Hace unos años, tuve un viaje a París esclarecedor. En la atracción It’s a small world de Eurodisney, una pareja europea iba precedida en las barquitas por una familia que, por el acento de su inglés y por su altura, sólo podía ser norteamericana. El primogénito de dicha familia dedicó buena parte del paseillo por el mundo de las marionetas a golpear el agua cada vez que sus padres no miraban, salpicando a la pareja europea. Llegó el punto en el que la chica, en su idioma, le soltó una reprimenda al niño que éste entendió perfectamente por más que sólo hablase inglés. El padre, sin preguntar a nadie qué había pasado, le soltó al niño una sonora colleja con su inmensa mano. Naturalmente al niño no se le ocurrió volver a sacar los pies del tiesto, es decir, las manos de la barcaza, en lo que quedaba de atracción.
De regreso, en el aeropuerto Charles De Gaulle, había una zona infantil, con columpios y cosas así que podía contemplar perfectamente desde la sala de espera en la que me hallaba. Por azar, observé cómo un señor de la mediana edad se acercaba hasta un niño, presuntamente su hijo, para pedirle que dejara su lugar en un cachivache a otro niño más pequeño que aguardaba desde hacía un rato para subirse en él. La tierna criatura, de unos siete años, lo hizo, pero, a cambio, la emprendió a puntapiés y gritos contra su progenitor. Se tiró al suelo lanzando berridos y machacó a patadas las espinillas de su padre cada vez que éste intentó acercársele. “¡Mátame, mátame!”, gritaba en un español como sólo es capaz de hablarlo alguien nacido aquí. Estaba a punto de levantarme para decirle, “no se preocupe caballero, ya lo mato yo”, cuando observé a una señora que corría hacia el niño. “La bofetada se va a oír desde España”, pensé. Pues no, la madre abrazó al niño como si lo acabaran de sacar de un edificio en llamas, se lo comió a besos y le susurró palabras conciliadoras al oído mientras el niño seguía lanzando todo tipo de improperios a voz en grito contra su padre. Fue una de las muchas veces en que viví con desgana mi regreso a este país.
Esta semana, uno de estos niños criados bajo el paraguas de la nueva pedagogía, ésa que afirma que todo es relativo y que, por tanto, con los hijos hay que negociarlo todo y no decirles “no” nunca, se presentó con una hora de retraso en su instituto. Dado que un instituto es como una taberna y uno puede llegar a la hora que le dé la gana, accedió a su aula, atacó a su profesora con una ballesta y trató de apuñalarla. Por supuesto, no fue capaz, pero sí que acertó a darle una cuchillada mortal a otro profesor que se acercó al aula para ver qué sucedía. Tras atacar a otro par de alumnos/as y a otra docente, un profesor pudo entretenerlo en los servicios mientras el joven intentaba manipular el material que llevaba para confeccionar un cóctel molotov, cosa que, obviamente, tampoco consiguió hacer. El profesor en cuestión se cuidó muy mucho de ponerle la mano encima, de haberle causado un arañazo se hubiese jugado su futuro profesional. La reacción que este acontecimiento ha originado en la sociedad desvela casi todo acerca de lo que está sucediendo en España.
Para empezar, las consecuencias penales. Penalmente este suceso no tiene ni va a tener consecuencia alguna. Los menores de 13 años y los mayores de 75 no son imputables según la justicia española. De hecho, la policía ni siquiera pudo detener al joven, no lo permite la ley. Con independencia de que para nada creo en las virtudes de la cárcel, es bastante significativo que tal y como está escrita la ley en este país queda claro que la responsabilidad no es algo típico y característico de los seres humanos que puedan considerarse libres. Se trata, únicamente, de un accidente de la edad, que entra en vigor plenamente cuando uno cumple 18 años y que finaliza con la esperanza media de vida, como la obligación de renovar el carnet, el permiso de armas o cualquier otro trámite legal. La responsabilidad es una imposición social de la que uno puede y debe intentar escapar, de modo semejante a las multas de tráfico, porque, por naturaleza, el ser humano, como las bestias, es irresponsable.
En segundo lugar tenemos la respuesta oficial. Oficialmente, se trata de “un caso aislado”, es decir, de algo estadísticamente irrelevante, o, dicho de otro modo, carente de consecuencias electorales, que es lo único que importa. La señora Irene Rigau, consejera de educación en el gobierno de ese Moisés que va a conducir al pueblo catalán a la libertad, lo ha explicado muy bien, se trata de “un brote psicótico”, algo imprevisible e indetectable. Cuando digo que “lo ha explicado muy bien”, me refiero a que ha explicado muy bien hasta qué punto llega la capacidad intelectual de los políticos de este país (incluyendo en “este país” también a los del futuro país vecino). Alguno de sus asesores, porque no creo que ella sea capaz de hacerlo, debería haberse molestado en buscar en un diccionario lo que significa “brote psicótico”. Agenciarse una ballesta, un puñal y elementos para fabricar un cóctel molotov, no son cosas, desde luego, compatibles con un “brote”. Y, por supuesto, un “brote psicótico” no es algo que aparezca así, de pronto, como una erupción cutánea. En fin, tampoco quiero poner mucho énfasis sobre esto, parecería como si estuviese pidiendo que un consejero de cualquier comunidad autónoma tenga idea de lo que está saliendo por su boquita. Como veremos en la próxima entrada, hay que ser realistas, los políticos españoles no dan para tanto.