La literatura psiquiátrica muestra que el esquizofrénico describe y explica lo que se le demanda, pero nunca de modo que al psiquiatra le pueda parecer satisfactorio. En sus descripciones y explicaciones faltan elementos clave, faltan las regularidades que permiten proyectar predicciones en la comunicación y, como ya señalamos, suelen aferrarse a un significado concreto de las palabras o de las expresiones. El tránsito desde ese significado a otro relacionado con él, que un hablante medio realizaría sin problemas, implica para el esquizofrénico un salto al vacío que sólo puede completar creando neologismos. A todas luces parece que el significado, como quería Wittgenstein, cambia con el juego del lenguaje para los esquizofrénicos, quiero decir, para los otros, para quienes utilizan reglas pragmáticas diferentes a los hablantes mayoritarios. Los psiquiatras describen muchas de sus producciones como un puro farfulleo ininteligible y de referencia elusiva. Las palabras y/o frases se combinan en base a reglas reconocibles pero no compartidas con el psiquiatra, tales como las coincidencias fonológicas o semánticas. El psiquiatra encuentra en ellas una y otra vez la confirmación del presupuesto con el que ha ido al diálogo, a saber, que habla con sujetos insanos por incoherentes, con facultades perturbadas por alucinatorias, prototipos, al cabo, de una etiqueta común llamada “esquizofrenia”. Aquí, al fin, psiquiatra y esquizofrénico, alcanzan una unidad de entendimiento porque el primero ha conseguido entrar también en alucinación, la alucinación de que las alteraciones del lenguaje son alteraciones del pensamiento, que la mismidad del ser sirve como el pivote sólido en torno al cual se atan lenguaje y pensamiento, las palabras y las cosas. Ningún filósofo del lenguaje contemporáneo denunciará semejante comportamiento alucinatorio por la simple razón de que lo comparte. Sin embargo, resulta extremadamente simple demostrar este carácter alucinatorio de lo que los filósofos del lenguaje contemporáneo llaman su “realismo”. En los procesos comunicativos de los hablantes mayoritarios, parece existir un mecanismo de supervisión que introduce modulaciones y adiciones cuando considera que no se ha expresado adecuadamente lo que se quería decir y que, en casos extremos, aunque muy habituales, lleva a la autocorrección. Obviamente, si existe un mecanismo corrector de las prolaciones lingüísticas, toda pretendida identificación del lenguaje con el pensamiento resulta manifiestamente ridícula. ¿Con qué pensamiento hemos de identificar lo dicho? ¿con el pensamiento original que dio lugar al intento comunicativo o con el que supervisa el modo en que se produce? ¿con ninguno de los dos? ¿con ambos? y, en caso afirmativo, ¿cómo sabemos que coinciden? ¿o no coinciden? Pues bien, el esquizofrénico se comporta tal y como lo hacen los sujetos ideales que sirven de ejemplo a todas las discusiones de la filosofía del lenguaje contemporánea: jamás se autocorrigen. Los psiquiatras no constatan en su discurso ningún género de corrección, siempre parecen acertar con aquello que querían decir. Aún más, ni siquiera se atiende a las correcciones del otro. Desde luego, podemos concluir que en los esquizofrénicos, en quienes consideramos los "otros", los "enfermos", pensamiento y lenguaje se correlacionan perfectamente; que la coincidencia plena de lenguaje y pensamiento constituye un síntoma de enfermedad, no de racionalidad. Pero no habremos agotado semejante conclusión si no entendemos que los motivos de este comportamiento esquizofrénico conllevan algo todavía más letal para la filosofía del lenguaje contemporánea. En efecto, sus rimas y aliteraciones, sus “ensaladas de palabras”, sus descarrilamientos semánticos, sus farfulleos, pueden describirse también diciendo que los esquizofrénicos hacen gala de un lenguaje privado, precisamente, lo que Wittgenstein calificó de “imposible”.
Merece la pena que nos detengamos un poco en este síntoma de esa patología llamada “filosofía del lenguaje”, “las argumentaciones contra la existencia de un lenguaje privado”. Si procedemos a analizar los supuestos argumentos (el paradigma de lo que el psiquiatra podría llamar “coherencia”) que los filósofos del lenguaje contemporáneos realizan para demostrar que no existen semejantes lenguajes privados, podremos encontrar en todos ellos una forma común. Parten de que todo en el lenguaje tiene que poder intercambiarse con otro, a continuación, constatan que no hay nada intercambiable en un lenguaje privado y concluyen que un lenguaje privado no podría tener valor en ese mercado llamado "lenguaje". Dicho de otro modo, si el lenguaje pudiera tratarse como una mercancía, entonces, habría que calificar de imposibles los lenguajes privados. Pero semejante “demostración” no demuestra nada, salvo si asumimos el presupuesto que la esquizofrenia derrumba. Por supuesto, se puede intentar escamotear el veredicto de los hechos señalando que ellos, los filósofos del lenguaje, no afirman que un lenguaje privado "es imposible", simplemente afirman que "no sería sano", que carecería de estabilidad, que no podría usarse. Esta línea argumentativa me parece maravillosa porque eso significa que existe un criterio para distinguir los juegos del lenguaje "sanos" de los no sanos, los estables de los inestables, los utilizables de los inutilizables. Podríamos establecer comparaciones entre todos ellos, hacer una jerarquía y, por supuesto, dar una definición de "juego del lenguaje". Ahora bien, nada de eso puede hacerse según Wittgenstein.
En el lenguaje del esquizofrénico los psiquiatras reconocen reglas nítidas de construcción de discursos, pero, desde luego, reglas no compartidas, no comunes. El psiquiatra puede reconocerse en los fonemas, los morfemas y los lexemas del esquizofrénico, pero no en las reglas que utiliza para combinarlos. El psiquiatra puede reconocer las palabras empleadas por el esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas palabras. El psiquiatra puede reconocer el significado de las expresiones del esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas expresiones. Por tanto, puede reconocer la existencia de un discurso, no puede reconocer el significado, el sentido, el referente último de ese discurso. Nada de esto puede entenderse desde la identificación del significado con el uso. La esquizofrenia, diríamos siguiendo estrictamente las ideas de los filósofos del lenguaje contemporáneos, constituye un simple juego del lenguaje y, aprendiendo cómo funciona, podemos aprender los significados de sus elementos y, por ende, cómo piensan quienes lo practican. Basta para ello reconocer las reglas de uso y simular su utilización. Por contra, los psiquiatras parecen comportarse como si existiesen significados más allá del uso, significados subyacentes al modo en que se emplean morfemas, lexemas, palabras, oraciones y discursos, significados que se combinan según ciertas reglas y que sólo pueden combinarse de acuerdo con ciertas reglas, porque estas reglas parecen ancladas en ellos, como si hubiese posiciones sólidas a las que se anudan.
En definitiva, los fallidos intentos de comunicación de los psiquiatras con los esquizofrénicos nos muestran la enorme distancia que separa la filosofía del lenguaje contemporánea de la praxis cotidiana de los hablantes de cualquier lengua, el obstáculo insalvable que supone aferrarse como un dogma a la idea de que "el significado es el uso", la imposibilidad de alcanzar la realidad si uno se refugia en el lenguaje para no mirarla.
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