En esta primera parte no voy a relatar más que lo que ha ido apareciendo en la prensa española en los últimos días. Quienes hayan seguido la noticia por tales fuentes no encontrarán novedades, por lo que pueden ahorrarse leer una entrada bastante larga, la verdad. No obstante, como buena parte de mis lectores no residen en España, creo que no estará de más resumir lo ocurrido.
El pasado 7 de agosto fue repatriado Miguel Pajares, misionero español enfermo de ébola. Aunque su repatriación no corrió a cuenta de su multimillonaria empresa, la iglesia, sino del bolsillo del contribuyente, dado que se contagió ayudando a quienes nada tienen, no vamos a detenernos en este punto. El hospital elegido para internarlo fue el Carlos III de Madrid, hasta pocos meses antes, centro de referencia para enfermedades altamente contagiosas. En el momento en que se decide llevar allí al misionero, el Carlos III estaba en pleno desmantelamiento. Alguien, extremadamente inteligente, había puesto en marcha un plan de ahorro que consistía en tirar a la basura todo el dinero invertido en crear la unidad de enfermedades altamente contagiosas. Además, ¿cuántos enfermos atendía al cabo del año? Cualquiera que haya cursado primero de económicas sabe que una demanda tan escasa no es rentable, así que fuera. Pero ahora, ¡oh sorpresa! teníamos, al fin un enfermo de esas características, ¿qué hacer con él? La unidad de cuidados para este tipo de enfermos volvió a ser montada deprisa y corriendo. De todos modos, seguimos hablando, de un paciente, así que carecía de sentido (económico, claro, no común), dotar a los médicos del material apropiado para protegerse, bastando con las sobras que se fueron encontrando aquí y allá y que correspondían a recomendaciones genéricas de la OMS, no a las recomendaciones específicas para tratar con el ébola. Del mismo modo, dado el número de pacientes, tampoco era rentable proporcionarles una formación mucho más amplia que la charlita de cuarenta minutos en que consistió el curso de formación inicial. Después, cuando enfermeras y auxiliares presentaron una denuncia ante los juzgados por las condiciones en las que se los iba a hacer trabajar, el “curso” se amplió... a tres charlas. En Africa los voluntarios de Médicos sin Fronteras, entran a cuidar enfermos en parejas. Cada uno de ellos está atento a mantener las propias medidas de seguridad a la vez que controla que su compañero/a no cometa algún error. Pero esto es España, aquí somos más listos que nadie y, además, es un ahorro significativo que el personal trabaje en solitario o que se ponga y quite los trajes protectores sin la monitorización de nadie. Miguel Pajares murió cinco días después de ser repatriado, pero el 22 de septiembre llegó otro misionero enfermo, Manuel García Viejo, fallecido el 26 de septiembre.
Ocurrió lo inevitable, dadas las circunstancias. Después de trabajar con un traje en cuyo interior se alcanzan los 50ºC, teniendo que desvestirse en un habitáculo un poco más grande que una ducha media, una auxiliar de clínica cometió un error. Error que permanece no aclarado porque estaba sola, sin supervisión alguna que pudiese, al menos, contarnos qué salió mal. Naturalmente a médicos, enfermeras y auxiliares, se les dotó de un protocolo para tales casos. Debían llamar a un teléfono, desde el que se le darían instrucciones. Teléfono que, como es normal dado que estamos hablando de España, sólo funcionaba de 8 de la mañana a 3 de la tarde y de lunes a viernes y al que, según parece, estaba terminantemente prohibido llamar si no se había alcanzado una fiebre de 38,6ºC. Por lo demás, el servicio que prestaba, es el habitual en cualquier teléfono de atención al cliente de este país, a saber, o no te resuelven nada por las buenas o no te resuelven nada después de marearte la cabeza. Cuando nuestra auxiliar de clínica llamó, se le recomendó que acudiera a su médico de cabecera. Ya tenemos, pues, a una enferma de ébola en un ambulatorio de la seguridad social que, para aquellos que hayan tenido la suerte de no visitar ninguno, es el único sitio del mundo en el que puede haber más personas por loseta que en las urgencias de un hospital. El doctor que la atendió, como suele ser habitual en estos centros, la mandó a casa con un antitérmico, probablemente, antes de mirarla a la cara. En la actualidad es una de las personas aisladas en el Carlos III.
Como el antitérmico no surtía efecto, nuestra auxiliar se armó de valor y volvió a llamar al teléfono que le habían proporcionado. Esta vez le indicaron que, mejor, se iba a urgencias, pero no del Carlos III, no (no fuese a ser que la tratasen adecuadamente), a las urgencias de su hospital de zona. Esta es la razón por la que el personal de una ambulancia recibió un extraño mensaje que decía: “recojan a una paciente no enferma de ébola” en tal dirección. Hasta tal punto les escamó el mensaje que acudieron a recogerla protegidos con mascarillas, guantes de látex y una bata de papel, sin duda, la protección perfecta para pillar también el ébola. Y, por fin, ya tenemos a nuestra auxiliar de clínica en las urgencias de un hospital, el único sitio de España en el que hay más gente que en los toros.
Por fortuna, toda desgracia tiene su héroe, ese héroe cotidiano que impone cordura donde no la hay, que salva las vidas de otros arriesgando la suya y al que llamamos “cabrón” en cuanto nos enteramos de que se ha comprado un coche nuevo. Se llama Juan Manuel Parra, es médico en el hospital de Alcorcón y trabaja en el servicio de urgencias, es decir, está acostumbrado a esculpir el David de Miguel Ángel con plastilina caducada. Cuando una paciente se le identificó como la persona que había limpiado la habitación del misionero Manuel García Viejo y le dijo que tenía síntomas de ébola, supo que se enfrentaba a una enfermedad mortal, supo que carecía de cualquier medio para protegerse eficazmente, pero, por encima de todo, supo cuál era su deber. Encerró a la paciente en una habitación de las urgencias, dejó claro que él y sólo él la atendería, pidió voluntarios entre el personal de enfermería y prohibió tajantemente que nadie entrase sin estar él presente. Cuidó de la paciente protegido, sólo en las últimas horas, por el traje de mayor seguridad que le pudieron encontrar y que le quedaba corto de mangas. Tras varias peticiones por su parte, se produjo el traslado al Carlos III. Habían pasado ¡¡16 horas!! Tres personas, que ahora se encuentran aisladas, acompañaron a la paciente en la ambulancia, una ambulancia normal y corriente que, tras dejarla en el Carlos III, trasladó a siete pacientes más en diversos servicios sin ser desinfectada.
Ni que decir tiene que los políticos han estado a la altura de las circunstancias o, por ser más exactos, a su altura habitual. La ministra de Sanidad, que no por casualidad es la señora Mato, lanzó por toda explicación en el Congreso: “dejen Uds. trabajar a los expertos”, lema que, si se lo hubiese aplicado ella misma, nos habría evitado toda esta situación. Mejor ha sido lo del Sr. (por llamarlo de alguna forma) Javier Rodríguez, consejero de sanidad de la Comunidad de Madrid. Comenzó afirmando que Teresa Romero, la auxiliar de clínica con ébola, había mentido (!!!), que los protocolos de seguridad habían sido en todo momento los correctos y que su contagio era un producto o bien de sus deseos de poner en un brete al gobierno o bien de su estupidez, pues, “no hace falta un máster para saber ponerse un traje”. Sigo preguntándome por qué el Sr. (es un decir) Rodríguez no nos ha hecho una demostración de cómo se pone uno un traje de protección frente a enfermedades contagiosas en una visita al Carlos III, visita, por lo demás, carente de riesgos dada la seguridad que ofrecen los protocolos que él ayudó a poner en funcionamiento. Es obvia la incapacidad del Sr. Rodríguez para imaginar que haya personas con vocación de servicio público. Por tanto, para él, todo funcionario es un ser estúpido que no ha sabido, como ha hecho el Sr. Rodríguez, asegurarse la vida gracias a los esfuerzos, la inteligencia y el coraje de los demás.
De prisa y corriendo se han rescatado los viejos trajes contra la gripe A, que nunca sirvieron y que, de hecho, no se sabe contra qué son eficaces y contra qué no, y se los ha enviado a hospitales y ambulatorios de Madrid. Caben a 15 ó 30 médicos y enfermeros por traje. Con semejante panorama, el pánico ha cundido entre el personal del Carlos III. Se habla de enfermeras que han renunciado a su plaza ante la inseguridad de las medidas adoptadas. Hay testimonios de que se está buscando personal debajo de las piedras y que se ha comenzado a contratar a enfermeras recién salidas de la carrera que carecen de cualquier experiencia no ya en enfermedades contagiosas, sino en el tratamiento de pacientes en general...
El miércoles, nuestro queridísssssimo y amadísssssimo Sr. presidente del gobierno, Don Tancredo, salió de su refugio y se hizo la pertinente fotografía en el Carlos III (en la puerta, claro está). El viernes, mientras un periodista accedía sin problemas a la planta donde se hallan los posibles enfermos “aislados”, se creó un comité para manejar la crisis bajo el mando de la Sra. Vicepresidenta, dña. Soraya Sáez de Santamaría, quien, pese a su carrera política, parece tener un par de neuronas más que la media del PP. El comité es, obviamente, político, pero estará “asesorado” por un comité de expertos. Los políticos se hicieron su foto correspondiente y, por fin, este sábado, han dejado el paso a los expertos. Se ha llamado a la plana mayor de quienes están en el Carlos III luchando contra la enfermedad. Pedirán todo aquello que realmente necesitan, pondrán en marcha protocolos realmente eficaces, suplicarán una mejora en las instalaciones, formación, personal especializado, consejos de quienes ya han tratado contra esta enfermedad, contacto cotidiano con la comunidad científica... Imagino que les escucharán.