Probablemente, cuando hablé de una artista cuya obra “reubicó” el Ayuntamiento de Granada, muchos pensarían: “¿qué se puede esperar de un político, de un político de derechas, de un político de derechas en una ciudad que celebra con orgullo la invasión de los bárbaros, o de un político de derechas en una ciudad que celebra con orgullo la invasión de los bárbaros en medio de la incultura andaluza?” La razón por la cual me paro a dar testimonio de lo ocurrido en Granada hace un par de semanas se debe a que constituye un tipo de hechos cada vez más común en nuestro muy tolerante y democrático Occidente.
En 1866 Gustave Coubert pinta L’origine du monde que planta literalmente en las narices del espectador, el sexo femenino de una modelo de la que deja entrever un pezón pero ni se molesta en dibujar su cara. Se trata de una obra del Segundo Imperio, de estricta moralidad pública, pero que también tenía su paradigma de tolerancia hacia cierto tipo de pinturas y retratos “mitológicos”. Frente a ellas, Coubert no deja lugar a dudas de que pinta una mujer real, de carne, hueso y vello, ninguna diosa idealizada, ningún producto de la hipocresía. Se trata de la afirmación más brutal del cuerpo y, precisamente, del cuerpo femenino, jamás mostrada en un lienzo. Peor todavía, el título nos deja claro que, para todos nosotros, el origen del mundo no se sitúa en un mitológico pasado en el que Dios hiciera surgir la luz a partir de la nada, sino en el momento en que afloramos desde una vagina. La mujer (y no Dios), nos otorga el mundo.
Coubert afirmó de sí mismo “si dejo de escandalizar dejo de existir”, pero resulta difícil saber si se trataba de un programa o de la constatación de su destino. El escándalo le asaltó nada más abrazar el realismo. En 1850, con 31 años. Su Entierro en Ormans, provocó un terremoto. Pintado con el formato reservado a los grandes acontecimientos históricos, nos muestra la inhumación, poco menos que en una fosa común, de alguien que apenas logra causar los llantos de tres mujeres, mientras una multitud de pueblerinos transita, como de paso, hacia alguna velada parroquiana. El realismo de Coubert siempre pretendió lo mismo, denunciar, denunciar las hipocresías, las desigualdades, las falsedades, de una sociedad francesa entregada a la farándula de los supuestos imperios. No debe extrañarnos, pues, su amistad con Proudhon ni que se lo calificase de peligroso revolucionario.
Afortunadamente ya no vivimos en los mojigatos tiempos del siglo XIX y cualquiera puede ver El origen del mundo desde... 1995, ¡¡catorce años después de que el Estado francés lo recibiera en propiedad!! Hasta 1995, la obra de Coubert no consiguió hallar una época en la que poder mostrarse al común de los mortales. Pero ese tiempo no duró mucho. En 2014, Deborah de Robertis llevó a cabo una performance en el Museo de Orsay delante del cuadro consistente en sentarse en el suelo mostrando su sexo sin aviso previo a la dirección del museo. Como ella misma ha expresado reiteradamente, sus acciones van dirigidas a protestar contra el confinamiento de las mujeres “al rango de objetos inertes al servicio de los artistas”, contra la utilización “del cuerpo de la mujer para rellenar los cofres de los museos”, en definitiva, para hacer “visibles a las modelos”. Eso sí, a Courbet, por haber hecho demasiado visible a su modelo, se lo mete en el mismo saco que a Fra Angelico, pues, desde los muy feministas ojos de de Robertis, ninguna diferencia hay entre ambos, ni siquiera, que Coubert peleara por la libertad formal de la que goza ella misma... para protestar contra la obra de Courbet. Dentro de poco, El origen del mundo sufrirá una “reubicación”, pero no en nombre de la moralidad, de las sanas costumbres y de la higiene moral, sino en nombre de esa igualdad que caracteriza a los productos industriales, que la que nos proporciona a todos los mismos derechos, ya si eso se irá gestionando. Algún día surgirán artistas que destrozarán las imágenes como los hubo que desgarraron los lienzos y de Robertis acabará en el fondo de un saco con otros tantos con los que nunca habría supuesto tener relación alguna.
Pero quien propala que al feminismo hay que achacarle la oscuridad de los tiempos que se avecinan, sirve a los mismos intereses que aquél. Comparada con la censura de los algoritmos, las protestas de supuestas artistas que viven por y para las imágenes, roza lo pueril. Hace justamente un año, la todopoderosa Facebook se enfrentó en los tribunales a la denuncia de un profesor francés que vio cerrada su cuenta cuando colgó una foto de El origen del mundo. Que los algoritmos traen de la mano una censura mucho más feroz de la que un día soñó la Santa Inquisición lo demuestra bien a las claras la estrategia seguida por la empresa, en la que nunca se replanteó la necesidad de censurar. Lejos de pedir disculpas por un supuesto “error”, pleiteó durante años para que el juicio tuviera lugar en esa tierra de libertad creativa, tolerancia y simpatía hacia las provocaciones de los artistas llamada Estados Unidos. Obligada, por fin a sentarse en un banquillo francés, los abogados de Facebook, ni negaron lo ocurrido, ni lo achacaron a las lógicas imperfecciones de sus programas, se limitaron a decir que el demandante no podía mostrar prueba alguna de que el cierre de su cuenta tuviera relación directa con la última foto publicada en ella. Los engranajes de las redes sociales, de los proveedores de Internet, no sólo nos exigirán probar nuestra inocencia, sino que mantienen su racionalidad última en el más absoluto secreto, haciendo que sus decisiones resulten inapelables, mientras “reubican” en algo muy próximo a la inexistencia, todo aquello que hiere la sensibilidad de sus estándares maquínicos.
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