domingo, 27 de diciembre de 2020

La ciencia de la creatividad (3. Vida del ciudadano 1-Ч-502)

   Genrich Saulovich Altshuller, nació el 15 de octubre de 1926 en Taskent, (Uzbekistán), aunque toda su vida la pasó vinculado a Bakú, la ciudad de sus padres y capital de Azerbayán. Joven inquieto, siempre atraído por los inventos y las máquinas, llegó a la edad de cursar estudios superiores durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, así que en lugar de entrar en la escuela naval a la que siempre quiso ir, acabó alistándose en el ejército y recibiendo lecciones sobre el pilotaje de infames aviones de instrucción. Finalmente consiguió que lo destinaran a un organismo de la flotilla del Mar Caspio en Bakú. Habitualmente suele hablarse de ese organismo como de una oficina de patentes y poner en relación su trascendencia en la vida de Altshuller con la trascendencia que tuvo en la vida de Einstein su empleo en la oficina de patentes de Zúrich. La realidad resulta mucho más interesante. Dada la propiedad estatal de los medios de producción, las empresas de la URSS carecían del departamento legal dedicado al desarrollo de patentes que poseen las empresas occidentales. Por tanto esa función se externalizó en forma de una serie de comités, repartidos por todo el territorio de la Unión, a los que podían acudir las empresas y, habitualmente, los particulares, interesados en conseguir una patente. Propiamente estos comités no otorgaban patentes. Su función consistía en ayudar al desarrollo de las mismas desde la recepción del prototipo hasta la cumplimentación de los formularios. A diferencia de los gabinetes legales de nuestras empresas, los empleados de estos comités no tenían formación en derecho, sino un conocimiento exhaustivo de las patentes existentes dentro y fuera de la URSS y un cierto instinto para ver qué había de aprovechable en propuestas a veces disparatadas. Altshuller da testimonio a este respecto de inventores que por poco si acabaron destruyendo las oficinas del comité en las que él trabajaba con “disolventes” que explotaban o proyectos que incluían cargar eléctricamente todos y cada uno de los pelos de un gato (sic). Pero también cuenta la historia de cierto inventor que pretendió patentar unas pulseritas fosforecentes y en las que un superior suyo apreció la utilidad de la pintura empleada, ésa que ahora podemos contemplar en todas nuestras señales de salida de emergencia en caso de incendio. Queda implícito en lo dicho que no había especialización por sectores de los empleados, al menos en el comité en el que trabajó Altshuller. Los inventos se asignaban por riguroso orden de llegada y un funcionario lo mismo podía verse implicado en un trabajo sobre buceo que en el necesario para la evacuación de un barco encallado.

   En algún momento entre 1945 y 1946, Altshuller debió darse cuenta de que repetía una y otras vez los mismos consejos para inventores que pretendían patentar cosas en diferentes áreas. Se puso entonces a buscar un libro, un manual, una colección de artículos, algo, a lo cual pudiera remitir a todo el mundo y librarse de la cansina tarea de repetir una y otra vez lo mismo. Pese a que recopilaciones de patentes industriales soviéticas y occidentales y libros sobre la creatividad circulaban con libertad y en abundancia por la Unión Soviética, Altshuller se cansó de buscar un texto adecuado sin encontrar nada que se le acercase. Para principios de 1946 ya había llegado a la conclusión de que tendría que escribir ese libro él mismo y de que el procedimiento para ello pasaba por revisar toda la inmensa literatura sobre patentes a su alcance para hallar los principios inventivos que subyacían a las mismas. En esta labor se le unió Rafael Shapiro y, entre ambos, hacia 1948, tenían ya un puñado de principios inventivos que les permitieron el desarrollo de un par de patentes propias. Convencidos del logro alcanzado, acudieron a diferentes círculos académicos para comunicarles la buena nueva, pero los círculos académicos soviéticos recibieron sus teorías con frialdad al principio y con burlas en cuanto trataron de insistir un poco. Sabedores de que se habían topado con un muro que tardarían décadas en derribar, Altshuller y Shapiro decidieron tomar un atajo escribiendo a todas las altas instancias soviéticas que guardaran algún género de relación con las tareas inventivas. Sistemáticamente recibieron respuestas del tipo “sí, muy bien, pero no…”, “no sabemos…”, “habría que indagar....”, en definitiva, las respuestas de quienes sólo emprenden una acción bajo órdenes de la superioridad. Había, pues, que apuntar más alto. Inventando la amenaza de un explosivo de fácil fabricación y tremendo poder destructor, Shapiro y Altshuller se plantaron en el despacho de Beria, quien los escuchó atentamente, pero tampoco pareció dispuesto a emprender acción alguna. Sólo quedaba, por tanto, una persona a la que acudir. A principios de 1950, Shapiro y Altshuller enviaron una carta a Stalin en la que criticaban duramente el estado de la actividad inventiva en la URSS en los últimos años y proponían su mejora mediante los principios hallados por ellos. Stalin, como siempre curioso y atento a las críticas, ordenó su detención, su sometimiento a lo que en nuestras democracias liberales se denomina “interrogatorio intensivo” y su condena sin juicio a 25 años de trabajos forzados que, en el caso de Altshuller, habría de cumplir en el bucólico paraje del campo 1-Ч-502, cerca de la ciudad de Vorkutá, unos 50 kilómetros al Norte del círculo polar ártico.

   Por suerte para ambos, Stalin murió cuatro años después y los procesos de desestalinización incluyeron la rehabilitación de Shapiro y Altshuller, aunque a este último no se le permitió retomar su puesto en el comité para las invenciones. De este modo, en 1958, nació Henrich Altov, el pseudónimo con el que Altshuller firmaría relatos de ciencia ficción a lo largo de las siguientes dos décadas. Altov se convirtió rápidamente en un referente para la ciencia ficción soviética. Al propio Altshuller no le importaba reconocer la poca calidad literaria de sus relatos (ampliamente superada por su esposa, V. N. Zhuravleva), pero sus escritos constituyen una demostración práctica del desafío que lanzó a la literatura de su época: que cada texto contuviera, al menos, una idea cualitativamente nueva. En cualquier caso, antes de todo esto, en 1956, una vez más con Shapiro, publicó “Acerca de la psicología de la creatividad científica”, escrito seminal en el que se hallan contenidos algunos de los principios básicos de su Teoría para la Resolución Inventiva de Problemas (TRIZ, por sus iniciales en ruso) y un embrión del Algoritmo para la Resolución Inventiva de Problemas (ARIZ).

   Altshuller, en efecto, creó un método para resolver problemas de modo, a la vez, sistemático e inventivo, llevó a cabo el proyecto leibniziano del ars inveniendi, y sobre él y con él, enseñó a generaciones de ingenieros, matemáticos y químicos de la URSS en la red de más de 500 centros de formación que llegaron a cubrir buena parte del territorio del extinto país. Tras la caída del muro de Berlín y la muerte de Altshuller el 24 de septiembre de 1998, muchos de sus discípulos llevaron sus enseñanzas a Occidente y hoy día TRIZ constituye una herramienta en expansión por el mundo empresarial, de la que han sacado buen provecho Samsung, General Motors, Rolls Royce y una larga lista de empresas, grandes, pequeñas y medianas. De modo que, sí, Leibniz (a quien Altshuller cita reiteradamente) tenía razón. Sí, se podía construir un ars inveniendi funcional y exitoso. Sí, ese ars inveniendi se halla en funcionamiento y ha producido decenas de miles de patentes industriales a lo largo del último medio siglo (3.200 únicamente en la sede india de Samsung). Sí, todos y cada uno de los que vinieron después, empezando por Kant, se equivocaron a la hora de juzgar la posibilidad de un ars inveniendi. Y, sí, los filósofos, como tristes mochuelos, van a formar parte del pelotón de los últimos en enterarse.

   ¡Feliz Año Nuevo! 

domingo, 20 de diciembre de 2020

La ciencia de la creatividad (2. Johannes Müller)

   Desde luego a Johannes Müller (1921-2008), no se lo ha tratado con justicia. Más difícil resulta decidir si no se lo ha tratado con justicia porque no se ha otorgado suficiente visibilidad a su nombre o porque se lo ha hecho sobresalir demasiado de la miríada de estudiosos que en la década de los 60, en la extinta DDR, se lanzó sobre los procesos fabriles para desmenuzarlos, analizarlos y optimizarlos. Müller los lideró con entusiasmo y eficacia y su intento, desde luego, resulta sorprendente. Aceptó, como la totalidad de filósofos del siglo pasado, la sentencia kantiana acerca de la imposibilidad del ars inveniendi, de una ciencia de la creatividad y de un algoritmo inventivo. También, como la totalidad de filósofos de su época, se mostró incapaz de vincular semejante sentencia con quien la emitió por primera vez. Él la encontró en los textos de Karl Marx y, dada su residencia en la República Democrática Alemana, eso le bastó para no buscar posteriores orígenes, causas o motivaciones. Sin embargo, a diferencia de la totalidad de filósofos vigesimicos, Müller no consideró que semejante anatema debiera impedir la construcción de un procedimiento sistemático para inventar. Simplemente distinguió entre procedimientos “algorítmicos” y procedimientos “heurísticos”. Entendió por procedimientos “algorítmicos”, aquellos que con una seguridad absoluta conducen a la obtención de nuevas invenciones y los consideró los únicos prohibidos “por Marx”. Los métodos heurísticos, sobre los que “Marx” nada habría dicho, no aseguran la obtención de nuevas invenciones, dependen de los conocimientos previos de quien los pone en práctica y, en definitiva, se restringen a una mejora gradual, pero continua. Esta distinción entronca míticamente con Papus de Alejandría, el primero en haber utilizado el término “heurística” en este sentido. Pero también entronca, y de un modo mucho menos mítico, con la malograda línea de investigación desarrollada por el ingeniero ruso P. K. Engelmeyer (1855-1941?) y su “Círculo para las cuestiones generales de tecnología” creado en Bakú en 1927 y que acabaría defenestrado en 1929 cuando el Partido Comunista lanzó una campaña contra “los filósofos de la tecnología”. No se trata de casos puntuales, el tratamiento que Müller hace de sus antecesores siempre parece bastante peculiar. A Ramón Llull (1232-1316) lo cita con entusiasmo, pese a que en la “heurística sistemática” de Müller no hay ni rastro del ars combinatoria que tanta fama le dio al mallorquín entre los partidarios de los algoritmos inventivos. A Engelmeyer, obviamente, no le conviene recordarlo, pero tampoco le presta mayor atención a Ehrenfried Walther von Tschirnhaus ni a Christian Wolff, quienes defendieron (contra Leibniz) precisamente lo que Müller hace, interrogar a los operarios e ingenieros para desvelar sus prácticas inventivas. En realidad, Müller no los interrogó, los sometió al tercer grado. Cuando uno contempla los formularios de recogida de datos diseñados por Müller y los suyos no puede evitar imaginarse a los que compusieron su población de estudio acudiendo desde sus celdas a los talleres cantando la Internacional y marcando el paso de la oca. Müller y su equipo se centraron, con prusiana minuciosidad, en levantar acta de cada diseño, de cada borrador, de cada discusión, de cada idea rechazada o aceptada, de cada ida y venida por las instalaciones, de cada consulta de un libro, un catálogo o una patente, llevados a cabo ante el más nimio problema. No contentos con eso, exigieron de sus sujetos de estudio reportes fenomenológicos de sus pensamientos, acciones y decisiones, para dejar constancia de qué parte de lo sucedido podía considerarse consciente y qué parte inconsciente. Este pormenorizado material se recopilaba, clasificaba y estudiaba detenidamente para hallar pautas generales de comportamiento, normas de actuación que estandarizar y diagramas de flujo que pudieran seguir los que volvieran a pasar por ese proceso. Con ellos se creaban “bibliotecas”, las cuales, por sucesivos grados de abstracción, se engarzaban en diagramas de flujo de nivel superior, de modo que, quien enfrentara algún desafío tecnológico no tendría más que seguir los alambicados diagramas de flujo correspondientes para llegar a algún procedimiento concreto utilizado con anterioridad en la resolución de problemas semejantes.

   Müller se dio cuenta muy pronto de que un diagrama de flujo general para la resolución de problemas, completado con diagramas de flujo para cada tarea específica, los cuales acababan desembocando en procedimientos concretos, constituía, al cabo, un algoritmo, gigantesco y monstruoso, pero algoritmo al fin y al cabo, exactamente lo que de partida había descartado. Para evitar semejante contradicción, las “bibliotecas” nunca acababan de explicitar cómo aplicar cada procedimiento, pero mostraban suficientes indicaciones como para que un operario, un ingeniero o un científico con experiencia, supiera el camino que había que tomar. Dicho de otro modo, Müller demuestra con hechos que la pretensión de Tschirnhaus y Wolff de crear un ars inveniendi partiendo de los datos ofrecidos por artesanos e ingenieros conducía, inevitablemente, a un callejón sin salida porque el ars inveniendi, por definición, pretendía que cualquiera, sin necesidad de conocimientos profundos ni prolongada experiencia, pudiera resolver cualquier problema. 

   Las propuestas de Müller y los suyos llamaron rápidamente la atención de unas autoridades de la DDR deseosas de competir con la “otra” Alemania y con sus jefes de Moscú. La “heurística sistemática” se enseñó en los centros de investigación técnica y las universidades de la DDR entre 1969 y 1972, cosechando numerosos éxitos. Sin embargo, en 1971, la URSS “sugirió” la conveniencia de que Walter Ulbricht dejara las riendas de la DDR “por razones de salud” a su otrora protegido Erich Honecker. Con él llegó el nuevo encargo de “unir economía y política social”. A resultas de este cambio de liderazgo, cayeron en desgracia todas las formas de “tecnología sin ideología”. La asepsia ideológica que había permitido el ascenso de la “heurística sistemática” se volvió en su contra y, a partir de 1972, dejó de enseñarse. A Müller se le permitió refugiarse en el Instituto Central de Tecnología de la Soldadura de Halle/Saale con un grupo de fieles con los que continuó trabajando sobre la informatización de su heurística, hasta que la caída del muro de Berlín convirtió su ostracismo en simple y llano olvido.

   Ahora que los alemanes parece que pueden volver a mirar su pasado sin furia, de vez en cuando, algún libro, algún artículo, algún blog, le dedica unas paginitas a Johannes Müller, por supuesto, sin entrar demasiado a fondo en sus propuestas porque el estilo de Müller ofrece enormes dificultades. En efecto, Müller no escribe como filósofo ni como ingeniero, sino como quisquilloso burócrata que eleva informes a un superior. Si las praderas europeas hubiesen tenido la aridez de los escritos de Müller, los bárbaros jamás hubiesen llegado a las puertas de Roma. Comparado con él, el Boletín Oficial del Estado parece una fiesta. Cada afirmación enjundiosa, cada información significativa, cada propuesta novedosa, se esconde bajo una montaña de datos, como temiendo que el escrito caiga en manos de un agente enemigo que pueda descifrar lo que en él había de interés para el socialismo prusiano. Incluso cuando llega la gozosa hora de rememorar colaboradores, influencias y antecedentes, se hace de un modo tan seco y despersonalizado que recuerda las listas de sospechosos elaboradas por la Stasi. Y, sin embargo, en estas infames páginas, se nos deja testimonio vivo de eso que la filosofía del siglo pasado supuso en todo momento imposible: un cierto ars inveniendi, una ciencia de la creatividad, un algoritmo de la invención, funcional y exitoso.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Conspiraciones (2 de 2)

   De un modo general, las teorías conspiratorias se basan en la ignorancia, en la ignorancia de quien las construye, en la ignorancia de quien las acepta y, más precisamente, en la ignorancia de la complejidad de lo real. Tomemos el caso de una muy extendida, la teoría de que el hombre no llegó a la Luna. El minucioso análisis de unas imágenes televisivas de la época se salta a la torera lo que quedaba implícito en las mismas. En la década de los 60 del siglo pasado, los EEUU y la URSS habían desarrollado una carrera por demostrar quién poseía la superioridad tecnológica con la Luna como meta. A los triunfos soviéticos iniciales, los norteamericanos contrapusieron una carrera frenética que no se paró ni cuando tres de sus astronautas se achicharraron vivos en un simulacro de lanzamiento. Si en aquel alunizaje hubiese habido un motivo de sospecha, por insignificante, trivial o remoto que pudiera parecer, los soviéticos hubiesen lanzado las campanas al vuelo inmediatamente con el inmenso poder de los medios de comunicación que tenían en nómina y que no solo incluían los que se hallaban más allá del telón de acero. Algo semejante puede decirse de las sospechas sobre la autoría de las obras de Shakespeare. En su época la competencia por triunfar en los escenarios era feroz. El teatro era uno de los pocos espectáculos de masas del Londres de la época. Se pagaba para abuchear los estrenos de la competencia. Si alguien hubiese apreciado algo sospechoso, de cualquier género, en una de las obras de Shakespeare, algo que la hiciera diferente de las demás, el escándalo habría sido tan monumental como inolvidable. Sin embargo, nadie arrojó una sospecha sobre ellas hasta siglo y medio después de la muerte de su autor.

   Insisto, todo lo significativo, todo lo que recuerde lejanamente la complejidad de lo real, debe erradicarse de cualquier teoría conspiratoria. Naranjito Trump y sus secuaces, por ejemplo, omiten el pequeño detalle de que la elección presidencial y la elección de los miembros del Congreso y el Senado se efectúan en la misma papeleta. Si hay 100.000 votos mal contabilizados, 288.000 votos cambiados de Estado, 682.000 que no se han recontado, 800.000 votos que faltan, ¿por qué nadie ha reclamado la inexactitud de los resultados en las cámaras de representantes? ¿por qué las demandas en los tribunales se centran en lo que ha ocurrido en las presidenciales? A veces este tipo de incongruencias se presentan de entrada, preparando ya para todo lo que ha de venir. Obviamente, a quien esté dispuesto a tragárselas se le puede decir cualquier cosa. Tal es, por ejemplo, el caso de los Iluminati. Esta simpática sociedad opuesta al modo en que la ilustración burguesa estaba configurando la realidad y defenestrada por el gobierno bávaro en el siglo XVIII, perdura en las mentes de los jóvenes actuales con dos curiosas características. En primer lugar, se trata de una asociación ultrasecreta, que cualquier mozalbete imberbe conoce, reconoce y menciona explícitamente. En segundo lugar, en su intento por dominar el mundo (algo raro en las teorías conspiratorias, ¿verdad?) ha reclutado a las personas que más pueden ayudarla para tal fin: cantantes y actores, preferentemente, con pocas neuronas funcionales. Aceptado esto, todo vale, y hasta podemos admitir “dinosaurio” como animal de compañía. Eso ha hecho el pastor evangélico Vince French al proponer que los dinosaurios, ayudaron a construir las pirámides (sic). Se equivocarán si dudan de la salud mental de Fench. Bien al contrario. Existe una técnica estupenda para crear teorías conspiratorias, consiste en elegir dos de los tópicos que más atraen al público de un país o de un momento histórico y juntarlos. Fench eligió “dinosaurios” y “pirámides”, dos clásicos en el top ten de los tópicos de todos los tiempos. En EEUU, por ejemplo, posiciones muy elevadas lo ocupan “ovni” y “nazi”, así que en dicho país han proliferado documentales donde sesudos “expertos” proponen sus teorías acerca de cómo los nazis fabricaron las naves que ahora nosotros confundimos con ovnis, cómo los nazis, ayudados por los marcianos emigraron a la cara oculta de la Luna o el supuesto origen marciano de los nazis. 

   No, tampoco Naranjito Trump está loco. Se ha limitado a agitar uno de los tópicos clásicos de la América profunda, el de que unos medios de comunicación, claramente proclives al partido demócrata, los engañan. Con tan simple recurso alcanzó la Casa Blanca y, una vez allí, reclutar miserables que le bailen las aguas por medrar ha resultado de la facilidad habitual. De hecho, con el cuento del fraude electoral ha conseguido recaudar 170 millones de dólares que le permitirán, además de proseguir indefinidamente su catarata de fracasos ante los tribunales, tener fondos para cualquier acción política en el futuro y aún echar una mano a sus negocios.

   Pero si aquí tenemos el motivo por el que nuestras sociedades fabrican más teorías conspiratorias que rosquillas, no hemos hallado aún el motivo por el que se consumen. A este respecto, hay un documento de la Comisión Europea sobre las teorías conspiratorias, extremadamente divertido. Sus buenas quince páginas pueden resumirse en el consejo general: confíen en los medios de comunicación de masas, confíen en las universidades de prestigio, confíen en los "grandes nombres". El problema consiste, precisamente, en que el público que visita los sitios donde se difunden las teorías conspiratorias no confían en los medios de comunicación de masas ni sabe cuáles son las universidades de prestigio, ni conoce el nombre de nadie que merezca el calificativo de “grande”. La confusión, la ignorancia, resulta extremadamente fácil de comprender si uno visita un sitio como Maestro Viejo.  En esta “revista diaria para gente despierta”, podremos encontrar artículos que nos informan que Trump ha autorizado desclasificar material sobre “la trama rusa y correos de Hilary Clinton”, que un “ex-jefe” de Pfizer ha desvelado los vínculos entre la vacuna contra el coronavirus y la esterilización femenina (sic!) antes de preguntarnos si somos “semillas estelares”, para desvelar qué rasgos indican que no somos de este planeta. Vamos ahora a un medio de comunicación de referencia como ha sido durante décadas El País. En él nos encontraremos el ininteligible titular “La vacuna de Moderna genera más anticuerpos contra la covid que las personas infectadas” (¿en serio la vacuna genera anticuerpos sin necesidad de inyectarla en nadie?) Sin embargo, su ininteligibilidad no ha impedido su reproducción literal en una pluralidad de medios, ninguno de los cuales aclara si se trata de una noticia obtenida por su redacción o si, mucho más probable, se han limitado todos a publicar una nota de prensa emitida por el departamento de marketing de la empresa Moderna. No se trata del único caso de publicidad encubierta que podemos encontrar un día cualquiera en El País, también nos ofrecerá un asombroso "artículo" acerca de “Alaska y Mario Vaquerizo, 21 años de amor e irreverencia” y la amenaza de que elegirán por nosotros seis humidificadores y aspiradoras de gama Premium con hasta 100 euros de rebaja. Pero exactamente el mismo problema de abigarrada mezcla de información, publicidad encubierta (de medicamentos) y disparates nos lo encontramos en una revista "científica" de referencia como The Lancet, desde cuyas páginas se lanzó la muy conspiratoria teoría que vinculaba las vacunas con el autismo. Y cada vez que alguien tenía la desdichada idea de acercarle el micrófono a un "gran nombre"  como Francis Crick, obtenía de su boquita la misma retahíla de anécdotas acerca de cómo descubrió la estructura del DNA, autobombo de lo que su empresa podía hacer y un sin fin de barbaridades racistas, machistas y xenófobas.

   No, no se trata de una cuestión de ciencia, ni de prestigio, ni de nombres. Se trata de que en este mundo, donde todo se ha vuelto un espectáculo, donde no hay verdades sino interpretaciones, donde se mide lo que eres por el tamaño de la audiencia que puedes conseguir, donde domina e impera la inmediatez de la imagen, la simplicidad de las teorías conspiratorias cobra un atractivo inigualable.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Consipiraciones (1 de 2).

   Los partidarios de Naranjito Trump estos días y los teóricos de las conspiraciones en general, citan con frecuencia una frase de A. Schopnehauer según la cual, “toda verdad atraviesa tres fases: primero, es ridiculizada; segundo, recibe violenta oposición; tercero, es aceptada como algo evidente”. El problema radica en que ni la frase es de Schopenhauer ni ha habido teoría de la conspiración que haya conseguido abandonar la primera etapa. Recordemos: 

- 170 años después de que Delia Bacon propusiera que las obras de Shakespeare las escribió Francis Bacon, seguimos sin tener prueba alguna de semejante impostura y ni siquiera motivos bien fundados para dudar de la autoría habitualmente atribuida. 

- 160 años después de que Samuel Birley Rowbotham publicara su “Astronomía Zeetetica”, sigue sin explicarse por qué nadie ha encontrado las montañas de hielo que limitan la superficie plana de la tierra, ni qué fue lo que hizo Magallanes, ni por qué se fundó una institución llamada NASA, para engañarnos a todos con imágenes de una tierra redonda.

- 120 años después de acusar a los judíos de querer dominar el mundo, Los protocolos de los sabios de Sión, siguen pareciendo un burdo plagio del Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu, redactado por la Ojrana, los servicios secretos zaristas, para justificar la brutal persecución de judíos en la Rusia de comienzos de siglo. 

- 75 años después de la muerte de Hitler, 45 después de la muerte de Franco, 43 después de la muerte de Presley, etc. nada ha demostrado aún que estos personajes no fallecieran en el momento en que dicen los libros de historia, como ellos nos señalan y que sus tumbas se encuentren allí donde se han localizado.

- 73 años después, seguimos sin ninguna prueba de que algo fuera de lo normal se estrellara en Roswell, ni de que a semejante interacción no prevista con el entorno sobreviviera el cadáver o el inepto piloto mismo de una supuesta nave espacial, a menos que se quieran considerar “pruebas” unas fotos en las que aparece algo irreconocible y un vídeo más falso que el rey Miguel IV de España. 

- 60 años después, sigue sin haber prueba alguna ni de que (a) los Beatles no existieran, ni de que (b) a quien llamamos Paul McCartney muriese joven y lo reemplazará su doble, un policía de Canadá. Además, el aspecto de abuela que tiene actualmente McCartney, certifica su indudable ascendencia británica, pues, como es bien sabido, con la edad, los ingleses acaban pareciendo viejas inglesas.

- 50 años después de que Led Zepelin publicara Stairway to heaven, nadie ha conseguido explicar todavía: primero, cómo se hace girar un vinilo hacia atrás; segundo, quién es capaz de entender lo que dice una canción cantada hacia atrás si Stairway to heaven no se entiende ni cantada hacia adelante; tercero por qué se acusa a Jimmy Page de practicar cultos satánicos que incluían “orgías de sexo y drogas”, si todo rockero que se precie ha intentado montar orgías de sexo y drogas; y cuarto quién demonios se dedica a reproducir sus discos al revés y sobrevive para contarlo después de una hora oyendo tales sonidos. 

- Siete años después, siguen sin existir pruebas de que el atentado contra la activista pakistaní Malala Yousafzai consistiera en realidad en un simulacro organizado por su padre, la CIA y Robert de Niro haciéndose pasar por homeópata uzbeko para desprestigiar a los talibanes.

- Desde hace más de un mes, 60 millones de norteamericanos y un número indeterminado de personas de otros países están convencidas de que, por primera vez en la historia, un partido que no forma parte del gobierno ha conseguido amañar las elecciones con la ayuda del gobierno chino, el difunto Hugo Chávez, la empresa española Indra, el ejército norteamericano, la totalidad de los encargados del recuento de votos, todos los integrantes del servicio postal, los grandes medios de comunicación incluyendo los más favorables al gobierno y altos cargos del mismo, algunos de ellos, absolutamente fieles a la gestión del presidente hasta este momento como el inenarrable fiscal general William Barr.

   En resumen, por no seguir alargando esta lista, si la verdad acaba surgiendo con el tiempo, ninguna de estas teorías conspiratorias han conseguido con su paso abandonar la fase del puro disparate. Podría argumentarse que la verdad tarda mucho más tiempo en aflorar, pero eso no explica que la teoría del fraude electoral parezca ahora más irrisoria que en los primeros días. Tampoco explica que la conspiración de las compañías tabaqueras para ocultar los ingredientes reales de los cigarrillos y sus efectos en la salud de los consumidores, a pesar del gigantesco poder económico de estas compañías, estuviera en los tribunales en menos de 50 años. Todavía menos tardó la sentencia sobre el escándalo Irán-Contra, la venta de armas a Irán, saltándose todas las prohibiciones, para proporcionar fondos a la guerrilla contra el gobierno sandinista de Nicaragua. Detrás de él estaban, nada menos, que quienes figuran en todas las quinielas conspiratorias: la CIA y el gobierno norteamericano. Eso no impidió la celebración del juicio y la condena de mandos intermedios por ello. Cierto, las conspiraciones resultan más fáciles de tapar cuando las ocultan redes amplias de poder, como por ejemplo, periodistas, árbitros, representantes de jugadores, jugadores, entrenadores y presidentes de clubes de fútbol. Tampoco su extensión impidió el “Calciopoli”, el escándalo que acompañó a la caída de la red de amaños dirigida durante décadas por la Juventus de Turín. Aún más importante, estas conspiraciones, extensas, organizadas desde los poderes establecidos y apoyadas en gigantescos resortes financieros, acabaron todas y cada una en las portadas de los medios de comunicación de masas. No hay, pues, motivo para pensar que éstos ocultan indefinidamente lo que está ocurriendo a quien entiende lo que lee.


domingo, 29 de noviembre de 2020

La ciencia de la creatividad (1. Análisis morfológico)

   Fritz Zwicky nació en Bulgaria en 1898, aunque estudió en Suiza, país de su padre, y acabó adquiriendo la nacionalidad norteamericana. Formado como astrónomo, ganó fama por haber anticipado el problema de la materia oscura, la conexión entre supernovas y estrellas de neutrones y por localizar gran número de ellas. Pero menciono a Zwicky aquí en tanto que creador del análisis morfológico, una metodología para el estudio sistemático de todas las soluciones posibles a problemas no estrictamente cuantitativos. En los años 40, enfrentado a la tarea de catalogar galaxias y cuerpos celestes, Zwicky se dio cuenta de que los criterios utilizados habitualmente para tal catalogación se podían emplear de modo prospectivo. Digamos, en un ejemplo tan inadecuado como simple, que las galaxias pueden tener forma espiral, barrada, elíptica o lenticular y que entre sus estrellas puede haber predominancia de las que se encuentra en su secuencia principal, en sus etapas incipientes o en sus etapas finales. Tendríamos así una tabla con doce casillas. Ahora bien, las galaxias lenticulares se caracterizan por la escasa presencia de gas y polvo interestelar, lo cual significa que sus estrellas deben hallarse bien avanzadas en su secuencia principal o bien a punto de abandonarla. Por tanto, no tiene sentido hablar de galaxias lenticulares con estrellas jóvenes. Eliminado lo imposible, nos quedan todas las formas posibles de galaxias, así que tenemos una lista de soluciones a la pregunta ¿cuántos tipos de galaxias hay en función de las estrellas que predominan en ellas? 

   De un modo más general, suponiendo que un problema queda correctamente caracterizado por tres parámetros A, B, C y que A puede presentar tres estados, B cinco y C cuatro, tendríamos entonces una matriz del siguiente tipo:



Parámetros





Estados

A

B

C

A1

B1

C1

A2

B2

C2

A3

B3

C3


B4

C4


B5



Tenemos 60 estados posibles en esta matriz. Debemos ahora proceder a un análisis que nos reduzca ese campo de posibilidades a uno más restringido. Supongamos que el estado A2 del parámetro A constituye el único estado compatible con los del resto de parámetros en concreto, con B1 y B4 y que ambos, A2 y B1 sólo pueden presentarse con C2 mientras que con A2 y B4 se muestran incompatibles todos los estados de C salvo C1 y C3. Tendríamos ahora tres configuraciones que se convierten en soluciones posibles a nuestro problema: A2, B1, C2; A2, B4, C3 y A2, B4, C1. Probablemente alguna de estas tres configuraciones no se había tenido en cuenta hasta ahora en los intentos de abordar nuestro problema.



Parámetros





Estados

A

B

C

A1

B1

C1

A2

B2

C2

A3

B3

C3


B4

C4


B5



Cuando Zwicky aplicó esta estrategia a la búsqueda de combustibles para propulsar misiles, encontró que existían setenta candidatos más allá de los tres que se empleaban habitualmente en aquel momento, incluyendo la energía nuclear que causa furor en las vanguardias de investigación sobre el tema hoy día. Desde entonces, el análisis morfológico se viene utilizando ampliamente en defensa, para construir carreteras y, en general, en la empresa privada para la exploración de nuevos productos. Presenta la ventaja de que si existe una solución a nuestro problema, nos la entregará sin duda. A cambio nos exige un análisis desprejuiciado de los parámetros que lo configuran así como de la relación que guardan entre sí. Pero su mayor dificultad se encuentra en que, casi siempre, las configuraciones que nos entrega como respuesta constituyen un espacio muestral excesivamente amplio. Los 76 compuestos capaces de propulsar misiles, por ejemplo, los encontró Zwicky después de recorrer las más de 30.000 soluciones posibles que le arrojaba su matriz morfológica. De hecho, hemos presentado aquí una tabla bidimensional en la que los seres humanos nos movemos con facilidad. El hábito puede facilitar el análisis de matrices de tres dimensiones, pero, para adentrarnos en las cuatro, cinco o más dimensiones, necesitamos enormes esfuerzos. Sin embargo, un problema habitual como el tipo de envase necesario para un nuevo refresco, obliga a movernos en ellas. De un modo general, el análisis morfológico nos recomienda introducir en una matriz con nuevas restricciones las configuraciones obtenidas en la primera e iterar el proceso hasta quedarnos con un número razonablemente abarcable de soluciones posibles. Se han desarrollado, además, todo tipo de programas de ordenador que permiten la formulación, estructuración y resolución de matrices morfológicas, pero ni eso evita que nos hallemos ante un método excesivamente costoso en términos de tiempo para problemas de solución única o de un número muy reducido de soluciones.
   Pese a los límites señalados, el análisis morfológico tiene dos significativas consecuencias desde un punto de vista filosófico. En primer lugar, indica claramente un campo de aplicaciones muy poco explorado hasta ahora. No parece difícil construir una matriz morfológica con, digamos, todos los materiales utilizados en obras de arte, todos los tamaños, el tipo de cosa representados en él (seres humanos, animales, plantas, artefactos, etc.) su propia naturaleza representativa o abstracta, etc. Tendríamos así una matriz morfológica que nos arrojaría todas las configuraciones artísticas posibles. Sin duda tendría un tamaño enorme. Más restringida resultaría una que abarcase todos los versos que podrían seguir a uno dado y no parece tarea especialmente compleja la elaboración de un software de ayuda a la composición poética basado en una matriz de este tipo. Pensemos ahora en esa teoría del genio ínsita en nuestra forma habitual de considerar las cosas desde Kant. Podríamos entender el genio de un modo más riguroso que como lo hizo el filósofo de Königsberg diciendo no que el genio crea reglas, sino que tiene una intuición certera para hallar en el espacio de configuraciones posibles, la más innovadora. Ahora bien, precisamente esto se dijo en su momento de los jugadores de ajedrez y se dijo igualmente que esta intuición los diferenciaba de los programas de ordenador. Hoy los programas de ordenador parecen dotados también de esa “intuición” que hace posible abreviar las búsquedas en el espacio de configuraciones para encontrar la mejor solución posible. ¿Implica el análisis morfológico que la genialidad tal y como la describió Kant se hallaba destinada a su programación computacional?
   En segundo lugar, desde Gadamer, los filósofos del siglo pasado no se cansaron de vitorear los prejuicios, de glosarnos todo el bien que vertían sobre nosotros al guiarnos en nuestras vidas, de lo fácil que resultaba exorcizar cuanto de mal pudiera haber en ellos declarándolos por anticipado. Sin embargo, aquí tenemos a Zwicky quien nos ha demostrado los beneficios de describir desprejuiciadamente los problemas, de señalar del modo más desprejuiciado posible las incompatibilidades entre los parámetros que lo componen y, en definitiva, del obstáculo que suponen los prejuicios para hallar solución a los problemas. Dicho en breve, con su insistencia en las bondades de los prejuicios, declarados o no, los filósofos del siglo pasado no hicieron otra cosa más que contribuir eficazmente a ocultar soluciones creativas a las cuestiones de nuestra época.

domingo, 22 de noviembre de 2020

"¡Fraude!¡Fraude!", gritó la posverdad.

   En el siglo XVII comenzaron a proliferar en los escritos matemáticos unos entes extraños, las raíces cuadradas de números negativos. Imbuidos en un platonismo más o menos tácito, según el cual los números naturales designaban “algo”, los matemáticos se resistieron a admitirlos como hijos legítimos, hasta que en Euler demostró su enorme utilidad. Se los colocó entonces en la categoría de “ficciones útiles”, categoría de enorme interés, entre otras cosas, porque hablaba por sí misma de la utilidad de las ficciones. Desde entonces, se han mostrado tan “útiles” en aeronáutica, diseño de circuitos, acústica, sismología, ingeniería biomédica, sistemas de generación y distribución de energía, y procesamiento de señales, entre otras muchas áreas, que más que “útiles” merecen el calificativo de “necesarios” o “imprescindibles”. Si algún filósofo del siglo pasado hubiese tenido conocimientos aun remotos de matemáticas, hubiese cargado contra ellos, porque la filosofía vigesimica se caracterizó, precisamente, por su fobia a todas las ficciones necesarias e imprescindibles, por no decir, por su fobia a la ficción en general. Esa fobia, desde luego, no puede atribuirse a quien reconocía como padre, pues Nietzsche no dejó de exigirnos capacidad inventiva. Precisamente su ataque a la verdad no se debió a que pudiera reconocer en ella una “ficción necesaria”, sino a que le parecía poco ficticia, poco imaginativa, poco creativa. Sus herederos, en su nombre, se dedicaron no a inventar o a crear, sino a repetir como papagayos el mantra de que “todo son interpretaciones”. Aún más divertido, “todo son interpretaciones” pasó a formar parte de los eslóganes coreados por quienes ansiaban el calificativo de “progresista”, mientras que la defensa de esa ficción necesaria llamada “verdad” se convirtió en la etiqueta identificadora de cierta escolástica caduca y reaccionaria. Nació así el rebaño de los Übermenschen progres que dominaron la filosofía vigesimica, y que, obviamente, ya no tuvieron inconveniente en tragarse que el lenguaje contiene en sí mismo todo un catálogo de interpretaciones, que las lenguas “son” inconmensurables y que, en definitiva, no hay nada más revolucionario que defender el mantenimiento en su estado prístino de la propia cultura y de las tradiciones, por muy oscurantista que pudiera resultar su origen. Encarnaron, efectivamente, el hombre que Nietzsche previó que llegaría, pero no aquel que venía a reinar en el mundo mediante la transmutación de todos los valores, sino lo que Nietzsche llamaba "el último hombre", un hombre tan débil, tan incapaz de tomar cualquier iniciativa, tan inerme, que sólo tiene fuerzas para parpadear ante lo que le cae encima. Sus parpadeos llenaron las estanterías de elogios a los sofistas, de vítores al relativismo y de cánticos extáticos a los tipos de racionalidad.

   Después vino la posverdad y nuestras pantallas se llenaron de discursos basados en interpretaciones, en defensas de la inconmensurabilidad entre laicismo e islam y en el celo por preservar las buenas tradiciones cristianas. Para entonces, poco parapeto tenían nuestros progres ante la tormenta cuyos vientos ellos mismos habían sembrado. La seca objetividad de los análisis de la posverdad muestran con claridad meridiana la absoluta carencia de cualquier cosa que oponerle. Lisa y llanamente, en el “todo son interpretaciones”, no hay lugar para considerar a una más acertada, verdadera o mejor que otra y quien enarbole una diametralmente contrapuesta a la que nosotros sostenemos siempre podrá encontrar amparo en la inconmensurabilidad de los mundos. Confrontados con las consecuencias últimas de sus palabras, nuestros “progres” montaron entonces en cólera, como ya habían hecho en aquella ocasión en que una ikastola propuso como ejercicio para aprender vasco planificar un secuestro. Sí, parecieron decir, desde luego, habían dicho todo aquello, pero únicamente para medrar, para darle a las editoriales lo que pedían, para que los pares dieran el visto bueno a sus artículos y mantener la apariencia de un cierto saber académico. Pero más allá de lo escrito, más allá de su postureo nietzschiano, más allá de lo que convenía sostener, existía otra cosa, otra cosa, dura como una roca e inamovible como una montaña, a la que ni siquiera podían señalar.

   Donald Trump llegó a la Casa Blanca enarbolando “hechos alternativos”, utilizando interpretaciones delirantes como verdades inconmovibles, cuarteando la política norteamericana con abismos de inconmensurabilidad y leyendo la máxima feyerabeniana del “todo vale” en el artículo 2 de la Constitución. Él también se ha tropezado con la misma roca dura e inamovible, esa roca a la que en otro tiempo se llamó “verdad” y que, como hemos visto, resulta muy fácil encontrar entre números. El cuadrado de un número nunca puede producir una cantidad negativa y eso no depende de interpretaciones, culturas, inconmensurabilidades, lenguajes ni demás zarandajas. Del mismo modo, el número de enfermos y muertos por una enfermedad tampoco tiene muchas apelaciones. Se pueden juzgar alto, se pueden juzgar bajo, se pueden restar de aquí para ponerlos allí, pero, al final, al final de todo, la imprescindible ficción del número de ataúdes vendidos, de cremaciones efectuadas, seguirá señalando como un dedo acusador a todos los políticos ineptos. Y, por supuesto, tenemos el número de votos. Se pueden contar de una manera y se pueden contar de otra, se puede aceptar un voto que tiene una manchita insignificante de bolígrafo o se puede no contarlo, incluso se puede hacer desaparecer de la mesa un par de votos inoportunos que no permiten cuadrar las cuentas a la hora de cerrar un acta, pero, al final de todo el proceso, hay un número, un número ficticio, un número imaginario, pero un número necesario e imprescindible para que la farsa de los votos pueda seguir cimentando una apariencia de democracia. Las interpretaciones, los juicios, los comentarios sobre él, permitirán pasar jornadas de lluvia muy entretenidas, pero se discutirá sobre ese número y no el número mismo. Sin eso, sin esas verdades primeras, sin esos hechos inapelables, sin esas ficciones necesarias e imprescindibles, sin esas invenciones felices, el lenguaje humano pierde pie con la realidad y se convierte en el relato de una alucinación, los autócratas aniquilan cualquier límite a su actuación y la imposición de la barbarie por la fuerza bruta se convierte en inapelable. Y aquí encontramos otra verdad tan eterna como que dos más dos suman cuatro: que eso, amigos míos, no puede llamarse “progresista” en ningún sentido que quiera darse a esa palabra.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Consejos de la abuela para pensar creativamente (2 de 2)

   Como dije, si después de pasar veinte años intentando vender humo, comienzan a llamarte las agencias, gobiernos y empresas más poderosas del mundo, resulta comprensible y hasta perdonable, que a uno lo ciegue cierta hýbris. Más criticable parece que la cosa llegue al nivel de proclamarse el profeta de una nueva religión (De Bono, H+ (Plus): A New Religion 2006) y rellene libros y libros con no importa qué. Las primeras páginas de Aprende a pensar por ti mismo, brillan como ejemplo de lo que decimos. Se inician con el patético intento de De Bono por presentarse a sí mismo como la figura encargada de sacar al pensamiento occidental de un error catastrófico. Saldremos de él, gracias al “pensamiento lateral” o, al menos, mediante la autoglosa continuada de su creador. El “error” lo provocó Aristóteles al considerar que el pensamiento debe regirse por categorías en las que las cosas entran o no. Ese principio de exclusión en el que las cosas son o no son (por supuesto De Bono ni se huele que el problema pueda radicar, precisamente, en el "ser"), ha generado la pobreza y miseria del pensamiento occidental, atrapado en un sistema categorial que sólo le ha permitido el desarrollo científico y tecnológico en el que nos hallamos inmersos. Aristóteles debería haber aprendido de De Bono, quien, antes de acusar al estagirita de pensar de modo encasillado, afirma: “Platón era un fascista” (Aprende a pensar por ti mismo, Paidós, Barcelona, 1995, pág. 21). De seguir a nuestro ínclito gurú, deberíamos considerar al concepto de causa una casilla cuya utilización ha tenido la nefasta consecuencia de parir buena parte de nuestras producciones culturales. Por contra, “fascista” ni conforma una casilla ni conduce a ninguna catástrofe cuando se hace caer en ella a alguien que propuso la abolición de la propiedad privada, la prohibición de que los fabricantes influyeran en las decisiones políticas y el gobierno de los sabios. De Bono viene a sumarse así a la gruesa caterva de quienes creen que pensar sin casilleros, abrazar la lógica difusa y reformular el principio de tercio excluso, significa lo mismo que “todo vale” y que si “todo vale”, el “credo quia absurdum” debe convertirse en la profesión de fe de un pensamiento del futuro que se limita a repetir lo más rancio del pasado. 

   De acuerdo con esta “lógica fluida” de De Bono, un pensamiento creativo debe:

   1º) Atravesar las etapas TO (¿Qué quiero hacer?), LO (¿Qué información tengo y necesito?), PO (¿Cómo llego hasta allí?), SO (¿Qué alternativa elijo?) y GO (¿Cómo pongo esto en práctica?) Anotemos, de paso, que, como puede apreciarse sin mucho esfuerzo, tenemos aquí otra vez, cinco de los famosos seis sombreros, ahora sin colores.

   2º) No atravesar sucesivamente estas etapas porque hay que volver a etapa(s) anterior(es) siempre que resulte necesario.

   3º) No volver de una etapa a la anterior indefinidamente porque entonces no se hace nada.

   A estas alturas no puede sorprender que estas tres indicaciones contradictorias figuran en la misma página de Aprende a pensar por ti mismo (pág. 213). Una vez más, si, después de haber seguido estos consejos, no consigue llegar a pensar con claridad en nada (lo cual resulta mucho más que probable), sólo a Ud. cabe atribuirle la culpa, porque como ya sabemos “a muchísima gente le ha funcionado”. Siempre le queda el recurso de acudir a una de las herramientas de la creatividad que él propone.

   Una de las que ensalza con mayor énfasis se llama “provocación” y consiste en desafiar las ideas preestablecidas sobre un determinado problema. ¿Cómo? muy fácil, desafiando las ideas preestablecidas sobre el problema que nos atañe. De Bono no da mayores explicaciones de dónde debemos buscar tales provocaciones, simplemente, deben plantearse. Dicho de un modo resumido, para tener un pensamiento creativo hay que… tener ideas creativas. No obstante, aunque las explicaciones brillan por su ausencia en los escritos de De Bono, abundan los ejemplos o, mejor dicho, abundan las citas del mismo ejemplo: un coche con ruedas cuadradas. Este ejemplo, que a De Bono le sirve para atribuirse la idea del tipo de suspensiones que utilizan los vehículos todoterreno, aparece una y otra vez como ejemplo de “provocación”. ¿Debemos extraer la conclusión de que la solución a mi problema, que consiste en que mi empresa de pintalabios se ha venido abajo con las mascarillas, pasa porque le ponga ruedas cuadradas a mi coche? No, nos dirá De Bono, porque debemos buscar una provocación “pertinente”. 

   Esta misma cuestión, en los mismos términos, se repite una y otra vez con cada método, cada herramienta, cada consejo que De Bono tiene la bondad de compartir con nosotros por el módico precio de sus libros. Tomemos el caso de una “muy potente”: el azar (sic). El “método” consiste en lo siguiente, se escriben seis palabras en una página. A cada una de ellas se le asigna un par de cifras de las que aparecían los relojes con manecillas. Miramos el segundero y elegimos aquella que corresponda a la cifra a la que éste se halla más próximo. Elijamos, por ejemplo avispa, coleóptero, mantis religiosa, ciempiés, libélula y hormiga. Da igual la que salga, ¿de qué modo podré relacionarla con mi negocio de pintalabios? Veamos cómo lo hace De Bono. Tiene que resolver un problema de aparcamiento de coches, le sale la palabra “lentejuela”. El razonamiento transcurre como sigue: 

"Es obvio que nunca se habría seleccionado esta palabra para resolver un problema relacionado con un aparcamiento. Las lentejuelas son útiles cuando hay muchas de ellas. Así que dividamos el aparcamiento en secciones y asignemos una a cada departamento. Dejémosles decidir cómo van a utilizarlas" (Op. cit. 152)

 Supongamos que se trata de evitar que alguien pinte graffitis en una pared. La palabra que surge por azar es “bikini”, luego

“Esto sugiere inmediatamente que si en la pared hay algo atractivo es más probable que la gente no gire la cara. Otra sugerencia es convertir la pared en un lugar para poner carteles. La organización que venda las parcelas para poner carteles se encargará del mantenimiento. Esto podría aplicarse aunque sólo se utilizara una parte de la pared” (Ib. 153).

¿De qué modo, qué deducción lógica, qué proceso mental que pueda seguir todo el mundo, ha conducido desde “lentejuela” a asignar las plazas a los departamentos? ¿y del bikini a una empresa que se encargue del mantenimiento de una pared? ¿Alguien no especialmente dotado para la creatividad podría obtener mediante este procedimiento ideas creativas como estas? Digamos, en nuestro ejemplo, que ha salido “libélula” ¿debo fabricar pintalabios estilizados como el cuerpo de las libélulas? ¿debo regalar mascarillas transparentes, como las alas de las libélulas, con cada barra que compren las clientas manteniendo su precio? Dado que las libélulas suelen merodear por las piscinas, ¿debo fabricar una línea de pintalabios para las bañistas? ¿Todo ello? ¿nada? Una vez más, la respuesta de De Bono nos mostraría la exactitud de las herramientas para la creatividad con que su talento incomparable ha tenido a bien bendecirnos: depende. Debemos elegir la respuesta más “pertinente”, “razonable” o “adecuada” para nuestro caso. En ningún momento se nos explicará cómo debemos entender lo que significa “pertinente”, “razonable”, “adecuado” porque ellos, y no toda la palabrería de De Bono, encierran la clave de lo que puede considerarse “creativo”. Obviamente, para un negocio de pintalabios la solución no puede hallarse ni en la forma de las ruedas de los coches ni en las libélulas, ya que no proporcionan modelos de pensamiento “pertinentes”. Sin embargo, James Clark Maxwell dedujo las ecuaciones que rigen los campos electromagnéticos suponiendo que el espacio lo rellenaban celdas hexagonales elásticas entre las cuales circulaban bolitas, un modelo ni “pertinente”, ni “adecuado”, ni “razonable”. Por tanto, el verdadero reto que afronta cualquier procedimiento que quiera merecer el calificativo de “ciencia de la creatividad” consiste en acotar de un modo tan nítido lo “pertinente”, “adecuado” y “razonable”, que hasta un egresado de la Universidad de Oxford pueda encontrar la solución al problema de que se trate.