domingo, 18 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (1)

   Hace mucho, mucho, mucho tiempo, cuando me hallaba en mi juventud y visitaba sitios como aquél, me presentaron a cierto chico de apellido impronunciable y aspecto adormilado en los pasillos del Instituto de Filosofía del CSIC. Según me explicaron, había venido desde Alemania a desarrollar parte de su tesis doctoral en Madrid. Me pareció disparatado abandonar la riqueza de las bibliotecas alemanas para acabar en el norte de África intentado hacer una tesis doctoral y se lo atribuí a que el sueño que parecía acarrear aquel tipo le impedía saber dónde había ido a parar. Años después, volví a encontrarme el mismo rostro adormilado y el apellido impronunciable en las hojas de un catálogo de libros de cierta editorial germana. Había publicado un libro titulado Die Zukunft der Liebe (El futuro del amor). En caso de que se tratase de su tesis doctoral, hacía mucho más comprensible su paso por Madrid. Hablarle de amor a una alemana se parece mucho a escribirle poesías a una pared. Si uno se lo curra de verdad y si a la chica en cuestión le has caído en gracia, puede que sólo tardes cuatro o seis semanas en que levante una ceja cuando habla contigo. Acostumbrados a las españolas, que a los cinco minutos ya les brillan los ojos o te miran con cara de asco, un español puede llevarse con las alemanas más chascos que granos tiene un celemín. De todos modos, yo no hubiese elegido Madrid para una tesis así, mejor me habría ido a Zaragoza, Valencia, algún lugar de Andalucía o Canarias. Pero no se trata de eso de lo que quería hablar.
   Quería hablar acerca del amor y no dónde resulta endémica dicha enfermedad. He dicho bien, enfermedad. Entre las múltiples desgracias que asuelan la humanidad, enamorarse puede considerarse de las más dañinas. Al fin y al cabo, el SIDA, el ébola, te matan y ya está. El amor se parece mucho más al herpes genital, ni te mata ni te deja vivir. Resulta difícil saber qué resulta más catastrófico del amor: su inutilidad; el que en unas ocasiones nos vuelve locos y en otras tontos; su capacidad para destrozar vidas; la intensidad de los sufrimientos que provoca; el que destruya relaciones sociales, familiares y personales; que dinamite cualquier plan o proyecto... No hay nada que contribuya más a hacernos desgraciados que enamorarnos, porque, en esencia, cuando uno se enamora se ha dictado sentencia. Básicamente pueden ocurrir dos cosas. La primera, muy desgraciada, que a la persona de la que nos hemos enamorado le importemos un pepino. La segunda, todavía peor, que la persona a la que amamos, también nos ame. Si Ud. pregunta por términos que designen lo contrario al amor, todo el mundo le hablará del odio, el desamor o algo parecido. Craso error. No hay nada más contrario al amor que la convivencia. Resuciten a Romeo y Julieta, pónganlos a limpiar el piso, sacar la basura y, todavía mejor, cambiar pañales, encuéntrenles un trabajo común, de modo que no dejen de verse a lo largo del día y en menos de un año pedirán cita con un abogado experto en divorcios. No hay amor suficientemente fuerte que resista los pelos en la bañera, la interrupción de un partido de fútbol “para hablar de lo nuestro” o la discusión acerca de qué gastos hay que recortar para llegar a final de mes. Cuando una de estas situaciones se presenta queda claro que la época en que modificábamos nuestro comportamiento para aumentar el bienestar del otro pasó a la historia y que ha comenzado la etapa del domino estratégico, comúnmente conocida como guerra. Hasta ahí dura el amor eterno. Según los expertos, unos seis meses, según mi experiencia personal, unas seis semanas. Después se da paso a otras cosas a las que podemos edulcorar con bonitos nombres, pero, en cualquier caso, ya no se trata de amor.
   El amor, para que verdaderamente merezca el calificativo de “eterno” o, al menos, de “duradero”, tiene que producirse entre personas que se vean los fines de semana, cada quince días o una vez al mes. Más allá de eso mata o se muere, lo cual resulta una demostración palpable de que nos hallamos ante un género de veneno. Resulta difícil saber para qué demonios puso la madre naturaleza este veneno en nuestra venas. Si se trataba de garantizar que el macho contribuyera al cuidado de la prole, bastaba con habernos dotado de un instinto paternal, que hubiese logrado resultados más duraderos y fiables. Dado que la madre naturaleza y, todavía más, la selección natural, no han demostrado hasta ahora semejante grado de estupidez como para poner en nosotros esta fuente inagotable de desgracias, hay que suponer que el amor no puede considerarse algo “natural”. No hablamos, pues, de un instinto, ni de algo con lo cual hayamos nacido, cosa que todo el mundo admitirá. El amor, como la gripe, se adquiere y se adquiere por el contacto con los demás. Como el salivado de los perros de Pavlov, se trata de un postizo añadido a los seres humanos por nuestro carácter cultural. De hecho, nos hallamos ante un rasgo universal, presente en todas las culturas como el tabú del incesto. El punto cero de la cultura, el núcleo mismo de su nacimiento, vendría entonces marcado, negativamente, por la prohibición de determinadas relaciones y, positivamente, por la necesidad de encauzar de modo romántico, quiero decir, tóxico, otras. Digámoslo de otra manera: se aprende a amar y, retomando el camino a la inversa, también podemos aprender a dejar de amar.

domingo, 11 de mayo de 2014

Filosofía en E-prime

  El vasco original, el anterior a la llegada de los primeros misioneros cristianos, carecía del verbo “ser”. Cuando lo oí por primera vez, durante una conversación privada con Javier Echeverría, no podía dar crédito a sus palabras. Por lo visto, tampoco René Thom pudo. Según me dijeron, cuando se lo contaron  comenzó a exclamar: “¡catástrofe! ¡catástrofe!” Me parece que algo relacionado con esta historia tuvo también su influencia en que Pierre Aubenque aceptara una cátedra de Ontología en la Universidad del País Vasco. Aubenque, menos popular que Thom, escribió un fantástico libro, El problema del ser en Aristóteles, con el que aprendí a ver en Aristóteles un filósofo griego y no el padre de la escolástica.
  No recuerdo haber leído nada acerca del vasco en los textos de Alfred Korzybski, pero seguro que le hubiese encantado. Korzybski escrbió en 1933 su Science and Sanity. An introduction to non-aristotelian systems and general semantics. La semántica general que debía ver la luz con este escrito quedó en poco menos que nada tras la muerte de Korzybski. Sin embargo, el impacto de este escrito sobre la praxis psicológica resultó enorme. Como el propio título del libro indica, su propósito es fundar sistemas no aristotélicos. Se alude con ello al Aristóteles de Aubenque, porque, entre otras cosas, Korzybski pretende eliminar el verbo “ser” de los discursos. Aunque la propuesta resulta novedosa, los argumentos no implican tanta novedad. De hecho, no se hace otra cosa que repetir los análisis aristotélicos presentándolos ahora como argumentos en contra de sus ideas.
  Aristóteles ya había caído en la cuenta de que con el “ser” hacemos realmente muchas cosas. Una de ellas consiste en identificar. “Ser” significa, en tales casos, “ser lo mismo”. El famoso “fútbol es fútbol”, constituye un ejemplo de este tipo de usos. Sin embargo, “ser” también sirve para adjudicar propiedades a un sujeto, a eso se lo llama su uso “predicativo”, como cuando decimos “Mariano es tonto”. Finalmente, el “es” puede tener también un sentido existencial, en el que, simplemente, se afirma de alguien o algo que “es”. La conclusión que sacaba Aristóteles de estos usos diversos consistía en afirmar que el verbo “ser” tenía un uso análogo, quiero decir, que en ciertos aspectos guardaban semejanzas y en otros no. O, como diría Wittgenstein, hay un cierto parecido de familia entre los diferentes usos. Para Korzybski, la analogía no podía significar más que equivocidad y equivocidad en el peor sentido que se quiera tomar. En efecto, cuando decimos “dos más dos son cuatro” creemos establecer una identidad y, por tanto, una verdad eterna e inalterable. Pero cuando decimos “Ana es una persona agradable”, también tendemos a creer en el establecimiento de una verdad eterna e inalterable. De hecho, con sólo pronunciar la frase “ésa es Ana”, ya creemos haber designado algo eterno e inalterable. El problema se multiplica cuando nuestro juicio no versa acerca de los demás, sino acerca de nosotros mismos. “Yo soy incapaz para las matemáticas” o “yo soy hipertenso”, designan barreras infranqueables que han quedado ahí para el resto de nuestras vidas, del mismo modo que la suma de dos más dos siempre dará por resultado cuatro. Las empresas farmacéuticas lo saben y tratan de colgarnos todo tipo de etiquetas duraderas mediante el verbo "ser", cuando, en realidad, tales etiquetas designan únicamente etapas de nuestras vidas. 
  Eliminar el verbo “ser” implica entrar en un mundo donde todo se halla en perpetuo flujo y devenir, en el que “Ana hoy” ya no puede identificarse con “Ana mañana”. Tal decisión implica introducir un índice temporal en los nombres. Por la misma razón los atributos se verbalizan y “yo soy hipertenso” se convierte en “yo hipertensionalizo”. De este modo, lo que habitualmente se presenta como un principio de identidad irrompible se convierte ahora en el desarrollo de un comportamiento que, como cualquier otro, puede alterarse a voluntad. Puede entenderse el enorme impacto de las propuestas de Korzybski en el desarrollo de nuevas terapias para el tratamiento de problemas psicológicos.
  Los sistemas no-aristotélicos de Korzybski han acabado convirtiéndose en lo que hoy se llama el E-prime(*), entendiendo por tal una manera de hablar y, particularmente, de escribir en inglés evitando el empleo del verbo “ser”. Pues bien, supongamos ahora que tomamos nuestro E-prime y tratamos de rescribir con él algún libro de filosofía. ¿Qué quedaría de los escritos de Parménides, de Hegel, de Heidegger...? De hecho, ¿se puede hacer filosofía en E-prime?


   (*) No debe confundirse con E-Prime®, un software pare la realización de experimentos científicos.

domingo, 4 de mayo de 2014

La máquina y el tiempo.

   El pasado fin de semana no apareció la habitual entrada en este blog por culpa de un problema informático. Mi ordenador llevaba varios días con un ruido raro. Al final, se apagó la pantalla y los intentos por reiniciarlo fueron baldíos. Según me dijeron en el servicio técnico se había ido el disco duro. Me lo devolvieron el viernes. Parecía funcionar correctamente y habían rescatado la práctica totalidad de datos. Por otra parte, suelo hacer copias de seguridad con cierta frecuencia. Sin embargo tener un ordenador que funciona bien resulta algo muy diferente de tener un ordenador que hace lo que uno necesita que haga. Con frecuencia ambos términos no pueden compatibilizarse. Dediqué todo el fin de semana a reinstalar los programas que necesitaba y a poner los datos en su ubicación pertinente. Cuando me di cuenta, pese a haber redactado una entrada, se había hecho tan tarde que no podía dedicarme a subirla. 
   Hasta aquí un relato aburrido por habitual y que seguro que a Ud. querido/a lector/a, le sonará extremadamente familiar porque lo ha vivido en alguna ocasión. Lo extraño, lo sorprendente, de toda esta historia consiste, precisamente, en que nos resulte tan aburrido por familiar. Hace apenas dos generaciones, los seres humanos podían vivir sin tener que afrontar el terror de perder todos sus recuerdos, de verse incapacitados para sus tareas habituales, de comprar, mantener el contacto con sus amigos y, sobre todo, ver desaparecida su identidad, por el fallo de un dispositivo. Nuestros padres, nuestros abuelos, se sorprenderían ante la certeza con que nos confrontamos cada día, a saber, que únicamente el papel garantiza la perdurabilidad.. Las fotografías no impresas, las canciones no recogidas en discos de vinilo, están destinadas a desaparecer como lágrimas en la lluvia. 
   Si uno abre un libro de los años 30 del siglo XX, El ser y el tiempo de Martin Heidegger, por ejemplo, no puede dejar de sonreír. Heidegger comienza muy bien, nos advierte que los útiles nos rodean aunque no reparamos en ellos... hasta que dejan de estar presentes o pierden su utilidad. En esto consiste el famoso ser-a-la-mano que bien podría definir lo que le ocurrió a mi disco duro. Este escrito describe algo del mundo actual, por tanto, hasta la página 115 o por ahí. Desde ese momento todo se transforma. El ser-a-la-mano ya no configura un espacio o, por lo menos, no un espacio físico. Los entes que mi mano buscaba para poner mi ordenador de nuevo en funcionamiento no se hallaban, desde luego, en mi cercanía. Todo lo más en la cercanía de mi ordenador, en esa red posicional que configura Internet y en la que la cercanía no la marca lo largo de mi mano sino el número de nodos que hay que atravesar hasta llegar a un servidor remoto. El ordenador, la red, la máquina o la tecnología, como se quiera decir, configura ahora el mundo, mundo no espacial o, al menos, no físicamente espacial, sino de un espacio topológico. De hecho, ya no se nos puede definir como “seres-con”. No convivimos o, dicho de otro modo, las personas que configuran nuestra vida no se hallan con nosotros en la misma habituación, edificio, ciudad o país. Incluso en el caso en que así pueda describirse la situación, no establecemos una relación con ellas por nuestra con-vivencia, la establecemos por medio de un aparato, como esos amigos que se mandan whatsapps de un lado a otro de la mesa del restaurante. De la máquina, no de los seres humanos puede ahora decirse con exactitud que “es-con”. Toda máquina “es-con” otra máquina con la que se conecta y sin la cual no podría existir. Una máquina que no “sea-con” otra, que no pueda “compartir un mundo”, quiero decir, información, con otra máquina, carece por completo de sentido y resulta condenada a su destrucción. 
   La propia máquina ha devenido el Da-sein de Heidegger, el ser-ahí, que en otras ocasiones aparece descrito como un kéntron, como el punto que define un entorno u horizonte. El televisor  está situado en el centro no geométrico, pero sí vital de nuestros salones. En torno a él se configura el horizonte de nuestras miradas. Otro tanto cabe decir de los ordenadores en nuestros despachos, oficinas y hogares. Como ya he explicado esta duplicidad de centros resulta incómoda y se acerca la época en que un sólo centro lo configure todo. Desde ese centro, el ser-ahí, quiero decir, el dispositivo, el televisor, el ordenador, se “encuentra”. El “encontrarse” lo define Heidegger de un modo cándido como el “temple”, el “estado de ánimo”, en resumen, el modo en que se conecta con lo que le rodea el Dasein. Y, en efecto, de ese centro ocupado por nuestro ordenador brotan todo tipo de conexiones hacia los más diferentes dispositivos para garantizar el ser-con de nuestra máquina. Conexiones que, como el temple o el estado de ánimo, dependen del día. Hay días en que nuestros aparatos deciden que no tienen ganas de conectarse y hay que hacerles verdaderas cucamonas para conseguir cambiar ese temple. De hecho yo tuve un ordenador al que había que mecer para que funcionara. Sí, sí, como lo oye, mecerlo. Un día le daba al botón de encendido y no ocurría nada. Le quitaba todos los cables a la torre, la cogía en brazos, le daba un paseíto por la habitación, volvía a enchufarle todos los cables y voilà, funcionaba a la perfección(*).
   Realmente podríamos seguir esta interpretación de El Ser y el tiempo mucho más lejos, pero bastará con recordar que, según Heidegger, el “ser-para-la-muerte”, configura toda la temporalidad del Dasein y su propia “mundaneidad”, quiero decir, su “ser-en-el-mundo”. No puede describirse con mayor precisión lo característico de cualquier dispositivo, su obsolescencia programada, el hecho de que, más pronto que tarde, dejará de funcionar, bien por un fallo, bien por no poderse conectar con los nuevos dispositivos que vayan surgiendo. Resulta ridículo, por tanto, leer las advertencias de Heidegger de que la técnica oculta el ser de las cosas, sus profecías ante un mundo técnico que tergiversa el sentido real de los acontecimientos. Sospechaba, quizás, lo que ha acabado ocurriendo, que la técnica se ha convertido en el único y verdadero ser de las cosas y que la propia filosofía de Heidegger no resulta inteligible hoy día más que como una analítica ontológica de nuestras máquinas. Al fin y al cabo, no hay mayor ejercicio de hermenéutica que interpretar lo que dice un manual de instrucciones.
   Por cierto, mi ordenador ha dejado de funcionar otra vez..





   (*) ¿Imposible? Pues no. Ocurría eso exactamente y se trataba de un problema de conexiones. El cable de la fuente de alimentación no entraba completamente en el enchufe del disco duro. El meneíto por la habitación solía hacer que entrara el par de milímetros suficientes para hacer contacto. Me costó media docena de viajes al servicio técnico averiguarlo.

domingo, 20 de abril de 2014

La reserva espiritual de Occidente (y 2)

   A veces, cuando digo que las religiones son un chiringuito financiero, la gente se ofende. La verdad es que no pretendo ofender a nadie cuando hago tales afirmaciones, me limito a exponer una hipótesis heurística. Buena parte de los principios con los que los técnicos de marketing se ganan la vida, fueron descubiertos hace miles de años por las jerarquías religiosas. Uno de los más evidentes es la importancia de la imagen de marca. Los empleados, los puntos de venta, los folletos, deben ser fácilmente identificable a través de imágenes, colores y símbolos. Todo el mundo sabe lo que está viendo cuando se cruza con un señor de larga sotana negra y fajín rojo, del mismo modo que reconocemos una empresa por sus colores de marca. La propia cruz, como la media luna o la estrella de David no es otra cosa que el logo de la empresa, omnipresente en cada templo como lo es en cada tienda. La función de estos colores, de estos símbolos es primordial, porque las empresas, como las religiones, progresan no gracias a la calidad de los productos que ofrece, sino a las expectativas que logra despertar en el creyente. Del mismo modo que el turista es capaz de predecir el sabor de la comida que va a paladear en tierras exóticas sólo con ver la M de McDonald's, adivina fácilmente cómo debe efectuar su pedido y reconoce cada producto aunque no conozca el idioma, el devoto debe saber qué ambiente le espera al traspasar el umbral del templo de su creencia en tierras extrañas. De algún modo se sentirá en casa, en su hogar, en comunión con quienes le rodean, como lo están todos los que en un momento dado paladean un Big Mac. Por supuesto, cada culto, como cada tempo de McDonald’s, tiene sus peculiaridades locales, pero lo esencial, es decir, el espíritu, es común.
   A veces, una franquicia, un empleado, recibe órdenes que no comprende o no comparte. Estas órdenes llegan de “más arriba”, de la sede central, como cuando El Corte Inglés decide hacer determinada promoción en unas fechas concretas. Los empleados, los sacerdotes de parroquia, son los últimos en enterarse y, sea cual sea su opinión personal al respecto, han hecho voto de obediencia. Respetará las órdenes y seguirá repartiendo cariño con una sonrisa. El Papa, el cónclave religioso de turno, como Isidoro Alvarez, es infalible. En este punto es probable que algún creyente salga con la consabida historia de que estoy confundiendo la religión con la jerarquía religiosa, es decir, que una cosa es el cristianismo, por ejemplo y otra muy distinta la iglesia. Este tipo de objeciones me resultan completamente ininteligibles. Es algo así como decir que una cosa es El Corte Inglés y otra muy distinta sus tiendas, franquicias y empresas participadas, o que una bacteria modificada por ingeniería genética para matar jóvenes entre 18 y 30 años no es mala, que lo malo es lo que se haga con ella. No, mire Ud. con una bacteria  modificada genéticamente para matar lo único que se puede hacer es matar y con una religión basada en la existencia de un dios verdadero lo único que se puede hacer es dotarla de una estructura que asegure la imposición de su verdad excluyente.
   Una vertiente de la objeción anterior es que hay gente y sectores dentro de cada religión que hace mucho bien por los demás, llegando al punto de mantenerse fiel a los supuestos dictados de esa religión. Semejante tesis no afecta en nada a lo que venimos diciendo. Es algo así como afirmar que El Corte Inglés es una empresa buena porque en ella trabajan muchas personas de indudable calidad moral o porque aporta dinero a numerosas ONGs. Ninguno de estos hechos demuestra que su función principal, como la de cualquier religión, es vender, quiero decir, hacer dinero del modo más duradero posible. De hecho, si me apuran, yo me siento mucho más inclinado a creer en El Corte Inglés que en cualquier religión porque para mí es un misterio mayor cómo consigue semejante empresa beneficios todos los años que el misterio de la santísima trinidad.
   Admito, de todos modos, que la comparación con El Corte Inglés es inadecuada. Uno va a El Corte Inglés y, tras mucho pelearse con los dependientes, suele conseguir comprar algo por un precio superior a cualquier otro sitio. Pide que se lo envíen y, al cabo de unos días, tiene el producto en casa. Descuajaringado casi siempre, pero lo tiene. Una religión cobra hoy por unos servicios que llegarán mañana o pasado o nunca. Pagas no para usar algo, pagas para dormir tranquilo. Una religión es, por tanto, más parecida a una empresa de seguros, vende humo. 

domingo, 13 de abril de 2014

La reserva espiritual de Occidente (1)

   Dice la Constitución que el Estado español es laico y aconfesional. Hasta ahí llega el laicismo de este país, hasta una declaración. La realidad, la realidad social y política es otra  diferente y algo compleja. Es famosa cierta encuesta, realizada en las fechas en la que se proclamaba la laicidad del Estado, en la que se preguntaba a los madrileños un domingo si eran católicos practicantes. Hasta un setenta por cierto respondía afirmativamente. Pero si se les preguntaba qué habían hecho esa mañana, apenas un veinte por cierto mencionaba haber acudido a misa. Si hace Ud. la prueba, podrá constatar la realidad social de dicha paradoja. En una misa cualquiera de una iglesia cualquiera habrá apenas media docena de ancianitas y un puñado de jovenzuelos en edad de hacer la primera comunión. Pídale al párroco fecha para una boda, la respuesta más habitual es que está todo cogido hasta dentro de doce o quince meses. Los españoles declaran su descreimiento, lo cual no les impide tener un crucifijo por delante en todos los ritos de paso, bautizo, comunión, boda y entierro. La iglesia, que conoce bien su negocio, lo admite, igual que puede oír a catequistas y demás comerciales de la cruz, difundiendo entre los jóvenes la especie de que uno puede ser católico y creer en la reencarnación.
   El catolicismo de España es un catolicismo light, 2.0, difuso, por no decir confuso, porque la iglesia católica ha admitido que la llamen como quieran para no dejar de ser la religión de facto del país. Más allá de ropajes de seda, de camuflajes y de todo género de travestismo, las cruces tardaron más de veinticinco años en abandonar las paredes de las sedes oficiales de un poder autodeclarado laico. Cuarenta años lleva un Estado laico incluyendo firmemente la religión católica en sus planes de estudio, a pesar de todas las redistribuciones habidas y por haber de las horas lectivas. En nuestros centros educativos se puede dejar de impartir filosofía, latín, biología, tecnología o cualquier otra cosa, pero no se dejará de formar el espíritu católico nacional. Naturalmente, todo se hace de como si no, disimulando, como quien no quiere la cosa. La asignatura se llama “religión” y se ha tenido la desfachatez de firmar un convenio (de hecho, ha sido firmado varias veces) con las religiones minoritarias para que ellas también puedan ser impartidas en los centros educativos. Pero, casualmente, nunca hay dinero, profesionales o alumnado, para que se acabe enseñando cristianismo evangélico, judaísmo o islam. Poco a poco, empujadas más por la realidad social que por un deseo de aplicar la ley, las administraciones van permitiendo que los alumnos que lo desean pueden recibir clase de esas otras religiones toleradas.
   No se trata sólo de la educación. Los mismos políticos que  sacan pecho junto a un paso, junto a un obispo o con ocasión de la coronación de alguna virgen, han convertido la tarea de tener tierra consagrada por la propia religión, cuando ésta no es la católica, en una lucha titánica.
   Pero con lo que llevamos dicho no nos hemos acercado lo más mínimo al problema fundamental. Porque el problema fundamental de toda religión no es la respuesta que da a la vida después de la muerte, ni el dios que la ha alumbrado, ni la existencia o no del pecado. Si Ud. conoce algo de cualquier religión habrá podido comprobar cómo, apenas uno se adentra en ella, comienza a obtener respuestas que escapan al más somero control racional. Por supuesto, el nivel de explicaciones al que me estoy refiriendo es el del creyente medio, porque si a lo que acudimos es a las fuentes escritas, allí queda claro (además de la obvia cuestión de que si el plagio hubiese sido un delito en la antigüedad, todos seríamos fieles de una religión única) la total ausencia de lógica de cualquier religión. Claro, dicen los creyentes, porque la religión no es una cuestión lógica ni racional, es una cuestión de fe. Yo más bien creo que, en realidad, lo que ocurre es que los libros sagrados, los dogmas, los mandatos de la deidad, son más bien cosas secundarias y sin importancia verdadera en las religiones. Si fuesen tan importantes como se nos quiere hacer creer, después de tantos milenios, se hubiese hecho algo más creíble, mejor elaborado. Lo realmente importante de cualquier religión es lo que engrasa sus creencias, lo que las ha hecho perdurar a lo largo de los siglos y lo que les otorga todo su poder. Y eso, queridos amigos míos, no es otra cosa que el dinero, porque la religión, cualquier religión, es un chiringuito financiero: vende promesas de futuros beneficios intangibles a cambio de muy tangible oro. Demostrarlo es muy fácil, basta con observar el comportamiento de la iglesia católica. Mientras los comedores de Cáritas se llenan de gente necesitada, mientras sus fieles sufren y pasan necesidades, su voz guarda un recogido silencio. Cuando llega la hora de renovar el convenio con el Vaticano por el que el muy laico Estado español sigue financiando a la iglesia católica, bien que se oyen sus airados gritos contra “la violencia del laicismo radical”. Esta es la razón por la que los escritos sagrados de las religiones son tan chapuceros, están escritos con la misma desgana que los folletos informativos de las empresas cotizadas en bolsa.

domingo, 6 de abril de 2014

Aguirre y la cólera del pueblo

   Érase una vez una de esas repúblicas surgidas tras la desintegración del bloque comunista. Había en ella un bonito lago cerrado en exclusiva para el uso y disfrute de los prohombres de la patria, hasta que un ciudadano como Ud. y como yo tuvo la desfachatez de profanarlo bañándose en él. Lleno de justa indignación al ver sus privilegios pisoteados, cierto diputado tomó el arma a la que le daba derecho la ley, se plantó en la casa del profanador y le descerrajó cuatro tiros delante de su mujer y de sus hijos. Después, algo más calmado, se subió a su vehículo de lujo y se marchó. Cuando la noticia apareció en la prensa europea, la policía aún no había acudido a la humilde mansión del diputado para arrestarlo. Aunque le perdí la pista a la noticia, es probable que la polvareda que se levantó lo condenara a abandonar el parlamento y a pasarse el resto de su vida recluido en alguna empresa energética como director general.
   En España no ocurren tales cosas. Por algo somos un Estado de Derecho, es decir, aquí, al que osa atentar contra los privilegios de la clase política, lo juzgan. Es lo que está ocurriendo actualmente con un grupo de ciudadanos que intentaron rodear el Parlament de Cataluña el 15 de junio de 2011. Hemos podido ver a diputados autonómicos, al borde de las lágrimas, recordando cómo fueron amenazados de muerte por sus votantes (al parecer le dijeron: “vamos a acabar con tus privilegios”) y al futuro padre de la patria, Don Arturito Mas, explicando hasta qué punto se sintió coaccionado cuando tuvo que oír la voz de ese pueblo al que tanto dice amar. Paralelamente dos personas han muerto al ser arrestadas por los mossos d’escuadra, incidentes que ya tenían un precedente hace unos meses. Se abrirá una investigación y, probablemente, se concluirá que los mossos actuaron debidamente. No es una coincidencia, es una advertencia. Advertencia de que el futuro Estado catalán será independiente y será una república, lo que no será es más libre. Las cartas, los cargos y, sobre todo, los fantásticos 16.000 millones de euros que brotarán de las piedras con la independencia, están ya repartidos y cualquiera que ose levantar la voz para denunciar el gigantesco amaño que se está preparando será, primero, acusado de agente español infiltrado y, posteriormente, puesto a disposición de los mossos d’escuadra para que “actúen debidamente” con él.
   La pugna entre Madrid y Barcelona, como la que hubo entre Castilla y Aragón, nunca fue una pugna acerca del modelo de Estado, sino una pugna acerca que quién iba a manejar el cotarro. Ha sido en Madrid en donde una pobre anciana detuvo su vehículo en pleno carril bus para ir a sacar dinero de un cajero. La pobre mujer observó cómo unos policías locales se acercaban a ella en la violenta disposición de ponerle una multa. Multa que, por otra parte, podía ascender a doscientos euros. La pobre anciana de la que hablamos apenas si cobra una mísera pensión de ex-presidenta de la Comunidad Autónoma y malvive con ella y con los ahorros que ha podido ir juntando tras su esforzado trabajo como presidenta del Senado, Ministra y otras duras labores semejantes. La cuantía de la multa implicaba para ella, pues, penurias sin cuento hasta final de mes. Aterrorizada, se metió en su vehículo y se dio a la fuga, no sin antes golpear la moto de uno de los policías, tan mal aparcada que no le permitía huir sin hacer maniobras. En su fuga, se le aproximó otro coche de policía desde el que le dirigieron feroces insultos machistas, sexistas y clasistas, tales como: “Señora, haga el favor de parar”. Al fin, llegó a su humilde morada, entró en su humilde garaje y envió a su humilde escolta pagada por todos nosotros (no olvidemos que esta señora, como todos los que ostentan el título de grande de España, es muy humilde) a negociar con los policías revolucionarios que la acosaban con la intención, entre otras bajezas, según declaró nuestra protagonista, de hacerle una fotografía vejatoria en la que se la viese cumpliendo con su deber de ciudadana. La pobre ancianita de la que hablamos se llama Esperanza Aguirre, es presidenta del PP en Madrid y, a poco que los jueces la dejen en paz, puede llegar a ser candidata a la presidencia del gobierno. Ese día, que se atengan a las consecuencias los que se atrevan a profanar alguno de los muy privilegiados clubes a los que tienen derecho los políticos españoles.

domingo, 30 de marzo de 2014

Escenas madrileñas

   La capital del Estado ha sido estos días escenario de hechos, aparentemente, paradójicos. El pasado 22 de marzo se desarrolló en ella la llamada “marcha por la dignidad”, una manifestación popular de dimensiones respetables contra los recortes, las políticas económicas que se vienen poniendo en práctica en general y los políticos en particular. En ella confluyeron cuatro columnas que habían avanzado hasta Madrid desde los puntos cardinales del país, cada una representando el rechazo a un paquete de medidas contra la crisis. La magnitud de la protesta era tal, que se urdió un descarado plan para evitar que se hablara durante mucho tiempo de su significado. El plan se inició con el mayor despliegue policial de la democracia para un evento de este tipo. Eso sí, a los policías no se los dotó del material necesario para la Tercera Guerra Mundial que, según parecía, se iba a desencadenar. De hecho se los coordinó poco y mal. Tampoco se impidió la llegada a la capital de grupos radicales, es más, se evitó toda medida posible contra ellos hasta que ya estuvieron adecuadamente desplegados en la retaguardia de la protesta. Finalmente, se adoptaron todas las decisiones necesarias para conseguir que alguna unidad antidisturbios quedara aislada en medio de ellos. Al fin se logró que un apabullante despliegue policial con una superioridad numérica desproporcionada respecto de los elementos violentos de la protesta, fuese incapaz de impedir destrozos de todo género y que hubiese tantos heridos entre los policías como entre los grupos radicales. El objetivo se había conseguido. Dos semanas después se sigue hablando de los violentos, de la actuación policial y de lo peligroso que es que los ciudadanos intenten hacer otra cosa que no sea agachar la cabeza y asentir. Si alguien tiene duda de que éste era el objetivo, ahí están las multas draconianas que se van a imponer a los convocantes de cada una de las marchas sobre Madrid. Casualmente, además, todo esto ha coincidido con el esperado varapalo que las instancias judiciales están propinando a la “ley Fernández”, que, de facto significaba prohibir cualquier forma de protesta ciudadana.
   Unos días después moría Adolfo Suárez, primer presidente de nuestra actual democracia. La calle fue nuevamente ocupada por los ciudadanos. Muchos de los mayores de cierta edad que participaron en la anterior protesta, acudían a presentar sus respetos al difunto Suárez. Su féretro fue llevado por las calles de Madrid en medio de un sobrecogedor silencio. Como casi siempre, los ciudadanos estuvieron a la altura de los hechos. Cuando la ceremonia terminó, los políticos escucharon lo que ya están habituados a escuchar, gritos, insultos, recriminaciones de todo género. “A ver si aprendéis de él”, fue la más común.
   El caso es que Suárez fue un político de pura cepa, ambicioso como ninguno y hábil como pocos. Sabía decir una cosa y su contraria o, mejor aún, no decir nada y que cada cual interpretara lo que esperaba oír. Famosa es aquella entrevista con altos mandos militares en la que éstos salieron convencidos de haber escuchado que el Partidos Comunista jamás sería legalizado en España. Dos meses después fue legalizado. Nunca se lo perdonaron. A Suárez le llovieron los intentos de golpe de Estado, las manifestaciones, las protestas callejeras, las huelgas, los atentados terroristas y los sobresaltos de todo tipo. Gobernó sin mayorías absolutas y sin que ningún grupo de comunicación le apoyase. Cada mañana se desayunaba portadas incendiarias en los periódicos de todo signo. Sus reformas iban demasiado lentas según unos y demasiado rápidas según otros. Hasta su dimisión, el único apoyo incondicional fue el del rey, en su propio partido trataron de hacerle la cama desde el primer día.
   Con la perspectiva del tiempo, la mayoría ha ido reconociendo lo que recuerdo haber oído en casa por boca de mi padre en aquellos días, que su tarea era heroica y monumental, que sorteó todos los peligros que fueron surgiendo a su paso y, sobre todo, que gobernó no para satisfacer sus ambiciones personales, sino para la inmensa mayoría. Suárez, en efecto, tuvo en sus manos un cuerpo policial que, en  esencia, era la policía de Franco. Tuvo en sus manos los elementos suficientes para haber gobernado a capricho. Y, sobre todo, tenía la capacidad, el encanto y los conocimientos suficientes para haberse aferrado a su poltrona indefinidamente. Prefirió siempre pactar, intentó siempre conseguir un acuerdo duradero en lugar de una rápida victoria que durase cuatro días, pensó constantemente en pasado mañana en lugar de obsesionarse con el ahora. Hoy está muy de moda resaltar las sombras de la Transición y afirmar que nuestra carta magna está anticuada. Se olvida todo lo que se hizo posible en un ambiente decididamente hostil, todo lo que aún cabe en nuestra Constitución si se pudieran recuperar políticos con agallas como los de entonces. Precisamente hoy hay que recordar que hombres como Suárez, que vivieron acosados por la calle, por las protestas, hicieron posible esta Constitución que protege el derecho de los ciudadanos a protestar contra sus políticos. Por eso, porque Suárez gobernó para permitir que la gente le criticara, es por lo que sus exequias han sido despedidas en medio de un impresionante respeto popular. Habrá que ver cómo despiden a estos cuando les toque el turno.