Decía nuestro presidente in pectore, Don Naniano Rajoy, en una reciente entrevista, que tendremos el Estado del bienestar que podamos permitirnos. La idea subyacente está clara, el Estado del bienestar es un privilegio, un lujo para los tiempos en que la economía vaya bien, desmontable con la misma facilidad y falta de consecuencias que supuso su construcción. Esta idea, tan común, es un ejemplo de hasta qué punto nos gobiernan (y nos seguirán gobernando) necios incapaces de ver más allá de sus narices y, además, chatos.
Lejos de tratarse de un privilegio, de un lujo concedido, esencialmente, a los trabajadores, para acallar sus luchas sindicales, el proyecto del Estado del bienestar era la respuesta ideal a una multitud de problemas. En primer lugar se trataba de la solución al problema de cómo controlar a la población en nuestras sociedades modernas, tarea esta, encomendada a una policía mucho más sutil y de rostro mucho más amable que la existente hasta ese momento, los funcionarios de sanidad y educación. Por otra parte, había que proporcionar la ilusión de que la riqueza se estaba redistribuyendo, suscribiendo un contrato tácito con quienes menos tendrían que perder en caso de una revolución. A cambio de su aquiescencia, se les proporcionaba, de este modo, la ilusión de poder abandonar un día su miseria. Pero ninguna de estas dos funciones se hubiesen llegado a cumplir de no existir un aspecto mucho más importante. El Estado del bienestar ha supuesto siempre aliviar los gastos de las familias en los aspectos más habituales y onerosos, es decir, salud y educación (y, últimamente, atención de mayores y discapacitados). Los gastos generados se repartían espléndidamente entre los trabajadores en general, los empresarios y el Estado. De este modo, se liberaban unos recursos inmensos que podían lanzarse al mercado a la compra de bienes en cantidades cada vez superiores. No es casualidad que el nacimiento del Estado del bienestar sea contemporáneo del nacimiento de la sociedad de consumo y del progresivo desplazamiento de la industria pesada como motor de la economía.
Naturalmente, no se trataba sólo de liberar una cantidad enorme de recursos a los que sólo se les iba a permitir dirigirse a la compra de no importaba qué. Con ello y, además, se generaban unas nuevas y cada vez más costosas necesidades que contribuían igualmente al impulso de la economía. El caso más claro es el de la industria farmacéutica. De fabricar antibióticos y algunos antiinflamatorios, que es a lo que se dedicaban en los años cincuenta, han ido cubriendo sectores cada vez más amplios de los males de la humanidad, hasta el punto de que ahora ya casi no queda ámbito sobre el que no hayan extendido sus tentáculos y que la manera más fácil de introducir medicamentos sea convencer previamente a la opinión pública de que tiene una nueva enfermedad. A costa del erario público, la industria farmacéutica ha pasado en sesenta años de ser poco más que un apéndice de la industria química a convertirse en el sector que más dinero mueve en el mundo por encima de las drogas o las armas. Que se hecho de la totalidad de la población consumidores, reales o potenciales, de un montón de productos que no sólo no curan enfermedades (todo lo más las alivian), sino que, a la corta o a la larga, generan nuevas enfermedades, sólo puede entenderse como una ventaja más. Si no cree nada de lo que acabo de contar, haga lo siguiente: vaya a ese botiquín que todos tenemos en casa, meta en una bolsa los medicamentos que hay en él que curan y en otra los que alivian síntomas. ¿Cuál estará más llena? Pues ahora, lea los efectos secundarios de todos esos productos aliviadores, empezando por ese inocente jarabe para la tos que tantas veces ha usado y nunca le ha servido para nada.
Hallados métodos de control mucho más sutiles y eficaces, externalizados o subcontratados la mayoría de ellos, la escuela y el hospital han perdido prácticamente su papel de controladores sociales. Comparado con lo que Google o la empresa de nuestras tarjetas de crédito, sabe de nosotros, lo que puedan saber los maestros o médicos es poco más que cotilleo barato. Por otra parte, ya no hace falta ningún contrato tácito con las capas más levantiscas de la población. Existen sutiles métodos de ideologización de las mismas (por supuesto me estoy refiriendo a la televisión), que difícilmente van a permitir que surjan en sus cabezas ideas más revolucionarias que participar telefónicamente en algún concurso. El desajuste que produce en cualquier comunidad de vecinos que se precie la avería de la antena colectiva muestra el triunfo de esa forma de ideologización pues no sólo no es percibida como tal, sino que es reclamada como vía de escape de una realidad supuestamente diferente de lo justificado por ella. Finalmente, como ya dijimos en otra ocasión, el desfase entre quienes tienen y quienes no, ha alcanzado tal nivel que limar mínimamente la redistribución de bienes hace ya imposible que se materialice realmente. Y ésta es la razón última de las reformas que se produjeron en los años ochenta del siglo pasado, circunscribir las funciones del Estado del bienestar a incentivar el consumo.
Siempre que surge una formación histórica, desaparecidas las condiciones que justificaron su aparición, las generaciones posteriores pierden rápidamente conciencia de su significado, aunque siga cumpliendo sus funciones y éstas sean esenciales. Como consecuencia, tienden a investirlas de nuevos sentidos, en muchas ocasiones incoherentes con lo que fue la razón de su afloramiento. Y aquí es donde nos encontramos hoy. Como ha demostrado el gobierno británico, se pretende hacer caer sobre los hombros de la población los gastos de una educación que, por su propia universalización previa, se ha convertido ya en una necesidad perentoria. Igualmente, la generalidad de enganchados a una infinidad de medicamentos que, en buena parte, o no necesitan o son la propia causa de sus enfermedades, deben hacerse ahora cargo de su propia dependencia respecto de ellos. Una vez más, se nos afirma que ésta es una condición imprescindible para la recuperación económica. Recuperación que se volverá definitivamente imposible si los ciudadanos, ya de por sí endeudados más allá de sus posibilidades, tienen ahora que hacer frente a esos gastos. Dicho de otro modo, se pretende retirar del mercado toda la impresionante masa monetaria que hasta ahora lo vivificada con la insensata esperanza de reactivar la economía. Los miopes mentecatos que nos han conducido al fracaso actual ya son hasta incapaces de ver las raíces del que hace poco menos de cuatro años era su éxito, tan patente, que acusaban, a su vez, de miopía a quien no quisiera extasiarse ante él.
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