Blade runner es una de mis películas favoritas. Cuenta la historia de unos replicantes, creados para realizar trabajos específicos, con una desesperante tendencia a parecer humanos. Uno de ellos desarrolla el curioso aprecio por las fotografías que caracteriza nuestra civilización. Cuando sus perseguidores allanan su piso y se las arrebatan definitivamente, lo vive como si le hubiesen quitado un miembro de su cuerpo. Desde que Daguerre desarrolló su primitivo sistema allá por 1893, los seres humanos se lanzaron como locos a colocarse delante de un aparato que pudiera proporcionarles una imagen, medianamente parecida a lo que eran. Es difícil explicar la razón, de hecho, creo que no hay ninguna. Suele aludirse al deseo de inmortalidad, al ansia por perdurar, a ese ridículo temor a la muerte que poseemos los seres humanos, al menos occidentales. Si ésta es verdaderamente la explicación, puede apreciarse rápidamente hasta qué punto carece de racionalidad. Seguro que conserva en casa fotos de sus padres o, incluso, de sus abuelos. Fotos en las que aparecen caras que no le dicen absolutamente nada. Es bastante probable que sus abuelos estén en ellas y que Ud. no sea capaz de reconocerlos.
Una vez hice un experimento. Coloqué una fotografía sacada de Internet como fondo de pantalla del ordenador de una sala de profesores. Al principio la gente se extrañaba de ver aquello allí, pero pronto, presuponiendo que debía guardar alguna relación con el lugar en que se encontraban, comenzaron a sacar parecidos entre los retratados y personas que conocían. En realidad, las fotos no cuentan nada, son rostros sin nombres, tan perdidos y desaparecidos como el instante en el que se tomó, sin que de ellos se halla conservado más que una imagen, si lo quieren, un reflejo sobre el agua fría de un riachuelo. ¿Dónde está ahí la eternidad? ¿Qué es lo que ha perdurado, si es que hay algo que lo haya hecho?
Tendrá ya en sus álbumes alguna imagen difícilmente ubicable, incluso con personas que no recuerda. Aún mejor, tendrá fotos en las que, por azar, aparecen personas que pasaban por allí y a las que, un día, alguien intentará buscarle su conexión con Ud. El instante fugaz que pretendió inmortalizar, se perdió mucho antes de que pudiera poner un nombre sobre él. Los modernos dispositivos hacen intentos desesperados porque olvidemos que la plenitud del instante está en la vida que encierra, no en su perdurar. Puede, por ejemplo, configurar la cámara para que, automáticamente, añada la fecha a la foto. Incluso, puede utilizar el ordenador para añadir un comentario. Mi padre lo intentó antes de que hubiera ordenadores personales. Cada una de las fotografías que me ha legado tiene escrita por detrás su fecha con letra bien legible. Eso no impide que se estén acombando y que el papel de los álbumes en las que están pegadas se haya vuelto amarillo, de hecho, algunas se están deshaciendo de puro viejo. Nuestra fotos, cuidadosamente guardadas en un disco duro no van a correr mejor suerte. Un día ese disco fallará o, lo que es más probable, el estándar de almacenamiento o de lectura cambiará, con lo que todos esos recuerdos tan celosamente guardados se perderán para siempre. Ya ha ocurrido con las primeras fotografías en color, las diapositivas, que procuraban imágenes nítidas como ninguna hasta entonces y que han acabado en la basura por toneladas porque sacarlas en papel o pasarlas a un archivo digital costaba más de lo que muchas familias podían pagar.
Supongamos que nada de lo anterior es cierto. Supongamos que puede guardar todas esas fotografías eternamente. ¿Para qué? ¿Qué tarde de domingo apaga Ud. el televisor, el ordenador, el móvil, para ponerse a ver sus fotos? ¿Cuántas fotos es capaz de ver cuando por fin se sienta a hacerlo? ¿Para quién guarda todo ese arsenal de recuerdos que sólo Ud. es capaz de desentrañar?
Facebook es, sin duda, la solución. Ahí puede Ud. tener sus fotos con todos los comentarios que desee. Por supuesto, una vez más, no son para Ud. Son para todos los demás. Facebook promete lo que ningún disco duro, ningún CD, ningún DVD es capaz de hacer, la eternidad. De hecho, el problema de Facebook es, como con la iglesia, el contrario: uno entra casi sin pedirlo, pero ya no hay manera de borrarse. Facebook no olvida, nunca, a nadie. Ud. se morirá y se llevará consigo las claves de acceso a su perfil, pero Facebook seguirá mostrándole siempre lozano y joven, para nostalgia de todos aquellos que no van a visitarle, porque su rostro, sus fotos y sus comentarios, serán, ahora sí, lágrimas en una lluvia incesante de nuevos perfiles que inunden la red. De todos modos, todo esto es relativo. ¿Recuerdan cuando las redes sociales eran las páginas de chateo? ¿Se acuerdan del Messenger y su sonido insidioso? Dicen los que saben de esto que el monopolio de Facebook no tardará en ser asaltado por VK...
No, nuestro apego por las fotos no tiene raíces racionales. Piénselo un poco. Los occidentales nos reímos de aquellos pueblos que no quieren ser fotografiados por temor a que les roben su alma, pero ¿cuántas fotos ha partido en su vida? ¿eran de personas queridas u odiadas? ¿cuántas ha borrado de su cámara, de su móvil, de su ordenador, sin tener una copia de respaldo? ¿Qué sentiría si un amigo, un/a amante, borrase las fotos en las que Ud. aparece de su cuenta de Facebook? ¿Por qué? ¿le está haciendo daño, está hiriendo su piel... o está amenazando su aura? Nuestras fotos son nuestros fetiches, los objetos a los que nos aferramos para conservar nuestra juventud o nuestra alegría. Pensamos que, mientras las tengamos a ellas, tendremos algo, un vestigio, una memoria, de lo que fuimos, algo con lo que identificarnos y protegernos de las tragedias por venir.
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