No resulta fácil ponerse en el lugar de un militar que, tras jugarse la vida por el imperio en sus confines selváticos de Mindanao, regresa a su patria chica para enfrentarse a tiros con sus conciudadanos defendiendo un arsenal. Probablemente pensaba por aquellas fechas algo muy parecido a lo que le dijo una vez el contralmirante Miguel Lobo, el hombre que, sable en mano, había disuelto el Comité de Salvación Pública de Cádiz:
"cuando llegue a Madrid, verá cómo el Ministro le comienza a pronunciar un discurso sobre política, sobre sus deberes y sus compromisos de partido, etc. etc. Pues bien, va a prometerme ahora que, cuando salga él por el registro, le contestará de parte mía, ha de ser de parte mía, pero con todas sus letras, que yo me cago en toda la política".
Cervera pudo entrar en política bien pronto, cuando su pariente, el Almirante Topete, se enroló en las huestes revolucionarias de 1868, pero éste, conociendo quizás su descontento con las idas y venidas de los asuntos públicos por aquella época, lo envió a Cuba. Allí Cervera obtuvo su primera medalla al mérito naval, no por apiolar “republicanos anticolonialistas cubanos”, mucho menos visibles por aquel entonces de lo que llegarían a serlo treinta años más tarde, sino por salvar del naufragio dos buques de vapor en condiciones verdaderamente difíciles. Por supuesto, como siempre, podemos interpretar la salvación de vidas humanas y el no oponerse a que le dieran una condecoración como demostración de su irreductible facherío, pero, insisto, aquí no vamos a interpretar. Nos limitaremos a constatar lo que dicen los documentos de la época y que no dejan de atestiguar su desmoralización, el lamentable estado de ánimo en el que sus enfermedades y los acontecimientos políticos lo habían colocado. De hecho, cuando Cánovas gestionó un puesto para él en el Ministerio de Marina como asesor para asuntos filipinos, Cervera acariciaba la idea de pedir el retiro y pasar el resto de sus días con su familia.
La carrera política de Pascual Cervera permite explicar muchísimas cosas, sobre su persona y sobre tanto “progre” cuyo único mérito progresista consiste en tachar de facha a todos los que no hacen genuflexiones ante sus componendas. Como miembro de la Comisión de Justicia y Recompensas, por ejemplo, tuvo que lidiar con el expediente de cierto político, por lo que se ve, antepasado de Cifuentes, que solicitaba nada menos que la Gran Cruz del Mérito Naval por algo más que haberse mojado los tobillos en la playa. Como Inspector de las obras del acorazado Pelayo, se opuso a todas las componendas, artimañas y chapucerías que concurren en cualquier obra de envergadura de este país desde la construcción del teatro romano de Cadiz y que, temía Cervera, acabarían dando un disgusto el día en que la nave tuviera que entrar en combate. Incluso se atrevió a remitir un informe a sus superiores dando cuenta de que la mayoría de operarios civiles a sueldo de la Armada, carecían de los conocimientos y habilidades para reparar las más simples averías de los barcos, pero, eso sí, sabían perfectamente a quién tenían que votar en las próximas elecciones. Cuenta el anecdotario familiar que cuando don Práxedes Mateo Sagasta le nombró ministro, poco menos que a traición, la hija pequeña de Cervera se puso a llorar desconsoladamente porque “a papá se lo llevan a Madrid para hacerle Gobierno” (sic).
Y aquí tenemos, en 1892, mucho antes de los hechos históricos que se asocian habitualmente al nombre de Cervera, la exacta medida de la catadura moral de este “facha”. Recordemos, se salvó por muy poco de la muerte en la desembocadura de Río Grande, enfermó durante su estancia en Joló, tuvo que pelearse con todo el mundo para que los barcos de la marina no se hundieran el día mismo de su botadura... ¿Qué haría cualquier hijo de vecino si se encontrara, por fin, en un despacho ministerial, con buen sueldo y poco trabajo? Pues lo que han hecho todos los que han pasado por allí, llevarse hasta los ceniceros. ¿Qué hizo Cervera? Dimitir a los tres meses. ¿Dimitió porque un juez amenazaba con encarcelarlo? ¿Dimitió porque tenía un máster sin haber hecho exámenes ni haber ido a clase? ¿Dimitió porque le pillaron robando un kit de afeitado de 40€? No, dimitió porque le pidieron que recortara, una vez más, el presupuesto de la marina, pese a haber defendido su aumento.
Cervera conocía los datos:
“En 1788 disponía la marina española de un presupuesto de 75.056.514 pesetas. En 1887 a 88, se había disminuido a pesetas 44.572.322. Al estallar la guerra con los americanos, el presupuesto de ese año era de 28.344.971 pesetas. El de Italia en el mismo año era de 96.899.646 más un extraordinario de 4.276.00 liras. Chile, con tres millones de habitantes en 1899 dispuso de 42.734.919 pesetas. Argentina con 58.131.593 pesetas y Brasil con 132.196.232 pesetas”.
Presentó un presupuesto que rebajaba en cuatro millones el anterior eliminando partidas superfluas, gastos innecesarios y taponando fugas de dinero a los bolsillos de los de siempre. Cuando “su” presupuesto llegó al Consejo de Ministros, había perdido casi dos millones más y, naturalmente, la línea de los recortes se había desplazado hasta los gastos esenciales. Así que no se lo pensó, dio un portazo y se marchó a su casa, convenciendo a todo el mundo político de la época de que “había que darle una solución a lo de Cervera”.