LLevo tiempo sospechando que abandoné el campo de la filosofía allá por el cambio de siglo, porque no consigo encontrar mucha relación entre lo que yo voy dejando escrito por ahí y lo que puede leerse en los libros, artículos y conferencias que publican quienes aspiran al calificativo de “filósofo”. La recopilación de textos Sopa de Wuhan no sólo ha corroborado mis sospechas, sino que, a partir de ahora, consideraré un insulto personal que me comparen con quienes firman esas 188 páginas de soplapolleces. No hubiese resultado justo pedir a quienes hacen filosofía en estos tiempos que se oliesen la densidad de problemas filosóficos escondidos bajo el concepto de “contagio”; ni que tuvieran una idea, siquiera elemental, de cómo funciona el sistema inmunitario; ni siquiera que acertaran a ver que lo llamativo de esta enfermedad radica en que, por primera vez en mucho tiempo, no ha salido de uno de esos laboratorios de experimentación social llamados “departamento de marketing”. Debía pedírsele, pensaba, que, hijos de la filosofía de la sospecha como se creen, sospechasen de lo que dicen los medios de comunicación, que hicieran genealogía en lugar de buscar míticos orígenes romanos, ¿qué menos que citar correctamente a Foucault? Ni a eso llegan. El coronavirus les ha pillado discutiendo acerca del sexo de las interpretaciones, del mejor bagaje conceptual para entender la última película de culto, de cómo hacer otro refrito con los viejos tópicos típicos de la hermenéutica, la fenomenología y/o el dialogismo. Algún incauto ha acudido a ellos para exigirles que piensen creativamente acerca de la realidad y el resultado produce vergüenza sonrojante. Afortunadamente para mí, ya, sonrojante vergüenza ajena.
Los hay que se atreven a pronosticar que el móvil y la tarjeta de crédito se utilizarán en el futuro para escudriñar nuestra más cotidiana vida, como si no se los hubiera puesto a nuestro alcance precisamente para eso. Los hay que hacen un uso tan irrestricto del “ser” que les da igual decir que "el virus es una pandemia" o que "el siglo XXI es una pandemia", y cabe preguntarse por qué se quedan ahí y no afirman también que una pandemia es un kiwi, que un kiwi es una pandemia, o que el siglo XXI es un kiwi (seguro que quienes se aferran con desesperación al "ser" incluso encontrarán un sentido a desvelar en estas afirmaciones). Los hay que, después de que las enfermedades mentales catalogadas se hayan duplicado en los últimos 50 años; después de que su tasa de prevalencia se eleve al 300% de la población; después del “descubrimiento” de la osteoporosis, el colesterol, la hipertensión, el déficit de atención y el síndrome de las piernas inquietas; después de que se nos vaticine que pronto "todos seremos biónicos" porque hay un implante esperándonos a la vuelta de la esquina; después de todo eso, afirman que el modelo de nuestra sociedad lo constituye ¡¡¡un cuerpo inmune!!!
Pero, claro, siempre tendremos a los grandes referentes de la filosofía del nuevo siglo, como ése que achaca el habitual uso de mascarillas en Oriente no a la pésima calidad del airea sino a “una diferencia cultural”. Da el número en bruto de cámaras en China para demostrar la intrínseca malignidad del gigante vecino, pero no cita que si tomamos esa cifra en términos relativos, hay una densidad de cámaras por habitante en la muy liberal Londres que hace palidecer a cualquier ciudad asiática. Afirma con rotundidad que a este virus lo pararán las mascarillas. No los guantes, que eso da igual, sino las mascarillas. Y a continuación relata con primosoros detalles las cualidades de cierto tipo de mascarillas que se fabrican en su país. Cabe preguntar si todo eso lo “cree”, forma parte de lo que “se dice” en los telediarios que ve o si ha encontrado un sólido argumento para sostenerlo en la cuantía del ingreso bancario que le han hecho llegar por tan poco disimulada publicidad encubierta. No tengo la menor duda de que a alguien tan dotado para venderse al mejor postor lo encumbrarán pronto a la categoría de gran filósofo de nuestros tiempos. Va a desbancar a otro que tampoco lo hace nada mal. En esta recopilación lo vemos defendiendo que el capitalismo, que durante dos siglos se ha adaptado a todo, no sobrevivirá a dos meses de parón. Uno lee la fuente de publicación original del texto, Sputnik, y entiende lo que subyace al argumento. Al fin y al cabo, quien paga, manda (hasta manda los textos ya escritos para que sólo quede firmarlos). A esta “discusión” se apunta también otro, que saca pecho con modelos de flujos de capital, como si el capitalismo pudiera caracterizarse en términos de flujo de capital… El capitalismo ha sobrevivido porque no hay sistema comparable a la hora de producir, no mercancías, ni satisfacción de necesidades, ni, mucho menos, flujos de capital, sino ilusiones. El capitalismo no vive en los bancos, ni en las bolsas, ni en las empresas, anida en esas ilusiones de las que no sabemos deshacernos porque seguimos imbuidos en él. En las ilusiones que ahora albergamos todos de salir a tomar una cerveza, comer en un restaurante y hacer un viaje, ahí sigue agazapado el capitalismo, como hambriento león del circo, esperando que nos abran la jaula para devorar al primer cristiano indefenso que encuentre a su paso. Ese día, se liberará de nuevo a los filósofos de la carga, demasiado pesada para ellos, de pensar críticamente la realidad y podrán volver a lo que vienen haciendo desde que comenzó el siglo XX: tergivesarlo todo para que quienes detentan el poder puedan seguir mangoneando sin que nadie señale su desnudez.