Recorra mentalmente sus propiedades, especialmente, las que son para Ud. más valiosas. Da igual qué haga a partir de este momento, las perderá todas. Las que no se rompan, pasen de moda, sean superadas por otras, dejen de interesarle, deje de tener sitio, tiempo o salud para ellas, parecerán de verdad merecer el término de “propiedad”. Pero si tiene suerte, dejarán de estar asociadas a su nombre con su muerte o bien cuando sus familiares le internen en una residencia de ancianos. En cualquier caso, el destino de la mayoría de ellas será la basura. Quizás sus hijos sigan sus aficiones y esa colección de postales a la que tiene tanto aprecio, esas joyas, ese mueble, no irán a la basura. Pasará a la siguiente generación... y a la otra... y a la otra... hasta que alguien la tire a la basura. Si no tiene suerte, un robo, un incendio, un expolio de cualquier género, le arrebatará esas propiedades antes de que pierda el recuerdo de qué eran. La sacrosanta propiedad privada no es más que un género de alquiler, pagamos por usar una serie de cosas y acabamos quedándonos sin nada. La propia exigencia del capitalismo de crear nuevas necesidades acaba atentando contra su más sagrado principio, la propiedad privada. Nuestras propiedades son cosas que poseemos y que, por tanto, tienen un índice que dice durante cuánto tiempo estarán asociadas a nuestro nombre.
No es así como entendemos las propiedades. Más bien las tomamos como un género de características que se asocian con nuestro nombre y que ya lo singularizan eternamente. Un hombre sin propiedades no es un pobre, es un pobre hombre, un don nadie, a todos los efectos, no es nada. Es lógico que haya jóvenes en nuestras ciudades que se dediquen a meterle fuego a los vagabundos. Su carencia de propiedades, más allá de unos cuantos cartones, hace de ellos, a nuestros consumistas ojos, algo indeterminado, sin características, semejantes a cualquier otro vagabundo, en definitiva, nada. Para ser algo hay que comprar, comprar mucho, hay que tener muchas propiedades porque las propiedades nos caracterizan, nos dan un nombre, nos individualizan, nos singularizan. Obviamente por aquí sólo se puede llegar a disparates y sinsentidos de todo género.
El electrón tiene la propiedad de comportarse como onda o como corpúsculo dependiendo del tipo de aparato con el que le hagamos interactuar. Por tanto hay algo así como una cosa llamada electrón que ahora aparece con una de sus propiedades y ahora con otra, luego ¿qué es el electrón en sí mismo? Vamos a ver, el electrón no es un señor que posee un Ferrari y un Porsche, que hoy sale con uno y mañana con el otro y sobre el que se puede preguntar si es la misma persona. El electrón es onda o partícula, dependiendo de con qué interactue, nada más. A la inversa, un buen base de baloncesto tiene que tener la propiedad de leer bien los partidos, saber qué le conviene en cada momento a su equipo, correr, atacar pausadamente, molestar a los rivales... ¿Significa eso que cada una de las decisiones que toma son de su propiedad? ¿tiene derecho a registrarlas, a hacerles un copyright, a patentarlas? Un escritor sí que tiene la propiedad de escribir buenos relatos y sí que tiene derechos sobre cada uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia? Lo más divertido de todo es que, en el fondo, no la hay.
La misma noción de propiedad intelectual encierra su refutación. Esos sagrados derechos de autor que todos estamos violando a mansalva (y que, de hecho, durante toda la historia de la cultura se han estado violando a mansalva), resultan pagados, en el mejor de los casos, con algo así como el 5% del precio de poseer un libro. Lo que realmente poseemos o, dicho más exactamente, lo que constituye la mayor parte de lo que creemos la posesión de una historia que queremos leer, es el papel. Preservar la propiedad intelectual del autor significa que éste tiene que renunciar al 95% de su propiedad es favor de los propietarios del papel y de los medios de impresión o de comercialización digital. Una vez más, llegamos a la conclusión de que el destino último de la propiedad privada es el expolio.
Supongamos que yo tengo dinero suficiente para comprar un cuadro de Barceló. Uno grande bonito, con muchos colorines y que figura en varios catálogos como una obra maestra. Pero cuando llego a mi casa descubro que esos colorines no van bien con el estampado de mis cortinas, así que cojo yo mismo y le pinto encima unos topitos de diferentes colores para que quede mejor. ¿Puedo hacerlo? ¿tiene el autor algún derecho a reclamar contra una acción sobre algo que es de mi propiedad? Aún más, si algún día ese cuadro llegase a un museo ¿qué legitimidad tendrían los restauradores para borrar mis topitos? Al fin y al cabo, cuando yo fui su propietario los puse, ahora que ellos son los propietarios los quitan, están haciendo lo mismo que yo, luego, ¿con qué derecho su intervención es más meritoria que la mía?
El término “propiedad” debería suprimirse de cualquier discusión que pretenda ser medianamente seria. Para aquellas cosas que pueden ser asignadas a un nombre y que puedan quedar como marcadores de él (la propiedad que tenía Michael Jordan de quedarse como flotando en el aire, por ejemplo), lo correcto es hablar de rasgos. Aún más, yo me inclinaría por hablar de rasgo siempre que nos referimos a cosas que son compradas “para distinguirnos de los demás” o “porque nos hacen especiales”. En el resto de casos, hay que andarse con mucho cuidado. Un posesivo, por ejemplo, no indica una posesión, al menos legítima. En los pocos casos en los que sí la indica, esa posesión será puramente temporal y, en la mayoría de las ocasiones, momentánea. La moderna sociedad consumista ha convertido de facto cualquier adquisición de propiedades en un género de alquiler. Por tanto, hay que tener muy claro que cuando se habla de propiedad siempre se está aludiendo a un expolio, ya acaecido o a punto de producirse.
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