The Imitation Game es el acertado título de una película de esta temporada sobre la vida de Alan Turing. Digo “acertado” no tanto porque fuese un título elegido por el propio Turing para uno de sus artículos, como por el hecho de que, efectivamente, la película es una burda imitación de la vida de Turing. Aunque no se dice “basada en hechos reales”, entra perfectamente en dicha categoría. Es sabido que “basado en hechos reales” significa que se han cambiado algunos nombres, algunos personajes y todos los hechos. La relación entre una película “basada en hechos reales” y los hechos reales es algo así como la relación que existe entre lo que contamos cuando llegamos a una hora inapropiada a casa y lo que efectivamente ha ocurrido. Y a este tipo de cuentos pertenece la película de la que hablamos. En efecto, de creer lo que se dice en ella la Segunda Guerra Mundial la ganó Turing y cuatro más que eran los encargados de llevarle sopa cuando tenía hambre. La realidad, por supuesto, es un poco más compleja.
Alan Turing fue un personaje muy por delante de su época. El aspecto más recordado de su trabajo es haber hecho matemáticamente plausible lo que hoy vivimos cotidianamente, un mundo dominado por sistemas de computación. Tan cotidiana es nuestra experiencia que no acertamos a comprender la grandeza de Turing, pues sus especulaciones se realizaron en una época en la que lo más parecido a un ordenador que podía encontrarse era el sistema de válvulas de vacío que se hallaba en el corazón de las centralitas telefónicas. Como todos los que están por delante de su época, Turing no fue una persona fácil de tratar. Por si fuera poco, pasó por Bletchley Park, un complejo militar británico dedicado al desciframiento de códigos, en el que no se dejaba escapar ocasión de recordarle a todos los que trabajaban allí que cada momento de respiro costaba vidas en el frente.
En realidad, Turing era un producto bastante típico del King’s College de Cambridge (como podría haberlo sido de cualquier otro college de Cambridge o de Oxford): engreído, altivo y homosexual. En un país en el que la homosexualidad estuvo penada con la cárcel hasta 1967 y que eliminó los últimos vestigios de discriminación hacia los homosexuales en el año 2000, a las élites, a las élites de Cambridge y Oxford, se le permitían muchas veleidades prohibidas para el común de los mortales. Fue por tener relaciones sexuales con uno de éstos precisamente, por lo que Turing se vio envuelto en un proceso en el que, pese a sus enormes esfuerzos en favor de su graciosa majestad, un juez en nombre de ésta, acabó por condenarlo a la castración química. Oficialmente se suicidó el 7 de junio de 1954.
El trabajo de Turing en Beltchley Park, como el de otros muchos, consistió en desenredar lo que Arthur Scherbius había enredado. Scherbius fue un ingeniero alemán que en 1918 patentó una máquina de cifrado llamada “máquina de rotor”. La posterior compra de una patente de Hugo Koch en 1919 le permitió mejorar su modelo y lanzar al mercado un aparato bajo la marca comercial “Enigma”. Scherbius, que murió en 1929, siempre orientó su negocio hacia el sector comercial y difícilmente hubiese imaginado que un modelo mejorado de su aparato sería convertido en el estándar de comunicaciones de la marina alemana y, posteriormente, de todos los ejércitos de Hitler. El año de su muerte los servicios secretos polacos interceptaron un paquete enviado a la embajada alemana en Varsovia y que alguien, por error, había dejado fuera de la valija diplomática. El paquete contenía una versión comercial de Enigma. Los polacos hicieron los correspondientes planos de la máquina y dejaron que el aparato llegara a sus destinatarios. Esos planos se entregaron al equipo capitaneado por Marian Rejewski para que rompieran los códigos que salían de la maquinita en cuestión. Rejewski, Rozycki, Zygalski y otros desarrollaron múltiples procedimientos para ello, incluyendo la construcción de un artefacto, la “bomba criptológica”, que ayudaba en los cálculos necesarios.
Enigma era una especie de máquina de escribir con una serie de rotores que, al combinarse de diferentes maneras, hacían que apareciese una letra distinta a la pulsada inicialmente en el teclado. El simple cambio en el número de rotores, en su orden y en la posición de anillos y conexiones en los modelos posteriores, hacían cambiar por completo el número de resultados posibles de un mismo texto. Cada mensaje contenía una código que indicaba la posición de los rotores que se iba a utilizar a continuación, con lo que el receptor sólo tenía que ajustar éstos para poder descifrar el resto del mensaje. A su vez, tener una máquina Enigma no servía de nada si se desconocía cómo estaban ajustados los rotores de la máquina con la que se había enviado el mensaje.
Sobre Enigma hay que entender tres cosas. La primera es que no era una máquina, sino todo un tipo de máquinas en el que los modelos más simples, los comercializados por Scherbius, tenían tres rotores pero había modelos con hasta ocho rotores y máquinas aún más complejas, como la Lorenz SZ 40 usadas por el ejército alemán para comunicaciones de alto nivel. La segunda es que tenía un punto fuerte y un punto débil. El punto fuerte es que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. El punto débil era que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. Finalmente lo que hay que entender sobre Enigma es que resulta lo más cercano a una máquina de cifrado perfecta que se ha fabricado jamás. Hubo mensajes codificados con ella que permanecieron ilegibles hasta ¡2006!
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