Uno de los rasgos distintivos de TRIZ consiste en que, a diferencia de la práctica habitual de la ingeniería, no se busca el “mejor sistema tecnológico”, ni el sistema tecnológico “óptimo”. “Optimizar”, se nos dice desde TRIZ, implica perder una enorme cantidad de recursos y de tiempo dando vueltas alrededor de soluciones no suficientemente rompedoras. O, por decirlo de otro modo, no hay nada creativo en “optimizar”. La optimización consiste en permanecer atrapados dentro de los límites de compromisos ya establecidos y que sólo a la larga, con la lenta evolución de los mismos, podrán ofrecernos algo significativamente mejor que lo existente. Nada de eso satisface a TRIZ. Desde TRIZ no se aspira ni a la optimización ni a la mejora, se aspira al ideal. Siempre y en cada momento debemos perseguir lo ideal. Aquí resuena de un modo llamativo la vieja idea leibniziana de que lo real se deja gobernar por lo ideal, pero Altshuller y su esposa, Valentina Zhuravlyova, no mencionaban a Leibniz como padre de la idea, sino al matemático George Polya en cuyo libro de 1965 Como plantear y resolver problemas, se señalaba la necesidad de “comenzar siempre por el final” (lo cual, digámoslo de paso, arroja ciertas sombras sobre el consenso existente entre los seguidores de TRIZ de que ésta no puede aplicarse a las matemáticas). Formulada así, constituye la norma básica de cualquier persona aficionada a resolver problemas de ajedrez. Ante un problema de ajedrez que termine con un mate, siempre hemos de preguntarnos en qué condiciones el rey se hallaría en mate. A partir de ahí resulta muy fácil reconstruir, marcha atrás, los pasos que hemos de seguir para llegar a ese resultado deseado. Precisamente en eso consiste el protocolo del “Resultado Final Ideal”. Ante todo, hemos de preguntarnos bajo qué condiciones el problema con el que tenemos que enfrentarnos habría dejado de existir. Si podemos encontrar la respuesta a esta pregunta, varias cosas habrán recibido una luz definitiva. En primer lugar, tendremos muy claro en qué consiste el problema y qué obstáculos existen para su resolución. En segundo lugar, aún más importante, tendremos una radiografía exacta de cuáles de nuestros planteamientos, supuestos y prejuicios formaban parte de los obstáculos para hallar dicha solución. Nada de esto quiere decir que hayamos encontrado ya el camino que nos enlaza con ella, de hecho, en TRIZ se nos anima a no preocuparnos, de entrada, por cómo vamos a llegar exactamente hasta ese resultado final idea. Nos hemos deshecho de lo que impedía encontrar dicho camino, hemos cobrado conciencia de su posibilidad y con ello ya hemos dado un significativo paso adelante. Sí, efectivamente, nuestro problema de ajedrez tenía una solución, no “es imposible” hallarla. Podemos hacer un alto en nuestro camino y, por ejemplo, utilizar una metáfora, un símbolo o una simple X para designar aquello que permite alcanzar nuestro resultado final ideal. El proceso a partir de este momento consiste, precisamente, en ir dándole rasgos a esa X.
Altshuller proporcionó una fórmula que nos permite entender qué significa “ideal”:
Ideal=Beneficios/(Costos + Perjuicios)
Alcanzamos la “idealidad”, cuando los beneficios obtenidos con un sistema cualquiera superan ampliamente la suma de sus costos más los perjuicios que causa. Esta fórmula, parecida a la de costo-beneficio en economía, a la de eficacia en gestión de empresas y al cálculo del “valor” en ingeniería, no tiene pretensiones de arrojar exactamente una cifra matemática. Más bien se trata de que cobremos conciencia de cómo de lejos nos hallamos del ideal ya que éste sólo aparece cuando la fórmula da un valor cercano a infinito. Dicho de otro modo, el sistema técnico ideal no produce absolutamente ningún perjuicio, tiene un coste de instalación y mantenimiento cercano a cero y ofrece todos los beneficios que un sistema técnico puede ofrecer. Inmediatamente, ante esta formulación, pensamos: “imposible”. Ese “imposible” que tan rápidamente brota en nuestras mentes, indica de un modo nítido la inercia psicológica que nos cierra el camino para encontrar la solución al problema planteado. En efecto, imaginemos que tenemos una máquina del tiempo y que viajamos a principios del siglo XX. A la primera persona con la que nos topemos vamos a explicarle que tenemos relojes que no pesan nada, a los que no hay que darles cuerda, que no consumen ningún tipo de energía, que no se estropean jamás y que nos dan la hora sin el más mínimo retraso o adelanto. Oiríamos de su boca, muy probablemente, ese mismo “imposible” que nos asalta cuando hablamos del sistema técnico ideal. Y, sin embargo, precisamente en eso consisten los relojes de nuestros dispositivos móviles, en relojes que dan una hora exacta sin coste ni perjuicio alguno. Ahora ya tenemos una idea mucho más nítida de en qué consiste, la mayoría de las veces, un sistema técnico ideal: un sistema técnico cuyas funciones se han integrado en otro de nivel superior y que asume, como parte despreciable, las funciones del sistema que nos resultaba problemático. “No hay nada ideal ahí”, se me dirá, “un dispositivo móvil consume energía, pesa, se estropea y lo conforman elementos contaminantes o que cuesta verdadero sufrimiento conseguir”. Desde el punto de vista de TRIZ todas esas cuestiones, por lo demás indiscutibles, constituyen otro ejemplo de cómo el protocolo del resultado final ideal sirve para desvelar compromisos, mejoras, optimizaciones, que necesitamos superar mediante la búsqueda de un nuevo ideal y que, debido a nuestra inercia psicológica, habían permanecido hasta ahora invisibles a nuestros ojos. Efectivamente, nos acercamos a la época en que parecerá inevitable que nuestros dispositivos móviles ya sólo pueden “mejorar” y que hace falta dar un salto hacia un nuevo ideal. Aún más, si nuestros relojes parecen más ideales que los relojes que circulaban a principios del siglo XX y si nuestros dispositivos móviles no parecen tan ideales como los que circularán a principios del siglo XXII, se debe a que el resultado final ideal no constituye únicamente un protocolo de TRIZ para la creatividad, también constituye una ley de evolución de los sistemas tecnológicos: el desarrollo de los sistemas tecnológicos siempre se produce en la línea de una mayor idealidad, entendiendo esta “idealidad” en los términos de la fórmula mostrada antes.
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