La naturaleza del tiempo siempre ha intrigado a los filósofos. Como casi todas las preguntas filosóficas, esta también parece infantil y de respuesta obvia… hasta que se intenta formularla. De un modo inmediato observaremos cómo cada intento adquiere rápidamente un carácter insatisfactorio y, en el caso concreto del tiempo, la insuficiencia de todos ellos desvela nuestras más profundas vergüenzas. Podemos empezar, por ejemplo, con la respuesta del imperio, quiero decir, suponer que el significado de la palabra "tiempo" es su uso. Por tanto, el tiempo significa una cosa diferente en cada juego del lenguaje, en cada forma de vida. Hay un tiempo ligado a la forma de vida de los multimillonarios y otro tiempo propio de las favelas de Rio de Janeiro; un tiempo cuando el dentista juega con nuestros molares y un tiempo cuando jugamos a los médicos con nuestra pareja; y si nuestro jefe nos pilla practicando el solitario en tiempo de trabajo, siempre podremos argumentarle que, entre el tiempo por el que nos paga y el que nosotros perdíamos, sólo hay un "parecido de familia", por lo que no tiene motivo para enfadarse. En un sentido muy claro no hemos avanzado mucho, pero en otro sí lo hemos hecho, porque hemos descubierto una de las suposiciones habituales sobre el tiempo, a saber, que le atribuimos un carácter "universal". Suponemos que todos compartimos un marco de referencia llamado "tiempo". Al fin y al cabo, un sentido elemental del tiempo para los seres humanos lo constituye el "tiempo de vida", el "tiempo que nos queda", el ser-para-la-muerte que decía Heidegger.
Heidegger intentó asaltar el problema del tiempo en su famoso Sein und Zeit, pero pocos de los que se afanan por citarlo recuerdan que constituye el relato de un fracaso. Heidegger tenía por objetivo la relación entre el ser y el tiempo, pero no consiguió ir más allá de explicar el modo en que un ser cualquiera, un Da-sein, vivencia el tiempo entendido, al cabo, como ser-para-la-muerte. Dicho de otra manera, para Heidegger, como para tantos otros antes que él, el tiempo "universal" quedó como un horizonte inasible y tuvo que contentarse, algo que ya hizo San Agustín, con una descripción del tiempo tal y como lo vivenciamos, del tiempo como transcurre para un miembro cualquiera de nuestra especie. Ahora bien, este tiempo "para nosotros", no posee la “universalidad” que solemos atribuirle. La cuestión no radica en que el tiempo dependa del sujeto que lo tome en consideración. Por supuesto, difícilmente el tiempo puede suponer lo mismo para una mosca que vive 24 horas que para una tortuga centenaria. Incluso hemos experimentado cómo el tiempo parecía transcurrir mucho más lento en nuestra infancia que en nuestra juventud. La cosa va mucho más allá. Como ya descubriese San Agustín, cada uno de nosotros ni siquiera comparte el tiempo en el que vive consigo mismo. No vivenciamos el tiempo de trabajo como el tiempo de ocio, no duran los mismos minutos una clase aburrida y el apasionante capítulo de nuestra serie favorita y ni siquiera pasa el tiempo del mismo modo durante ese trepidante partido de la final y durante ese en el que nos marcaron cinco goles en los primeros diez minutos. Como absolutamente siempre, los filósofos creyeron solucionar el problema distinguiendo entre dos ámbitos, el del tiempo que vivimos los seres humanos y "otro" tiempo, el tiempo del universo o de la naturaleza. Se esperaba que, aunque "nuestro" tiempo, el tiempo subjetivo, careciese de uniformidad y universalidad, el "otro", el tiempo "físico" sí la tuviera. Newton partió de la idea de un tiempo con estas características y Kant no dudó en hacerlo parte del modo en que los sujetos construían la realidad, obviando la heterogeneidad patente con que lo vivimos. Debemos mostrar indulgencia con semejante olvido pues, al fin y al cabo, los días en Königsberg de alguien como Kant no debieron ofrecer muchos motivos para diferenciarlos unos de otros. En cualquier caso, Einstein dinamitó todas las esperanzas por encontrar un tiempo objetivo más homogéneo, universal y compartido que el tiempo subjetivo. El hecho de que lo que puede llamarse "simultáneo" dependa del marco de referencia deja muy claro que tampoco hay nada "universal", fijo y necesario en el tiempo "objetivo". Pero muy pocos han sacado la obvia consecuencia de que aquí hay un motivo para sospechar la inexistencia de esos dos ámbitos de esa dualidad de tiempos. Por el contrario, se ha retorcido esta consecuencia palmaria para convertirla en apoyo de una de las propuestas más extendidas y populares, la de que el tiempo sólo puede tener un carácter "subjetivo". No hay nada en la naturaleza equiparable al tiempo tal y como lo vivencian (¿los seres humanos?) Este planteamiento tiene un rancio abolengo teológico y puede encontrarse ya en la escolástica medieval. Recordemos que la eternidad de Dios no consistía en "perdurar por siempre" como su omnipresencia consiste en "estar en todos los lugares". La realidad de Dios le sitúa más allá del tiempo, literalmente no hay tiempo para Él. Para Dios, presente, pasado y futuro tienen la misma realidad porque no hay en ellos ningún transcurrir (anotemos de pasada que ciertas corrientes de la filosofía anglosajona han redescubierto este Mediterráneo como la más novedosa de las soluciones al problema del tiempo). El tiempo pertenece a las criaturas y la aparición del mundo significó la aparición del tiempo. Por tanto, si ese transcurrir sí existe para nosotros significa que nosotros lo introducimos. Como ya hemos señalado Kant se apuntó a esta solución, postulando que el sujeto ordena la experiencia poniendo el tiempo en ella y muchos otros lo han seguido por aquí, hasta el punto de que menudean todo tipo de bravatas en contra de la existencia de cualquier tiempo "objetivo", situando en la subjetividad del mismo el fundamento único y último de su realidad. Sin embargo, esta "explicación" del tiempo, presenta un enorme flanco abierto que muy pocos han señalado: ¿por qué, de acuerdo con Kant, ponemos el espacio precisamente en nuestra experiencia externa y el tiempo en la interna? si hay un vínculo entre la experiencia interna y el tiempo ¿por qué no percibimos el paso del tiempo por nuestra identidad personal? ¿por qué el tiempo no afecta a la subjetividad trascendental? Por otra parte, si hay una experiencia, la interna, sin espacio, ¿no podría haber también una experiencia interna o externa sin tiempo? ¿por qué no? ¿por qué introducimos el tiempo precisamente en nuestra experiencia del mundo? ¿por qué no introducimos el tiempo en nuestro modo de entender los conceptos? ¿por qué los conceptos no cambian con el tiempo? ¿por qué no lo hacen los teoremas matemáticos? ¿por qué no introducimos el tiempo en las entidades matemáticas, en nuestro trato con ellas, en nuestra experiencia de las mismas? ¿qué señales, qué marcas, qué indicios nos llevan a iniciar el comportamiento de "poner el tiempo"? Y, si los hay, ¿por qué nadie los ha identificado? ¿no deberíamos considerarlos el verdadero fundamento del tiempo y no "a la subjetividad"? Y si no los hay, ¿introducimos arbitrariamente, aleatoriamente el tiempo? En cuyo caso, ¿por qué todos acertamos a dividirlo de la misma manera en presente, pasado y futuro? ¿por qué ninguno de los cuerpos humanos que viven en este momento tienen mentes para las que Julio César sigue mandando sobre las legiones romanas? ¿por qué nadie ha detectado inconmensurabilidades temporales como las que hay en la designación de los toros? La "solución" de que el tiempo "es subjetivo", en el fondo, no significa otra cosa que “es así porque a mí me da la gana” y encierra el mismo problema contra el que ya se estrelló Heidegger, a saber, que no hay tiempo en el ser. Más allá de eso ni aporta ninguna explicación de por qué tenemos necesidad del tiempo y no de cualquier otra cosa ni, mucho menos, de por qué lo aplicamos a algunas de nuestras vivencias y no con otras. Todavía más, ¿qué ventaja evolutiva podía conllevar añadir algo a nuestras representaciones del mundo que no puede hallarse en el mundo mismo? Dicho de modo resumido, la solución del tiempo subjetivo sólo sirve, una vez más, para ocultar nuestra ignorancia o, mejor aún, nuestra incapacidad para habérnoslas con el tiempo.
No se trata del único aspecto de la realidad con el que nos llevamos mal. También nos llevamos fatal con las probabilidades. Fallamos a la hora de razonar sobre ellas todos los seres humanos y, particularmente, los habitantes del siglo XX y, dentro de ellos, muy particularmente, los filósofos, para quienes "probabilidad" significa o imposible o necesario. Entre otros procesos físicos, la termodinámica señala claramente una flecha del tiempo. El calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos, los floreros rotos no se recomponen por sí mismos y la información se degrada conforme se retransmite. Efectivamente, todos estos procesos esconden una mera cuestión probabilística. Existe un minúsculo porcentaje de probabilidad de que los cuerpos fríos den calor a los calientes, de que los floreros se recompongan por sí mismos y de que la información mejore conforme se repite. Pero de aquí se derivan tres consecuencias que los seres humanos nos negamos a sacar. Primero que “mayor” y “menor”, nos pongamos como nos pongamos, indica una dirección, una flecha, un signo “>” con una cierta orientación. Ahora bien, segundo, que nuestro tiempo “subjetivo” sigue precisamente esa dirección e, incluso, reproduce las rupturas y heterogeneidades que la física ha descubierto en ella, lo cual sólo puede deberse a una afortunada coincidencia o a que el tiempo “subjetivo” se ha copiado, abstraído u obtenido por algún procedimiento perfectamente explicable de otra cosa, del mundo. Y, tercero, “casualmente” una explicación probabilística del tiempo permite explicar la asimetría entre el pasado, en el cual las cosas tienen una probabilidad inevitablemente igual a 1 ó a 0, por tanto todo existe como necesidad; el futuro, al cual sólo podemos aproximarnos en términos de estimaciones porcentuales; y el presente, el instante mágico en que la moneda vuela en el aire.
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