Cuando uno lee a Jürgen Habermas no puede evitar sentir estupor por el modo en que tergiversa el concepto de “racionalidad científico-técnica”. De creer a Habermas, el modelo de cientificidad o de “actividad científica” no lo encarnan ni el investigador que en su laboratorio estudia el modo en que un virus toma el control de la célula, ni el matemático que busca una demostración de la conjetura de Hodge, ni el astrónomo dedicado a desentrañar el funcionamiento de los cuásares. La “ciencia”, por lo que atañe a Habermas, tiene poco interés en comprobar hipótesis y mucho en construir una sociedad de acuerdo con su modo de proceder característico. “Ciencia” y “técnica”, por tanto, se identifican indisolublemente en su perverso afán de imponer propuestas de ordenación de las relaciones humanas dejando de lado el consenso racional alcanzado por todos, incluyendo a quienes basan su uso de la razón en informaciones más bien parciales acerca del asunto en cuestión. Tomado en sentido estricto eso significa que debemos identificar a los grandes epítomes de la ciencia contemporánea con Fernando Simón, Anthony Fauci o Sir Patrick Vallance. Curiosamente a gente como ellos dedicó algunos estudios Robert K. Merton, llegando a la conclusión de que estos “científicos”, realizan una labor poco o nada relacionada con la ciencia, entre otras cosas porque su trabajo de asesoría para los gobiernos se basa mucho más en afinidades personales, en generalizaciones improvisadas y experiencias puntuales que en algo que pueda considerarse algún tipo de método. A los científicos se les presupone la honestidad como a los militares el valor, pero quienes acaban trabajando como “asesores científicos” poseen a menudo rasgos que los separan drásticamente del resto de colegas de profesión.
Todo científico, como cualquier hijo de vecino, tiene el sano interés de hacer algo por mejorar la vida de quienes le rodean. Por su naturaleza de “sabio”, de persona que atesora conocimientos valiosos, cabe preguntarse además si a ese interés no debe añadírsele un cierto deber cuando sus conocimientos tienen alguna utilidad práctica. Pero la mayoría de científicos, de hecho, quienes ponen las sólidas bases teóricas de cualquier disciplina, prefiere con mucho la penumbra de su laboratorio, de su biblioteca, de su despacho, al brillo de los focos de un estudio de televisión. No obstante, el poder genera en su entorno un curioso aura por el cual todos y cada uno de quienes conocen a un cargo político, creen que por el hecho de conocerlo, de hablar con él, de saber algo que él no sabe, pueden obtener ascendencia sobre el mencionado cargo y suele confundirse esa ascendencia con el poder mismo. De la masa de científicos que contribuyen cotidianamente a acrecentar el conocimiento humano, un puñado siente una atracción superior por ese modo de influir en el mundo que le rodea que por el que le corresponde por profesión. Se los puede ver ascender progresivamente por la escala de los organismos oficiales, cada vez ocupando oficinas más y más alejadas de las áreas de investigación y tratamiento, hasta llegar a un punto en que comienzan a apretar las manos de este o aquel político, a acudir de modo regular a sus recepciones, a recibir algún pequeño encargo, alguna pequeña consulta. Llegados a este punto pocos eligen ya el camino de retorno y, casi sin darse cuenta, abandonan el paraguas de la ciencia para adentrarse en un terreno mucho más proceloso. En efecto, del mismo modo que a Habermas no le gusta que haya nada por encima del consenso racional, tampoco a los políticos les gustan los datos, los hechos y las demás zarandajas que ponen límites a sus desmanes. El político quiere hacer de la afirmación “todo son interpretaciones” la única verdad y los hechos, los datos, el conocimiento comprobado, le merecen tanto respeto como sus votantes. Desde el momento en que un gobierno lo nombra su asesor, el científico debe su cargo y su ascendencia sobre el gobierno en cuestión no a lo que sepa o deje de saber sobre ciencia, sino a lo que sepa o deje de saber sobre cómo asesorar. Sus palabras tienen ya de “científico” lo que el detergente que lava más blanco o el dentífrico que combate mejor las caries, pues se han convertido en simples portavoces de eslóganes racionalmente consensuados por otros asesores del gobierno de turno, los asesores políticos.
Apenas requiere esfuerzo encontrar todos esos rasgos definitorios en los asesores científicos que han adquirido rostro como consecuencia de esta pandemia. Ahí tenemos el caso de Sir Patrick John Thompson Vallance, prominente médico y farmacólogo, que logro fama a pulso por sus investigaciones sobre la influencia del óxido nítrico en la tensión arterial. Sus artículos merecieron citas a granel por parte de sus colegas y su prestigio le abrió las puertas del Royal College of Physicians o la Academy of Medical Sciences. Pero, con 40 años, quizás juzgó que sus facultades creativas sólo podían decrecer, así que abandonó el crudo mundo de la investigación de base para fichar por GlaxoSmithKline ganándose su sueldo a base de firmar los documentos que le ponía por delante el departamento de marketing de dicha empresa para la aprobación de sucesivos medicamentos. Y ya puestos a mentir, ¿por qué no hacerlo a lo grande? En 2018, sin dejar de cobrar de la farmacéutica, pasó a encabezar la Government Office for Science que asesora directamente al Primer Ministro británico. Pero a ese cargo llegó en junio de 2019 el simpar Boris Johnson, necesitado de mostrar su british way, alejado de Europa, en plena pandemia. Al bueno de Sir Patrick pudimos verlo defender impertérritamente la idea de que la mejor manera de luchar contra el coronavirus consistía en no hacer nada, dejar que la mayor parte de la población se contagiara y generar “inmunidad del rebaño”. Por supuesto, no había ningún género de estudio científico que permitiera afirmar que una tal inmunidad se puede alcanzar en el caso de este virus. Ahora ya los hay que demuestran lo contrario. Sin embargo, por simple regla de tres podía calcularse que unos 36 millones de británicos contraerían la enfermedad, que los hospitales del país acogerían un mínimo de 3,6 millones de pacientes y que morirían no menos de 360.000 personas. En definitiva, nada que perturbase demasiado a un médico bien curtido tras su paso por la industria farmacéutica.
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