El 19 de mayo de 2009 el ejército de Sri Lanka cercó en las playas de Mullaitivu a los últimos combatientes de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) y los aniquiló, poniendo fin, con un coste de vidas de civiles aún por determinar, a un enfrentamiento que había durado 26 años. La victoria visitó en diferentes ocasiones a Saddam Husein, por ejemplo, en febrero de 1991. Justo en las postimerías de la entrada de las tropas de la coalición en la invadida Kuwait, el dictador iraquí declaró en un discurso que su pueblo había alcanzado la victoria por resistir los bombardeos occidentales sobre su territorio. Doce años más tarde, el primero de mayo de 2003, mientras Irak se hundía en una espiral de violencia de la cual no ha acabado de salir, el presidente norteamericano George W. Bush proclamó desde la cubierta del portaaviones Abrahm Lincoln, anclado frente a las costas de California, la “victoria contra el terrorismo”. Podría seguir enumerando hechos de la historia reciente, pero no merece la pena, estos tres bastan para plantear con claridad la cuestión de qué puede significar “victoria” en el contexto de nuestras guerras contemporáneas.
Si le preguntamos a cualquier filósofo vigesimico, rápidamente contestará que el significado de un término “es su uso”. Sin embargo, acabamos de ver tres usos muy diferentes del término “victoria” en el seno de un mismo juego del lenguaje. Nuestro filósofo, siguiendo las consignas que le dieron en el siglo pasado, rápidamente argumentaría que, en realidad, no se trata del mismo juego del lenguaje. Se trata, nos diría, de tres juegos del lenguaje diferentes, uno dentro de la cultura cingalesa de la primera década de este siglo, otro dentro de la cultura iraquí de la última década del siglo pasado y otro dentro de la cultura norteamericana. A continuación, con gesto muy serio, nos soltaría la consabida perorata con todos los lugares comunes típicos del discurso acerca de la inconmensurabilidad cultural. El problema radica en que esta misma semana, en un magnífico artículo del Washington Post, Greg Jaffe planteaba si “victoria” significaba lo mismo para el equipo del presidente Trump y sus generales. Según parece, el inefable Donald Trump considera alcanzada la victoria en Siria, Irak y Afganistán y arde en deseos de proclamarlas a los cuatro vientos, algo a lo que se oponen los altos mandos del ejército. Aunque la existencia de inconmensurabilidades culturales en las jerarquías del poder norteamericano pueda parecer sorprendente y preocupante, en realidad las grietas de "inconmensurabilidad" pueden seguirse en el seno de los estamentos militares mismos, divididos entre tres concepciones antagónicas de la victoria.
Por una parte, tenemos a los seguidores de filosofías del pretérito, que consideran que los términos carecen de significado hasta que, por arte de birlibirloque, un conjunto de personas comienza a usarlos. Así pues, los ejércitos se lanzarían a los campos de batalla a realizar operaciones militares hasta que la generación espontánea hace que comience a utilizarse la palabra “victoria”. Como sabemos todos, cuando una palabra no se usa no deja de tener significado, sino que éste se contagia a otras. Para esta escuela de pensamiento, por tanto, “victoria” se podría equiparar a la simple voluntad de combatir. Planteada la cuestión en tales términos resulta que no existe superioridad alguna del ultratecnológico ejército norteamericano sobre los guerrilleros pastunes armados con sus AK-47 de fabricación propia, pues ambos persisten en su voluntad de combatir. La conclusión lógica de tales planteamientos ha comenzado a ganar terreno en los pasillos del Pentágono: nos hallamos en la era de las guerras infinitas.
Desde la Rand Corporation y las academias militares, se aboga, sin embargo, por una visión mucho más tradicional del asunto, que se halla a la base de la anterior y según la cual, puede considerarse alcanzada la victoria si se ha logrado dominar el 80% del territorio enemigo. Tal manera de entender las cosas se enfrenta con el problema de que históricamente nadie ha conseguido nunca dominar el 80% de Afganistán, ni siquiera los propios gobiernos afganos, así que la victoria se hallaría tan lejos como todos los acontecimientos únicos en la historia. Naturalmente, por encontrarnos en una manera diferente de presentar la misma teoría, parecemos abocados, de nuevo, a una guerra infinita. Existe, no obstante, una tercera opción manejada en los mismos ambientes y que expresó con toda claridad Siegel en su informe sobre las operaciones psicológicas de la OTAN durante la aplicación de los acuerdos de Dayton en Bosnia-Herzegovina:
“many officers are convinced that victory is no longer determined on the ground, but in media reporting. This is even more true in peace support operations (PSO) where the goal is not to conquer territory or defeat an enemy but to persuade parties in conflict (as well as the local populations) into a favored course of action.” (1)
Supongamos que abandonamos la vieja perorata de que “el significado es el uso” y decimos que las palabras designan posiciones mentales. La victoria consistirá entonces en ocupar las posiciones mentales de una población objetivo conduciéndola hacia comportamientos deseados por quien puede decirse a partir de ese momento victorioso o, de un modo más simple, la victoria consistirá en que la población objetivo acepte la realidad que hemos preparado para ella. A veces, como en el caso del LTTE, tales posiciones se ocupan mediante la aniquilación física de quienes combaten sobre el terreno, pero no resulta imprescindible llegar a tal extremo. Para Saddam Husein conseguir la victoria consistía simplemente en seguir ocupando aquellas posiciones mentales de su población que hacían de su figura alguien a quien temer y para George W. Bush la victoria comprendía las posiciones mentales capaces de tranquilizar a sus votantes. Donald Trump no haría sino, continuando la línea del anterior, ocupar una serie de posiciones mentales entre sus electores que justificarán la retirada masiva de tropas de todos los frentes. De un modo semejante, los altos mandos del ejército norteamericano se resisten a proclamar la victoria en Afganistán porque no perciben de ninguna manera que se hayan alcanzado las posiciones objetivo en las mentes de los habitantes de aquel país. De hecho, ahora nos hallamos en condiciones de comprender que el territorio físico y los píxeles de nuestras pantallas de 4K constituyen dos modos diferentes de acceder a lo que de verdad importa, nuestras mentes. Aún más, si asumimos la idea de considerar que la victoria se relaciona, ante todo, con posiciones mentales, comprenderemos que tanto Trump, como el Pentágono, como toda la estrategia norteamericana en Afganistán, se han enfocado erróneamente, pues la población objetivo cuyas posiciones mentales se deben asaltar no la conforman los votantes del presidente ni los habitantes del país asiático, los miembros del servicio secreto paquistaní, auténtica retaguardia de los talibanes desde el acto mismo de su creación.
(1) Pascale Combelles Siegel, Target Bosnia: Integrating Information Activities in Peace Operations. NATO-Led Operations In Bosnia-Herzegovina December 1995-1997, Departament of Defense Command and Control Research Program, s/l, 1998, pág. 1.
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