“La ciencia sólo cuenta lo que es verdad”, declaraba el pasado día 4 Harold Kroto, jubilado como químico pero no como Premio Nobel, desde las páginas del El País. Es una bonita afirmación que muchos científicos suscribirían sin más y que se une a lo que ya he comentado varias veces, que el adjetivo "científico", vende. Está muy bien que la ciencia cuente únicamente la verdad o, mejor aún, que la ciencia sea la única que cuenta la verdad. En cualquier caso queda la nada insignificante cuestión de si semejante proposición es verdadera o no. ¿“La ciencia cuenta la verdad” es una ley científica? Y, en caso de serla, ¿cómo se ha llegado a obtener? Tras más de un siglo, la filosofía de la ciencia sigue siendo incapaz de explicar cómo funciona la ciencia, cuáles son sus procedimientos reales y dónde radica el secreto de su eficiencia. Cualquier estudiante de una carrera científica responderá rápidamente a estas cuestiones con la tajante afirmación de que son los hechos los que deciden. Nadie que haya vivido el día a día de un laboratorio y de una investigación científica será tan rápido respondiendo. Los resultados exactos y precisos no existen, o son una cosa o son la otra. Quien desconozca la técnica del punto gordo no llegará muy lejos en las disciplinas científicas. La contundente declaración de nuestro estudiante se asienta sobre la pasmosa ignorancia que suelen tener los científicos acerca de la historia su materia. En 1957 Thomas S. Kuhn mostró en La revolución copernicana que el modelo heliocéntrico del sistema solar, en realidad, no aportaba ningún hecho nuevo a los sucesivos refinamientos a que se había ido sometiendo el modelo ptolemaico. La propia teoría general de la relatividad tiene un escaso bagaje empírico en su favor, mientras que algunas de las teorías más comprobadas de la historia de la humanidad, como la mecánica cuántica en su famosa versión de Copenhague, sigue siendo puesta en solfa a las primeras de cambio. Además, si “son los hechos los que deciden”, deberíamos concluir que las matemáticas no forman parte de la ciencia, pues en ella no hay hechos. “Pero hay demostraciones”, se me replicará. Sin duda las hay, pero aquí volvemos a estar en una situación muy parecida a la anterior, ¿qué es una demostración matemática? ¿Quién lo decide? ¿La mayoría simple, la mayoría absoluta? Pero, ¿la mayoría de qué? ¿La mayoría de la población? ¿La mayoría de licenciados en matemáticas? ¿La mayoría de los investigadores en matemáticas? ¿La mayoría de los especialistas? ¿Quién decide qué es un especialista capacitado para aceptar o rechazar una demostración?
Unos días antes de que el Premio Nobel de turno aireara una vez más el eslogan que todos debemos repetir, en las páginas del mismo diario se daba cuenta de la extraña situación que se está produciendo en torno a Shinichi Mochizuki. Hace tres años Mochizuki afirmó haber demostrado cierta conjetura matemática de reciente cuño. Su presunta demostración se presentó en cuatro artículos, con un total de 500 páginas, que se basaban en buena parte de los desarrollos que ha ido publicando en los últimos diez años. Tenemos, pues, una “prueba” de unos dos mil folios, plagados de ideas nuevas y, por si fuera poco, de una terminología propia que solo Mochizuki parece dominar. Unas recientes jornadas sobre su demostración han logrado poner a todos de acuerdo en que casi nadie entiende nada. El próximo mes de junio es la fecha para un nuevo congreso en Kyoto al que se espera que asista Mochizuki en persona, aunque no está claro si durará las 500 horas que él considera necesarias para que un matemático conocedor del campo puede llegar a comprender de qué va su demostración.
Es poco probable que su vida llegue a depender en algún momento de la conjetura abc que es lo que dice haber demostrado Mochizuki. Sin embargo, su vida sí que va a depender de otras disciplinas a las que la etiqueta de “ciencia” les pega tanto como a las “ciencias ocultas”. No me voy a meter con la economía porque sería tan fácil como el tiro al pato en las ferias. Sin embargo, una de las lecturas más divertidas que puede hacerse es una historia de la psicología al uso. Apenas en las primeras páginas el lector podrá encontrar la proteica narración de cómo unos avezados psicólogos decimonónicos se apartaron de la charlatanería filosófica para enrailarse en el seguro camino de la ciencia. La ciencia, como todo el mundo sabe, se basa en los experimentos y uno de los requisitos de cualquier experimento es que sea reproducible, es decir, que cualquiera, siguiendo los mismos procedimientos, llegue a los mismos resultados. Hasta aquí lo que dice cualquier libro introductorio de filosofía de la ciencia. En realidad, no existe un criterio único y ni siquiera una serie de criterios comúnmente aceptados de qué significa “reproducible”. Pues bien, un estudio publicado este verano mostraba que la mayoría de los experimentos “científicos” en este campo son imposibles de reproducir ni siquiera cuando se seguían los pasos llevados a cabo por los autores de los mismos, pasos que, por otra parte, muy pocos de estos artículos “científicos” se molestan en detallar lo suficiente como para que la replicación sea factible. Aunque quien acuda a la consulta de un psicólogo debería saber a lo que se arriesga, lo cierto es que por mucho menos que esto se quiso promover una ley que prohibiera la homeopatía en la Unión Europea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario