Como buenos hermeneutas del siglo pasado, los vexilólogos se dedican a interpretar las banderas sin explicarnos por qué a ellas (y no a cualquier otra cosa) se las trata como símbolos. A lo sumo, se remiten a la noche de los tiempos y nos hacen un recorrido por la historia de los estandartes, aniquilando cualquier distinción entre ellos y las banderas. Ciertamente, los estandartes constituían representaciones, más o menos estilizadas, del tótem, el animal o cosa de la que el clan cree descender y con el que se identifica, procedencia que apenas si queda disimulada incluso en épocas tan tardías como el Egipto dinástico. El estandarte presentaba, sin embargo, un importante problema que lo aleja de las banderas actuales. Tallado en madera resistente, debía poder transportarse por unidades militares cuya velocidad de movimientos constituía una de sus claves. Como consecuencia, los estandartes más grandes resultaban poco visibles con el ejército en marcha y menos cuando éste acampaba. Para aligerar su peso se sustituyó la talla por tela, en la cual no dejaban de representarse animales. Aparentemente cercanas ya a nuestras banderas, estos emblemas cosidos siguen presentando una diferencia fundamental respecto de ellas, a saber, tenían al viento por su principal enemigo. Clavadas en una madera horizontal, el propio avance de la unidad hacía que se enredaran en su mástil, así que se utilizó, de modo general, una tela tan pesada como pudiera encontrarse y se les añadió, con frecuencia, cordones y borlas de brillantes colores que pudieran identificarlas incluso cuando se hallaban en semejante circunstancia. Habiendo ganado en tamaño, seguían resultando poco visibles en medio de campamentos militares cada vez más grandes.
Banderas en el sentido en que las conocemos sólo pudieron surgir cuando y donde se comenzó a trabajar un tipo de tela resistente a las tensiones causadas por el viento. No hubiese constituido buen agüero crear banderas que debían sustituirse a los pocos días de izadas debido a que se deshilachaban de tanto ondear. Eso, evidentemente, nos conduce a la seda y a su lugar de procedencia. China, desde luego, constituye un buen origen para las banderas en el sentido en que las conocemos hoy día, pues, recordemos, desde los tiempos más antiguos, los historiadores nos narran las luchas por la unificación del país. Se cuenta que el rey o emperador y su bandera nunca iban juntos, pues la captura de uno de los dos sentenciaba el combate. Incluso con el emperador capturado, si su bandera permanecía en manos del ejército que comandaba, a éste le cabía la posibilidad seguir luchando, sin que la inversa pudiera considerarse siempre cierta. Tenemos, pues, el símbolo materialmente constituido como lo conocemos, pero aún no funcionalmente. En efecto, no cualquiera podía portar las banderas así entendidas. Si la victoria militar dependía de su captura, únicamente soldados especialmente entrenados y de particular confianza podían llevarla. Todavía más, mantenerla más o menos oculta o, en todo caso, hacerla poco visible, resultaría ocasionalmente requisito para su mantenimiento en las manos que interesaba. En algún momento debió producirse la inversión de términos que hizo de su multiplicación el punto fuerte de su salvaguarda. Si cualquiera puede enarbolarla, su captura carece de significado estratégico, además de multiplicar su visibilidad.
Desde China, las banderas siguieron la expansión del Islam, que las usó con fruición hasta llegar a su enfrentamiento y victoria sobre los estandartes visigodos. Poitiers logró detener la expansión del Islam, pero no de las banderas, que proliferaron entre los reinos cristianos hasta el punto de que ya no supieron entenderse sin ellas. Lejos de la leyenda de que las naciones se otorgan banderas con sus símbolos identificativos, tenemos que las banderas llegaron a Europa en la protohistoria de sus naciones, contribuyendo de modo decisivo a su formación. Este hecho, que las banderas acaban por originar naciones y no al contrario, podemos verlo muy claramente en un fenómeno creciente en el deporte.
En 1933, entraron en la liga de fútbol americano los Pittsburgh Pirates, con su uniforme negro, oro y blanco, en plan abejita. Radicados en uno de los centros productores de acero de los EEUU, pasaron a denominarse Pittsburgh Steelers hacia los años 40. Equipo duro y tenaz desde siempre, ningún otro ha ganado más títulos de la NFL desde 1967 hasta el presente. En 1975, el periodista John Facenda acuñó el nombre de Steelers Nation para referirse a sus fans dentro y fuera de Pennsylvania, término que aficionados y equipo reproducen allí donde pueden a la menor ocasión.
Desde entonces, han venido surgiendo otras naciones agrupadas tras otras tantas banderas de nuevo cuño. Así tenemos la Raider Nation en Oakland, la Red Sox Nation, esta vez referida a uno de los equipos de béisbol de Boston y la Cardinal Nation, también seguidores de un equipo de béisbol en esta ocasión de San Louis. Y, por supuesto, no debemos olvidar que el Barça “es más que un club”.
Tomemos cuanto llevamos visto, quiero decir, tomemos que una bandera carece por completo de carácter simbólico si no se la ve y la mejor manera de que se la vea consiste, obviamente, en fabricarlas de tamaño inmenso, pero también en reproducirlas de modo que aparezcan por todas partes. Si ahora unimos esto con el rasgo definitorio de nuestra era, la imagen, comprendemos la necesidad estratégica de multiplicar las banderas hasta el infinito para que cada imagen que se tome capte una. También lo podemos decir a la inversa, una época en la que la imagen constituye la superficie única de la realidad, lleva inevitablemente a la proliferación de las banderas hasta el infinito. Añadámosle ahora que toda bandera constituye condición de posibilidad del surgimiento de una nación, habremos de concluir entonces que una época fascinada por las imágenes sólo puede conducir al crecimiento sin límite de todo género de nacionalismos.