domingo, 12 de enero de 2014

La paz de los muertos

   Vuelvo a casa con una entrada sobre los escándalos financieros de nuestro país en la cabeza y me sorprende la noticia de la muerte de Ariel Sharon. Aunque me vanaglorio de no odiar a nadie, hay personajes a los que uno solo puede desearles una muerte larga, dolorosa o, al menos, denigrante y, sobre todo, en el olvido. En el caso de Sharon mis deseos se han cumplido. Con Sharon muerto, el mundo es bastante mejor, aunque ya lo fue cuando un infarto cerebral lo apartó por fin de la primera línea de la política israelí. 
   Para quienes no lo recuerden o para quienes se hayan olvidado de él después de 8 años en coma, Ariel Sharon (Arik o “el rey israelí” o “el león de Dios”) fue pieza fundamental en la creación de la Unidad 101 que, allá por los años cincuenta, se hizo famosa por poner bombas en los mercados árabes, llevándose por delante, ancianos, mujeres, niños y, sobre todo, cualquier esperanza de que hubiese algún género de entendimiento entre judíos y palestinos. Con los años, se fue retirando de la primera línea del combate contra la paz y la tolerancia, pero jamás dejó de ser fiel a los más puros principios del matonismo mafioso, convirtiendo el terrorismo en política de Estado por parte de Israel. Desde luego, se le puede acusar de terrorista, de criminal de guerra, de genocida (siempre que tuvo la ocasión), pero nadie puede acusarle de doblez, hipocresía u ocultar sus intenciones. Promovió la invasión del Líbano en 1982 con la intención expresa de expulsar a los palestinos allí residentes al mar. Como el proceso parecía tardar demasiado, entregó los campos de refugiados de Sabra y Chatila a los falangistas cristianos que hicieron lo único que cabía esperar de ellos, masacrar un mínimo de 2400 civiles indefensos. Su modo de hacer política como miembro del gobierno fue el mismo que utilizó como “militar”, la embestida anticipada antes de que el enemigo consiguiera retirarse. Creó escuela. El actual gobierno israelí se lo reparten dos personajes que nada tienen que envidiarle a Sharon en cuanto a radicalidad derechista: Benjamin Netanyahu y Avigdor Lieberman.
   Y es que, lo peor de Sharon, nunca fue su brutalidad sin límites, lo peor es que sólo era otro producto de uno de los conflictos más longevos de la historia, el que enfrenta desde hace un siglo a judíos y palestinos. Es un conflicto mal entendido. Su origen está en la creación del Estado de Israel, pero no porque los judíos pretendieran volver a la Tierra Prometida, ni porque allí ya hubiese población, como se suele aducir. El problema, el problema real, estaba en dos elementos centrales que aparecen cuando el sionismo plantea la idea del retorno. La primera de estas ideas es que el “nuevo” judío, el judío que debe colonizar su “propia tierra”, ya no es el judío que hasta ese momento había tratado de integrarse en las sociedades europeas, americanas o africanas en las que había vivido. El “nuevo” judío debe ser activo, debe estar orgulloso de su procedencia y no temer a nadie, sino hacerse temer por todos. La segunda de estas ideas es el gran disparate. La evidencia de que “sus” tierras llevaban siglos pobladas por árabes, fue resuelta con la ingenua asunción de que éstos quedarían tan admirados por el esfuerzo civilizador de los colonos que aceptarían de buen grado ser ciudadanos de segunda en su propio país. Si a ello le añadimos un armamento netamente superior al de cualquier enemigo posible, tenemos ya servido un conflicto secular.
   Ahora es fácil entender que los judíos, los “nuevos” judíos, no llegaron a Palestina con aire conciliador. Y la actitud de la otra parte tampoco es difícil de entender. Imagínese Ud. que mañana llega alguien a su casa y, pistola en mano, le explica que su casa ha dejado de pertenecerle porque en el libro sagrado de quien le apunta dice que le pertenece a él. ¿Buscaría Ud. la paz y el diálogo con esa persona? Desde entonces la historia siempre es la misma: crímenes de unos que son respondidos con crímenes por los otros. Si lee los acontecimientos que se desarrollaban en Palestina en 1909 o en 1914, le parecerá estar leyendo las noticias actuales. Son las mismas bombas, puestas en los mismos sitios, matando los mismos inocentes.
   Lo que Ariel Sharon entendió, los objetivos de la política que persiguió desde el primer momento, fue que abocar a los palestinos a la lucha armada, dejarles como única opción el enfrentamiento directo o el desgaste infinito del terrorismo, era un camino que acabaría conduciendo a la victoria de Israel. Desde que tuvo voz en las altas esferas del gobierno, se ha llevado a cabo una sistemática campaña de exterminio de cualquiera que tuviese el menor perfil moderado, conciliador o, simplemente, de intelectual puro en el bando rival. A un Gandhi palestino, Sharon lo habría matado antes de nacer. Hasta tal punto es así que muchos vieron la llegada de Hamas a la Franja de Gaza como una maniobra de los servicios secretos israelíes. De hecho, Israel sólo tembló realmente en los inicios de la Primera Intifada, cuando la protesta consistió en marchas pacíficas y lanzamientos de piedras. A ellos respondieron del único modo que lo ha hecho siempre, disparando contra la población civil y quedaron en evidencia ante el mundo. Luego, las piedras dieron paso a las bombas, los atentados, los cohetes y los suicidas, con lo que Israel no tuvo muchos problemas para reconducir la situación y sentarse a negociar unos acuerdos que, al final, dejarían las cosas como deseaba.
   Hoy día, cuando unos y otros han conseguido que hablar de una protesta pacífica en los territorios palestinos suene a chiste, su rendición ante el dominio israelí es prácticamente un hecho. Porque Sharon ha muerto, pero la política de la brutalidad que él simbolizaba, buscar siempre que el otro tenga motivos para la agresión y nunca para el acuerdo, está a punto de triunfar.

domingo, 5 de enero de 2014

Lo que nos hace humanos

   Se llaman transposones. Son regiones de nuestro DNA que, bajo determinadas condiciones, abandonan la posición en la que se encontraban y emigran hasta otra, cambiando, con frecuencia, de cromosoma. Esta sola acción ya implica una modificación bastante ostensible del organismo. La regulación genética se ejerce sobre regiones del DNA y no sobre genes concretos con lo que, al cambiar de posición, alteran  el sistema de regulación de los genes, haciendo que se expresen con libertad genes hasta entonces restringidos. Pero hay más. Lo habitual es que al trasposón en sí le acompañen algunos pares de bases adyacentes. Esto implica alterar completamente los genes vecinos a la posición en la cual se intercala, sin contar con que puede insertarse dentro de otro gen. El origen más cercano o lejano de un transposón es un virus. A veces se trata de retrovirus, es decir, virus cuyo material genético es RNA, que van acompañados de una proteína que los transcribe a DNA. Se introducen entonces en el genoma del organismo huésped y allí se quedan hasta que se activan. El ejemplo más conocido es el virus del SIDA, pero no es el único. Si el material genético del virus queda en un estado en que no se activa, puede acabar convirtiéndose en un trasposón, es decir, se incorpora al genoma del organismo huésped y allí se queda transmitiéndose a su descendencia y saltando de cuando en cuando.
   Evidentemente, es una locura que algo así pueda existir. ¿Cómo se va a "adoptar" el genoma de un virus y se le va a permitir saltar de cromosoma en cromosoma cada vez que le venga en gana? Y si existen deben ser muy pocos. Y aun siendo pocos, debe haber algún mecanismo regulador que se asegure que cambien se posición pocas o ninguna vez. El problema no es ya que todo esto sea disparatado, el problema es que se comenzó a hablar de ellos en un centro de investigación al que, desde luego, nadie hubiese enumerado entre los más prestigiosos del momento. Aún peor, comenzó a hablar de ellos una mujer, Bárbara McClintock. Chocó contra un muro. La genética norteamericana de los años cuarenta estaba dominada por la idea de que cada gen regulaba una característica del organismo que lo portaba. Los transposones conllevaban introducir la aleatoriedad en un modelo mecánico cuyo objetivo última era la eugenesia y, lo que era aún más “peligroso”, conducía a que dos organismos genéticamente idénticos podían tener apariencias (fenotipos) distintos. A McClintock la trataron como a una loca o, mejor dicho, como a una histérica. Alguien con sentido común debió aconsejarle que, si quería seguir obteniendo financiación para sus investigaciones, abandonara la lucha por “sus” trasposones. A partir de 1953, McClintock dejó de publicar sus resultados.
   Una década después, François Jacob y Jacques Monod, es decir, dos genetistas franceses procedentes, pues, de otro enfoque sobre la genética, redescubrieron el papel de los genes reguladores de los que había hablado McClintock. Debió pasar aún casi otra década para que el mecanismo de transposición fuese nuevamente descrito en bacterias y levaduras. A partir de entonces McClintock comenzó a recibir toda clase de premios y honores hasta la concesión del Nobel en solitario ¡en 1983!
   Ahora que ya sabemos que los transposones existen... ¡¡agárrense porque vienen curvas!! No sólo existen, existen en los seres humanos. Se piensa que una parte importante de ellos se insertaron antes incluso de la separación entre eucariotas y procariotas. Algunos, para efectuar su transposición, necesitan ser codificados en RNA y, después, ese RNA se vuelve a transcribir en DNA que, ahora sí, se inserta en su nueva posición. Ese mecanismo indicaría la cercanía de su estado puramente vírico, es decir, son mucho más recientes. 
   No sólo los tenemos en nuestro genoma, los tenemos en abundancia. Algunos estudios señalan que hasta el 42% de nuestro material genético podrían ser transposones. Esta elevada cantidad no haría sino demostrar su antigüedad, pues buena parte de esa cifra son copias de un mismo gen en diferentes lugares del genoma. ¿Cómo puede un organismo tener tal cantidad de copias de genes de un virus y seguir funcionando? Naturalmente porque tienen alguna utilidad. Hay, al menos, dos funciones fundamentales que cumplen los transposones. La primera es ser un reservorio de mutaciones. De alguna manera, el organismo los mantiene controlados hasta que, en respuesta a una situación crítica del ambiente, les da rienda suelta, creando nuevos genes o nuevas funciones en los ya existentes. “Nuevo” significa aquí algo que no estaba presente en el genoma heredado y que se activa en las primeras fases del desarrollo embrionario pudiendo, por tanto, trasmitirse a la descendencia. La otra función es la que propuso McClintock, permitir la diferenciación de las células que comparten un mismo genoma, ganando, con ello, adaptabilidad al medio ambiente. Y aquí es donde aparece Fred Gage, genetista del Salk Insitute for Biological Studies de La Jolla, California. A finales del siglo pasado, Gage puso patas arriba las teorías sobre el cerebro humano al demostrar que en los adultos también se crean nueva células nerviosas destinadas, fundamentalmente, al hipocampo, es decir, la región donde se guardan los nuevos aprendizajes. Obviamente una sola de esas nuevas células basta para la adquisición de conocimientos complejos pues al establecer conexiones con las demás, modifica toda la red neuronal. A principios de este siglo Gage fue más lejos, describiendo un tansposón, el LINE-1, particularmente activo en el proceso de diferenciación de los precursones neuronales, es decir, en el proceso por el que aparece una neurona especializada en una nueva actividad. La conclusión está escrita con todas las letras en un artículo firmado por Gage y su equipo en 2007: “el genoma celular no es estático o determinista sino, más bien, dinámico”. No somos lo que somos por unos genes que determinan las características superiores que nos adornan, somos lo que somos porque hemos aprendido, como ningún otro organismo, a dominar el azar que nos constituye.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Es tiempo de ilusión, es tiempo de mentiras

   La navidad es, básicamente, un período de regresión a estratos primitivos de nuestra cultura. Esto da lugar a una extraña mezcla y el hecho de que la vivamos con normalidad indica que satisface recónditas necesidades de nuestra mente. En primer lugar está el aspecto más evidente, gastamos, comemos y quedamos con gente de un modo desproporcionado y brutal. Hay un cierto aroma a potlach en el aire. El potlach, recordemos, era una festividad de los indios de la costa noroeste de los EEUU. Básicamente la gente se dedica a regalar todo cuanto tenía, de modo que el que más recibía se consideraba ofendido y sólo podía lavar semejante ofensa entregando más de lo recibido. Cuando ya no hay nadie a quien regalar, los bienes (pieles, aceite o esclavos) se destruían. Presentado con frecuencia como un ejemplo contra el materialismo cultural, Marvin Harris recordó que era una ceremonia desconocida hasta que la cultura occidental comenzó a atraer a los jóvenes indios de tal manera que los poblados se quedaban vacíos. Mediante una festividad del derroche, se trataba de mostrar lo abundante y rica de la forma de vida tradicional, con la esperanza de traerlos de vuelta al redil. La navidad cumple precisamente ese papel. Bajo las luces, los adornos y los buenos deseos a las personas que detestamos, tratamos de ocultar el poderoso deseo de abandonar nuestro modo de vida habitual, que nos domina el resto del año.
   Pero la navidad es algo más que el potlach. Es el tiempo de la ilusión. Resulta fascinante descubrir la cantidad de esfuerzo que los adultos emplean en engañar a los más pequeños de la casa, los cuales, por su propia naturaleza, son fáciles de engañar sin tanto esfuerzo. Se les habla de Papá Noel, de los Reyes Magos, de los camellos y de los renos que vuelan y entran por la cerradura de las puertas, se les explica la legión de elfos y de pajes que, por un contrato basura, montan y empaquetan juguetes fabricados en China. Hay todo tipo de libros, de cuentos, de películas, explicando el milagro de los regalos. La verdad es que los niños por debajo de los cinco años ni entienden ni saben de qué demonios se les está hablando. Los adultos se empeñan en sentarlos en el regazo de un desconocido con barbas que, como no podía ser menos, les espanta, sobre todo porque suele ir con una saca, que vaya Ud. a saber si está ahí para echar mano de un regalo o para engullir al niño. Por encima de los ocho años, quien más quien menos ha conocido a ese listillo que llega al colegio diciendo que los Reyes Magos son los papás. En medias quedan esos dos o tres años en que el niño elucubra acerca de Papá Noel, se impacienta con lo que falta para que llegue su visita y se queda en la cama con los ojos cerrados si se despierta antes de tiempo. Los padres, los padres que con dos contratos temporales de trabajo firmaron una hipoteca a cuarenta años con cláusula suelo y dedicaban uno de los sueldos a pagarla, miran a su niños y piensan: “¡qué inocente!” La verdad es que los niños de inocentes tienen poco. Saben que por escribir una carta chorra  les va a caer encima un aluvión de regalos y, como es lógico, por tan ventajoso intercambio están dispuestos a creer en la barriga de Papá Noel, en los renos voladores, en la felicidad de los elfos y en la inteligencia de Mariano Rajoy si hace falta. Al fin y al cabo es el mismo comportamiento que desarrollamos todos cuando estamos dispuestos a creernos que hemos decidido qué política se va a aplicar en el futuro después de votar.
   Hay quienes piensan que alcanzaron la madurez el día en que descubrieron a su padre dormido, abrazado a la copa de coñá que debía beberse Melchor y con los regalos sin envolver. La verdad es que la madurez está más adelante, cuando uno descubre que si Papá Noel y los Reyes Magos no existiesen habría que inventarlos, es decir, cuando llega a la conclusión de que el bien de las personas a las que quiere, implica actuar como si ciertas ficciones fuesen reales. El como si es fundamental para la convivencia. Con frecuencia tenemos que actuar como si no nos importasen nada los dos besos que nuestra novia le acaba de plantar a ese antiguo "amigo" o como si no estuviésemos mirando a esa escultural mujer que nos pasa al lado mientras estamos con nuestra pareja. Pero hay un aspecto en que ese como si es todavía más importante. Decía Kant que en todo momento debemos comportarnos como si el cumplimiento de nuestro deber fuese a recibir una recompensa en esta o en la otra vida. Quizás es ese como si el que tratamos de enseñarles a nuestros hijos al mentirles.
   Pero los regalos, el despilfarro, no son los únicos componentes de las fiestas navideñas. En multitud de culturas tradicionales, el nacimiento de un nuevo ciclo se celebra con fiestas orgiásticas, estruendosas procesiones que intentan expulsar a los demonios del poblado y algún tipo de conjuro por parte del jefe o el brujo. Nosotros, civilizados occidentales, inauguramos el nuevo año con cotillones abundantemente regados de alcohol, infinidad de petardos y cohetes, y discursos hasta del presidente de la comunidad. En nuestras muy ordenadas cabezas de ciudadanos del nuevo milenio, se mezclan de un modo difícilmente comprensible una concepción del tiempo lineal de origen judeocristiano y una concepción del tiempo cíclico, cuyo origen está en la observación de los fenómenos naturales por parte de nuestros más remotos antepasados.
   En fin, no quiero terminar sin desearles unas propicias danzas alrededor del fuego y que el nuevo año, más que próspero y feliz, sea eso, nuevo, y no se parezca a los que hemos vivido últimamente.

domingo, 22 de diciembre de 2013

No es país para investigadores

   Por diferentes motivos, estos últimos meses he conocido a tres jóvenes investigadores españoles. Me ha impresionado que alguien tenga hoy día el valor de decirle a sus familiares que se va a dedicar a la investigación. Les expresé en privado mi simpatía y admiración, que hoy quiero hacer públicas. 
   El primero de ellos es un profesor de instituto que cogió este verano su coche y se plantó en el corazón de Alemania para trabajar con los inéditos del autor objeto de su investigación. Sabía que no tendría tiempo suficiente, así que renunció también a su paga durante un par de meses hasta completar lo que había ido a hacer en tierras germanas. Su investigación, la investigación de la que, de un modo u otro, acabaremos beneficiándonos todos, no la hemos financiado, le ha costado el dinero a él.
   La segunda historia es la de un joven que está intentando iniciar su carrera investigadora. Pretende solicitar una beca para ello y ha tropezado conmigo en su laberíntico intento de rellenar todos los papeles que le piden. En esencia, el protocolo para solicitar una beca de investigación en este país se ha convertido en un proceso kafkiano, absurdo y mastodóntico, cuya única finalidad es desanimar a cualquier individuo con la pretensión de iniciarlo. Eso sí, se ata al pobre incauto que pretenda ampliar las fuentes de conocimiento de la ciudadanía, con gruesas cadenas, a todos los miembros de un grupo de investigación, que no tendrán demasiado difícil utilizarlo como negro en cuantas tareas le convengan.
   El tercer caso es todavía mejor. Me he encontrado a un joven que persigue acrecentar nuestros conocimientos mientras se gana la vida vendiendo casas o, mejor dicho, alimentando el proceso deflacionario de la vivienda que están llevando a cabo, concienzudamente, las empresas inmobiliarias. Cómo puede uno participar en la mentira de que estamos en una crisis y que todo aquello por lo que tanto pagamos no vale nada, mientras busca la verdad histórica, es algo que no me atreví a preguntarle. Siempre he dudado si yo hubiese podido escribir la tesis doctoral que quería a la vez que trabajaba, por lo que siento enorme respeto hacia quienes tienen que compatibilizar ambas cosas.
   Don Santiago Ramón y Cajal ya advirtió que “investigar en España es llorar”. El investigador es en este país un marginado, un predicador en el desierto, un apestado. Hasta aquí nada nuevo.  Lo novedoso es que, en la última década, a la marginación, a la burla, al deseo generalizado de enterrarlo vivo, se ha unido la voluntad de escarnio, el cinismo casi criminal, la intención franca de volverlo loco. Tomemos, precisamente, a Ramón y Cajal, no al insigne genio que hizo lo imposible en un país donde era imposible hacer nada semejante, sino al programa de becas que tomó su nombre. La idea con que se publicitó era excelente, traer de vuelta a la enorme cantidad de investigadores españoles que estaba dando los mejor de su carrera en el extranjero. Habría que ver sus caras al recibir la noticia. Seguro que les embargó la emoción. Podrían hacer lo mismo que estaban haciendo pero cerca de sus familiares y amigos. Podrían devolver a la ciudadanía lo que ésta había invertido en su formación. ¡Quién sabe! tal vez, podrían hasta obtener reconocimiento de sus compatriotas. ¿Cuál fue la realidad? Tras malgastar aquí unos años, sobre todo, rellenando papelotes inmundos, los que no consiguieron pegarse al catedrático de turno, precisamente lo que se habían negado a hacer cuando se marcharon al extranjero, tuvieron que volver a hacer las maletas. A los que lucharon contra viento y marea por quedarse les aguardaba lo peor: apenas asomó la crisis vivieron la vergüenza de que un burócrata de mierda les dijera que “carecían de capacidad de liderazgo”, o una mamarrachada parecida, antes de dejarlos sin beca.
  La crisis, o, por decirlo más exactamente, el deliberado plan de nuestros dirigentes para convertirnos en un país de zafios, ha hecho algo más. Los centros de investigación están recibiendo uno tras otro la carta en la que se les comunica que o se asocian con alguna universidad o con una empresa privada o cierran. El CSIC está en proceso de demolición (a lo mejor también se sospecha de él que está lleno de rojos, masones y ateos, como ciertas secciones de Hacienda o los departamentos de filosofía de los institutos). El investigador que, libre de politiqueos y de la presión del mercado, se puede dedicar a buscar resultados a medio y largo plazo, ha pasado a ser un proscrito. Hay precio por su cabeza. La fortuna astronómica empleada en formar esos investigadores, en dotar esos centros de lo necesario, en conseguir que adquiriesen un cierto nombre y respeto, se tira a la basura como si hubiese crecido en los árboles. Y para que el cinismo no tenga límites, se vende el mayor despilfarro de la historia de este país como un ahorro. Mientras tanto, unos y otros discuten acerca de si España dedica una cantidad ridícula o esmirriada a investigación. La realidad es que esa cantidad sólo da para que el politicastro de turno pueda salir por la tele diciendo que se financia la investigación. No porque sea pequeña o grande, sino porque el año que viene o el otro, será recortada o ampliada, se cambiarán los criterios o las finalidades, se encauzarán por un organismo nuevo o arcaico, de modo que se haga imposible una cierta continuidad en la política investigadora.
  Para esto, para que un día se construya el más lujoso centro de investigación sobre el cáncer y al día siguiente se lo entregue a la piqueta, para que alguien que ha obtenido su cargo a dedo tenga sus cinco minutos de telediario, para que cuatro catedráticos con amigotes en los puestos importantes mantengan su tajada habitual mientras los demás se rifan el botijo, para esto, insisto, mejor que se suprima el presupuesto de investigación y se dedique a carreteras. Todos, incluidos los jóvenes con deseos de investigar que ya no verían crecer falsos espejismos ante ellos, seríamos más felices. Al menos, hasta que las consecuencias de este desastre nos alcancen.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Retratos reales, reales retratos

  Esta historia es tan antigua como la propia historia del arte. Alguien con una buena fortuna, tiene la ocurrencia de que un personaje tan importante como él debería ser inmortalizado por cierto pintor de relumbrón. En realidad, a nuestro adinerado protagonista, le importa muy poco quién sea el pintor y cuál sea su estilo. Lo importante es tener un capricho que ninguno de sus conocidos pueda pagar. Las propuestas del pintor elegido le suelen resultar demasiado atrevidas. El quiere algo clásico, tradicional, reaccionario incluso, de hecho, algo que podría hacer, y mucho mejor, un pintor menos afamado. El pintor, por su parte, se encuentra ante una disyuntiva. Una posibilidad es plegar su arte a los deseos del garrulo de turno, cosa que le permitirá hacerse una clientela entre las amistades de aquél. La otra posibilidad es permanecer fiel a sus ideales estéticos, con la bronca consiguiente. Habitualmente ni el promotor de la obra ni su autor acaban satisfechos con el lance y, caso de que éste haya optado por la segunda posibilidad, el cuadro terminará en el rincón más oscuro de un palacete, hasta que alguien que entienda medianamente de arte, lo alabe ante su dueño, fecha a partir de la cual presidirá el salón principal.
  Una versión reciente de esta historia se ha vivido hace poco en Dinamarca, país del que sólo parecen salir imágenes escandalosas. La casa real quería un retrato modelno, actual, algo que alejase semejante institución de las oscuras tinieblas de la historia y la situase en el rabioso presente. El pintor elegido no podía ser otro que Thomas Kluge, enfant terrible del panorama artístico danés. Su última línea de trabajo son cuadros en los que las técnicas iluminísticas del XVII se aplican con enfoques extravagantes. Kluge no ha pintado realmente un cuadro de la familia real, sino un collage, en el que cada miembro o pareja, recibe un tratamiento independiente. Más que una composición, puede hablarse de una superposición de personajes, planos, puntos de luz y tamaños. Parece querer decírnos que la casa real danesa no es una familia, sino una pluralidad de individuos, con sus peculiaridades, sus ambiciones y sus intereses. El centro corresponde a un príncipe Christian, heredero al trono, solitario y aislado, al que el bueno de Kluge no ha tenido mejor idea que iluminarlo desde abajo.
Familia real danesa, Thomas Kluge, 2013
  Los seres humanos, por motivos obvios, tendemos a articular lo que percibimos como si estuviese iluminado desde arriba. Es un invariante perceptivo, una ley básica de la percepción, de carácter universal (al que, como otros muchos, tratan de ignorar los partidarios de la inconmensurabilidad cultural). El resultado es que cuando se ilumina un rostro desde abajo, nuestro cerebro insiste en hacer como si la luz procediera de arriba, resultado un rostro deforme, salpicado de sombras ininteligibles y, en definitiva, terrorífico. El príncipe Christian no escapa al efecto. Más que un príncipe parece el primo triste de Chucky el muñeco diabólico. Todo el cuadro, en realidad, oscila entre lo grotesco y lo terrorífico, adjetivos que, por otra parte, sirven para definir a cualquier casa real.
  Ni las técnicas ni las conclusiones que se pueden sacar de la obra de Kluge son nuevas. En realidad, tiene ilustres precedentes. Las alteraciones de la composición por motivos puramente estéticos, la pluralidad de focos de luz, el resultado tenebroso (y la consiguiente bronca de los representados) caracteriza nada menos que a La ronda de noche, de Rembrandt, pintada entre 1640 y 1642. 
La ronda de noche, Rembrandt, 1640-2
   En cuanto a lo de abofetear a la familia real con un encargo procedente de la misma, fue una de las señas de identidad de Don Francisco de Goya. El retrato de la Familia real de Carlos IV de 1800 dice todo lo que uno quiera saber sobre los entresijos de lo que estaba pasando en ella. El heredero, Fernando, poco menos que se está colando poco a poco en el centro del cuadro. A su hermado, Carlos María Isidro, le gusta más bien nada estar detrás del delfín. Carlos IV es un calzonazos bobalicón dominado por su mujer a quien Goya retrata fea, dominante y con un cierto aire casquivano. En las Meninas, Velázquez debaja claro su simpatía por los personajes menos rimbombantes de la corte. Goya no salva ni al apuntador que, en este caso, es él mismo, con pinta de sordo que va de oyente.
Framilia de Carlos IV, Goya, 1800

   Y, sin embargo, este cuadro se puede considerar comedido si lo comparamos con el Retrato de Fernando VII de 1814. 
Retrato de Fernando VII, Goya, 1814
   Siempre me he preguntado por qué Fernando VII no fusiló a Goya nada más tener noticias de este cuadro. Incluso siendo muy benévolo se llega fácilmente a la conclusión que estamos ante un chulo de playa, un borrico mezquino y vengativo, dispuesto a arruinar el país para acrecentar su vanidad. Quizás Fernando VII, no fusiló a Goya porque le gustaba verse así o tal vez porque los pintores, como en su día los bufones, son los únicos autorizados para decirle la verdad sin tapujos a los reyes.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia

   En cierta ocasión, un intelectual africano caracterizó la diferencia entre el colonialismo británico y el francés de la siguiente manera: los ingleses educaban a blancos y negros por separado, pero cada uno en su idioma natal; los franceses educaban a todos por igual, sin distinción de razas, pero todos en francés. Evangelizar, extender la civilización, luchar contra el salvajismo, fue para los británicos una simple excusa que ocultaba una lectura perversa de Darwin y un racismo poco disimulado. Los franceses, por contra, fueron mucho menos retóricos acerca de los valores de la civilización, de hecho, se los creyeron. En cierta medida veían sus correrías por África, Asia y América como una segunda oleada ilustradora tras la que protagonizó Napoleón en Europa. Esta diferencia fundamental marcó los respectivos procesos descolonizadores. La llegada de extranjeros a la metrópolis fue vista con recelos por los británicos que, con su habitual flema, siempre han guardado la secreta confianza en que, al final, asiáticos y africanos, acaben por admitir que no soportan el clima de las islas y se vuelvan a sus países. Los franceses acogieron poco menos que entusiasmados a todos aquellos que prefirieron la nacionalidad francesa a la correspondiente a su flamante país. Era una confirmación de que los ideales ilustrados conseguían atraer incluso a los habitantes de otras latitudes, una demostración de su valor y de lo justificado que había sido hacer posible que los conocieran muy lejos del París en el que nacieron. A los recién llegados, eso sí, se les exigía una prueba inequívoca de haber aceptado los valores republicanos, es decir, tenían que hablar un buen francés. El color de la piel, los rasgos exóticos, las nuevas costumbres eran bienvenidas siempre que se expresaran correctamente en la lengua de Voltaire.
   Con el paso de los años y la pérdida total de las colonias, más de uno se fue olvidando de cuál era el origen de esta tradicional buena acogida y el hexágono comenzó a poblarse de ciudadanos que sotto voce recelaban de los barrios de extranjeros, particularmente magrebíes, que se estaban formando. Hacia finales de los 70, un avispado político descubrió que se podía ganar un buen puñado de votos diciendo en voz alta lo que hasta entonces se consideraba de mal gusto decir en ese tono. Ese avispado político se llamó Jean-Marie Le Pen. Los partidos tradicionales fingieron taparse la nariz y hacerle el vacío o, dicho de otro modo, se alejaron prudentemente de él hasta ver cómo salía el experimento. Cuando descubrieron que el lepenismo había venido para quedarse, no dudaron en aliarse con él, encumbrarlo o criticarlo, según conviniese y, lo peor de todo, copiaron sus argumentaciones, objetivos y programa político para arañarle votos. El resultado es que la xenofobia se ha ido adueñando del discurso político hasta hacerse la tónica. De un punto del arco político a otro, es habitual oír comentarios, sarcasmos o, directamente, insultos, contra todo tipo de minorías.
   Hay que añadir que Francia no ha pasado un verdadero sarampión dictatorial, de modo que buena parte de la población siente la erótica de las bravuconadas, de la prepotencia, de los “caracteres fuertes”. Hace poco los franceses se enamoraron de un ridículo chulete de playa al que poco le faltó para montarse en un tanque como Yelsin y entrar a la carga en la banlieu, arrollando las barricadas levantadas por mozalbetes. No obstante, Francia sigue sin olvidar lo que fue, y sus propios votantes tardaron en avergonzarse de lo que habían hecho el tiempo de ver su primera foto en el Elíseo. Se fue como el presidente más detestado de la V República y eligieron al anti-Sarkozy por naturaleza, François Hollande. Ha pasado el tiempo suficiente como para que haya vuelto la cantinela de que la situación exige “una mano dura”, un gobierno que se atreva a tomar decisiones, un “carácter fuerte”. Una reciente encuesta demostraba el hartazgo de los franceses con sus políticos, Frente Nacional incluido. Sólo se salvaba la nueva estrella de la política gala, nuestro “compatriota” Manuel Valls, el Sarkozy de izquierdas. El Sr. Valls concilia en su persona todo lo que los franceses quieren ahora mismo. Es tan xenófobo, tan fascista, como el que más, pero, eso sí, es (supuestamente) de izquierdas y eso apacigua las mentes bienpensantes de los que quieren mantener los ideales republicanos. Pronto, quizás tras las próximas elecciones, descubrirán que el modelo Sarkozy, el modelo Valls, el modelo característico de cualquier dictadorzuelo de los que han llenado paginas en los libros de historia, no esconde altos ideales, no esconde propósitos claros, no esconde proyectos de país, es simple ambición de poder sin otro fin que el endiosamiento personal.

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Qué ha cambiado?

   Esta semana hemos vivido la confirmación oficial de algo que  se rumoreaba desde hacía algunas semanas: España (e Irlanda) ya no necesitan las medidas de emergencia que se adoptaron para ellas. Europa ha celebrado el éxito del rescate de estos dos países y el gobierno español ha obtenido la palmadita en la espalda que estaba buscando. El PP ha comenzado a colgarse medallas y hasta hay quien está empezando a vender optimismo. 2014 está ahí mismo y es el año de la recuperación. Si uno lee estas noticias y vive lejos de España pensará, sin duda, que la crisis ha comenzado a ser cosa del pasado y que ya sólo queda que las buenas noticias macroeconómicas lleguen a los hogares de una semana para otra. La realidad es muy distinta.
   La deuda pública se ha disparado en los últimos años. Cuando eso que se ha dado en llamar "crisis" nos alcanzó de lleno y el pánico cundió en los mercados, apenas suponía el 62% del PIB. En el tercer trimestre de 2013, alcanzó el 92,30%. Pocos dudan de que en los próximos años llegará al 100% e, incluso, puede superar esa cifra. Es extremadamente poco probable que tales porcentajes se reduzcan a medio plazo. Existen básicamente tres factores que han contribuido a este crecimiento geométrico. El primero es la necesidad del Estado de dinero para tapar el agujero que habían dejado en el sistema financiero las cajas de ahorro dirigidas por políticos retirados y otros en formación. El segundo es el aumento de los tipos de interés a pagar por culpa del aumento de la famosa “prima de riesgo”. El tercero es absolutamente incontrolable por parte del gobierno: la contracción brutal del PIB provocada por una retirada masiva de efectivo del mercado por parte del propio Estado. Evidentemente, si la  deuda se calcula respecto del PIB y éste no hace más que disminuir, el porcentaje aumentará. Así, desde 2008, la deuda pública per capita se ha duplicado (ha pasado de los 9.500 € a los 19.000) y otro tanto ha ocurrido en millones de euros (de 436 mil millones a 884 mil millones). En porcentaje, sin embargo, ha pasado del 40,20% al 86% del PIB.
   Exactamente el mismo problema podemos encontrar en el déficit público. Con una progresiva disminución del PIB, el objetivo de alcanzar un 4,5% este año apareció como imposible a las propias autoridades europeas. No obstante, el 6,5% en el vamos a acabar con toda probabilidad está por encima de lo que todo el mundo anunciaba. Claro que esto no es ningún problema si lo comparamos con lo que queda por delante. Europa nos exige estar por debajo del 3% del PIB en 2016. Con un crecimiento esencialmente nulo, estamos ante la exigencia de un ajuste al menos tan drástico como el que se ha producido en estos últimos años. Difícilmente se puede alcanzar un objetivo así sin recortar de nuevo el sueldo de los funcionarios, los servicios públicos, y las pensiones e incrementar los impuestos. De hecho, tras festejar la salida de España de la recesión, la Comisión Europea  ha advertido al gobierno que tiene que ir aclarando de dónde va a detraer los 35.000 millones que hay que quitar de las cuentas públicas de aquí a 2016. Por supuesto el gobierno se ha subido por las paredes. Si en 2011 España estaba gobernada por una mayoría absoluta que permitía hacer todas las barrabasadas que se propusiese sin problemas, 2015 es un año electoral y el partido gobernante no quiere llegar a esta cita con el anuncio de nuevos recortes fresco en la memoria de los electores.
   Falta un tercer elemento. Gracias a la última reforma laboral, la cifra de paro en España es descomunal. Casi uno de cada tres trabajadores potenciales está desempleado. Ni las previsiones más optimistas hablan de una reducción de esa cifra en el próximo lustro. Sin prestaciones por desempleo, sin ayudas, sin perspectivas de una mejora en su situación, viviendo de las pensiones de unos padres que acabarán por verse mermadas, la situación se puede tornar de aquí a poco en explosiva.
   El resumen de todo lo anterior es muy simple, la situación de España es hoy mucho peor que hace tres o cuatro años. Aún más, nada parece indicar que las cifras macroeconómicas vayan a mejorar a corto o medio plazo. Y, sin embargo, el diferencial con el bono alemán, es decir, la famosa “prima de riesgo” ha caído desde el 612 que alcanzó en el 30 de julio de 2012, al 215 del pasado viernes. En numerosas publicaciones económicas se está empezando ya a hablar de España como un país en el que existen grandes oportunidades para invertir y ha saltado a la primera página de los periódicos la entrada de Bill Gates en Fomento de Construcciones y Contratas, S. A.  Dicho de otro modo, todos los indicadores son iguales o peores que tres años atrás, la percepción que se tiene de nuestro país ha cambiado radicalmente. ¿Cómo explicar esto? Muy fácil, los operadores internacionales, los “mercados”, tienen hoy muy claro algo que hace dos, tres o cuatro años no tenían tan claro, a saber, que el inmenso agujero económico que dejó el despilfarro y la corrupción de políticos, banqueros y honrados emprendedores de la construcción, lo vamos a pagar todos aquellos que no participamos en el despilfarro y la corrupción. Es un hecho que los causantes de los males económicos van a quedar impunes financiera y judicialmente.  Aún más, sus ganancias y sus sueldos no han dejado de incrementarse en estos años de crisis. No obstante, en economía las promesas no valen de mucho. Los ciudadanos de a pie tenemos que pagar hasta el último céntimo que se dilapidó. Sólo entonces la economía comenzará a crecer, es decir, comenzará a montarse otra burbuja económica con la que puedan arrebatarnos lo que hayamos conseguido ahorrar quitándole el pan de la boca a nuestros hijos.