domingo, 23 de agosto de 2020

De bigotes y cemento.

   Entre la caterva de dirigentes políticos que le ha tocado sufrir a la vieja Europa en el último medio siglo, destaca por méritos propios Aleksandr Grigórievich Lukashenko. Esta joya del cinismo político, escaló puestos administrativos hasta que en 1990 entró en el parlamento bielorruso. Sin perder su carnet del partido comunista, se adhirió con fervor a la corriente más democrática y posibilista, aunque fue el único diputado bielorruso que votó en contra de la disolución de la URSS y la formación de la Comunidad de Estados Independientes. En aquella convulsa década, comenzó a adquirir notoriedad por sus denuncias de los privilegios de que gozaba la élite dirigente salida del comunismo. Semejante actitud le ganó la enemistad del partido comunista bielorruso, pero le procuró la presidencia del Comité Anticorrupción del Parlamento. Lo que muchos vieron como un premio honorario para que cerrara la boca, se convirtió en palanca de sus ambiciones. Tardó muy poco en acusar a 70 altos cargos de desvío de fondos públicos para fines privados, incluyendo al presidente de la república y a su primer ministro. El caso, que acabó desinflándose en los tribunales, le costó a ambos su puesto y en 1994 se redactó una nueva constitución y se convocaron elecciones presidenciales. Lukashenko se presentó a ellas prometiendo acabar con la corrupción, luchar contra las mafias y estrechar los lazos con Moscú. Ganó de un modo un tanto sorpresivo.

   Su primer mandato se caracterizó por los enfrentamientos con sus antiguos camaradas comunistas, que dominaban el parlamento y que no podían verlo ni en pintura. Lukashenko jugó a fondo sus bazas populistas, manteniendo un régimen socialista en lo económico, aumentando el salario mínimo, volviendo a nacionalizar los bancos y fijando los precios de los productos básicos. Se presentó ante la población como el líder que los había salvado del catastrófico salto al capitalismo de sus vecinos rusos, aunque para ello tuviera que enfrentarse al Fondo Monetario Internacional. A cambio les pidió el voto en cada referéndum para ir desmontando a la oposición parlamentaria y a lo que de espacio democrático se había ganado tras la refundación del Estado. Desde ese momento vinieron las prórrogas a discreción de su mandato y las elecciones ganadas siempre con más del 70% de los votos. De una Rusia enriquecida por los precios del gas y el petróleo, obtuvo contratos ventajosos para el suministro de ambos a cambio de una fidelidad perruna que lo llevó a numerosas confrontaciones diplomáticas con Occidente. Institucionalmente, la oposición casi había desaparecido tras el desplome del partido comunista. Alrededor de Lukashenko se formó la habitual corte de las maravillas, con empresarios y notables enriquecidos gracias a sus loas al mandatario. Siguiendo el modelo ruso, Lukashenko dejó claro que compartiría el latrocinio pero no el poder. Mientras, el país languideció, exportando patatas y murmurando por lo bajo cada vez que algún periodista o algún miembro notable de la sociedad civil, desaparecía sin dejar rastro. Diferentes organizaciones internacionales sacaban de vez en cuando el nombre de Bielorrusia a los titulares por estos hechos, pero, en realidad, nada amenazaba al régimen de Lukashenko, que hablaba a sus conciudadanos en tono paternalista mientras soltaba todo tipo de perlas sobre los homosexuales, las mujeres o cómo curar el coronavirus con vodka y trabajo. 

   El plácido despotismo de Lukashenko cambió radicalmente en 2014. La intervención rusa en Ucrania, que tantos estudios ha desatado en los círculos estratégicos occidentales, lo puso en alerta. Aunque con un ejército mucho mejor vertebrado que el ucraniano y con un servicio secreto que sigue manteniendo el nombre de KGB y que le es fiel, no se le escapó que los ardides puestos en marcha por Moscú podían utilizarse en su contra tan pronto como el viento dejara de serle favorable. La caída de los precios del petróleo y del gas, que llevó a Rusia a exigir una renegociación de los términos de su contrato con Bielorrusia, no hicieron más que acrecentar los temores de Lukashenko. En plena crisis en el Este de Ucrania, pudo verse su bigotuda figura estrechando las manos de enviados norteamericanos, país con el que no mantenía relaciones diplomáticas desde una década antes. Lukashenko habló en aquella ocasión alto y claro contra la intervención rusa en su vecino y nadie pudo dudar, por lo que vino a continuación, de que se trataba de un giro estratégico. Desde entonces, las periódicas denuncias de “intervención occidental” para excusar cualquier desgracia económica, tapar cualquier corrupción o justificar cualquier desaparición, se transformaron en una “intervención rusa”. La última escenificación de este giro la vivimos hace unas semanas, cuando, en vísperas de las elecciones, sus servicios secretos detuvieron a una treintena de “contratistas” de la, según Moscú, “inexistente” agencia Wagner, con maletas cargadas de dinero. Tras negociar su liberación, Rusia afirmó que se trataba de “agentes independientes” con destino hacia Sudamérica, pese a que algunos ultranacionalistas rusos reconocieron en los detenidos a antiguos compañeros de correrías en el Este de Ucrania. El incidente llevaba un mensaje subliminal. A Rusia había huido Valery Tsepkalo, otrora figura privilegiada por el régimen, que se convirtió en el enemigo número uno de los medios de comunicación desde el momento en que decidió presentarse a las elecciones presidenciales de este año. Cuando el comité electoral se negó a autorizar su candidatura, puso pies en polvorosa, dejando a sus seguidores la instrucción de votar por Sviatlana Tsikhanouskaya, esposa del activista en prisión Siarhei Tsikhanouski. “Los rusos”, vino a decir Lukashenko, “financian a mis opositores”.

   Lukashenko, por supuesto, ganó una vez más con su habitual 80% de votos. Sin embargo, esta vez el hartazgo ha superado al terror y los multitudinarios mítines de Tsikhanouskaya se han convertido en multitudinarias manifestaciones contra el tirano. Él ha respondido como únicamente sabe hacerlo, con la represión y la violencia, pero la policía también parece estar harta y se ha negado a obedecer las órdenes. Así hemos podido ver a un Lukashenko que, con la misma cara de cemento habitual, se ha vuelto a sus aliados rusos de antaño pidiéndoles por favor que intervengan, como si nada hubiese ocurrido en los últimos seis años. Todavía nos queda verle ofrecer el cargo de primera ministra a Tsikhanouskaya para “luchar juntos por la democratización del país”.


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