Una de las muchas desgracias que acompañaron a la filosofía del siglo XX fue que, de tantos giros lingüísticos y tantos intentos por recordar dónde nos dejamos olvidados el ser, se abandonó la tarea de responder a ciertas preguntas, al menos tan interesantes como las que, supuestamente, respondió. Una de ellas, las pautas del devenir histórico, parecía, en realidad, muy cercana de ser solventada tras la monumental obra de autores como A. Toynbee. Era ésta una pregunta extraña, asentada en el núcleo de una disciplina igualmente extraña, quizás por su procedencia. En efecto, la filosofía de la historia llegó a Europa de la mano de un filósofo africano, bereber para más señas y antiguo maniqueo, Agustín de Hipona. En aquella época, el Imperio Romano se hundía y más de uno debió tener claro que la historia se acababa y llegaba la hora de hacer recuento. A partir de aquí, se desarrolló a trompicones, conforme los desastres parecían abrir épocas nuevas, y uniendo en el viaje elementos dispares. En ella podemos encontrar autores cristianos coqueteando con su carácter circular (Leibniz) o revolucionarios, a punto de ser devorados por la revolución, que afirman su progreso indefinido (Condorcet).
Justo cuando Toynbee nos mostraba cómo el decurso de las civilizaciones da cuenta del aparente retorno de ciertas situaciones históricas, la física moderna se estaba acercando a modelos más complejos y, probablemente próximos a la realidad. Uno de ellos es la teoría del caos y su propuesta de que existen atractores caóticos en torno a los cuales orbitan los sistemas. “Orbitan” es un término que hay que comprender exactamente. La “órbita” del sistema se produce en lo que se denomina un espacio de fases, esto es, un espacio abstracto cuyas dimensiones están constituidas por los valores posibles de cada una de sus variables. Es en este espacio abstracto y multidimensional en el que se dibuja la trayectoria del sistema y es esta trayectoria la que se curva en torno a ciertos atractores, es decir, puntos de equilibrio. El modelo más simple es un sistema en el que sólo existe uno de estos puntos de equilibrio. Incluso en este sistema, la trayectoria del sistema no es una órbita exacta en el sentido en que se la entiende cuando se habla de los planetas. Más bien, lo que suele llamarse su "órbita" es el trazo de una gota de tinta en un bote de melaza conforme se la va removiendo. Por supuesto, tal modelo simple rara vez se halla en la realidad. Lo que abundan son los sistemas con dos, tres o más atractores y trayectorias endiabladamente enrevesadas. Un modelo de esta naturaleza explica muchas cosas cuando se aplica a la historia. Sin embargo, aunque ha habido propuestas en este sentido, como las de Prigogine, nadie, que yo sepa, se ha molestado en bajar hasta el detalle e identificar esos atractores concretos y en qué han consistido esas "órbitas" alrededor de ellos.
Es la ida y venida en torno a atractores, esas trayectorias complejas, las que dan provocan la apariencia de que las naciones siempre están tratando de resolver los mismos problemas. Uno de estos problemas que obstinadamente salen a nuestro paso, apareció formulado de un modo brillante en las Sátiras de Juvenal. Planteaba este poeta romano que si alguien decidía encerrar a las mujeres para no ser engañado, se encontraría con que quienes debieran vigilarlas se convertirían en los primeros candidatos para engañarle. Y aquí viene su famosa locución quis custodiet ipsos custodes? Lo que viene a ser: ¿quién vigila a los vigilantes? En 1986-7 ese genio alucinógeno llamado Alan Moore publicó una de sus obras maestras titulada Watchmen. Era una lúcida reflexión sobre las implicaciones políticas a las que se suele hacer alusión cuando se usa la frase de Juvenal. En un mundo en crisis, en el que los superhéroes han sido prohibidos, Moore nos narra una historia de rencillas personales, nostalgia y el consabido plan diabólico, que atrapa a unos superhéroes del pasado dignos de ser encerrados con una camisa de fuerza. Moore parece preguntarse qué es peor, un mundo con vigilantes o un mundo sin ellos porque, desde luego, si asumimos que debe haber vigilantes la cuestión es quién los vigila.
La verdad es que si me encontrase en un callejón oscuro con Alan Moore, saldría corriendo sin dudarlo. Sin embargo, preferiría ser gobernado por él que por quienes actualmente detentan el mandato de los ciudadanos. Está un poco sonado, aunque no dudo de su inteligencia. Este fin de semana hemos vivido algo que suena a manido déjà vu: Frau Merkel y Herr Schäuble, una vez más, decidiendo que hay que cambiar Europa para que sea gobernada desde Berlín. Gobierno fiscal, naturalmente, porque lo demás da muchos quebraderos de cabeza y tampoco tienen las ideas muy claras. Naturalmente, no existe gobierno real sin poder coercitivo, así que ya tenemos en negro sobre blanco (otra vez) las sanciones para quien se salte las normas fiscales impuestas. Recapitulemos. Tenemos un país con un sistema financiero podrido que, muy pronto, necesitará fuertes ayudas de su gobierno para mantener las ventanillas de sus oficinas abiertas. Ese mismo país tiene una población tan envejecida que difícilmente podrá mantener el nivel actual de sus pensiones sin un fuerte endeudamiento. Casualmente, es el mismo país que incumplió los anteriores pactos fiscales, saltándose a la torera las sanciones que ellos mismos habían fijado para quien las incumpliera. Y ahora resulta que precisamente ese país es que el quiere controlar las finanzas de sus vecinos. ¡Estupendo! ¡magnífico! siempre me sedujo vivir en Alemania y ser gobernado desde de Berlín es lo más parecido a ello que voy a conseguir. El problema, el pequeño problemilla residual que queda, es el que planteó Juvenal en el siglo II después de Cristo: quis custodiet ipsos custodes? ¿Qué va a ocurrir cuando, más pronto que tarde, Alemania se salte los límites fiscales fijados? ¿Qué pasará cuando quede en evidencia que este gobierno germano es lo suficientemente idiota como para haberse pegado otro el tiro en el pie? El problema, el problema real, no es ser gobernado desde Berlín. El problema es que nos gobierne gente que no tiene la más remota idea de a qué viene toda esta crisis ni de cómo salir de ella. Y eso es lo que está ocurriendo.
Justo cuando Toynbee nos mostraba cómo el decurso de las civilizaciones da cuenta del aparente retorno de ciertas situaciones históricas, la física moderna se estaba acercando a modelos más complejos y, probablemente próximos a la realidad. Uno de ellos es la teoría del caos y su propuesta de que existen atractores caóticos en torno a los cuales orbitan los sistemas. “Orbitan” es un término que hay que comprender exactamente. La “órbita” del sistema se produce en lo que se denomina un espacio de fases, esto es, un espacio abstracto cuyas dimensiones están constituidas por los valores posibles de cada una de sus variables. Es en este espacio abstracto y multidimensional en el que se dibuja la trayectoria del sistema y es esta trayectoria la que se curva en torno a ciertos atractores, es decir, puntos de equilibrio. El modelo más simple es un sistema en el que sólo existe uno de estos puntos de equilibrio. Incluso en este sistema, la trayectoria del sistema no es una órbita exacta en el sentido en que se la entiende cuando se habla de los planetas. Más bien, lo que suele llamarse su "órbita" es el trazo de una gota de tinta en un bote de melaza conforme se la va removiendo. Por supuesto, tal modelo simple rara vez se halla en la realidad. Lo que abundan son los sistemas con dos, tres o más atractores y trayectorias endiabladamente enrevesadas. Un modelo de esta naturaleza explica muchas cosas cuando se aplica a la historia. Sin embargo, aunque ha habido propuestas en este sentido, como las de Prigogine, nadie, que yo sepa, se ha molestado en bajar hasta el detalle e identificar esos atractores concretos y en qué han consistido esas "órbitas" alrededor de ellos.
Es la ida y venida en torno a atractores, esas trayectorias complejas, las que dan provocan la apariencia de que las naciones siempre están tratando de resolver los mismos problemas. Uno de estos problemas que obstinadamente salen a nuestro paso, apareció formulado de un modo brillante en las Sátiras de Juvenal. Planteaba este poeta romano que si alguien decidía encerrar a las mujeres para no ser engañado, se encontraría con que quienes debieran vigilarlas se convertirían en los primeros candidatos para engañarle. Y aquí viene su famosa locución quis custodiet ipsos custodes? Lo que viene a ser: ¿quién vigila a los vigilantes? En 1986-7 ese genio alucinógeno llamado Alan Moore publicó una de sus obras maestras titulada Watchmen. Era una lúcida reflexión sobre las implicaciones políticas a las que se suele hacer alusión cuando se usa la frase de Juvenal. En un mundo en crisis, en el que los superhéroes han sido prohibidos, Moore nos narra una historia de rencillas personales, nostalgia y el consabido plan diabólico, que atrapa a unos superhéroes del pasado dignos de ser encerrados con una camisa de fuerza. Moore parece preguntarse qué es peor, un mundo con vigilantes o un mundo sin ellos porque, desde luego, si asumimos que debe haber vigilantes la cuestión es quién los vigila.
La verdad es que si me encontrase en un callejón oscuro con Alan Moore, saldría corriendo sin dudarlo. Sin embargo, preferiría ser gobernado por él que por quienes actualmente detentan el mandato de los ciudadanos. Está un poco sonado, aunque no dudo de su inteligencia. Este fin de semana hemos vivido algo que suena a manido déjà vu: Frau Merkel y Herr Schäuble, una vez más, decidiendo que hay que cambiar Europa para que sea gobernada desde Berlín. Gobierno fiscal, naturalmente, porque lo demás da muchos quebraderos de cabeza y tampoco tienen las ideas muy claras. Naturalmente, no existe gobierno real sin poder coercitivo, así que ya tenemos en negro sobre blanco (otra vez) las sanciones para quien se salte las normas fiscales impuestas. Recapitulemos. Tenemos un país con un sistema financiero podrido que, muy pronto, necesitará fuertes ayudas de su gobierno para mantener las ventanillas de sus oficinas abiertas. Ese mismo país tiene una población tan envejecida que difícilmente podrá mantener el nivel actual de sus pensiones sin un fuerte endeudamiento. Casualmente, es el mismo país que incumplió los anteriores pactos fiscales, saltándose a la torera las sanciones que ellos mismos habían fijado para quien las incumpliera. Y ahora resulta que precisamente ese país es que el quiere controlar las finanzas de sus vecinos. ¡Estupendo! ¡magnífico! siempre me sedujo vivir en Alemania y ser gobernado desde de Berlín es lo más parecido a ello que voy a conseguir. El problema, el pequeño problemilla residual que queda, es el que planteó Juvenal en el siglo II después de Cristo: quis custodiet ipsos custodes? ¿Qué va a ocurrir cuando, más pronto que tarde, Alemania se salte los límites fiscales fijados? ¿Qué pasará cuando quede en evidencia que este gobierno germano es lo suficientemente idiota como para haberse pegado otro el tiro en el pie? El problema, el problema real, no es ser gobernado desde Berlín. El problema es que nos gobierne gente que no tiene la más remota idea de a qué viene toda esta crisis ni de cómo salir de ella. Y eso es lo que está ocurriendo.
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