Incluso en “El lobo y los siete cabritillos” a los hombres se nos pone a caldo. Como no podía ser menos, el hombre de la casa se halla ausente. El que, en este caso, sea el macho de la cabra y que, por tanto, ésta haya tenido algo que ver en que se marchase para entregarse al consumo de hierba, ni se menciona. Es ella, valerosa, emprendedora, la que asume la responsabilidad de alimentar y proteger su prole, aunque eso le suponga correr el riesgo de dejarlos solos en casa. Aquí tenemos, de nuevo, al taimado lobo, dispuesto, en cuanto se presenta la menor excusa, a travestir su voz y hasta maquillarse para dar rienda suelta a sus perversiones ensañándose con los pobres cabritillos. ¿Quién ayudará a la compungida cabra a rescatar a sus tiernas criaturas? ¿Un macho bravío? ¿el primogénito tal vez, al que la testosterona empieza a fluirle por las venas? No, le ayuda un cabritillo recién salido del armario o del reloj de pared, que, como es natural, empatiza con el dolor femenino. Entre ambos van a buscar al lobo, que, de nuevo, se ha guardado toda la comida para él, sin pensamiento de compartirla con sus crías, ni con la loba de su mujer y duerme una merecida siesta tras una jornada en el andamio. Por supuesto, el cuento termina, como no podía ser menos, con la cesárea ritual que hace pagar al macho todas las penalidades causadas.
Vayamos ahora a los cuentos con dos protagonistas. Uno será un alma bella, hermosa, dotada de virtuosas cualidades tales como la empatía, la compasión, la inquietud intelectual y demás. ¿Corresponderá esta alma bella al personaje masculino? Ni por asomo. El personaje masculino es egoísta, cruel, inmisericorde, dado a la venganza, el vocerío y el ejercicio de la violencia, una mala bestia, vamos. Y si se trata de que el protagonista sea, por fin, masculino, el macho de alguna especie, ¿qué lo convertirá en el eje central del cuento? ¿su habilidad para cambiar bombillas y arreglar desperfectos eléctricos? ¿sus conocimientos acerca de cómo desinstalar programas del ordenador cuando causan problemas? ¿sus aciertos a la hora de diagnosticar lo que le ocurre al coche o a la hora de efectuar chapuzas de albañilería? No, va a protagonizar la historia por ser feo. Pero no feo, como esos patitos que por feos son hermosos, no. Es feo, feo, feo. Tan feo que cuando comía maíz creían que era un murciélago comiendo limón. Tan feo que la gente en lugar de echarle miguitas de pan le tiraban cacahuetes. Tan feo que su pata madre le decía: “no me sigas, no me sigas”. Una vez fue a un concurso de patitos feos y lo expulsaron por asustar al resto de participantes. Cuando una pata, hablando de él, le preguntó a otra: “¿tú cuántos años le echas?” la otra le respondió: “¿yo? La cadena perpetua, ¿has visto lo feo que es?” ¿Qué se hace con un patito al que su fealdad denota como macho antes incluso de escuchar su tono de voz? Pues reírse de él. Los machos son tan feos que causan risa. Eso sí, si quiere llegar a ser elegante, si quiere conseguir que lo respeten, si quiere levantar admiración, deberá renunciar o bien a ser pato o bien a ser macho, deberá ser un cisne, como esos que marcan el pas de deux con un tutú en el lago que les procuró Tchaikovsky. Por cierto, que esta es otra historia que se las trae, con un príncipe rarito donde los haya, en este caso por la vía zoofílica.
Cuando por fin nos encontramos con un cuento en el que, desde el protagonista hasta los secundarios pertenecen al sexo masculino, se trata de un rosario de sadismos cada cual más virulento, por mucho que no estemos hablando propiamente de un cuento popular. Pinocho, en efecto, es un embustero patológico, tallado por un carpintero gruñón, misógino y que, por mal progenitor, acaba encarcelado. Hay algo equívoco en el hecho de que el apéndice de Pinocho crezca cuando miente, pues todo el mundo sabe que en los hombres el proceso ocurre exactamente al contrario, en cuanto nos crece el apéndice mentimos como bellacos. En cualquier caso, Pinocho se ve conducido inevitablemente al mal camino, asesinando a un grillo, quemándose los pies y siendo ahorcado por dos congéneres masculinos. De todos sus encuentros el único que le procura algún bien es (¿lo adivinan?) el de una niña-hada. Y menos mal, porque cuando en el cuento no aparecen féminas por ninguna parte, como en "El lobo y los tres cerditos", todo se reduce a una competición para ver quién la tiene más dura... la casa me refiero.
Sí, desde luego, yo también creo que los cuentos tradicionales deben reescribirse, pero para borrar de ellos los denigrantes estereotipos sexuales que se le atribuyen a los hombres. Colocando estos estereotipos en las delicadas mentes infantiles, lo único que podemos hacer es inclinar a nuestros hijos a reproducir semejantes roles, por lo que es necesario extirparlos. O reescribimos los cuentos infantiles en pro de una verdadera igualdad, o se los deja tal y como están, pues si han pervivido durante tanto tiempo quizás sea porque encierran una densidad de significados que las mentes infantiles perciben sin dificultad, pero que, obviamente, no alcanzan a comprender las adultas mentes del feminismo subvencionado.
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