domingo, 5 de diciembre de 2021

Lenguaje y realidad (y 3)

   La literatura psiquiátrica muestra que el esquizofrénico describe y explica lo que se le demanda, pero nunca de modo que al psiquiatra le pueda parecer satisfactorio. En sus descripciones y explicaciones faltan elementos clave, faltan las regularidades que permiten proyectar predicciones en la comunicación y, como ya señalamos, suelen aferrarse a un significado concreto de las palabras o de las expresiones. El tránsito desde ese significado a otro relacionado con él, que un hablante medio realizaría sin problemas, implica para el esquizofrénico un salto al vacío que sólo puede completar creando neologismos. A todas luces parece que el significado, como quería Wittgenstein, cambia con el juego del lenguaje para los esquizofrénicos, quiero decir, para los otros, para quienes utilizan reglas pragmáticas diferentes a los hablantes mayoritarios. Los psiquiatras describen muchas de sus producciones como un puro farfulleo ininteligible y de referencia elusiva. Las palabras y/o frases se combinan en base a reglas reconocibles pero no compartidas con el psiquiatra, tales como las coincidencias fonológicas o semánticas. El psiquiatra encuentra en ellas una y otra vez la confirmación del presupuesto con el que ha ido al diálogo, a saber, que habla con sujetos insanos por incoherentes, con facultades perturbadas por alucinatorias, prototipos, al cabo, de una etiqueta común llamada “esquizofrenia”. Aquí, al fin, psiquiatra y esquizofrénico, alcanzan una unidad de entendimiento porque el primero ha conseguido entrar también en alucinación, la alucinación de que las alteraciones del lenguaje son alteraciones del pensamiento, que la mismidad del ser sirve como el pivote sólido en torno al cual se atan lenguaje y pensamiento, las palabras y las cosas. Ningún filósofo del lenguaje contemporáneo denunciará semejante comportamiento alucinatorio por la simple razón de que lo comparte. Sin embargo, resulta extremadamente simple demostrar este carácter alucinatorio de lo que los filósofos del lenguaje contemporáneo llaman su “realismo”. En los procesos comunicativos de los hablantes mayoritarios, parece existir un mecanismo de supervisión que introduce modulaciones y adiciones cuando considera que no se ha expresado adecuadamente lo que se quería decir y que, en casos extremos, aunque muy habituales, lleva a la autocorrección. Obviamente, si existe un mecanismo corrector de las prolaciones lingüísticas, toda pretendida identificación del lenguaje con el pensamiento resulta manifiestamente ridícula. ¿Con qué pensamiento hemos de identificar lo dicho? ¿con el pensamiento original que dio lugar al intento comunicativo o con el que supervisa el modo en que se produce? ¿con ninguno de los dos? ¿con ambos? y, en caso afirmativo, ¿cómo sabemos que coinciden? ¿o no coinciden? Pues bien, el esquizofrénico se comporta tal y como lo hacen los sujetos ideales que sirven de ejemplo a todas las discusiones de la filosofía del lenguaje contemporánea: jamás se autocorrigen. Los psiquiatras no constatan en su discurso ningún género de corrección, siempre parecen acertar con aquello que querían decir. Aún más, ni siquiera se atiende a las correcciones del otro. Desde luego, podemos concluir que en los esquizofrénicos, en quienes consideramos los "otros", los "enfermos", pensamiento y lenguaje se correlacionan perfectamente; que la coincidencia plena de lenguaje y pensamiento constituye un síntoma de enfermedad, no de racionalidad. Pero no habremos agotado semejante conclusión si no entendemos que los motivos de este comportamiento esquizofrénico conllevan algo todavía más letal para la filosofía del lenguaje contemporánea. En efecto, sus rimas y aliteraciones, sus “ensaladas de palabras”, sus descarrilamientos semánticos, sus farfulleos, pueden describirse también diciendo que los esquizofrénicos hacen gala de un lenguaje privado, precisamente, lo que Wittgenstein calificó de “imposible”. 

   Merece la pena que nos detengamos un poco en este síntoma de esa patología llamada “filosofía del lenguaje”, “las argumentaciones contra la existencia de un lenguaje privado”. Si procedemos a analizar los supuestos argumentos (el paradigma de lo que el psiquiatra podría llamar “coherencia”) que los filósofos del lenguaje contemporáneos realizan para demostrar que no existen semejantes lenguajes privados, podremos encontrar en todos ellos una forma común. Parten de que todo en el lenguaje tiene que poder intercambiarse con otro, a continuación, constatan que no hay nada intercambiable en un lenguaje privado y concluyen que un lenguaje privado no podría tener valor en ese mercado llamado "lenguaje". Dicho de otro modo, si el lenguaje pudiera tratarse como una mercancía, entonces, habría que calificar de imposibles los lenguajes privados. Pero semejante “demostración” no demuestra nada, salvo si asumimos el presupuesto que la esquizofrenia derrumba. Por supuesto, se puede intentar escamotear el veredicto de los hechos señalando que ellos, los filósofos del lenguaje, no afirman que un lenguaje privado "es imposible", simplemente afirman que "no sería sano", que carecería de estabilidad, que no podría usarse. Esta línea argumentativa me parece maravillosa porque eso significa que existe un criterio para distinguir los juegos del lenguaje "sanos" de los no sanos, los estables de los inestables, los utilizables de los inutilizables. Podríamos establecer comparaciones entre todos ellos, hacer una jerarquía y, por supuesto, dar una definición de "juego del lenguaje". Ahora bien, nada de eso puede hacerse según Wittgenstein.  

   En el lenguaje del esquizofrénico los psiquiatras reconocen reglas nítidas de construcción de discursos, pero, desde luego, reglas no compartidas, no comunes. El psiquiatra puede reconocerse en los fonemas, los morfemas y los lexemas del esquizofrénico, pero no en las reglas que utiliza para combinarlos. El psiquiatra puede reconocer las palabras empleadas por el esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas palabras. El psiquiatra puede reconocer el significado de las expresiones del esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas expresiones. Por tanto, puede reconocer la existencia de un discurso, no puede reconocer el significado, el sentido, el referente último de ese discurso. Nada de esto puede entenderse desde la identificación del significado con el uso. La esquizofrenia, diríamos siguiendo estrictamente las ideas de los filósofos del lenguaje contemporáneos, constituye un simple juego del lenguaje y, aprendiendo cómo funciona, podemos aprender los significados de sus elementos y, por ende, cómo piensan quienes lo practican. Basta para ello reconocer las reglas de uso y simular su utilización. Por contra, los psiquiatras parecen comportarse como si existiesen  significados más allá del uso, significados subyacentes al modo en que se emplean morfemas, lexemas, palabras, oraciones y discursos, significados que se combinan según ciertas reglas y que sólo pueden combinarse de acuerdo con ciertas reglas, porque estas reglas parecen ancladas en ellos, como si hubiese posiciones sólidas a las que se anudan. 

   En definitiva, los fallidos intentos de comunicación de los psiquiatras con los esquizofrénicos nos muestran la enorme distancia que separa la filosofía del lenguaje contemporánea de la praxis cotidiana de los hablantes de cualquier lengua, el obstáculo insalvable que supone aferrarse como un dogma a la idea de que "el significado es el uso", la imposibilidad de alcanzar la realidad si uno se refugia en el lenguaje para no mirarla.


domingo, 28 de noviembre de 2021

Lenguaje y realidad (2)

   Antes de la primera mitad del siglo XX, la psiquiatría ya había llegado a la conclusión de que el discurso esquizofrénico presentaba rasgos que permitían distinguirlo del discurso que los psiquiatras desarrollaban en su vida cotidiana. Aprehender las razones últimas de tal divergencia resultaba, sin embargo, molestamente elusivo. Desde el punto de vista sintáctico, los psiquiatras apreciaron notables rasgos característicos en el lenguaje de los esquizofrénicos, pero no hubo manera de conceptualizar y mucho menos de cuantificar estas diferencias. Por contra, parecía muy fácil encontrar ese criterio en lo que se refería a la pragmática. Los esquizofrénicos muestran una notable incapacidad pragmática, no logran comunicar al otro lo que quieren decir, no consiguen aportar explicaciones inteligibles y no trasmiten descripciones comprensibles. Si enarbolamos la teoría wittgensteniana, según la cual el uso agota el significado, inevitablemente habremos de concluir que un trastorno que destruye las habilidades pragmáticas de los individuos en lo que se refiere al lenguaje, eo ipso, aniquilará sus capacidades semánticas. Sin embargo, si leemos la reconstrucción del discurso esquizofrénico que realizan los psiquiatras, encontraremos que en dichos pacientes reconocen esfuerzos semánticos aceptables, que muchos les atribuyen habilidades semánticas parcialmente satisfactorias y que, de hecho, hay quienes conceptualizan como rasgo de la esquizofrenia, una semántica que cabría calificar de “demasiado buena”. En efecto, aquí viene una nueva bofetada para los filósofos del lenguaje. Si “el significado es el uso”, entonces el uso en diferentes “juegos del lenguaje” de una misma palabra constituirá un anecdótico “parecido de familia”, al que no merecerá que la filosofía del lenguaje contemporánea le dedique ni una línea. Sin embargo, en la literatura psiquiátrica sobre el lenguaje esquizofrénico, se menciona una y otra vez, que los pacientes parecen aferrarse a un único significado de las palabras, negándose a permitir que oscilen, que no reconocen ese “anecdótico” “parecido de familia”. La ceguera ante los “parecidos de familia”, lógica, absolutamente racional y, en resumen, “saludable”, si uno adopta el punto de vista de Wittgenstein, queda registrada en los textos psiquiátricos como síntoma patológico. Los psiquiatras, encarnando la voz de la “normalidad”, parecen indicar que hay algo pertinente en reconocer que un mismo significado aparece bajo diferentes formas en diferentes juegos del lenguaje, que algo permanente, constante, independiente del uso, subyace en todo significado.

   Mucho menos auxilio debe esperar un filósofo del lenguaje contemporáneo si acude a los presupuestos últimos bajo los que se desarrolla el diálogo entre el psiquiatra y el esquizofrénico. En efecto, por formación, el psiquiatra llega a ese diálogo sin esperanzas de encontrar en el otro lógica, coherencia y, mucho menos, creencias compartidas. Ningún principio de caridad, de veracidad, ninguna presuposición de vivir en un mundo común, alumbra los intentos de diálogo entre psiquiatra y esquizofrénico. Desde el punto de vista de la filosofía contemporánea del lenguaje sólo puede concluirse que el psiquiatra no quiere hablar con el esquizofrénico y, por supuesto, el esquizofrénico, para quien el psiquiatra debe aparecer como una amenaza o como un intruso, muy probablemente, tampoco quiere hablar con el psiquiatra. Y, sin embargo, dialogan. Ciertamente, se trata de un diálogo fracasado, pero como ya expliqué, del mismo modo que el libro más instructivo para un empresario no debería tratar de “cómo me hice millonario”, sino de “cómo arruiné mi empresa”, muchas más enseñanzas pueden extraerse del fracasado intento de diálogo del psiquiatra con el esquizofrénico que de los felices logros del John de los filósofos del lenguaje que acaparan los ejemplos "empíricos" con que apoyan sus teorías.

   Terminamos la entrada anterior afirmando que nos hallábamos a las puertas de “dos importantes cuestiones”, pero sólo enunciamos una. Dejamos sin enunciar la otra, de hecho, la más importante y que subyace a la primera, a saber, ¿en qué consiste esa regularidad de la que hablábamos allí? ¿cómo podemos reconocer una disposición para comunicarse con nosotros en alguien con quien no compartimos cultura, creencias ni idioma? ¿qué presupuesto “trascendental” hace posible en última instancia cualquier intento de comunicación? ¿en qué se basan las expectativas que la propician? La literatura psiquiátrica sobre los esquizofrénicos lo deja meridianamente claro. El psiquiatra, que, de acuerdo con los filósofos contemporáneos y aún con el sentido común, no comparte realidad con el esquizofrénico, reconoce de inmediato la dificultad de su intento. Todo indica que, de hecho, sí comparte un acervo de reglas con ellos y que constata rápidamente el incumplimiento de las mismas. En los textos psiquiátricos se deja puntual registro de dónde se hallan esas reglas “trascendentales”: en el “lenguaje corporal”. Los esquizofrénicos no presentan, antes ni durante el diálogo, ningún tipo de orientación hacia el interlocutor, se colocan a distancia inadecuada respecto de éste, carecen de expresividad facial, contacto visual, sus risas van situadas en lugares impredecibles del discurso, presentan rigidez motora, etc. Desde muy pequeño, el niño aprende que quien le mira intenta comunicarse con él y que debe mirar y orientar todo su cuerpo hacia su interlocutor si quiere obtener una comunicación exitosa y que debe acompañarla de ciertas expresiones faciales. Incluso en esa fase en el proceso de adquisición del lenguaje en la que palabras y oraciones con sentido se mezclan con sonidos ininteligibles, el niño ya muestra una plena habilidad para garantizar esos presupuestos conversacionales, que los adultos comprenden, aunque la comunicación resulte infructuosa. Esa orientación, ese contacto visual, esa sonrisa colocada en el sitio oportuno, esa expresión en el rostro, garantizan la creación de las primeras expectativas, el desarrollo de la idea de que se puede predecir el comportamiento comunicativo de nuestro interlocutor, de que recibirá de buen o de mal grado nuestra propuesta comunicativa, el canal a través del cual va a transitar todo lo demás aunque no compartamos creencias, mundo y ni siquiera idioma. Y no, no tienen un carácter “trascendental”, tienen un carácter puramente físico, corporal. Claro que, por lo mismo, también tienen un carácter universal, como ya han constatado diferentes estudios psicológicos centrados en los gestos que se les hacen a los niños en las etapas de comunicación prelingüística. Todo eso ha desaparecido entre el esquizofrénico y el psiquiatra, aunque, por supuesto, han desaparecido más cosas.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Lenguaje y realidad (1)

   Forman parte de las entrañables criaturas a las que ha dado lugar la filosofía del lenguaje anglosajona el feliz John y sus amiguitos, que durante un siglo no han tenido mayor preocupación que chismorrear unos sobre otros e intentar averiguar el color de la nieve. Sin embargo, estos filósofos del lenguaje también han engendrado criaturas menos enternecedoras, como Donald y sus respectivos, convencidos de que si usan mucho “I won by a lot”, eso acabará significando que le corresponde la presidencia de los EEUU. Donald no podría haber salido de las páginas de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein porque allí, el eslogan vigesimico de “el significado es el uso”, casi no aparece. Más bien en ellas se reitera que “en muchos casos [no en todos], el significado es el uso”. Wittgenstein sabía que identificar el significado con el uso conduciría a los mismos problemas que los intentos por basar en él la evolución. Del mismo modo que Lamarck no podía explicar las especies, Wittgenstein no podría explicar que dos hablantes usasen del mismo modo una palabra o una expresión. Recurrió entonces a los juegos del lenguaje y los conceptualizó como “formas de vida”. En efecto, al igual que las diferentes formas de vida, los juegos del lenguaje tienen que someterse a una selección natural y sexual para conseguir descendientes (hablantes) y únicamente sobreviven los mejor adaptados a la realidad en la que dichos hablantes viven. Pero, claro, seguir por este camino y explicar la configuración de esa realidad en la que viven, conduce a la irrelevancia del uso para el significado. Las “formas de vida”, como los “juegos del lenguaje”, se quedaron entonces en el puro nivel de las metáforas. Todos y cada uno de los problemas que Wittgenstein enfrenta reflejan esta tensión entre un tentador lamarckismo lingüístico, a la postre infructuoso, y un darwinismo, que destruye todo encanto antropocentrista y hacia el que el austriaco no quiere verse arrastrado. Ansiosos de propiciar una biosemántica que permitiese ver en la naturaleza los signos puestos por Dios, los filósofos anglosajones recurrieron a la convención para cercenar las tensiones ínsitas en las propuestas wittgenstenianas. Desde luego, si decimos que “el significado es el uso” y que “el uso depende de la convención”, tendremos que concluir que “el significado depende de la convención” y los últimos cien años de filosofía del lenguaje no habrán servido para nada porque esa propuesta ya existía mucho antes de Wittgenstein. Por si fuera poco, nos encontraríamos en la difícil tesitura de justificar que la convención explica perfectamente algo que no parece tener mucho que ver con ella, como que “la nieve es blanca” y, sin embargo, no sirve para explicar por qué algo que sí depende de una convención, como quién ha de ocupar la Casa Blanca, se puede decidir sin que haya acuerdo. Todavía peor, seguimos sin tener una respuesta a la pregunta que hizo abandonar la teoría del convencionalismo lingüístico mucho antes de igualar el significado al uso: ¿cómo se establece dicha convención? ¿lingüísticamente? Para evitar el retroceso al infinito algunos filósofos del lenguaje contemporáneos echan mano de vaporosas nubes de creencias compartidas, sin que nunca quede claro cómo se llegan a compartir semejantes creencias. Un intento verdaderamente desternillante lo podemos encontrar fuera del ámbito anglosajón en "el” filósofo de finales del siglo XX, Jürgen Habermas.

   Habermas, pese a atribuirse haber creado un nuevo procedimiento de fundamentación, el proceder crítico, no debe tener mucha fe en él, pues cuando tiene que fundamentar el lenguaje lo hace en una certidumbre última, el presupuesto (“trascendental” nada menos) de que quienes intervienen en un diálogo, en todo momento, esperan que el otro les diga la verdad. A continuación, sin demasiado sonrojo, atribuye al discurso psicoanalítico un determinante papel “emancipador”. Si abrimos al azar un volumen cualquiera de las obras completas de Freud y leemos las dos páginas que quedan ante nuestros ojos, insisto, da igual el volumen y las páginas en cuestión, concluiremos rápidamente que el discurso psicoanalítico parte del presupuesto trascendental de que sólo decimos la verdad por equivocación. En el diálogo entre el psicoanalista y el paciente, el primero supone en todo momento que el discurso del segundo tiene un carácter falaz incluso cuando cree enunciar la pura verdad. Y, precisamente, tal suposición fundamenta el diálogo. Por aquí ya tenemos una primera conclusión que no aparece en ninguna propuesta de la filosofía del lenguaje contemporánea, a saber, que si existe un presupuesto lingüístico en la comunicación humana, no consiste ni en compartir unas creencias, ni en presuponer la veracidad, ni en presuponer la mendacidad. El presupuesto básico de la comunicación humana lo constituye la confianza, la confianza en el carácter predecible del comportamiento del otro. A veces predecimos que nos va a decir la verdad, a veces predecimos que nos va a mentir sistemáticamente, a veces predecimos que comparte un conjunto de creencias con nosotros y a veces predecimos que no podemos tener creencias comunes. De cualquiera de estas predicciones se derivan expectativas que hacen posible la inteligibilidad de su discurso. De aquí se derivan dos importantes cuestiones. En primer lugar, que no hace falta compartir nada con el otro antes de iniciar el intento de comunicación con él. Podemos comunicarnos, y esto lo sabemos todos, con alguien que no comparte nada con nosotros, ni siquiera el idioma. De hecho, no dudamos en hablarle a nuestro perro, a nuestro canario y hasta a nuestro gato, en cuanto encontramos en su comportamiento cualquier cosa que entendemos como una cierta regularidad. Y ahora ya nos hallamos en disposición de analizar algo que, desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje contemporánea, resulta imposible siquiera intentar, el diálogo entre psiquiatras y esquizofrénicos. 

domingo, 14 de noviembre de 2021

Un mundo no tan aparte.

   Aunque separada por unos 406 kilómetros de África, Madagascar tiene más relación con Asia que con el continente vecino. Desde el punto de vista de la geología la conforman tres bloques, dos de los cuales proceden de África y un tercero del subcontinente indio. Otro tanto ocurre con su población. Al parecer la isla permaneció deshabitada hasta la llegada de navegantes malayos, como muy pronto, en el siglo I de nuestra era. Se encontraron con una isla selvática, con un clima muy parecido a aquel del que procedían en su interior y allí se asentaron primordialmente. La costa, en cambio, quedó para grupos de origen africano que fueron llegando en diferentes oleadas. Las mezclas entre ambos conformaron las actuales etnias que la habitan y que, en realidad, como digo, tienen un origen más bien común. Los comerciantes persas y árabes que abrieron rutas con la costa oriental africana, entraron también en contacto con los habitantes de la isla, quienes les vendieron esclavos y, a cambio, recibieron con gusto su religión, sobre todo en el norte. Aunque los portugueses establecieron colonias, no se puede hablar de una verdadera colonización del territorio hasta finales del siglo XIX cuando los franceses lo reclamaron en su integridad como propio y destronaron a la soberana reinante. Por entonces, el creciente comercio de esclavos había desatado todo tipo de guerras clánicas por dominarlo, que venían a sumarse a las luchas entre las poblaciones de la costa y de su interior, víctimas de las incursiones en busca de mercancía. Francia se tuvo que enfrentar, por tanto, a una población aguerrida, difícil de pacificar y a la que masacró en varias ocasiones. Por si fuera poco, los franceses no dudaron en enrolar a los malgaches para sus guerras europeas, entrenando y proporcionando experiencia de combate moderno a lo que después serían líderes independentistas. En 1947, la rebelión malgache costó la vida a unas 80.000 personas y otorgó al ejército francés la ocasión de experimentar por primera vez todo tipo de torturas, asesinatos selectivos y guerra psicológica que después utilizó ampliamente en la guerra de Argelia. Pero una y otra campaña terminaron de la única manera que podían terminar y Madagascar alcanzó la independencia en 1960. Desde muy poco después, se convirtió en el paraíso de los turistas en busca de naturaleza y exotismo.

   Calificada por muchos como “un mundo aparte”, Madagascar goza de una fauna y flora únicas en el mundo. Mucha de ella conecta directamente con Asia, como los animales domésticos, importados de allí. Pero también abundan gigantescos baobabs y, por supuesto, lémures de todos los tipos, colores y pelajes. Los habitantes de la isla los consideran espíritus del bosque, así que nunca los han cazado ni para alimentarse ni por diversión y el turista ocasional se sorprende de cómo estos curiosos animalitos se acercan confiadamente a ellos para inspeccionarlos. Pero, claro, tener un “espíritu del bosque” de 140 Kg no debía encajar muy bien con la mentalidad de nadie, así que extinguieron a los lémures gigantes antes de la llegada de los portugueses y otro tanto ocurrió con el pájaro elefante que pesaba hasta 500 Kg. No todas las especies poseen el mismo encanto. El aye-aye (Daubentonia madagascariensis), una especie de lémur nocturno, tiene un aspecto y costumbres mucho más siniestras. Con un largo tercer dedo en sus manos, agujerean la corteza de los árboles en busca de larvas de las que se alimentan. Su apariencia y voracidad los han hecho protagonizar todo tipo de supersticiones locales. Hoy día son mucho más difíciles de ver que sus dóciles parientes, entre otras cosas porque la destrucción sistemática de la selva los ha reducido ya a parajes inaccesibles de la isla. Antaño, como dijimos, una impenetrable selva, la agricultura, la ganadería y el comercio de la madera, han transformado dramáticamente el paisaje de la isla, hasta el punto de comerse el 90% de los árboles. Por si fuera poco, las campañas de repoblación no han dudado en plantar pinos, eucaliptos y especies caducifolias allí donde antes había bosque tropical. Como toda isla, su clima está sujeto a las corrientes de aire, en este caso, procedentes del Índico que, interactúan con la orografía, generando un complejo panorama de zonas templadas, tropicales y áridas. Escasa en toda la isla, en el sur el agua ha comenzado a convertirse en un bien difícil de hallar. Sólo la mitad de la población tiene acceso habitual al agua potable y, como consecuencia, hasta 4000 niños mueren cada año por enfermedades gastrointestinales erradicadas de otras partes del mundo. Aunque el gobierno lanzó un ambicioso plan para que toda la población pudiera tener agua potable a su alcance, la situación política no ha ayudado mucho a implementar dicho plan. 

   En 2001, el acaudalado empresario y alcalde de la capital, Marc Ravalomanana compitió en las elecciones presidenciales contra el ocupante del cargo, Didier Ratsiraka. El recuento oficial de la primera vuelta de las elecciones daba una situación casi de empate entre ambos y propiciaba una segunda vuelta. Ravalomanana, sin embargo, denunció un fraude generalizado, se autoproclamó vencedor y, aupado en un poderoso movimiento popular, ocupó el palacio presidencial, mientras que su oponente constituía un gobierno paralelo en la segunda ciudad más poblada de la isla. Al borde de una guerra civil, finalmente, el ejército dio su apoyo a Ravalomanana, que acabó reconocido por la comunidad internacional. Pero el daño ya estaba hecho. En 2009, su sucesor en la alcaldía de la capital, Andry Rajoelina, lanzó una campaña de protesta contra la deriva autoritaria de Ravalomanana que acabó con un sangriento golpe de estado y con Rajoelina nombrado presidente por la junta militar. Ravalomanana no ha dejado de presentarse a las elecciones desde entonces, quedando en ellas sistemáticamente detrás de los candidatos de Rajoelina o de éste mismo, como ocurrió en 2019. Aunque las elecciones han sido avaladas por la comunidad internacional, los rumores de golpes y contagolpes se suceden y el clima político permanece críticamente polarizado. Frente al “socialismo” de Ratsiraka, Ravalomanana dirigió al país como si fuese una empresa, concitando el aplauso de los bancos de todo el mundo y las críticas de los activistas políticos. Rajoelina tampoco se ha quedado corto. Apenas surgió la crisis del coronavirus, promovió un remedio hecho con hierbas de la isla cuya ingesta se convirtió en obligatoria en las escuelas. Importado por varios países africanos como un remedio mucho más barato que las vacunas occidentales, prácticamente no hay instancia científica dentro y fuera de Madagascar que no haya criticado la medida. Eso sí, los periodistas que se han atrevido a publicar estas críticas han acabado encarcelados por difundir fake news. Lavada su imagen del golpe de estado de 2009 tras las elecciones de 2019, Rajoelina se ha presentado en la cumbre de Glasgow como abanderado de la lucha climática, reclamando inversiones y ayudas para su país con objeto de mantener la biodiversidad. Ha causado sensación en una prensa deseosa de titulares y que ha calificado la situación en Madagascar como la “primera hambruna causada por el cambio climático”. Desde luego hay un millón de personas al borde de la muerte por hambre en Madagascar. Desde luego se hallan en esa situación por culpa del cambio climático. Desde luego, es un ejemplo del que tenemos que aprender todos. Y, desde luego, tenemos que ayudarles a salir de esta situación. Pero el cambio climático que ha conducido al estado actual en el sur de la isla no tiene nada que ver con el cambio climático que está haciendo subir la temperatura del globo, es un cambio climático provocado por la propia población malgache y sus gobiernos, embarcados en la tala sistemática del bosque desde hace siglos. Sí Madagascar es un ejemplo, pero no un ejemplo de lo que tendremos que afrontar todos si no frenamos la emisiones. Es un ejemplo de a qué nos veremos abocados si seguimos propalando la falacia de que crecimiento económico y preservación del medio ambiente pueden compatibilizarse.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Notas a pie de página en la historia de Prusia (2 de 2).

   Resulta fácil imaginar la escena en la que el Teniente General von Trotha escuchó con displicencia el informe de situación que le hizo el gobernador del “África del Sudoeste alemana” Theodor Gotthilf Leutwein. Tras echar una ojeada a los pormenores de la estrategia que Leutwein había trazado le comunicó que él, von Trotha, no estaba bajo sus órdenes, las de Leutwein, sino bajo las órdenes directas del Kaiser, por lo que, a partir de aquel momento, asumía el mando de las operaciones. Olvidando por completo lo que Leutwein le había explicado, trazó su propio plan de acción y asumió que, del mismo modo que Feredico II se las había apañado para expulsar a franceses, rusos y austriacos de las sagradas tierras prusianas, él, von Trotha, tenía por misión expulsar a hereros y namaqua de sus propias tierras. Aquella había dejado de ser una guerra colonial para convertirse en, palabras literales de von Trotha, “una guerra entre razas”. 

   El 11 de agosto de 1904, 1500 soldados alemanes armados con los rifles más modernos, cañones y ametralladoras, se enfrentaron a más de 3000 guerreros herero en Waterberg, el último punto con pozos y manantiales antes del desierto del Kalahari. Tras una feroz batalla, los guerreros hereros y sus familias se vieron obligados a internarse en el desierto, camino de la actual Botsuana, donde los británicos los acogieron a cambio de no intentar ninguna sublevación. Pero las miles de víctimas herero que sucumbieron en aquella retirada apenas si supusieron el inicio de un genocidio tan sistemático y minucioso como sólo la mentalidad prusiana podía engendrar. Von Trotha ordenó disparar contra cualquier hombre, mujer o niño herero que sus tropas encontrasen en el camino y envenenar todos los pozos de agua que pudieran localizarse en el desierto. Las cosechas se quemaron y el ganado que no pudo entregarse a los colonos fue sacrificado y abandonado en el terreno. En Shark Island se construyó el primer campo de exterminio de la historia de la humanidad. En menos de cuatro años, sin cámaras de gas, sin el amparo de una administración eficaz y contando únicamente con su talento de matarife, von Trotha se las apañó para asesinar allí a más de 3000 personas. 

   Temiendo que las atrocidades de von Trotha dejaran sin mano de obra a los colonos, Leutwein, escribió al gobierno de Berlín denunciando su actuación. Pero el gobierno, que, como dijimos, carecía de cualquier autoridad sobre los militares, se limitó a tomar nota de los informaciones de Leutwein. Aún más, cuando los británicos les tiraron a la cara un pormenorizado informe de la carnicería que estaban llevando a cabo, el gobierno de toda Alemania, para esconder su incapacidad de tomar decisiones de calado militar, respondió lacónicamente que las poblaciones originarias del “África del Sudoeste alemana”, no podían encontrar amparo en ninguna convención sobre derechos humanos porque no eran humanos, eran “subhumanos”. Leutwein tomó entonces la decisión de dirigirse al Kaiser en persona y apeló al daño que para su imagen, la de Guillermo II, supondría la confirmación pública del informe que habían elaborado los británicos. Este argumento pesó seriamente en el monarca, que ordenó detener el exterminio de los herero y los namaqua cuando ya había sucumbido el 70% y el 50% respectivamente de sus poblaciones.

   Von Trotha regresó de inmediato a Alemania sin que ningún cargo se presentara contra él. Moriría de tifus en 1920. Leutwein, bajo mandato civil, sí tuvo que responder ante una comisión investigadora, que no lo encontró responsable de nada que mereciese la pena mencionarse. En los años treinta, con la llegada del nazismo, numerosas calles y edificios llevaron su nombre. Tras décadas de olvido, en 2006, el canciller Gerhard Schröder reconoció públicamente el genocidio llevado a cabo por los alemanes en Namibia y en mayo de este año 2021, el gobierno alemán alcanzó un acuerdo con el de Namibia y representantes de las tribus herero y namaqua que suponía el pago de más de mil millones de euros en compensación por aquellas atrocidades. Como parte de los actos de reparación, descendientes de von Trotha acudieron a poblados herero para pedir perdón y mostrar pública vergüenza por las atrocidades cometidas por su antepasado. Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió sus colonias y Namibia pasó a ser un “protectorado” sudafricano. Sudáfrica, desde luego, no la protegió demasiado. Se limitó a perfeccionar el régimen que Leutwein había pensado para aquellas tierras, hasta que unidades cubanas y aviones rusos les demostraron que el apartheid y el consiguiente aislamiento internacional sólo podía conducirles a desastres militares de incalculables consecuencias. Namibia alcanzó entonces la independencia. De un modo muy parecido, la debacle de la Primera Guerra Mundial convenció a Guillermo II de que su papel en la historia no consistía en conducir al pueblo prusiano a nuevas cotas de grandeza, sino, más bien, disfrutar de los bucólicos paisajes de la campiña holandesa hasta su defunción en 1941.

   Las espantosas muertes de aquellos miles de hombres, mujeres y niños podrían haber servido para algo si la opinión pública alemana e internacional hubiese tomado nota de ellas. No hubiese habido entonces ni “sorprendidos” ciudadanos alemanes que “no se enteraron” del holocausto, ni judíos que obedecieran órdenes sin atreverse a pensar lo que les esperaba tras ellas, ni mamarrachos que siguen negando hoy día lo que ocurrió en los campos de concentración. Pero, claro, se trataba de africanos y, por desgracia, las condiciones de vida y de muerte de los africanos, como mucho, quedan anotadas a pie de página en las historias oficiales del Occidente en el que campea el Espíritu Absoluto. Deberíamos escudriñarlas mucho más minuciosamente, no por altruismo, sino por egoísmo, porque ningún hombre es una isla, porque, más pronto que tarde, las medidas draconianas adoptadas contra poblaciones remotas por los gobiernos del mundo acaban convirtiéndose en las medidas que se adoptan contra todos nosotros. Ya saben, primero se llevaron a los herero, pero como yo no era un herero, no hice nada por impedirlo...


domingo, 31 de octubre de 2021

Notas a pie de página en la historia de Prusia (1 de 2).

   En 1807, Napoleón parecía camino de conquistar Europa entera, así que Hegel intentó congraciarse con él colocándolo en la cúspide de su Fenomenología del Espíritu. Al final el territorio que Napoleón tuvo bajo su mando no daba para un puesto que a Hegel pudiera interesarle. El suabo aprendió la lección y reestructuró todo su sistema para que en su pináculo no apareciera un rey concreto sino el Estado prusiano en su conjunto. Hacia él se habría orientado la historia de la humanidad pues era la epifanía última de la racionalidad ínsita en el Espíritu Absoluto. Esta vez la maniobra le salió mejor y su descarada adulación del poder establecido le abrió las puertas de la Universidad de Berlín. Pero el Estado prusiano era cualquier cosa menos expresión de la racionalidad. Desde los tiempos de Federico II, "el Grande", existía una unión cuasi mística entre el ejército y la corona, hasta el punto de que las sucesivas constituciones no hacían mención alguna de las fuerzas armadas más que para ponerlas bajo el mandato del rey. Dicho de otro modo, hasta la llegada de la república, el control civil sobre el ejército se limitaba a las cuestiones administrativas. A todos los efectos, funcionaba como una especie de Estado dentro del Estado. Lo envolvía un aura de respeto y admiración, que, precisamente por ello, le permitía escapar a cualquier control, hasta el punto de que un ladronzuelo de poca monta podía atracar impunemente nada menos que un Ayuntamiento por el simple procedimiento de enfundarse el uniforme de capitán del ejército. Aún mejor, dado que Alemania se construyó por la conquista y anexión prusiana de diferentes Estados hasta entonces independientes (una historia que resultaría muy instructiva para quienes adoctrinan acerca de las “invasiones” llevadas a cabo por España dentro de la península ibérica), a la altura de comienzos del siglo XX, el ejército "alemán", era, en realidad, el ejército prusiano, a las órdenes no del Emperador de Alemania, sino de la cabeza visible de una de las casas reales de dicho país, la de Prusia. En concreto estos tres cargos, el de mando supremo del ejército “alemán”, el de rey de Prusia y el de emperador de toda Alemania, coincidieron durante el cambio de siglo en la persona de Guillermo II. En Guillermo II y en el ejército bajo su mando era fácil detectar la esquizofrenia que envolvió al Estado prusiano desde su mismo nacimiento. Personalidad pública en el sentido moderno de la palabra, fue de los primeros en entender que su trabajo como monarca consistía en el cuidado y mantenimiento de una imagen. Pero la modernidad de Guillermo II terminaba ahí. No consideraba su relevancia pública fruto de los azares históricos sino de la voluntad divina. Él, su estirpe y el pueblo elegido que encabezaba, tenían una misión que cumplir en la historia, una misión que trascendía con mucho los designios humanos y que Hegel había presagiado con admirable genialidad. Semejantes puntos de vista los reiteraba con deleite en cada ocasión en la se mostraba en público, dando improvisadas charlas que, rápidamente, lo convertían en el hazmerreír de una prensa en pugna constante con la tradicional censura prusiana.

   En el  Tratado de Heligoland-Zanzíbar, firmado en 1890,  Gran Bretaña le ofreció a Alemania un bocado de nada al que se llamó "África del Sudoeste alemana" y que hoy conocemos como Namibia. Los prusianos debieron frotarse los ojos ante aquel inmenso territorio desértico. Con toda seguridad vieron en él algo que ni británicos ni franceses ni belgas habían visto. La Prusia oriental se había construido colonizando tierras en las que nadie había querido vivir hasta entonces y muchos territorios occidentales se ganaron a las marismas y a pantanos insalubres. La lucha contra una naturaleza hostil formaba parte de los mitos fundacionales prusianos, de modo que Namibia apareció ante sus ojos como la oportunidad de revivirlos, de reactualizarlos. Incluso había pobladores en ellos a los que no costaría demasiado conducir hasta batallas a vida o muerte como las que jalonaron la existencia de Prusia en Europa. Se los podría someter y asimilar, como a las poblaciones que quedaron bajo su control tras los sucesivos repartos de Polonia. Incluso, un día, podría emancipárselos, como se hizo con los judíos en 1812. Pero, de entrada, había que controlar férreamente el territorio. Desde el primer día lo intentaron con fruición. Desposeyeron a las diferentes tribus que habitaban la región de sus tierras, las repartieron sin pudor entre los colonos que iban llegando y les regalaron como mano de obra esclava a quienes llevaban siglos viviendo en ellas. La división del territorio en provincias que Theodor Gotthilf Leutwein llevó a cabo tras su nombramiento como gobernador en 1894, reflejaba precisamente ese intento por revivir la construcción de Prusia y su característico “federalismo”. Leutwein desarrolló lo que él mismo llamó “su sistema”, una mezcla de colonialismo sin remilgos, sometimiento militar de las poblaciones autóctonas e imposición de “acuerdos” que las arrojaban a las fauces de una burocracia impasible, capaz de aplastar cualquier resistencia en toneladas de mortal aburrimiento. A cambio, reconoció la necesidad que toda obra colonial tenía de mano de obra barata y abundante, así que mostró buenas formas con quienes quisieron integrarse en las estructuras coloniales y servir a sus intereses. Los colonos, que, dentro de la más estricta mentalidad prusiana, llegaron a calibrar que siete aborígenes equivalían a un blanco, siempre vieron con recelo las políticas de Leutwein y no dudaron en tacharlo de “amigo de los negros”. 

   En 1903 los namaqua se sublevaron contra el poder colonial y en 1904 se les unieron los hereros. Mataron a un centenar largo de colonos y se hicieron con sus primeras armas de fuego. Leutwein respondió arrasando a cañonazos poblados en los que no había guerreros, apiolando jefes que mostraban posturas moderadas ante los sublevados y ofreciendo un acuerdo para el fin de la violencia. Nada pareció funcionar muy bien, así que escribió a Berlín pidiendo refuerzos y un militar experto. El 3 de mayo de 1904 se nombró para el cargo al Teniente General Adrian Dietrich Lothar von Trotha. El “África del Sudoeste alemana” se aprestaba a entrar en la historia de la peor de las maneras.


domingo, 24 de octubre de 2021

Carmen ya no mola.

   ¿Se imaginan una persona que, antes de responder a la pregunta de si una pastilla le había quitado el dolor de cabeza o no, pidiese conocer el fabricante de la misma? ¿Se imaginan un comensal que, para decidir si la comida le había gustado, exigiera primero saber el nombre del cocinero? ¿Se imaginan un catador profesional que, antes de emitir su veredicto sobre un caldo, exigiese ver la etiqueta y el precio de la botella? Pues bien, toda una corriente filosófica del siglo pasado, para juzgar una obra, exigía conocer al autor y la tradición en la que se hallaba inserto. Como esos “expertos” en vino que se decantan por el más barato del supermercado en cuanto tienen que decidir a ciegas, los filósofos necesitaban conocer al autor, sus intenciones y su “espíritu”, antes de poder asegurar que entendían lo expresado en sus textos. Al parecer, a todos los autores de la historia los adornaba tal grado de ineptitud como para no haber dejado claro lo que querían decir en sus escritos. Cuando no había alfabetos, cuando la tradición oral garantizaba que no se perdieran los relatos, sí, entonces resultaba imprescindible que el autor o el re-creador de los mismos acompañase a su audiencia, para narrar lo acontecido y su relación con ello. Pero no leemos con el autor de los textos a nuestro lado, no necesitamos que nos guíe, ni que nos pase las páginas, ni que nos ilumine. Ese esfuerzo lo tenemos que llevar a cabo nosotros mismos. Desde luego, no nos encontramos en completa soledad. Hay muchos otros textos que pueden acudir en nuestra ayuda, que se refieren al libro que leemos, a los que éste se refiere, a los que combate o a los que ayuda. Alguien que de verdad lee, debe poder juzgar, por ejemplo, acerca del carácter liberador para la mujer o no de un texto sin necesidad de saber si su autor hace uso de urinarios verticales. Pero, claro, hemos cometido un error, porque, en realidad, no se trata de leer. 

   La “obra”, la “tradición”, el “autor” y el resto de zarandajas hermenéuticas trataban de ocultar mediante hábiles eslóganes el referente último de sus expresiones: la autoridad. La autoridad, dice la hermenéutica, debe conceder siempre su aquiescencia a la cuestión de si hemos alcanzado la comprensión debida. Naturalmente no la autoridad de la iglesia, algo oscuro, reaccionario y obsoleto. La autoridad del mercado, algo mucho más ilustre, “progresista” y actual. Sin autor no hay mérito literario, filosófico ni científico. Ni una sola publicación “científica” admitiría a trámite un texto firmado bajo pseudónimo por muy replicables que resultasen los experimentos que en él quedaran descritos. Y, de un modo semejante, la calidad literaria de cualquier manuscrito que llegue a una editorial se juzga consultando la cifra exacta de beneficios que hasta ese momento ha proporcionado quien lo envía. “Autor” implica, por supuesto, tradición, tradición de hacer campañas promocionales, estrategias tradicionales de marketing, en definitiva, el tradicional dinero. Por tanto, “derechos de autor” designa la seguridad de que alguien no relacionado con el acto creativo, tendrá derecho a quedarse con los beneficios que éste genere. He aquí la gran contribución de las editoriales a la creatividad: crear valor, crear… un autor. 

   En 2017, la prestigiosa editorial Alfaguara contrató a tres guionistas profesionales para que le escribieran un best seller. Dado que en España las mujeres leen más (novelas) que los hombres (que solo leemos el Marca), el departamento de marketing les fabricó un nombre femenino con un apellido que atraería tanto a nostálgicas del anterior régimen como a todas las cool de nuestro progresismo: Carmen Mola. La operación fue un éxito y Carmen Mola se convirtió en una gran “autora”, quiero decir, generó mucho dinero. Tanto que llamó la atención de la mayor recicladora de buena literatura en sucios billetes de este país, la editorial Planeta. Planeta otorga el premio más podrido de la literatura universal, quiero decir, adorna con un collar de perro, en forma de cheque por un millón de euros, a los nombres más notables de las letras hispánicas, para que vayan por ahí ladrando las grandezas del mercado y, de modo instintivo, casi sin darse cuenta, tapen con abundante tierra las heces que él va dejando. Hay quien dice que los intelectuales no juegan ya el papel que les corresponde en la sociedad civil. ¿Cómo van a hacerlo si escritores, periodistas, filósofos y demás ilustres nombres que han engrandecido nuestras letras se han acostumbrado a nadar como peces en el océano del nepotismo y las corruptelas? Consulten los ganadores del premio Planeta de los últimos 30 años y entenderán muchos de los gritos y, sobre todo, de los silencios de nuestra intelectualidad. Pero la libertad del mercado prohíbe decir precisamente esto. Si observan Uds. las reacciones que el caso "Carmen Mola" ha generado, podrán observar fácilmente lo que todo el mundo se esfuerza por no escribir sobre el asunto. 

   Se puede afirmar que los hombres deben reservarse el disfrute del gore y que ninguna señorita de bien puede tenerlo entre sus preferencias, como ha hecho Núria Escur en las páginas de La Vanguardia. Se puede denunciar que todo esto forma parte de una conspiración (¿internacional?) para arruinar el #MeToo y que a las mujeres no se les permite publicar en España, como ha publicado en las páginas del Washington Post la subdirectora general de elDiario.es, María Ramírez (¿o se trata también de un seudónimo?). Incluso se puede insinuar por twitter, como han hecho las dueñas de una librería feminista, que la liberación de las mujeres pasa por adoptar respecto de sus gustos una actitud paternalista, que saque de las estanterías los libros “inadecuados” que ellas soliciten. Todo, absolutamente todo, vale para ocultar las vergüenzas de un rey obscenamente desnudo, porque el caso "Carmen Mola" no hace otra cosa que demostrar, una vez más, que la “industria cultural” tiene de industria el saciar nuestro intelecto con alimentos precocinados, pero que de “cultural” sólo tiene la cultura del dinero rápido, fácil y, preferentemente, no declarado a Hacienda.