A finales de los años 20, la prensa soviética comenzó a llamar la atención sobre el trabajo de un ingeniero agrónomo llamado Tronfim Lysenko. Apoyándose en la “vernalización”, Lysenko desarrolló el Michurinismo, improbables nombres con los que ocultaba una mezcla de lamarkismo y darwinismo de segunda mano absolutamente tóxica y ajena a cualquier cosa que merezca llamarse ciencia. El estalinismo vio en él la personificación del campesino ilustrado, crítico con el mundo académico en el que Stalin nunca confió, mucho más centrado en la praxis que en la teoría, en la motivación de las masas que en los experimentos, en las necesidades inmediatas que en las explicaciones. Lysenko cogió onda y comenzó a defender la influencia del medio por encima de la herencia de los caracteres genéticos a los que acabó considerando una desviación capitalista, un corolario del “mito” del ADN.
En Occidente, el lysenkoísmo siempre se ha visto como el desvarío que se produce cuando el poder se inmiscuye en la ciencia, la deriva inevitable de las dictaduras del pensamiento de las que nos protege la libertad del mercado. De hecho, éste ha constituido uno de los presupuestos típicos del pensamiento del siglo pasado, la idea de que libertad de mercado y ciencia libre constituían sinónimos. Quizás el ejemplo más palmario lo podemos encontrar en los escritos de ese fabuloso embaucador llamado Karl Popper. Popper propuso una explicación ridícula acerca del funcionamiento de la ciencia para, a continuación, en La sociedad abierta y sus enemigos, mostrar cómo un análogo de ese procedimiento constituía la base de las sociedades democráticas y libres. Muchos criticaron la absoluta carencia de base de sus teorías acerca de la ciencia, pero muy pocos discutieron el vínculo entre ciencia, democracia burguesa y capitalismo que se deducía de sus planteamientos políticos. La ciencia, si quería merecer el título de tal, debía poseer el mismo carácter “abierto” que las sociedades democráticas y ambas, ciencias y democracias, habían de regirse por principios de libre competencia exactamente igual que nuestros mercados.
Sin embargo, como ya he comentado reiteradamente, cuando el mercado goza de libertad, nadie más disfruta de ella. Un mercado libre no quiere ideas originales, quiere ideas que vendan, dicho de otro modo, que le plazca a una mayoría dispuesta a comprarlas. Un mercado libre no quiere verdades, quiere cosas que parezcan verdaderas o, mejor aún, que parezcan auténticas, como la máscara de Darth Vader, la auténtica crema rejuvenecedora que no puede rejuvenecer eternamente o el medicamento que, mejor que curar, alivia los síntomas. Un mercado libre no soporta lo único, prefiere con mucho lo repetible, lo reproducible, aquello de lo cual se pueden fabricar tantos ejemplares como para maximizar los beneficios. Y, por encima de todo, un mercado libre no tolera individuos que rehuyan los estándares, las categorías, los procedimientos trillados para hacer las cosas. Ciertamente, la ciencia debe utilizar procedimientos estandarizados, debe basarse en experimentos repetibles y no busca la verdad, sino el conocimiento comprobado. Pero por aquí podemos atisbar ya la existencia de un conflicto: la ciencia intenta hallar la mejor explicación posible de los hechos, el mercado busca lo que pueda parecer mejor a los compradores potenciales. Dicho de otro modo, la ciencia quiere perdurar, el mercado la obsolescencia programada.
El problema se agudiza si mencionamos otra característica de la ciencia: la publicidad. Para que una teoría científica pueda considerarse tal hay que hacerla pública, debe alcanzar a todos los que poseen un conocimiento potencial en la materia. Sólo si se hace pública puede resultar criticable, puede intentarse la búsqueda de alternativas, de comprobaciones o de errores. Sin carácter público no hay ciencia. Ahora bien, desde el siglo XIX, la ciencia ha avanzado a tal ritmo que esta aspiración no puede verse colmada por los libros, demasiado lentos en su aparición y divulgación. De aquí la proliferación de publicaciones científicas en los diferentes campos, en forma de boletines y revistas de diferente periodicidad. En los últimos años, incluso ellas se han vuelto demasiado lentas y han visto sustituido su papel por sus correspondientes versiones electrónicas.
El mundo de las publicaciones científicas tiene características muy peculiares. Por una parte, su mantenimiento exige una cantidad significativa de dinero. Se necesita pagar a todos o a parte del comité de redacción, del personal encargado de las revisiones, además de los costes de maquetación, de impresión y de distribución. Obviamente, ninguna revista científica tiene un público amplio dispuesto a sufragar lo que cuestan. Más bien sus posibilidades de subsistencia se hallan en un procedimiento contrario, subir su precio hasta el punto de que los suscriptores particulares no puedan pagarlo. Entran entonces en juego los suscriptores institucionales, bibliotecas y departamentos, a los cuales se les puede exigir cada año más dinero sin un límite claro. Estas suscripciones apenas si lograrán mantener a la revista en cuestión en el nivel de la más pura subsistencia, en la incertidumbre constante de si habrá fondos para publicar el próximo número o no, a menos que la revista en cuestión goce del apoyo de alguna institución... o pueda introducir publicidad. Por definición, esta segunda posibilidad queda prácticamente excluida en el caso de las revistas de humanidades o definitivamente “teóricas”. Sin embargo, conforme nos vamos acercando a la praxis, la publicidad adquiere cada vez mayor importancia. Y así llegamos a una ciencia decididamente práctica como la medicina y a esas impresionantes revistas que se gastan en las que tan bien quedan los anuncios de las empresas farmacéuticas. ¿Cuánto tiempo podría subsistir una de estas revistas sin los ingresos de semejantes anuncios? Por tanto, los artículos “científicos” que aparecen en ellas deben cumplir con los requisitos propios de la ciencia y con los intereses de los anunciantes que garantizan la existencia misma de la revista y de la posibilidad de que los avances científicos se hagan públicos, quiero decir, de la ciencia misma. La “ciencia” queda así sometida a los libres designios de un mercado que ha encumbrado a un puñado de empresas al nivel de poder decidir lo que se publica o no. Sin embargo, no se entenderá la situación en la que nos encontramos, si se piensa en tal poder como una simple censura. Ocurre exactamente lo contrario. Las empresas farmacéuticas, como todo régimen represivo, hace proliferar los discursos acerca de aquello que le interesa, publicando supuestos estudios redactados por sus departamentos de marketing y firmados por prestigiosos especialistas del sector, aireando informes acerca de los beneficios de medicamentos que no han superado la fase clínica y sembrando la alarma sobre los sectores en los que se halla próxima a comercializar medicamentos. De este modo, la industria, el capitalismo, la “libertad del mercado” ha conseguido corroer la supuesta objetividad de la ciencia hasta dejarla vacía de contenido. El problema radica en que Lysenko se dedicaba a sembrar trigo, la industria farmacéutica nos suministra los supuestos remedios contra nuestras enfermedades.