se mataran entre ellos, les hubiésemos vendidos productos hospitalarios a precios que hubiesen podido pagar. Resulta claro, para alguien que esté menos obnubilado por la astrología que los economistas, que construir allí hospitales, enviar médicos, regalarles material sanitario, es un ahorro de proporciones colosales y, aún mejor, nos proporcionaría una colosal tranquilidad. En cualquier caso, ahora que están empezando a morir blancos, esta enfermedad, que sólo había matado negritos (y, además, pobres) que a nadie le importan un comino, será investigada por fin. Dentro de poco habrá vacunas y medicamentos y se salvarán vidas. Vidas de blancos, claro, porque un esfuerzo investigador semejante dará por resultado medicamentos inevitablemente caros, que sólo los Estados occidentales podrán pagar, mientras que los negritos siguen muriendo sin que a nadie le importen un comino.
   8ª) Llevo escritas diez páginas hablando de una noticia que ha ocupado la portada de los periódicos durante una semana y la verdad es que sólo han muerto dos españoles, unas 3.200 personas en Africa. Dicho de otro modo, el actual brote africano de ébola ha causado en 10 meses tantas muertes como causa allí el SIDA cada día. ¿Dónde está la noticia? ¿qué importancia tiene una enfermedad así? ¿por qué tanto interés? O, mejor dicho, ¿a quién le interesa tanto? Casualmente, estamos ante una enfermedad nueva, para la que no hay medicamentos, que ha llegado a occidente, es decir, a países capaces de pagar cualquier tratamiento. Estamos hablando, pues, de dinero, de mucho dinero, para quien invente una vacuna o, mejor aún, para quien, como ocurre con el SIDA, convierta a los infectados por el virus en enfermos crónicos, lo cual no deja de ser una manera curiosa de ver las cosas, ¿se imaginan que nuestros abuelos hubiesen hecho de la tos ferina una enfermedad crónica? ¿Seguro que nadie interesado en esas montañas de dinero ha azuzado a los periodistas para que los gobiernos queden convencidos de la necesidad de gastárselo? ¿Seguro que la inquietud desatada en la población no ha hecho ya ganar dinero a las empresas farmacéuticas por la vía de aumentar el valor de sus acciones? ¿Seguro que hemos estado leyendo noticias de portada y no anuncios en gran formato?

domingo, 12 de octubre de 2014

Hechos y leccione s de la llegada del ébola a España (1)

   En esta primera parte no voy a relatar más que lo que ha ido apareciendo en la prensa española en los últimos días. Quienes hayan seguido la noticia por tales fuentes no encontrarán novedades, por lo que pueden ahorrarse leer una entrada bastante larga, la verdad. No obstante, como buena parte de mis lectores no residen en España, creo que no estará de más resumir lo ocurrido. 
   El pasado 7 de agosto fue repatriado Miguel Pajares, misionero español enfermo de ébola. Aunque su repatriación no corrió a cuenta de su multimillonaria empresa, la iglesia, sino del bolsillo del contribuyente, dado que se contagió ayudando a quienes nada tienen, no vamos a detenernos en este punto. El hospital elegido para internarlo fue el Carlos III de Madrid, hasta pocos meses antes, centro de referencia para enfermedades altamente contagiosas. En el momento en que se decide llevar allí al misionero, el Carlos III estaba en pleno desmantelamiento. Alguien, extremadamente inteligente, había puesto en marcha un plan de ahorro que consistía en tirar a la basura todo el dinero invertido en crear la unidad de enfermedades altamente contagiosas. Además, ¿cuántos enfermos atendía al cabo del año? Cualquiera que haya cursado primero de económicas sabe que una demanda tan escasa no es rentable, así que fuera. Pero ahora, ¡oh sorpresa! teníamos, al fin un enfermo de esas características, ¿qué hacer con él? La unidad de cuidados para este tipo de enfermos volvió a ser montada deprisa y corriendo.  De todos modos, seguimos hablando, de un paciente, así que carecía de sentido (económico, claro, no común), dotar a los médicos del material apropiado para protegerse, bastando con las sobras que se fueron encontrando aquí y allá y que correspondían a recomendaciones genéricas de la OMS, no a las recomendaciones específicas para tratar con el ébola. Del mismo modo, dado el número de pacientes, tampoco era rentable proporcionarles una formación mucho más amplia que la charlita de cuarenta minutos en que consistió el curso de formación inicial. Después, cuando enfermeras y auxiliares presentaron una denuncia ante los juzgados por las condiciones en las que se los iba a hacer trabajar, el “curso” se amplió... a tres charlas. En Africa los voluntarios de Médicos sin Fronteras, entran a cuidar enfermos en parejas. Cada uno de ellos está atento a mantener las propias medidas de seguridad a la vez que controla que su compañero/a no cometa algún error. Pero esto es España, aquí somos más listos que nadie y, además, es un ahorro significativo que el personal  trabaje en solitario o que se ponga y quite los trajes protectores sin la monitorización de nadie. Miguel Pajares murió  cinco días después de ser repatriado, pero el 22 de septiembre llegó otro misionero enfermo, Manuel García Viejo, fallecido el 26 de septiembre.
   Ocurrió lo inevitable, dadas las circunstancias. Después de trabajar con un traje en cuyo interior se alcanzan los 50ºC, teniendo que desvestirse en un habitáculo un poco más grande que una ducha media, una auxiliar de clínica cometió un error. Error que permanece no aclarado porque estaba sola, sin supervisión alguna que pudiese, al menos, contarnos qué salió mal. Naturalmente a médicos, enfermeras y auxiliares, se les dotó de un protocolo para tales casos. Debían llamar a un teléfono, desde el que se le darían instrucciones. Teléfono que, como es normal dado que estamos hablando de España, sólo funcionaba de 8 de la mañana a 3 de la tarde y de lunes a viernes y al que, según parece, estaba terminantemente prohibido llamar si no se había alcanzado una fiebre de 38,6ºC. Por lo demás, el servicio que prestaba, es el habitual en cualquier teléfono de atención al cliente de este país, a saber, o no te resuelven nada por las buenas o no te resuelven nada después de marearte la cabeza. Cuando nuestra auxiliar de clínica llamó, se le recomendó que acudiera a su médico de cabecera. Ya tenemos, pues, a una enferma de ébola en un ambulatorio de la seguridad social que, para aquellos que hayan tenido la suerte de no visitar ninguno, es el único sitio del mundo en el que puede haber más personas por loseta que en las urgencias de un hospital. El doctor que la atendió, como suele ser habitual en estos centros, la mandó a casa con un antitérmico, probablemente, antes de mirarla a la cara. En la actualidad es una de las personas aisladas en el Carlos III.
   Como el antitérmico no surtía efecto, nuestra auxiliar se armó de valor y volvió a llamar al teléfono que le habían proporcionado. Esta vez le indicaron que, mejor, se iba a urgencias, pero no del Carlos III, no (no fuese a ser que la tratasen adecuadamente), a las urgencias de su hospital de zona.  Esta es la razón por la que el personal de una ambulancia recibió un extraño mensaje que decía: “recojan a una paciente no enferma de ébola” en tal dirección. Hasta tal punto les escamó el mensaje que acudieron a recogerla protegidos con mascarillas, guantes de látex y una bata de papel, sin duda, la protección perfecta para pillar también el ébola. Y, por fin, ya tenemos a nuestra auxiliar de clínica en las urgencias de un hospital, el único sitio de España en el que hay más gente que en los toros.
   Por fortuna, toda desgracia tiene su héroe, ese héroe cotidiano que impone cordura donde no la hay, que salva las vidas de otros arriesgando la suya y al que llamamos “cabrón” en cuanto nos enteramos de que se ha comprado un coche nuevo. Se llama Juan Manuel Parra, es médico en el hospital de Alcorcón y trabaja en el servicio de urgencias, es decir, está acostumbrado a esculpir el David de Miguel Ángel con plastilina caducada. Cuando una paciente se le identificó como la persona que había limpiado la habitación del misionero Manuel García Viejo y le dijo que tenía síntomas de ébola, supo que se enfrentaba a una enfermedad mortal, supo que carecía de cualquier medio para protegerse eficazmente, pero, por encima de todo, supo cuál era su deber. Encerró a la paciente en una habitación de las urgencias, dejó claro que él y sólo él la atendería, pidió voluntarios entre el personal de enfermería y prohibió tajantemente que nadie entrase sin estar él presente. Cuidó de la paciente protegido, sólo en las últimas horas, por el traje de mayor seguridad que le pudieron encontrar y que le quedaba corto de mangas. Tras varias peticiones por su parte, se produjo el traslado al Carlos III. Habían pasado ¡¡16 horas!! Tres personas, que ahora se encuentran aisladas, acompañaron a la paciente en la ambulancia, una ambulancia normal y corriente que, tras dejarla en el Carlos III, trasladó a siete pacientes más en diversos servicios sin ser desinfectada.
   Ni que decir tiene que los políticos han estado a la altura de las circunstancias o, por ser más exactos, a su altura habitual. La ministra de Sanidad, que no por casualidad es la señora Mato, lanzó por toda explicación en el Congreso: “dejen Uds. trabajar a los expertos”, lema que, si se lo hubiese aplicado ella misma, nos habría evitado toda esta situación. Mejor ha sido lo del Sr. (por llamarlo de alguna forma) Javier Rodríguez, consejero de sanidad de la Comunidad de Madrid. Comenzó afirmando que Teresa Romero, la auxiliar de clínica con ébola, había mentido (!!!), que los protocolos de seguridad habían sido en todo momento los correctos y que su contagio era un producto o bien de sus deseos de poner en un brete al gobierno o bien de su estupidez, pues, “no hace falta un máster para saber ponerse un traje”. Sigo preguntándome por qué el Sr. (es un decir) Rodríguez no nos ha hecho una demostración de cómo se pone uno un traje de protección frente a enfermedades contagiosas en una visita al Carlos III, visita, por lo demás, carente de riesgos dada la seguridad que ofrecen los protocolos que él ayudó a poner en funcionamiento. Es obvia la incapacidad del Sr. Rodríguez para imaginar que haya personas con vocación de servicio público. Por tanto, para él, todo funcionario es un ser estúpido que no ha sabido, como ha hecho el Sr. Rodríguez, asegurarse la vida gracias a los esfuerzos, la inteligencia y el coraje de los demás.
   De prisa y corriendo se han rescatado los viejos trajes contra la gripe A, que nunca sirvieron y que, de hecho, no se sabe contra qué son eficaces y contra qué no, y se los ha enviado a hospitales y ambulatorios de Madrid. Caben a 15 ó 30 médicos y enfermeros por traje. Con semejante panorama, el pánico ha cundido entre el personal del Carlos III. Se habla de enfermeras que han renunciado a su plaza ante la inseguridad de las medidas adoptadas. Hay testimonios de que se está buscando personal debajo de las piedras y que se ha comenzado a contratar a enfermeras recién salidas de la carrera que carecen de cualquier experiencia no ya en enfermedades contagiosas, sino en el tratamiento de pacientes en general...
   El miércoles, nuestro queridísssssimo y amadísssssimo Sr. presidente del gobierno, Don Tancredo, salió de su refugio y se hizo la pertinente fotografía en el Carlos III (en la puerta, claro está). El viernes, mientras un periodista accedía sin problemas a la planta donde se hallan los posibles enfermos “aislados”, se creó un comité para manejar la crisis bajo el mando de la Sra. Vicepresidenta, dña. Soraya Sáez de Santamaría, quien, pese a su carrera política, parece tener un par de neuronas más que la media del PP. El comité es, obviamente, político, pero estará “asesorado” por un comité de expertos. Los políticos se hicieron su foto correspondiente y, por fin, este sábado, han dejado el paso a los expertos. Se ha llamado a la plana mayor de quienes están en el Carlos III luchando contra la enfermedad. Pedirán todo aquello que realmente necesitan, pondrán en marcha protocolos realmente eficaces, suplicarán una mejora en las instalaciones, formación, personal especializado, consejos de quienes ya han tratado contra esta enfermedad, contacto cotidiano con la comunidad científica... Imagino que les escucharán.

domingo, 5 de octubre de 2014

Olvidar a Laplace (y 2)

   Si se perdió un poco leyendo la primera parte de esta entrada, vamos a intentar encontrarnos utilizando una comparación. La atracción gravitatoria entre dos cuerpos se produce siempre en una línea. Podemos decir, por tanto, que solucionar el problema de cuál será su posición futura consiste en calcular cómo esa línea va cambiando con el tiempo. Que no debe ser algo muy difícil de calcular podemos intuirlo si observamos que, en el supuesto de que nos equivoquemos en la medición de la posición de uno de los cuerpos, digamos, un centímetro, nuestra predicción difícilmente errará en más de un centímetro. Cuando hablamos de tres cuerpos, sutilmente, hemos cambiado de dimensión. Ahora no tenemos una línea, tenemos tres, es decir, tenemos un triángulo. Podemos decir, pues, que  tenemos que calcular la variación de un área con el tiempo. Nuestros cálculos han cambiado en grado de complejidad, entre otras cosas, porque, a diferencia de lo que ocurría con la distancia entre dos cuerpos, habrá momentos en que el área sea cero. Aún más, si cometemos un error de un centímetro midiendo la posición de uno de nuestros cuerpos, el error nos va a alejar dramáticamente de la realidad, ya que habrá modificado la base y la altura del triángulo, factores que han de multiplicarse para obtener el área. Aunque la comparación que estamos poniendo es inadecuada, nos permite ver que el problema general de los tres cuerpos debe ser más simple en los casos en que éstos se hallen alienados, caso en el que no estaremos muy lejos del problema de los dos cuerpos. También debe serlo cuando la distancia entre cada par de cuerpos sea la misma, es decir, cuando forman un triángulo equilátero. Esto es, precisamente lo que descubrió Lagrange al resolver el problema general de los tres cuerpos en cinco casos particulares suponiendo, eso sí, que las órbitas de esos cuerpos eran circulares.
   Nuestra comparación nos permite, además, apreciar la naturaleza de la inteligencia de que habla Laplace. Hemos dicho que los cálculos suben un grado de complejidad cuando se trata del área de un triángulo. En el caso de la interacción gravitatoria entre cuatro cuerpos, si queremos ser absolutamente precisos, se tratará de calcular todos los volúmenes de todas las figuras que pueden conformar cuatro cuerpos. De hecho, al considerar el universo en su conjunto, estaríamos hablando del volumen de una figura de unos 1024 lados.
  Por supuesto, el problema de los tres cuerpos tiene solución, aunque, insistimos, no una solución con un número finito de operaciones. A principios del siglo XX, Karl F. Sundman  halló un método para resolverlo mediante series infinitas convergentes. Si bien la solución de Sundman es matemáticamente correcta, sus series convergen tan lentamente que no resulta un procedimiento aplicable en los cálculos físicos. Por tanto, aquí se abre la cuestión de si una inteligencia como la que postula Laplace, dotada del método de Sundman, puede efectivamente calcular la posición de un cuerpo antes de que éste llegue allí o no. En cualquier caso, nosotros no podemos. A nosotros sólo nos ha sido dado realizar aproximaciones numéricas al problema, las cuales nos pueden dar la posición de cada cuerpo en cualquier momento del futuro con tanta precisión como deseemos. Eso sí, hay que suponer un error en la medición igual a cero, pues una de las características de los sistemas no lineales es que el menor error en las mediciones iniciales conduce a que las predicciones se alejen tanto más de la realidad cuanto más lejanos en el tiempo estén los resultados predichos. Por tanto, una vez más, cabe preguntarse si una inteligencia laplaciana puede hacer un cálculo de las posiciones futuras con mayor precisión que nosotros.
  ¿Acaso Laplace, tan newtoniano, tan buen matemático, no sabía nada de todo esto? Bueno, la verdad es que Laplace creyó haber resuelto el problema de los tres cuerpos. Su Exposition du système du monde, incluye una solución general que pasó por válida durante cerca de un siglo. Finalmente se descubrió que Laplace, como buen determinista, había despreciado en sus cálculos pequeñas fluctuaciones que, de seguir su solución, llevarían al sistema al colapso. Desde luego, si alguien tan dotado para las matemáticas como Laplace cometió un error de ese calado, los demás no deberíamos tenerle miedo a equivocarnos con los números. En cualquier caso, a lo que quería llegar es a que esta larga y compleja historia puede resumirse de un modo extremadamente simple y fácil: el determinismo laplaciano nació como consecuencia de un error en sus cálculos.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Olvidar a Laplace (1)

   "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la Naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos."
   Esta famosa cita procede de la Théorie analytique des probabilités, publicada hacia 1816 por Pierre Simon de Laplace y condensa lo que se entiende por determinismo. En la época en que fue redactada era la expresión de un programa de investigación científico cuya culminación parecía estar al alcance de la mano. Sin embargo, el cambio de siglo significó también un cambio definitivo en las esperanzas por llegar a predecirlo todo. La mecánica cuántica estableció claramente que es imposible determinar con absoluta precisión las condiciones iniciales de un sistema, con lo que el sueño de Laplace se esfumó de la física. Ésta es, al menos, la forma en que se cuenta habitualmente la historia. Naturalmente, lo hechos son otros.
    Lo que Laplace formuló no era ni un programa de investigación, ni una hipótesis, ni un sueño, era una simple alucinación. Como toda alucinación, el determinismo de Laplace estaba basado en una deformación grotesca de la realidad. Tomemos literalmente lo que dice Laplace, ¿qué fuerzas animan, qué sitio ocupan las ideas, los deseos, las intenciones? A menos que podamos reducir a algo localizable físicamente todo lo que ocurre dentro del cerebro humano, resultará que una parte del universo, a saber, la formada por los seres humanos, nunca resultó abarcada por esa inteligencia de la que hablaba Laplace. De modo que, si hubiese tenido razón, seguiríamos sin tener motivos para negar la libertad de los seres humanos. Y, sin embargo, lo más divertido es que, por considerable que se pueda parecer esta objeción, ni de lejos es la más grave que se puede hacer contra el determinismo laplaciano desde dentro de la física clásica.
   Supongamos dos cuerpos celestes, con posiciones y trayectorias perfectamente determinadas, que orbitan en torno a un centro común, ¿podremos calcular sus posiciones y trayectorias en un futuro cualquiera con un grado arbitrario de precisión? La respuesta es, obviamente, afirmativa. Modifiquemos ahora el problema, de hecho, modifiquémoslo mínimamente. Lo único que vamos a hacer es añadir un único cuerpo más al sistema. ¿Qué puede cambiar? Tenemos un sistema determinista, tenemos la posición inicial de los cuerpos calculada con no importa qué grado de precisión, tenemos las fórmulas que rigen dicho sistema, ¿cabe esperar algún cambio? No parece que mucho, ¿verdad? Simplemente, las fórmulas que se aplicaban a dos cuerpos ahora tendrán que aplicarse a tres. ¿Podremos calcular con total precisión las posiciones y trayectorias de estos cuerpos en un instante dado del futuro? Pues bien, resulta que la respuesta ya no es ni obvia, ni trivial y, ni siquiera, newtoniana. En sentido estricto este problema no tiene solución dentro de la física clásica. Estamos, en efecto, ante el famoso problema de los tres cuerpos.
   La fórmula de la gravitación universal que Ud. y yo aprendimos a manejar en el colegio no es aplicable en el caso que estamos planteando. El modo en que nosotros la manejábamos suponía que la masa de uno de los cuerpos es mucho más grande que la del otro, de modo que despreciábamos la influencia que éste pudiera ejercer sobre el primero. Por decirlo de otro modo, en el colegio aprendimos a resolver el “problema de un cuerpo”. El problema de dos cuerpos con masas parecidas implica el ejercicio mutuo de influencia, con lo cual estamos hablando de un sistema de ecuaciones diferenciales que, en resumidas cuentas, se puede resolver como un sistema de ecuaciones lineales (es decir, de primer grado). Cuando se trata de tres cuerpos, nuestro sistema de ecuaciones deja de ser lineal y, como en la mayoría de los casos de sistemas no lineales, no tiene una solución analítica, única y ni siquiera alcanzable en un número finito de operaciones. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

Sobre verdad y falsedad en el sentido del mercado.

   Esta semana ha salido a la luz la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cigarrillos falsos en el norte de España. Los impuestos que gravan el tabaco han extendido la aparición de estas fábricas por toda Europa. Hasta 60 de ellas han sido desmanteladas en los últimos diez años. La organización disponía de más de un millón de cajetillas de diferentes marcas dispuestas para ser rellenadas con las tres toneladas y pico de tabaco que han sido incautadas. La nota del ministerio no dejaba claro si este tabaco había sido tratado con las sustancias habituales entre las empresas del sector para volverlo más adictivo, ni si el papel y los filtros eran de igual, menor o mayor calidad que los cigarrillos al uso. Porque hay que entenderlo, estos cigarrillos no eran “falsos” debido a que explotaran en la cara del inocente que los comprase, eran “falsos” porque no pagaban los impuestos correspondientes. Por lo demás, puede que fuesen tan saludables (es un decir) o más, que los cigarrillos “verdaderos”. 
   El mundo de las “Naik”, las “odidos”, de “Georgio Amoni”, de los “Levina’s”, de “Samsing” y otros parecidos, ha pasado a la historia. Ayer mismo tuve en mis manos la nueva camiseta de Pau Gasol con los Chicago Bulls, hasta con el holograma en la etiqueta, más “falsa” que un duro de cartón. Los teóricos de la externalización de los servicios, de la deslocalización, de las “enormes” ventajas de buscar mano de obra lo más barata posible, no fueron capaces de ver que si uno externaliza la producción, acaba externalizando la propia marca. Se subcontrata a una empresa que, a su vez, subcontrata otras. Se le paga una miseria por producto entregado y, a cambio, se le da el patronaje y todos los detalles técnicos para la producción. Evitar que alguna de esas empresas siga fabricando más allá de lo solicitado escapa a cualquier control. Muy pronto el mercado está inundado de productos que de “falsos” tienen únicamente el estar fuera de la autorización que concede un contrato.
   Desde hace años uso discos Verbatim para mis cosas. Son fáciles de encontrar en las tiendas chinas y no tan chinas. Por supuesto, no son tiendas especializadas. O quizás todo esto es falso y nunca he usado discos Verbatim. Hace algún tiempo leí que un usuario europeo, había puesto una reclamación a la casa matriz porque todos los discos de una caja le habían salido malos y los había tenido que tirar. Desde Verbatim le presentaron disculpas y le devolvieron el dinero no sin aclararle que, el código del producto que les había enviado, correspondía a una partida teóricamente vendida en cierto país oriental. Sean Verbatim o no, los discos que uso cumplen su función, y mucho mejor que otros “verdaderos”. Hubo una época en que si uno compraba un perfume falso, a los diez minutos estaba oliendo a alcohol. Hoy se pueden encontrar cuyo aroma dura más que los “verdaderos”, igual que se pueden encontrar bolsos más resistentes, ropa mejor cosida e, incluso, falsificaciones cuya reparación se tiene que hacer con una pieza original o con años de garantía. ¿Qué es lo que distingue, pues, a lo “falso” de lo “verdadero”? ¿Qué queremos decir cuando llamamos “falso” a un cigarrillo, unas gafas o un medicamento? 
   Siempre que se habla de “verdadero” o “falso” a uno se le viene a la cabeza el criterio de verdad como adecuación, es decir, un bolso es de Louis Vuitton si, realmente, ha sido producido en una fábrica de Louis Vuitton. Lo cierto es que este criterio nunca sirvió para nada y mucho menos puede hacerlo en nuestros días. Nada, o casi nada, se produce ya en una fábrica de la marca bajo cuyo nombre se comercializa,. Si siguiéramos este criterio, todo cuando circula por el mercado sería falso. Incluso si damos una versión más cercana a lo que Aristóteles quiso decir al proponer semejante criterio, tampoco avanzaremos mucho. En efecto, podemos postular que un producto es “falso” si no corresponde a la marca que el cliente pretende estar comprando. Sin embargo, el mercado de los productos falsificados tiene, en muchos sectores, una clientela propia, que sabe lo que está comprando y que busca productos que, de acuerdo con este criterio, no cabría calificar de “falsos”. 
   Cuando se habla del mercado, uno puede pensar también en un criterio de verdad pragmático, esto es, algo es verdadero si es útil para el individuo o la sociedad. Todo cuanto funciona en el capitalismo es útil para... Luego, cuanto funciona en el capitalismo es verdadero. Sin embargo, una vez más, nos encontramos con que tampoco los productos falsificados resultarían “falsos” con este criterio. Resulta extremadamente discutible que su comercialización no favorezca a amplios estratos sociales, al menos tan amplios como los afectados por la fabricación de armas, de alcohol o de medicamentos que enferman más de lo que curan (suponiendo que existen muchos de otro tipo), todos los cuales son aceptados como "verdaderos".
   El criterio de verdad que se aplica cuando se habla del mercado es otro bien distinto. Para entenderlo no tenemos más que ver lo que ocurre con el producto más falsificado a lo largo de la historia: el dinero. Sufrimos, en efecto, una plaga de dinero falso. Los bancos centrales tuvieron hace una década la bonita idea de externalizar también la fabricación del dinero para abaratar costes, con lo que el mercado negro está lleno de lotes de papel con las medidas de seguridad incorporadas, sobre los que sólo hay que imprimir el billete en cuestión, algo no especialmente difícil con los modernos medios informáticos. Por si fuera poco, las malas lenguas aseguran que Corea del Norte dedica sus imprentas estatales a fabricar no sólo el won, sino también dólares y euros. ¿En qué se puede distinguir un dólar fabricado con los medios de un Estado como Corea del Norte de un dólar fabricado en Norteamérica? La respuesta es: da igual. Al Estado emisor no le importa cuál ha sido fabricado por él y cuál no, lo único que le importa es que sólo uno de ellos circule. Si hasta un banco central han llegado dos billetes con la misma numeración e indistinguibles, la decisión sobre cuál acabará en el crematorio es arbitraria. Lo importante, no es ni cuál sea producto de una falsificación, ni cuál sea mejor. Lo único importante son los intereses de una voz autorizada que dictamina, sin pruebas reales, qué va a quedar acogido bajo el manto de su protección y qué no. En este mercado tan libre, en nuestras modernas sociedades henchidas de relativismo, en estas democracias tan abiertas, el único criterio de verdad que rige es el mismo que imponía su arbitrio en las oscuras tinieblas de la Edad Media, la autoridad. Son los modernos obispos, llámeselos altos cargos del Estado o directivos de empresa, los que, mirando sus libros (de contabilidad) y no a los hechos, deciden si un disco, un billete o un medicamento, va a ser reconocido como verdadero o no.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El ajedrez y la inteligencia.

   Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en  la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
   Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
   Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él. 
   A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
   ¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez,  nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.