Es de dominio público que la reciente matanza de 20 niños y 4 adultos en Newtown (Connecticut) ha permitido a un sector de Partido Demócrata poner sobre la mesa, una vez más, la cuestión del control de armas en los EEUU. A este respecto no hay que ser hipócritas. Los europeos y, más concretamente, España, vende armas a todo el mundo, incluso a los países más indeseables. Balas españolas están matando inocentes en todas las guerras que hay ahora mismo en curso. Ni siquiera los políticos más de izquierdas plantean la necesidad de suprimir ese comercio. A lo sumo, hacen un guiño a sus conciencias proponiendo cambiar la lista de clientes, pues, como es sabido, la supresión de la industria armamentística crearía paro y nada hay que teman más los ideólogos de la izquierda que una masa de población no encadenada al tripalium*. Lo que hace llamativo el caso de los EEUU es que la población víctima de la libertad del mercado (de armas) es la propia, los mismos habitantes del país, incluso los que, por edad, están fuera de ese mercado, es decir, niños y adolescentes. De hecho, lo que ha causado conmoción en el último incidente no es el número de víctimas, sino su edad (en torno a los seis años). Frente a los intentos por reformar la Constitución, la Asociación Nacional del Rifle (NRA), ha esgrimido siempre una línea defensiva muy clara: “no son las armas las que matan, matan las personas”. En un reciente artículo para la NBC, Ned Resnikoff, traía a colación el ataque realizado contra esa línea de defensa por el joven filósofo Evan Selinger a propósito de la que, hasta ese momento, era la peor masacre de la reciente historia americana, el tiroteo en un cine de Colorado durante el estreno de la última película de Batman (y que, para dar una idea de cómo están las cosas, se produjo en una fecha tan “remota” como el 22 de julio de este año).
Amparándose en unas reflexiones de David Dobbs para Wired, Selinger argüía que, si bien existen diferentes culturas de las armas y uno puede usar un fusil para remover la colada, lo cierto es que un arma, particularmente un arma de asalto, divide al mundo en dos, el que está del lado de la culata y los que resultan encañonados. La idea de que no matan las armas sino las personas, continuaba Selinger, además de ser un eslogan más que un argumento, liquida la diferencia entre máquinas e instrumentos y supone que cualquier instrumento es indiferente a su uso. Dicho de otro modo, la intención del usuario lo es todo. Tenemos aquí la vieja excusa cristiana de que es la libertad del hombre, no Dios, la causante del mal en el mundo, sólo que el nuevo dios es la libertad del mercado, inevitablemente pervertida por algunos individuos en su beneficio y de la que muchos otros salen perjudicados por su natural impericia para pertenecer al género de los primeros. Unir ambos planteamientos es cualquier cosa menos un sofisma. Si recordamos que Marx era un ferviente determinista tecnológico, que, para él, la introducción de nueva maquinaria conllevaba, inevitablemente, cambios en el sistema productivo y, por ende, en la sociedad en su conjunto, entenderemos que hay una línea que enlaza la inocencia social de la máquina con su indiferencia ética, con el indeterminismo tecnológico y con la panacea neoconservadora de quienes militan en la NRA. Frente a todo ello, Dobbs y Selinger, trataban de mostrar que un arma, especialmente un arma de asalto, sólo puede servir para una cosa, que las pistolas siempre acaban por dispararse y por dispararse contra alguien y que ningún fabricante de armas puede encogerse de hombros ante las matanzas como si fabricase pañales para bebés.
Dobbs y Selinger tienen razón en varios puntos. Lo primero que fabrica una nueva tecnología no son nuevos productos, sino nuevos sujetos. Esto es cierto desde el sentido obvio de que una nueva tecnología crea un tipo de sujetos que la compra y sabe manejarla, hasta el sentido abstracto de que cada uno de nosotros puede caracterizarse por ser un punto en un espacio de fases con tantas dimensiones como tecnologías hay funcionando en una época. En este último sentido, cada máquina nueva nos define a todos, tanto si la usamos como si no, pues cualquiera que se niegue o que sea incapaz de usar la nueva tecnología, correrá el riesgo de ser excluido de las redes que ésta tienda. En el caso que nos atañe, no hay más que pensar en la introducción o la prohibición de nuevas armas más rápidas, más potentes, más manejables. ¿La comprará si ya tiene otra? ¿mejorará el blindaje de sus puertas? ¿la entregará si tiene una y acaban de ser prohibidas? Las máquinas transforman a las personas de un modo que no es jamás cierto en la recíproca. La moderna tecnología está llevando esto al límite. Nuestros netbooks, nuestras tablets, nuestros móviles, acompañan nuestro recorrido por las ciudades identificándose, identificándonos, ante cada red con la que toman contacto. Lo que antes pudo ser el deambular por las calles a la búsqueda de una buena taza de café, es ahora una trayectoria a través de redes, reconstruible y, por tanto, susceptible de ser seguida, hasta sus últimos detalles, a diferencia de lo que es capaz de hacer nuestra memoria.
Pero lo certero de las observaciones de Dobbs y Selinger va más allá. La tecnología no sólo nos cambia, no sólo nos permite identificarnos a nosotros mismos, también altera nuestro modo de relacionarnos con los demás. Naturalmente es el caso de un arma, pero también de Whatsapp y del email. Este último es ejemplo absolutamente pertinente para el tema de las armas. La inmediatez, la posibilidad de la respuesta instantánea a cada email, tiene una cara oculta, extremadamente peligrosa. En la época en que la gente escribía cartas, si se querían evitar tachaduras, era conveniente redactar un buen borrador. Esto permitía pensar y repensar lo que se quería decir, aún más, limar las asperezas del lenguaje, haciendo que se mimase el intento por reflejar fielmente los pensamientos que estaban tras él. La posibilidad de escribir sobre un medio que no deja rastro de las tachaduras, caso del ordenador, ha generado una tendencia ferozmente impulsiva, que nos entrega al infantilismo del principio de placer, la satisfacción inmediata de nuestras pulsiones. A poco que uno se descuide, la respuesta a un email nace directamente de las vísceras, exacerbando cualquier tono crítico, cualquier contraofensiva a lo que ha podido parecer algo desagradable. Ese impulso, esa descarga inmediata de una emoción que surge, igualmente, de modo instantáneo, no es muy diferente cuando, en lugar de mensajes electrónicos, estamos lanzando de balas.
Sí, es cierto que el fabricante de armas no es responsable, moral o jurídicamente, de lo que con ellas se hace. Es cierto que una tecnología no determina su uso, de hecho, cuanto más indeterminado, cuanto más abierto sea el uso que pueda dársele, más fácil es que esa tecnología se difunda. Pero cualquier tecnología crea nuevos sujetos y si no hubiese fusiles automáticos, no habría autores de masacres. Por tanto, la introducción de una nueva tecnología conlleva, inevitablemente, una responsabilidad, cuando menos, social, que, de ninguna de las maneras, puede permitirse que la libertad del mercado diluya.
* Instrumento de tortura del que deriva el término “trabajo”.
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