domingo, 26 de septiembre de 2021

Criptomundo (2. ¿Quiere ser criptomillonario?)

    La regla número uno de los negocios dice: si no entiendes en qué consiste, no te metas. Si esta regla se aplicase al mercado de las criptomonedas el 95% de quienes han puesto su dinero en él tendrían que sacarlo. Lo más que ha llegado a entender el inversor medio es: “dinero, mucho, rápido y fácil”. “Blockchain” significa para ellos el milagro de los panes y los peces, “DeFi” es el nombre del rey que convertía todo lo que tocaba en oro y “oráculo” el sinónimo de generación espontánea de billetes. Los últimos meses han ofrecido pruebas abundantes de lo que digo. En abril de este año, Elon Munsk originó un terremoto vía Twitter al anunciar el fin de la compra en bitcoins de coches Tesla y apostando por una moneda-meme. Unas semanas después, el gobierno chino prohibió el minado de bitcoins en su territorio y la moneda cayó desde su récord de 63.000$ a poco más de 28.000$. En julio pasado entró en vigor el decreto del gobierno de Nuevas Ideas de El Salvador de convertir al bitcoin en moneda oficial del país. Dicen las malas lenguas que el decreto se aprobó a toda prisa porque el partido Nuevas Ideas y su cara visible, el presidente Nayib Bukele, tienen fuertes sumas de dinero invertidas en bitcoins. El caso es que este acontecimiento histórico se inició con pie cambiado. No sólo la plataforma creada por el gobierno de El Salvador para negociar con bitcoins se colapsó a las primeras de cambio (algo, por otra parte, previsible), sino que el bitcoin inició una de sus tradicionales caídas en picado. El banco central de El Salvador intervino y logró que subiera hasta los 52000$, algo que no alcanzaba desde la caída de abril. Este mismo mes, la implosión de Evergrande, la segunda inmobiliaria china, provocó un nuevo desplome del bitcoin. Un par de semanas más tarde, el gobierno chino prohibía cualquier inversión en criptomonedas de sus ciudadanos, lo cual provocó un nuevo desplome, muy cacareado por la prensa, pero que apenas si duró 24 horas. Pongámoslo todo junto. 

   El primer y más significativo cataclismo del año lo provocó, un tuit emitido no se sabe después de cuántos porros y de qué calidad. Si China prohíbe el minado, eso debería provocar un alza en la moneda, no una caída de la misma, pues la hace más escasa y difícil de conseguir. El banco central de un país que ocupa el puesto 102 en el ranking de PIB per cápita del mundo, logró una subida espectacular. La relación entre una inmobiliaria china y las criptomonedas escapa a cualquier explicación posible. Y mucho más difícil resulta comprender cómo una prohibición que, en teoría, expulsa a uno de cada ocho tenedores de bitcoins del mercado, provoca una perturbación que dura menos que la originada por el conocido fumeta. Nada de esto puede explicarse si no se entiende que en el mundo de las criptomonedas, como decía Nietzsche, no hay hechos, datos ni realidad alguna, todo son interpretaciones. Y en un mundo en el que sólo hay interpretaciones, todas valen lo mismo, con independencia de cuán peregrinas puedan parecer. Por tanto, no existe modo alguno de distinguir entre la realidad y el deseo. La inmensa mayoría de los inversores oscila del pánico absoluto a la euforia desbordante y vuelta a empezar, sin términos medios. Lo que en el argot se llaman “las ballenas”, los grandes compradores y vendedores, apenas si serían tristes sardinillas comparadas con las corporaciones mundiales que nadan en la bolsa, pero no les cuesta el menor trabajo iniciar un movimiento en cascada hacia arriba o hacia abajo. Lo diré de otro modo, a día de hoy, cualquiera, cualquier conglomerado de pequeños inversores coordinados desde las profundidades de Internet, una empresa cualquiera de las que existen miles, el gobierno de cualquier país, puede alzar hasta los cielos o hundir en los infiernos la más poderosa de las criptomonedas.  

   La inmensa mayoría de quienes llegan a este mundo lo hace porque ha oído hablar de ese tonto al que le dio por invertir en algo que no conocía de nada y que, de un día para otro, se hizo millonario. Pero, olvidando cualquier detalle, cualquier matiz, todo lo que ha leído sobre el asunto, para no diferenciarse de los demás, acude a comprar bitcoins. Hasta donde yo sé, existe la voluntad expresa por parte de unos cuantos de que bitcoin llegue a valer 100.000$. La cuestión es qué pasará después. Mientras tanto la diferencia entre los aproximadamente 40.000$ que vale hoy y los 100.000 que se supone que valdrán un día, significa multiplicar por 2,5 el dinero invertido, así que, a menos que piense invertir medio millón de dólares en bitcoins, no, el bitcoin no le hará millonario. Hizo millonarios. Hizo millonarios a quienes se arriesgaron a invertir lo que tenían en una moneda de 2 euros vendida en sitios oscuros de Internet, hizo millonarios a quienes cambiaron sus ahorros por largas ristras de números y letras a 800€ la unidad, pero esos días ya pasaron. Por supuesto hay otras posibilidades. Del medio millar de monedas existentes algunas valen 0,00000000000000001$. Un día, a lo mejor sólo por unos minutos, valdrá 0,000000000001$. Difícilmente habrá apreciado la diferencia entre estos dos precios, pero si compró 1000$ de ella al primero, enhorabuena porque, ese día, a lo mejor sólo por unos minutos, será millonario. De modo que, en efecto, Ud. puede hacerse millonario en este negocio, basta con que acierte con la combinación ganadora en la lotería de las criptomonedas. Desde luego, aquí hay menos combinaciones posibles que en la bonoloto, eso sí, comprar una papeleta cuesta bastante más.

domingo, 19 de septiembre de 2021

Criptomundo (1. Fiesta de fin de curso)

   No sé muy bien cómo se hace hoy día, me imagino que por crowdfunding o algo semejante, pero en mis tiempos, parte del dinero para los viajes de fin de curso se obtenía por fiestas celebradas en los propios centros escolares. En muchas ocasiones, recaudar algo que mereciera la pena significaba tener el menor número de manos posibles tocando el dinero pues, como todos sabemos, la humedad de la barra de un bar, con frecuencia, hace que los billetes se peguen a las manos. Para evitarlo se fabricaban unos vales que, en ocasiones, equivalían a los servicios que proporcionaban. Digamos que había papeletas que llevaban impreso “pincho de tortilla”, “refresco”, “cerveza”, etc. Dos, tres personas, se encargaban de venderlos por el precio establecido y, por tanto, sólo esas dos o tres personas se hacían responsables de lo que al final apareciera en la caja. La contabilidad resultaba transparente si se sabía el número de papeletas fabricadas con cada producto. Imaginemos un centro de enseñanza en que el dinero recaudado no sólo se utilizara para el viaje de fin de curso sino también para mejorar las instalaciones del mismo e, incluso, para contratar personal, cocineros y hasta actuaciones para las siguientes fiestas. E imaginemos que los vales sirviesen de un año para otro porque han conseguido hacerlos infalsificables, aunque, obviamente, sólo sirven dentro de los límites del recinto escolar. Si las fiestas fuesen cada vez mejores, la comida cada vez más rica y el colegio tuviese mejores instalaciones, sin duda, más personas querrían acudir a él y, como consecuencia, a sus fiestas. El centro podría permitirse pedir más por cada uno de los productos servidos durante las mismas. Muy pronto un grupo de despabilados encontraría la manera de hacer dinero comprando los vales y vendiéndolos al año siguiente o al otro, incluso algunos de ellos los guardarían durante años con la esperanza de que se revalorizaran de modo proporcional al tiempo pasado. En esencia una criptomoneda no es nada diferente de esos vales. Sirven para pagar servicios (pinchos de tortillas, refrescos, cerveza...) prestados en ciertas plataformas (fiestas de fin de curso), pero no los compran únicamente quienes desean estos servicios sino que, en previsión de que aumentarán sus demandantes, hay quienes lo acumulan durante un cierto tiempo para venderlos cuando juzgan que su demanda ha llegado a un tope. Debe quedar claro que, de acuerdo con nuestro ejemplo, tiene que celebrarse una fiesta, quiero decir, tiene que haber eventos clave que marquen con nitidez el aumento gradual de los asistentes o la esperanza de que los haya y si un día deja de haber fiestas, los vales, las criptomonedas, no valdrán nada. Aclaro esto porque el ejemplo que he puesto no sirve para todas las criptomonedas. Existe un caso particular de monedas constituido por aquellas en las que ni hay fiesta de fin de curso ni parece que vaya a haberla nunca. Simplemente, alguien ha impreso vales que equivalen a platos de comida tan exóticos y originales, que a la gente le ha hecho gracia y ha comenzado a comprarlos o, por seguir nuestro ejemplo, alguien ha decidido imprimir vales para la fiesta de fin de curso de los perros de una academia de adiestramiento. Digamos que, inicialmente, los compraron los dueños de dichos perros como guasa, pero pasado el tiempo mucha gente se ha sumado a la broma. En consecuencia los vales han alcanzado cierto precio no porque alguien vaya a intercambiarlos por el pincho de tortilla correspondiente, sino porque tiene la seguridad de que la tendencia seguirá y podrá venderlo en cualquier momento por un valor superior al de compra.

   Hay tres detalles más de suma importancia para caracterizar el mundo de las criptomonedas. El primero es que, aunque existen más de 5.000 y que a esta cifra se le añade otra media docena cada día, en la práctica todo lo decide una, bitcoin. Por ser la primera, por haber adquirido un valor icónico y por capitalización, cuando el bitcoin sube, todas las monedas suben y buando bitcoin baja, todas las demás lo hacen. De aquí se derivan dos consecuencias de extremada importancia si ha pensado alguna vez en invertir en criptomonedas. Por una parte, el consejo habitual en el mundo de las finanzas de diversificar las inversiones, no sirve en el mundo de las criptomonedas. Da igual que se haga con una cartera de doce, de doscientas o de dos mil monedas diferentes, el día en que el bitcoin baje todas bajarán y el día en que suba todas subirán, por supuesto, en diferentes medidas y con diferentes velocidades, pero, al final, todas seguirán la tendencia marcada por bitcoin. Por otra parte y en consecuencia, si bien se puede determinar el valor de una moneda por su comparación con bitcoin, no hay modo de determinar el valor de bitcoin. Aunque se basa en la tecnología blockchain, aunque esa tecnología será omnipresente más pronto que tarde, aunque cada vez cuesta más trabajo producir bitcoins y aunque su cantidad total tiene un límite, nada de eso permite comparar su valor con otra cosa, por ejemplo, con el dólar norteamericano. No hay cálculo, no hay teoría, no hay hecho económico alguno que permita decir si el bitcoin se halla en estos momentos sobre o infravalorado y, mucho menos, en cuánto. Por tanto, segundo detalle, el mercado de las criptomonedas es puramente especulativo, sin que exista valor tangible alguno al que se pueda remitir ninguna de ellas. Si una empresa se hunde, quedará su solar que puede valer algo. Si un banco se hunde, supuestamente, hay un fondo de compensación para los ahorradores. Si una criptomoneda se hunde, no queda ni un papel para utilizar como marcapáginas en el libro que esté leyendo. El tercer detalle consiste en que si ha entendido todo lo que llevamos dicho hasta aquí, sabe ya más de criptomonedas que el promedio de las personas que tienen todos sus ahorros invertidos en ellas. Estos tres detalles permiten una caracterización sucinta pero exacta del mercado de criptomonedas: es explosivamente volátil. 

domingo, 12 de septiembre de 2021

¿Es inhóspita la F1 para las mujeres?

   No soy precisamente un aficionado de los deportes de motor. Tengo que haber dado muchas vueltas por todas las cadenas sin encontrar nada para acabar viendo algunas vueltas de una prueba y para llegar a eso tengo que tener mucho tiempo libre, lo cual no ocurre más de un par de veces al año. La conjunción de astros se produjo el otro día y acabé contemplando un rato una prueba con vehículos que parecían de la Fórmula 1, pero en la que no reconocía ninguno de los apellidos que recordaba como parte de ese circuito. La infografía me resultaba enigmática y no eran los vehículos de Fórmula 3 que yo recordaba. Desde luego, mis conocimientos del mundillo son bastante limitados, pero había algo que no encajaba, así que esperé hasta el final. Entonces comprendí lo que ocurría. En una televisión, no sé si norteamericana o rusa, estaban transmitiendo una prueba de la W Series, "la fórmula 1 para mujeres". Hace tres años una escudería de Fórmula 3 decidió crear una competición para mujeres piloto, cuya presencia en la Fórmula 1 nunca ha pasado de testimonial. La idea generó una fuerte polémica. Para algunos suponía una posibilidad de que las féminas accedieran a una competición automovilística relevante, permitiendo visibilizar a las mujeres piloto. Para otros suponía la creación de una especie de reserva india para ellas, que las alejaría aún más de los volantes de la competición reina. Particularmente críticas se mostraron las pilotos que han competido en la IndyCar (que tampoco es que haya habido tantas) y que sugirieron que el dinero invertido en esta competición hubiese hecho más por las mujeres dedicado a becas y programas de ayuda a las jóvenes que destacan en las  karting y el resto de pruebas inferiores. En ellas casi hay paridad entre hombres y mujeres. El problema comienza con las GP y la WS. En estas puertas de entrada al gran circuito, los vehículos carecen de dirección asistida y se inicia una exigencia física que se multiplica en la competición estrella. Los vehículos de Fórmula 1 sí llevan dirección asistida, pero la suavidad de la misma depende de otros parámetros, ajustados en función de la prueba. Los pilotos son muy sensibles a esos cambios y desatan una tormenta en cuanto el volante se pone un poco más duro de lo normal. Entre las muchas cosas que no se ven en las pantallas, una de ellas es lo que sufren las cervicales con las curvas o la cantidad de líquido que se pierde en unos habitáculos casi cerrados, continuamente al sol o a lo que venga y dentro de unos monos ignífugos que no están pensados para transpirar. Uno de los pilares que asentaron el mito de Ayrton Senna fue haber ganado una carrera en la que se le rompió el tubito que lleva el agua desde el depósito hasta la boca del piloto. En teoría nadie resiste mucho en esas condiciones sin desmayarse. Todavía me acuerdo de un Nigel Mansell, ya bastante talludito, incapaz de sostener el trofeo que le correspondía por la victoria después de los kilos que había perdido durante la prueba. Muchos hombres, muchos buenos pilotos, se quedan por el camino por las exigencias físicas, pero eso no explica que en estos momentos, las dos mujeres que más cercanas se encuentran a un volante de Fórmula 1 sean las probadoras Tatiana Calderón y Carmen Jordán.

   Susie Stodart (ahora Susie Wolff), superó todos los obstáculos físicos que, se suponía, la alejaban de la Fórmula 1, hizo varias pruebas con Williams en 2014-5 y se quedó a unas décimas del segundo piloto del equipo, pero cuando Williams necesitó un piloto tras la lesión de Bottas, no la llamó a ella sino a un hombre. Sólo cinco mujeres han llegado a competir en la Fórmula 1, sólo dos puntuaron, hace 30 años que ninguna lo intenta. Es, apenas, la punta de un iceberg. En una encuesta realizada por ESPN los equipos de la Fórmula 1 reconocían tener en sus plantillas, digamos, “de trabajo”, menos del un 9% de personal femenino. En las secciones de expertos legales y, sobre todo, de relaciones públicas, sí, la mayoría del personal son mujeres, un vestigio de cuando “promotoras” de cara bonita y cuerpos espectaculares proporcionaban “placer visual” a los pilotos, según declaró Nico Hulkenberg, piloto por entonces de Renault, cuando se desató la polémica a propósito de su supresión en 2018. En los talleres, donde se toman las decisiones que afectan directamente a las carreras y a los resultados, allí, la representación femenina cae hasta mínimos. Siempre cabe apelar a otra situación no menos preocupante. Puede que la mayor parte de los ingenieros que hay en los equipos de carreras sean hombres porque los hombres dominan las facultades de ingeniería, en un fenómeno que no es fácil de explicar. Las ciencias biomédicas son ya un área mayoritaria de mujeres y éstas dominan igualmente en territorios limítrofes como bioingeniería y demás. Pero cuando se pasa a las ramas en contacto directo con la industria, la cosa cambia radicalmente. Según algunos testimonios la presencia de la mujer en las aulas de las diferentes ingenierías incluso está disminuyendo. Como digo, no hay muchas explicaciones para eso. Nos hallamos cerca del punto, si no lo hemos superado ya, en que las mujeres son mayoría en las carreras de ciencia. Sería extraño que las mujeres no fuesen más creativas que los hombres porque diferentes estudios de multitud de especies de primates demuestran que las hembras jóvenes son las primeras en introducir novedades comportamentales dentro de la manada. Así que los problemas no vienen por aquí. Como creo haber explicado en otro lugar, las mujeres dedicadas a las ciencias se enfrentan con un reto cuando intentan fundar una familia. El embarazo y el primer año de maternidad supone una ralentización en sus niveles de publicación que pocos tribunales o comités de  selección tienen en cuenta a la hora de comparar su valía con la de sus compañeros varones. Diferentes intentos por hacer la ingeniería más atractiva para las mujeres han pasado, precisamente, por invitar a charlas de divulgación a mujeres ingenieras y madres, dos términos cuya incompatibilidad no resulta obvia. En cualquier caso, mientras las mujeres comienzan a valorar este tipo de saberes como áreas en las que pueden realizarse, las cadenas de televisión ponen encima de la mesa no importa cuántos millones para quedarse con los derechos de transmisión de la competición masculina, mientras hay que irse a alguna cadena norteamericana o rusa para ver la Women Series. Y, créanme, sus carreras resultan tan aburridas como las de sus colegas masculinos. 

domingo, 5 de septiembre de 2021

Hacia la catástrofe.

   Dicen que para entender Etiopía hay que pensar en cuatro dimensiones. El único país de África que no sufrió colonización occidental si exceptuamos los cinco años de ocupación italiana (1936-1941), el segundo país más antiguo en declarar al cristianismo religión oficial, adquirió su forma actual tras una serie de anexiones, manu militari, llevadas a cabo por el emperador Menelik II a finales del siglo XIX. Aunque a Menelik se lo honra como el héroe nacional, los oromo, la etnia mayoritaria en la actual Etiopía, se llevaron la peor parte, sufriendo masacres de todo género. Los oromo (algo así como el 34% de la población) comparten país con más de 80 etnias y su idioma es uno entre otros noventaitantos. Las guerras civiles de los 70 y 80 del siglo pasado, el desvío de las reservas de agua para el tabaco y otros cultivos de fácil exportación y las consiguientes hambrunas, hundieron al país en los índices de riqueza, convirtiéndolo en uno de los más pobres del mundo. La caída del muro de Berlín y el cese de toda ayuda por parte de la URSS, acabaron dándole la última puntilla al régimen despótico de Mengistu Haile Mariam y una coalición de movimientos guerrilleros de diferentes etnias, encabezados por el Frente Popular para la Liberación de Tigray (TPLF) y de la que también formaba parte el Frente Popular para la Liberación de Eritrea, marchó sobre la capital poniendo fin a su gobierno. Aunque formalmente esa coalición mantuvo su nombre (Frente Popular, Democrático y Revolucionario de Etiopía), en esencia el TPLF se quedó con él y, a su antojo, marcó los tiempos, las formas y las instituciones que fueron creándose a partir de 1991. Nació así una Etiopía democrática, pero en la que casi todo el poder quedaba delegado en los diferentes territorios, configurados, más o menos, sobre bases étnicas. Muchos no quisieron ver en esta reconfiguración del Estado más que una maniobra preparatoria para que el TPLF ejerciera un control hegemónico en su propia región, la de Tigray. Incapaces de frenar al TPLF, el Frente de Liberación del Pueblo de Eritrea, promovió en 1993 un referéndum de independencia. Tampoco ellos querían conformarse con su estrecha franja costera y en 1998, el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, decidió que había llegado el momento de dejar claro quién mandaba allí. Con la excusa de que la frontera no había quedado delimitada, envió sus tropas a Badme, una parte de Tigray. Así comenzó la guerra etiope-eritrea, un bonito conflicto que acabó con la vida de más de 100.000 personas, en la que toda empresa occidental que se preciase vendió armas a ambos contendientes y que costó un millón de dólares diarios a los dos países más pobres de la tierra. Aunque ganó de largo las elecciones de 2000, el poder del TPLF quedó tocado y sólo pudo ganar las elecciones subsiguientes a costa de un incremento de la violencia política y las denuncias de fraude. En 2015 la situación había degenerado de tal manera, que una sucesión de protestas, reprimidas a sangre y fuego, terminaron con la renuncia del primer ministro Hailemariam Desalegn y la llegada al poder de un oromo,  Abiy Ahmed.

   Abiy, quien se enfada cuando se le recuerda su etnia, pues se dice encabezar un movimiento “de todos los etíopes”, inauguró su mandato con una visita a la capital de Eritrea que ponía fin al conflicto entre ambos países y que le valió el premio Nobel de la paz. Pero Abiy no es un hombre de paz. Su referencia, desde luego, no es Gandhi, sino, muy probablemente, Menelik II. El acuerdo con Asmara no iniciaba la paz, iniciaba la guerra contra el TPLF, a quienes les cortaba la vía más rápida de llegada de armas desde la costa. Sabiéndose fuertes en su territorio, el TPLF se replegó hacia allí, sin ocultar lo más mínimo su intención de esperar a que las circunstancias propiciaran su regreso a la capital o bien, si éstas, no se presentaban, de declarar la independencia. Decir que ésta es la guerra de Abiyi Ahmed es un buen ejemplo de lo que significa no pensar en cuatro dimensiones. Gran parte de la intelectualidad etíope, comenzando por los miembros de ésta identificados como oromo, consideraban el año pasado que la transición sólo se habría completado cuando los líderes del TPLF, o bien todos sus integrantes, estuviesen muertos o encarcelados. Ninguno de ellos criticó, por tanto, que su gobierno buscara el apoyo de Sudán o de diferentes milicias étnicamente basadas para asegurar una ofensiva exitosa contra la región de Tigray. Muchas fueron las voces que alertaron de lo que se les venía encima a los etíopes, pero encontraron pocos oídos dispuestos a escucharlas. Desde luego no en Occidente, encandilados por un presidente Nobel de la Paz y mucho menos entre los etíopes, embriagados ya por un discurso de revancha étnica que ha llevado a varios grupos oromo a masacrar a sus tradicionales vecinos somalíes. Tigray se conquistó con mayor facilidad de lo que todo el mundo pensaba, pero eso no ha evitado que tengamos que darle la razón a las voces más pesimistas. La pérdida del territorio no sólo no debilitó al TPLF, sino que ha comenzado a recibir reclutas procedentes de otras etnias a las que algunos de los aliados del actual gobierno, como los amhara, han comenzado a masacrar. Organizados como una guerrilla, conocedores del terreno y, sobre todo, pensando en cuatro dimensiones, han conseguido volver a ocupar Mekele, la capital de Tigray y adentrarse hasta Lalibela, destino turístico y de peregrinaje de Etiopía por excelencia. Aunque ambas operaciones se saldaron con un considerable número de combatientes del TPLF muertos, nadie duda del mensaje que envían: podemos seguir haciendo daño indefinidamente. Al fin y al cabo, como han declarado algunos de sus dirigentes, ellos no son etíopes, son “más que etíopes”.

   La respuesta del gobierno y del ejército a estos desafíos no se ha hecho esperar. Las comunicaciones con Tigray han sido cortadas, las ONGs declaradas suministradoras de armas a los rebeldes, al ejército eritreo se lo ha animado a intervenir y el presidente ha llamado a todo hombre en edad de combatir a alistarse para la ofensiva final. Los militares han aplicado una política de tierra quemada, incendiando los cultivos, matando el ganado y cortando o envenenando los suministros de agua. El 90% de la población de esa zona se halla en riesgo extremo de desnutrición, enfermedad o, simplemente, de caer bajo las balas de uno u otro bando. Todo esto parecerá un día nublado si las tensiones entre los amhara y los afar, los oromo y los somalíes, o las surgidas con el gobierno sudanés a causa de una frontera no delimitada por la que transitan decenas de miles de refugiados y campesinos etíopes que ocupan tierras de cultivo en Sudán, acaban desencadenando la tormenta que tantos vaticinan.