domingo, 13 de septiembre de 2020

De mochuelos y filósofos.

   Dice Hegel en sus Grundlinien der Philosophie des Rechts de 1820:

...die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbrechenden Dämmerung ihren Flug.

Literalmente puede traducirse del siguiente modo

“...el búho de Minerva no comienza su vuelo hasta que cae el atardecer”. 

Si yo hubiese escrito esto, rápidamente media docena de listillos encontrarían en el hecho de que Minerva no tenía como mascota un búho un síntoma de las pocas luces que me alumbran. Como lo escribió Hegel, suele aducirsre que Eule designaba en el alemán de la época, no sólo a los búhos, sino a toda la familia de las Strigidae, en las cuales se engloba el tipo de ave que suele acompañar a la diosa romana Minerva. Pero si le pregunta a cualquier egresado de una facultad de filosofía española por esta cita, le repetirá de memoria que “la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer”. En un artículo delicioso, aunque no exento de errores, la profesora Lucía Rodríguez-Noriega señalaba que, al menos desde el siglo XV, a Minerva se le había adjudicado como acompañante en la tradición patria una lechuza y daba poderosos argumentos contra semejante adjudicación. En primer lugar, el orden de los Strigiformes se divide en dos grupos, el ya mencionado de los Strigidae y el de los Tytonidae. Lechuzas en sentido propio sólo lo constituyen los integrantes de este último género por poseer dos rasgos comunes particularmente significativos: rostro con forma de corazón y ojos profundamente negros. Frente a ellos, los Strigidae tienen una cara mucho más redondeada y muchas especies se hallan adornadas por enormes ojos característicamente amarillentos. Identificar al ave de Minerva con una “lechuza” constituye la costumbre habitual e inapropiada que existe por estos lares de utilizar tal nombre para señalar cualquier ave nocturna que carece de las plumas en forma de orejas característica de los búhos. Ahora bien, los textos clásicos suelen describir los ojos de la diosa como grandes y brillantes en la oscuridad, algo que deja fuera de juego a buena parte de las aves identificadas como “lechuzas”. El Tyto alba, el prototipo de lo que uno entiende como “lechuza”, vive sin problemas cerca de nuestras poblaciones, mientras que el ave de Atenea prefiere con mucho los olivares, hasta el punto de que la rama de olivo constituye otro de los atributos característicos de esta diosa. Todo este cúmulo de hechos estrecha el círculo en torno al pajarillo que no por casualidad recibe el nombre técnico de Athene noctua, conocido vulgarmente como mochuelo común. Al igual que las Strigidae y, a diferencia de las lechuzas, no se lo puede considerar un ave estrictamente nocturna y puede vérselo por las tardes, posado en alguna señal de tráfico, mirando pasar los coches con cierto aire de desafío pese a que no suele medir mucho más de una veintena de centímetros de cola a pico. Comparado con la impresión que causa un búho, uno se pregunta si de verdad Hegel quería utilizar un genérico en su famosa cita o si, más bien, no nos hallamos ante la mezcla de confusión, malentendido y generalización de experiencias personales que definen su "sistema”. A nadie mejor que a Hegel puede identificárselo con ese mochuelo que levanta el vuelo en un atardecer en el que ya han caído el Espíritu Absoluto a caballo encarnado por Napoleón y los viejos ideales ilustrados. Mientras sus amigos Hölderlin y Schelling alcanzaron pronto una explosiva fama, el melancólico Hegel sólo pudo levantar el vuelo cuando ellos habían iniciado su ocaso. Desde luego, pocos podrían justificar que el Kant que escribe en plena efervescencia de la Revolución Francesa termina un periodo. Más bien todo el mundo diría que inaugura uno nuevo, el de la filosofía “crítica”. Tampoco Leibniz escribe cuando una época llega a su fin, sino que inicia una nueva era, la de los desarrollos del cálculo infinitesimal. Difícil resulta adivinar qué época cierra Spinoza y si bien podemos considerar que con Descartes termina el Renacimiento, se debe únicamente a que le otorga un giro decisivo que conduce a lo que entendemos como modernidad.

   Sin embargo, pese a los hechos, Hegel logró convencer a quienes vinieron después de él, de que la filosofía no debía ir en la vanguardia del conocimiento humano, promoviendo nuevos métodos, nuevas maneras de sistematizar conocimientos, nuevas formas de cálculo o nuevos periodos filosóficos. La filosofía tenía que permanecer en la retaguardia, enterándose la última de lo que había sucedido, hablando de las lechuzas que habían cruzado la noche, cuando en realidad se trataba de mochuelos, sin la menor capacidad crítica para la tradición heredada y riéndose a mandíbula batiente de quienes, como Leibniz, propusieron el delirio de un ars inveniendi, un algoritmo de la invención, una ciencia de la creatividad, acabar con los privilegios de la genialidad y otorgarle libertad al común de los mortales para encontrar soluciones a sus problemas. Todo el mundo sabe que la creatividad no depende de un método, que las ideas surgen de la mente de los genios como la propia Atenea surgió de la cabeza de Zeus, completa, lista para luchar, con un mochuelo y una rama de olivo. Para crear, por tanto, no sirve ningún método, sino que hay que recurrir a alguna bestialidad, a algún tipo de desorden monstruoso, tal como tragarse a su esposa embarazada. Eso genera inevitablemente una forma de dolor espantoso, en última instancia, un tremendo dolor de cabeza, pues no se puede crear sin sufrimiento. Ahora ya solo falta una partera, una comadrona, alguien o algo que, como la mujer de Sócrates, ayude a salir de la cabeza del genio creador la portentosa idea. Hefesto abrió la cabeza de Zeus con su hacha de doble filo y Newton tuvo más suerte porque solo le hizo falta el golpe de una manzana para hacer brotar de él toda la teoría universal de la gravitación, con sus fórmulas, sus definiciones y sus secciones cónicas. Los “científicos” del siglo XX no tardaron en descalificar semejantes relatos como “míticos” y asentaron la verdad, la verdad “científica”, de que para parir una buena idea no hacía falta un golpe sino miles, tantos como gotas de lluvia. Lo llamaron “lluvía de ideas” o “tormenta de ideas”, pero, eso sí, consiguieron no alterar nada de lo fundamental, a saber, que la creatividad no surge de un cierto orden adecuado, sino del desorden. Obviamente, en esta nueva edad oscura, en la que los bárbaros han llegado a la capital del imperio, la peste vacía nuestras ciudades y los filósofos se refugian en nuevas escolásticas (lingüística, fenomenológica, existenciaria o dialógica), la luz creativa sólo podía entenderse como el privilegio de unos pocos predispuestos por el azar de los genes a domeñar el caos. Cabe preguntarse si estos filósofos que han renunciado a tener conocimientos de cualquier cosa que no figure en sus libritos de filosofía, que han renunciado a encabezar las vanguardias para quedarse en la cómoda retaguardia, que leen el irrisorio delirio leibniciano de un ars inveniendi en dispositivos que Samsung creó gracias a la decantación última de ese mismo ars inveniendi, acabarán, por fin, recibiendo la consideración de mochuelos, no por sus vínculos con la diosa Atenea, sino porque los mochuelos se parecen a los maridos engañados, que ahuencan el ala al enterarse, los últimos, de lo que vino haciéndose durante toda una época.



domingo, 6 de septiembre de 2020

Los rostros de la "ciencia" (2 de 2)

   En España no tenemos nada tan glamuroso como un Sir. De hecho no tenemos una graciosa majestad sino un rey que no le hace gracia a nadie y a nuestros científicos, en lugar de darles títulos nobiliarios, se los somete al calvario de cumplimentar infinitas instancias para conseguir un miserable botijo. Todo eso deja marcado sus rostros, decolorados sus cabellos y desaliñado, para siempre, su aspecto, como alguien que vive cada día de su existencia sin saber si los fondos para el material ya adquirido llegarán antes de que se lo lleven a la cárcel por impago de facturas. En definitiva, nuestros científicos tienen un aspecto parecido al de Fernando Simón. Fernando Simón, el hombre que aprendió en África lo que significa una epidemia de ébola o de tuberculosis, decía en marzo de este año que las mascarillas “no son necesarias en personas sanas”, que dan “una falsa sensación de seguridad”, que su manipulación no resulta sencilla para todo el mundo. Un mes más tarde, descubrió la existencia de una “fuerte recomendación” de usarlas, aunque “no se puede obligar” a ello. En mayo ya las consideraba “una buena medida para las personas sanas”, siempre que no se trataran del modelo ffp2, a las que se excluía sin justificación alguna.  Él o un grupo de expertos del que él formaba parte, tuvo la brillante idea de entregar el control de la enfermedad al servicio de urgencias del 112, un servicio colapsado un día cualquiera del mes de agosto, cuando aquí no se mueven ni las hojas de los árboles. Quien debería haber asesorado al gobierno en base a datos sólidos, entregaba sin inmutarse a la prensa números de contagios que subían o bajaban según el día de la semana porque los domingos el personal encargado del recuento se iba de fin de semana y los martes y los miércoles se acumulaban los casos. Sin embargo, aquí aparece un aspecto que no figura por ninguna parte en el “mundo de vida” sobre el que tanto parlotea Habermas, un aspecto que, por cierto, sí aparece, y subrayado, en quienes se suponen que ejercieron como sus maestros, especialmente en Th. W. Adorno. Fernando Simón, con sus contradicciones, sus mentiras y su descarado servicio a los intereses del gobierno que lo nombró y no al conocimiento o al bienestar de todos, se ha convertido en el icono de la lucha contra el coronavirus, la persona a la que todos confiarían la salud de sus hijos, el hombre que puede acabar teniendo una prometedora carrera política. ¿Por qué? muy fácil, porque sale todos los días en televisión.

   Mientras el virus se expandía sin control por los EEUU poniendo en jaque incluso al ejército más poderoso del planeta, mientras la cabeza visible del gobierno norteamericano afirmaba que se trataba de “una gripe” y recomendaba la lejía o la luz ultravioleta como medidas contra él, la popularidad de Naranjito Trump no hizo más que crecer, exactamente por el mismo motivo por el que muchísimos españoles afirman “querer un montón” a Fernando Simón, por salir cotidianamente en los medios de comunicación hablando no importa de qué. El caso de Anthony Fauci a este respecto resulta meridianamente claro. Como asesor científico de la administración Trump, no tuvo más remedio que aparecer en pantalla contradiciendo al mamarracho de su presidente. Pero los espectadores no apreciaron contradicción alguna entre los discursos que Fauci y Trump encarnaban. Colocados detrás del mismo cartel de la Casa Blanca, con el mismo telón de fondo y compartiendo el mismo directo televisivo, ambos formaban parte de la misma sucesión de imágenes y, por tanto, decían lo mismo. Que sus palabras divergieran tan sensiblemente no significaba nada, pues para nosotros, habitantes de este siglo XXI, las palabras quedan completamente supeditadas a las imágenes, de hecho, las palabras sólo sirven para construir imágenes. Cuando Fauci dejó de aparecer junto al presidente, los telespectadores más avispados comenzaron a comprender que había diferencias entre ellos, por supuesto, no una diferencia en cuanto al discurso, sino una diferencia en cuanto a quién podía apartar a quién de las imágenes.

   Fauci, en efecto, desapareció. No porque él prefiriera la ciencia al asesoramiento. En realidad, a él nunca se le pidió nunca asesoramiento científico. Ni Trump se deja asesorar, ni tiene cerebro suficiente para entender nada de lo que un científico pueda querer decirle. A Fauci se le permitió el acceso a las cámaras por otra razón, por una razón que, una vez más, no podemos encontrar en el campo de la “racionalidad científica” sino de la racionalidad política y que ya figura en El principe de Maquiavelo. Allí aconseja Maquiavelo que si un príncipe encuentra cierta resistencia a su gobierno, debe invitar a sus opositores a una cena de reconciliación, matarlos conforme van llegando y colocar sus cabezas en picas en la plaza de la ciudad como escarmiento. Eso sí, dice Maquiavelo, el príncipe no debe llevar a cabo personalmente tal acción, sino delegarla en su hombre de confianza, porque si el pueblo considera semejante acción una barbaridad insoportable, entonces podrá explicar que él no sabía nada de lo ocurrido, responsabilizar a su lugarteniente, ejecutarlo y colocar su cabeza en una pica en la plaza de la ciudad. He aquí, precisamente, la gran función que cualquier “asesor científico” cumple para un político. Desde luego no asentar su acción en el sólido suelo del conocimiento comprobado, ni evitar descarriarse por las veleidades personales y, muchísimo menos, “la organización de la sociedad en términos de racionalidad tecnocientífica”. Simplemente se trata de tener un buen chivo expiatorio. Vallance, Fauci, Simón, hacen creíble la necesidad de lo impopular, otorgan una pátina de racionalidad a lo que difícilmente puede generar consenso, ocultan bajo el adjetivo “científico” decisiones ya adoptadas por motivos que no tienen nada que ver con la ciencia y, por encima de todo, puede echárseles la culpa de lo sucedido cuando las cosas vayan mal. Por eso los “asesores científicos” sólo se lanzan a la palestra cuando todo el mundo masca la tragedia y por eso nadie se acuerda de ellos cuando se trata de prever para evitar, exactamente la característica que ha hecho respetable a la ciencia. Como no podía ocurrir de otro modo, a Fauci lo vimos caer en la primera ventolera de Naranjito. Vallance sucumbió a la insurrección del Imperial College permitiendo a Boris Johnson adoptar la misma política que la Europa continental “por imposición científica”. Fernando Simón sigue posando en las portadas de la prensa con su moto de gran cilindrada y su aspecto malote. No obstante, Pedro “el renacido”, como recomendaba Maquiavelo en El príncipe, se ha cuidado muy mucho de compartir escenario con él...

domingo, 30 de agosto de 2020

Los rostros de la "ciencia" (1 de 2)

   Cuando uno lee a Jürgen Habermas no puede evitar sentir estupor por el modo en que tergiversa el concepto de “racionalidad científico-técnica”. De creer a Habermas, el modelo de cientificidad o de “actividad científica” no lo encarnan ni el investigador que en su laboratorio estudia el modo en que un virus toma el control de la célula, ni el matemático que busca una demostración de la conjetura de Hodge, ni el astrónomo dedicado a desentrañar el funcionamiento de los cuásares. La “ciencia”, por lo que atañe a Habermas, tiene poco interés en comprobar hipótesis y mucho en construir una sociedad de acuerdo con su modo de proceder característico. “Ciencia” y “técnica”, por tanto, se identifican indisolublemente en su perverso afán de imponer propuestas de ordenación de las relaciones humanas dejando de lado el consenso racional alcanzado por todos, incluyendo a quienes basan su uso de la razón en informaciones más bien parciales acerca del asunto en cuestión. Tomado en sentido estricto eso significa que debemos identificar a los grandes epítomes de la ciencia contemporánea con Fernando Simón, Anthony Fauci o Sir Patrick Vallance. Curiosamente a gente como ellos dedicó algunos estudios Robert K. Merton, llegando a la conclusión de que estos “científicos”, realizan una labor poco o nada relacionada con la ciencia, entre otras cosas porque su trabajo de asesoría para los gobiernos se basa mucho más en afinidades personales, en generalizaciones improvisadas y experiencias puntuales que en algo que pueda considerarse algún tipo de método. A los científicos se les presupone la honestidad como a los militares el valor, pero quienes acaban trabajando como “asesores científicos” poseen a menudo rasgos que los separan drásticamente del resto de colegas de profesión.

   Todo científico, como cualquier hijo de vecino, tiene el sano interés de hacer algo por mejorar la vida de quienes le rodean. Por su naturaleza de “sabio”, de persona que atesora conocimientos valiosos, cabe preguntarse además si a ese interés no debe añadírsele un cierto deber cuando sus conocimientos tienen alguna utilidad práctica. Pero la mayoría de científicos, de hecho, quienes ponen las sólidas bases teóricas de cualquier disciplina, prefiere con mucho la penumbra de su laboratorio, de su biblioteca, de su despacho, al brillo de los focos de un estudio de televisión. No obstante, el poder genera en su entorno un curioso aura por el cual todos y cada uno de quienes conocen a un cargo político, creen que por el hecho de conocerlo, de hablar con él, de saber algo que él no sabe, pueden obtener ascendencia sobre el mencionado cargo y suele confundirse esa ascendencia con el poder mismo. De la masa de científicos que contribuyen cotidianamente a acrecentar el conocimiento humano, un puñado siente una atracción superior por ese modo de influir en el mundo que le rodea que por el que le corresponde por profesión. Se los puede ver ascender progresivamente por la escala de los organismos oficiales, cada vez ocupando oficinas más y más alejadas de las áreas de investigación y tratamiento, hasta llegar a un punto en que comienzan a apretar las manos de este o aquel político, a acudir de modo regular a sus recepciones, a recibir algún pequeño encargo, alguna pequeña consulta. Llegados a este punto pocos eligen ya el camino de retorno y, casi sin darse cuenta, abandonan el paraguas de la ciencia para adentrarse en un terreno mucho más proceloso. En efecto, del mismo modo que a Habermas no le gusta que haya nada por encima del consenso racional, tampoco a los políticos les gustan los datos, los hechos y las demás zarandajas que ponen límites a sus desmanes. El político quiere hacer de la afirmación “todo son interpretaciones” la única verdad y los hechos, los datos, el conocimiento comprobado, le merecen tanto respeto como sus votantes. Desde el momento en que un gobierno lo nombra su asesor, el científico debe su cargo y su ascendencia sobre el gobierno en cuestión no a lo que sepa o deje de saber sobre ciencia, sino a lo que sepa o deje de saber sobre cómo asesorar. Sus palabras tienen ya de “científico” lo que el detergente que lava más blanco o el dentífrico que combate mejor las caries, pues se han convertido en simples portavoces de eslóganes racionalmente consensuados por otros asesores del gobierno de turno, los asesores políticos.

   Apenas requiere esfuerzo encontrar todos esos rasgos definitorios en los asesores científicos que han adquirido rostro como consecuencia de esta pandemia. Ahí tenemos el caso de Sir Patrick John Thompson Vallance, prominente médico y farmacólogo, que logro fama a pulso por sus investigaciones sobre la influencia del óxido nítrico en la tensión arterial. Sus artículos merecieron citas a granel por parte de sus colegas y su prestigio le abrió las puertas del Royal College of Physicians o la Academy of Medical Sciences. Pero, con 40 años, quizás juzgó que sus facultades creativas sólo podían decrecer, así que abandonó el crudo mundo de la investigación de base para fichar por GlaxoSmithKline ganándose su sueldo a base de firmar los documentos que le ponía por delante el departamento de marketing de dicha empresa para la aprobación de sucesivos medicamentos. Y ya puestos a mentir, ¿por qué no hacerlo a lo grande? En 2018, sin dejar de cobrar de la farmacéutica, pasó a encabezar la Government Office for Science que asesora directamente al Primer Ministro británico. Pero a ese cargo llegó en junio de 2019 el simpar Boris Johnson, necesitado de mostrar su british way, alejado de Europa, en plena pandemia. Al bueno de Sir Patrick pudimos verlo defender impertérritamente la idea de que la mejor manera de luchar contra el coronavirus consistía en no hacer nada, dejar que la mayor parte de la población se contagiara y generar “inmunidad del rebaño”. Por supuesto, no había ningún género de estudio científico que permitiera afirmar que una tal inmunidad se puede alcanzar en el caso de este virus. Ahora ya los hay que demuestran lo contrario. Sin embargo, por simple regla de tres podía calcularse que unos 36 millones de británicos contraerían la enfermedad,  que los hospitales del país acogerían un mínimo de 3,6 millones de pacientes y que morirían no menos de 360.000 personas. En definitiva, nada que perturbase demasiado a un médico bien curtido tras su paso por la industria farmacéutica.


domingo, 23 de agosto de 2020

De bigotes y cemento.

   Entre la caterva de dirigentes políticos que le ha tocado sufrir a la vieja Europa en el último medio siglo, destaca por méritos propios Aleksandr Grigórievich Lukashenko. Esta joya del cinismo político, escaló puestos administrativos hasta que en 1990 entró en el parlamento bielorruso. Sin perder su carnet del partido comunista, se adhirió con fervor a la corriente más democrática y posibilista, aunque fue el único diputado bielorruso que votó en contra de la disolución de la URSS y la formación de la Comunidad de Estados Independientes. En aquella convulsa década, comenzó a adquirir notoriedad por sus denuncias de los privilegios de que gozaba la élite dirigente salida del comunismo. Semejante actitud le ganó la enemistad del partido comunista bielorruso, pero le procuró la presidencia del Comité Anticorrupción del Parlamento. Lo que muchos vieron como un premio honorario para que cerrara la boca, se convirtió en palanca de sus ambiciones. Tardó muy poco en acusar a 70 altos cargos de desvío de fondos públicos para fines privados, incluyendo al presidente de la república y a su primer ministro. El caso, que acabó desinflándose en los tribunales, le costó a ambos su puesto y en 1994 se redactó una nueva constitución y se convocaron elecciones presidenciales. Lukashenko se presentó a ellas prometiendo acabar con la corrupción, luchar contra las mafias y estrechar los lazos con Moscú. Ganó de un modo un tanto sorpresivo.

   Su primer mandato se caracterizó por los enfrentamientos con sus antiguos camaradas comunistas, que dominaban el parlamento y que no podían verlo ni en pintura. Lukashenko jugó a fondo sus bazas populistas, manteniendo un régimen socialista en lo económico, aumentando el salario mínimo, volviendo a nacionalizar los bancos y fijando los precios de los productos básicos. Se presentó ante la población como el líder que los había salvado del catastrófico salto al capitalismo de sus vecinos rusos, aunque para ello tuviera que enfrentarse al Fondo Monetario Internacional. A cambio les pidió el voto en cada referéndum para ir desmontando a la oposición parlamentaria y a lo que de espacio democrático se había ganado tras la refundación del Estado. Desde ese momento vinieron las prórrogas a discreción de su mandato y las elecciones ganadas siempre con más del 70% de los votos. De una Rusia enriquecida por los precios del gas y el petróleo, obtuvo contratos ventajosos para el suministro de ambos a cambio de una fidelidad perruna que lo llevó a numerosas confrontaciones diplomáticas con Occidente. Institucionalmente, la oposición casi había desaparecido tras el desplome del partido comunista. Alrededor de Lukashenko se formó la habitual corte de las maravillas, con empresarios y notables enriquecidos gracias a sus loas al mandatario. Siguiendo el modelo ruso, Lukashenko dejó claro que compartiría el latrocinio pero no el poder. Mientras, el país languideció, exportando patatas y murmurando por lo bajo cada vez que algún periodista o algún miembro notable de la sociedad civil, desaparecía sin dejar rastro. Diferentes organizaciones internacionales sacaban de vez en cuando el nombre de Bielorrusia a los titulares por estos hechos, pero, en realidad, nada amenazaba al régimen de Lukashenko, que hablaba a sus conciudadanos en tono paternalista mientras soltaba todo tipo de perlas sobre los homosexuales, las mujeres o cómo curar el coronavirus con vodka y trabajo. 

   El plácido despotismo de Lukashenko cambió radicalmente en 2014. La intervención rusa en Ucrania, que tantos estudios ha desatado en los círculos estratégicos occidentales, lo puso en alerta. Aunque con un ejército mucho mejor vertebrado que el ucraniano y con un servicio secreto que sigue manteniendo el nombre de KGB y que le es fiel, no se le escapó que los ardides puestos en marcha por Moscú podían utilizarse en su contra tan pronto como el viento dejara de serle favorable. La caída de los precios del petróleo y del gas, que llevó a Rusia a exigir una renegociación de los términos de su contrato con Bielorrusia, no hicieron más que acrecentar los temores de Lukashenko. En plena crisis en el Este de Ucrania, pudo verse su bigotuda figura estrechando las manos de enviados norteamericanos, país con el que no mantenía relaciones diplomáticas desde una década antes. Lukashenko habló en aquella ocasión alto y claro contra la intervención rusa en su vecino y nadie pudo dudar, por lo que vino a continuación, de que se trataba de un giro estratégico. Desde entonces, las periódicas denuncias de “intervención occidental” para excusar cualquier desgracia económica, tapar cualquier corrupción o justificar cualquier desaparición, se transformaron en una “intervención rusa”. La última escenificación de este giro la vivimos hace unas semanas, cuando, en vísperas de las elecciones, sus servicios secretos detuvieron a una treintena de “contratistas” de la, según Moscú, “inexistente” agencia Wagner, con maletas cargadas de dinero. Tras negociar su liberación, Rusia afirmó que se trataba de “agentes independientes” con destino hacia Sudamérica, pese a que algunos ultranacionalistas rusos reconocieron en los detenidos a antiguos compañeros de correrías en el Este de Ucrania. El incidente llevaba un mensaje subliminal. A Rusia había huido Valery Tsepkalo, otrora figura privilegiada por el régimen, que se convirtió en el enemigo número uno de los medios de comunicación desde el momento en que decidió presentarse a las elecciones presidenciales de este año. Cuando el comité electoral se negó a autorizar su candidatura, puso pies en polvorosa, dejando a sus seguidores la instrucción de votar por Sviatlana Tsikhanouskaya, esposa del activista en prisión Siarhei Tsikhanouski. “Los rusos”, vino a decir Lukashenko, “financian a mis opositores”.

   Lukashenko, por supuesto, ganó una vez más con su habitual 80% de votos. Sin embargo, esta vez el hartazgo ha superado al terror y los multitudinarios mítines de Tsikhanouskaya se han convertido en multitudinarias manifestaciones contra el tirano. Él ha respondido como únicamente sabe hacerlo, con la represión y la violencia, pero la policía también parece estar harta y se ha negado a obedecer las órdenes. Así hemos podido ver a un Lukashenko que, con la misma cara de cemento habitual, se ha vuelto a sus aliados rusos de antaño pidiéndoles por favor que intervengan, como si nada hubiese ocurrido en los últimos seis años. Todavía nos queda verle ofrecer el cargo de primera ministra a Tsikhanouskaya para “luchar juntos por la democratización del país”.


domingo, 16 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (y 3)

   Entender el papel de los organismos encargados de aprobar los medicamentos resulta extremadamente simple si tomamos como ejemplo la vacuna contra la Covid-19. Tenemos, de un lado, el poder inmenso de gobiernos que quieren presentarse ante sus ciudadanos como los salvadores de la pandemia. Tenemos, de ese mismo lado, poderosas industrias farmacéuticas que han tenido gastos de desarrollo y, algunas, de fabricación de una vacuna todavía no aprobada, y ante las que se extiende un proceloso horizonte de ganancias. Del otro lado, tenemos un puñado de funcionarios cuya carrera profesional sólo puede seguir una dirección ascendente bien como asesores de esos gobiernos o bien como ejecutivos de esas empresas farmacéuticas. ¿En serio alguien pretende que su decisión se base en criterios científicos, que su juicio tenga un carácter imparcial, que sopesen, pensando en el bien de todos, la contundencia de las pruebas? La “valentía” de las empresas que fabrican productos antes de su aprobación sólo demuestra su convicción de que el producto se aprobará, con independencia de lo que ocurra en la fase III. De hecho, la llegada a la fase III marca sistemáticamente el momento en que las acciones de la compañía de turno se disparan en bolsa, pues todo el mundo sabe que la “cientificidad”, la “empirie”, los hechos, no importan nada cuando del dispositivo farmacológico hablamos. Él regula qué vamos a entender como “hechos”, él decide en qué consiste la “empirie” y él dictamina qué puede considerarse “científico” y qué no. La fase III, como decíamos, como hemos podido observar estos días, forma parte de la campaña comercial de los productos aún no aprobados, marca el momento en que comienza el asalto a los organismos reguladores, el inicio de las ganancias, vía capitalización en bolsa, poco más. 

   Cuando los “expertos” hablan de la “seguridad” de las vacunas en desarrollo se refieren a la seguridad de que se las aprobará; cuando subrayan su “eficacia” se refieren a la eficacia de la maquinaria que las va a poner en el mercado;  cuando mencionan la “protección” que ofrecerán, se refieren al modo en que los Estados han protegido ya a las compañías farmacéuticas contra cualquier litigio que quieran emprender los dañados por estas vacunas desarrolladas de acuerdo con los procedimientos habituales. ¿Para qué necesitan las empresas farmacéuticas un paraguas legal contra las demandas si han actuado del modo “riguroso” y “científico” de siempre? ¿Cómo pueden temer que las vacunas acaben causando más perjuicios que beneficios si se han probado en "miles" de sujetos? ¿Acaso ni ellas mismas se creen la pretendida base empírica que sustenta su negocio?  ¿Por qué ningún “experto” ha formulado esta pregunta? ¿porque ya no queda “experto” alguno que no reciba cheques de esas mismas empresas? ¿porque “experto” puede considerarse hoy día sinónimo de “gancho de trilero”? 

   Tomemos la cuestión menos importante de todas, la menos trascendental, la única que el dispositivo farmacológico nos permite ver: el precio. Leamos lo que un medio de comunicación cualquiera dice acerca del precio de esta vacuna y podrá comprenderse fácilmente cuántas voces, de las que conforman el discurso único sobre la salud y la enfermedad, pueden considerarse independientes. Da igual qué medio de comunicación de masas consulte, siempre encontrará el mismo planteamiento. Algunas de estas vacunas “seguras”, “eficaces” y “protectoras”, saldrán al mercado con el precio de unos pocos cientos de dólares. Otras lo harán a una décima parte de ese precio. Se discute con fruición si esa diferencia no debiera desencadenar una deflación que procure vacunas al más bajo precio posible. Las voces más díscolas señalan que incluso los precios más bajos dejarán fuera de la lucha por conseguirlas a los países pobres y necesitados. Las voces más ortodoxas comparan estos precios con el de vacunas fuera del calendario oficial. Inmediatamente se desvía la atención acerca de la “gran discusión”: ¿a quién se debe administrar antes? Como siempre que hay que tapar algún muerto, aparecen los especialistas en ética para asegurarse de que no quede nada del cadáver a la vista. Mientras tanto, nadie denuncia la desnudez del rey. 

   No hay modo de comparar la vacuna contra la Covid-19 con ninguna de las vacunas en circulación. En primer lugar, como señalamos en entradas anteriores, ya hemos pagado por ella porque nuestros impuestos financiaron la investigación que ha permitido su hallazgo, así que si se nos cobra un miserable céntimo, debemos considerar excesivo su precio. En segundo lugar, esta vacuna, a diferencia del resto de vacunas, no se va a administrar a los recién nacidos, sino a todo el mundo. En consecuencia, por exiguo que resulte su precio, multiplicará por una cifra con varios ceros todo coste en investigación, desarrollo o comercialización que las empresas hayan podido llevado a cabo. Los beneficios van a alcanzar niveles desproporcionados comparados con lo poco que se nos va a ofrecer. Sobre todo porque, cuando ya todos nos hayamos vacunado, este virus que tan poca capacidad de mutación ha demostrado hasta ahora, “mutará”, obligando a renovadas campañas de vacunación a mayor gloria de quienes exigirán entonces cantidades no tan módicas para garantizar la “salud” de todo el mundo.

   Llevo ocho páginas de apretada letra escribiendo sobre el tema y no hago más que dar vueltas en torno a lo fundamental sin haberlo mencionado aún. Lo fundamental consiste en que el dispositivo farmacológico no lo conforman lo “expertos”, ni los periodistas, médicos y miembros de comités deontológicos que canalizan nuestro pensamiento "libre", ni los gobiernos, ni las empresas farmacéuticas, ni “los poderosos”. En el núcleo mismo del dispositivo farmacológico nos encontramos nosotros. Nuestro modo de pensar constituye su motor, el corazón que bombea sangre a su cerebro y oxígeno a sus músculos. Porque nosotros, todos nosotros, quienes saben esto, quienes no y quienes, de alguna manera lo barruntan, incluso Ud. que acaba de llegar leyendo hasta aquí, queremos tomar algo, funcione o no. Tomar algo, con independencia de que sirva, de que cure o de que mate, tomar algo para lo que tengo, para lo que alguien se ha inventado que tengo, para lo que creo tener o para lo que pienso que puedo llegar a tener, se ha convertido en la aspiración suprema de quienes vienen naciendo desde la parte final del siglo pasado. Y en esto, amigos míos, consiste la gran enfermedad de nuestra época.


domingo, 9 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (2)

   Formamos parte hasta tal punto del dispositivo farmacológico, nos conduce a pensar de tal manera, configura nuestra concepción de la salud, la enfermedad, lo conveniente, lo deseable, de tal forma, que nos ciega por completo ante los hechos más palmarios. Si alguien entra en un yacimiento arqueológico y se lleva para disfrute propio lo descubierto con el dinero de nuestros impuestos, a eso lo llamamos expolio. Pero si alguien entra en laboratorios financiados con en dinero de nuestros impuestos y se lleva lo allí descubierto para hacernos pagar nuevamente por ello un precio desorbitado, a eso no lo llamamos “expolio”, lo llamamos “colaboración del sector público con el privado”. Entendiendo por “innovación”, la capacidad para desarrollar investigaciones biomédicas que permitan la aparición de nuevos medicamentos, la élite industrial a la que suele llamarse big pharma, lleva décadas sin innovar en nada. La práctica totalidad de sus productos estrella han salido de laboratorios ajenos a esas empresas. Muchas veces de pequeños laboratorios, adquiridos por las grandes cuando el tratamiento ya ha llegado a la fase de comercialización. Otras veces de laboratorios públicos, como ocurre ahora con Moderna en los EEUU o bien de Universidades, caso de Oxford y Pfizer. Pero esta deformación sistemática de la propiedad privada que se halla en el núcleo funcional del capitalismo, no tiene un carácter universal. La Europa continental, el capitalismo renano, pertenece a otra categoría. La Unión Europea ha firmado un acuerdo con Sanofi, en la cual va a inyectar dinero a espuertas directamente. Han elegido compañero de viaje con tino. Sanofi tiene una sólida experiencia en la colaboración con los Estados para el desarrollo de vacunas. Lo ha hecho con el dengue en Filipinas. Le proporcionó al gobierno filipino viales con la vacuna doce días antes de que el organismo regulador la hubiese aprobado y sin que mediara recomendación alguna de la OMS. Ni siquiera la advertencia de este organismo sobre la posibilidad de que la vacuna no solo no evitase sino que agravase los efectos del dengue, ni siquiera semejante anuncio, digo, paró la campaña de vacunación. En 2017, la propia Sanofi reconoció los riesgos asociados a su vacuna cuando ya se había producido la muerte de al menos 9 niños. Eso sí, sigue pleiteando con el gobierno filipino sobre quién paga la factura correspondiente a todos los que acabaron en los hospitales por culpa de su vacuna.

   Insisto, este caso reciente y todavía abierto, muestra bien a las claras nuestra ceguera ante todo lo que el dispositivo farmacológico nos dice que no debemos ver. En su momento Sanofi anunció que en la fase III de Dengvaxia, su vacuna para el dengue, se probaría en 31.000 niños, una cifra extremadamente parecida a la que ahora se maneja como el conjunto de los sujetos de prueba de la fase III de las distintas vacunas contra la Covid-19. De un modo semejante, tanto Dengvaxia, como estas vacunas, desarrollarán esos estudios en diferentes países a lo largo y ancho del mundo. Y, exactamente como ocurrió en aquel caso, se ha filtrado a la prensa los excelentes resultados obtenidos en la fase II de pruebas. Este calco milimétrico de un procedimiento manifiestamente incapaz de ofrecer resultados "científicos" nos habla con claridad meridiana de a qué se refiere la “eficacia” y “seguridad” que las más brillantes mentes del área biomédica aventuran ya a la futura vacuna y de en qué reside “la valentía” de esas empresas que han fabricado una vacuna que aún no ha concluido su fase experimental. Pero vayamos por partes.

   La fase II, que las actuales vacunas han superado con éxito como lo hizo Dengvaxia va dirigida únicamente a demostrar qué dosis del producto en cuestión no mata a quien la toma. Por eso, esta fase II se lleva a cabo en grupos extremadamente reducidos, que rara vez alcanzan los 50 sujetos. De hecho, esta vacuna, esta vacuna destinada a su inoculación en 10.000 millones de personas, se ha probado en fase II en grupos de  45 individuos. ¿Qué significado tiene, pues, que ninguno de ellos se haya muerto? En realidad tiene muchísimo significado. Las pruebas de fase III, el santo grial de la cientificidad médica, el riguroso garante del doble ciego en el que ni quien administra ni quien recibe la dosis sabe si lo contenido en ella consiste en un principio activo o en un placebo, ese famoso filtro que separa tajantemente la verdad de la medicina farmacológica respecto de los bulos como la naturopatía, homeopatía y acupuntura, en realidad, forma parte de la campaña promocional de cada medicamento. Vioxx, el hipotensor que mató a varios cientos de miles de personas, abrió las puertas a este procedimiento. Los famosos 30.000 sujetos de prueba se distribuyen a lo largo y ancho del mundo, para que su seguimiento resulte impracticable por cualquier autoridad sanitaria. En lugar de una gran prueba con un centro de control único, se reparten en una multitud de pequeños grupos, cada uno a cargo de un “centro investigador” diferente, el cual, a su vez, los asignará a varios médicos. De ellos se espera que se acostumbren a recetar el medicamento y aprendan a reconocer los pacientes potenciales. Rara vez se les permitirá echar un vistazo a otros resultados diferentes de los recopilados por él mismo. Después los especialistas de la compañia de turno se encargan de utilizar todo tipo de herramientas estadísticas para montar los datos como mejor convenga, por ejemplo, seleccionando únicamente los grupos experimentales en los que los porcentajes de cura o de prevención han resultado más llamativos, amalgamando los resultados de diferentes países o continentes, agrupándolos o separándolos por sectores de edad, según interese, y, por encima de todo, encargándose de que no haya manera de rastrear la existencia de grupos de pacientes en los que todo acabó rematadamente mal. En cualquier caso, una cosa debe quedar meridianamente clara: a las autoridades encargadas de aprobar la vacuna no llegarán los resultados de los 30.000 sujetos de prueba. Con mucha suerte la aprobación se producirá teniendo en cuenta lo que pasó con el 10% de los mismos. Pero todo esto palidece ante la gran cuestión. Algo que merezca la pena llamarse “vacuna”, debe prevenir la infección, al menos durante un año. Ahora bien, para saber si un producto genera inmunidad durante un año, antes de su aprobación, debería seguirse lo que ocurre con los sujetos experimentales durante… ¿seis semanas? ¿Cómo puede alguien que se considera a sí mismo “científico”, que acumula títulos, cargos, menciones, honores y gloria en el campo de la medicina, asegurar a la opinión pública que la vacuna contra la Covid-19 “será segura y eficaz” si las pruebas de la misma en ningún caso se van a prolongar el tiempo suficiente para saber si efectivamente el potingue merece el nombre de vacuna o no? ¿En qué criterio, en qué método, en qué procedimiento “científico”, se apoya para hacer semejante aseveración? ¿En la nigromancia, en la mántica, en el Tarot? ¿Por qué entonces la multiplicación ad nauseam de estas declaraciones? ¿Porque no se trata del caso particular de esta vacuna sino del caso general de todos los medicamentos? ¿Porque ni una sola de las pócimas legalmente aprobadas en los últimos 50 años ha demostrado concienzudamente su eficacia y seguridad antes de que los pacientes comiencen a ingerirlas? 

domingo, 2 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (1)

   Dentro del mundo de los medicamentos, las vacunas constituyen un pequeño nicho que apenas reporta 10.000 millones de dólares anuales de beneficios en los EEUU desde 2006. Aunque una vacuna tarda de promedio diez años en obtener la autorización del organismo regulador de turno, el 70% de las líneas investigadas acaban obteniéndolo, algo inusual si se compara con otros productos farmacéuticos. Su comercialización también tiene rasgos específicos. El mercado puede considerarse en la práctica regulado, lo cual reduce sensiblemente los márgenes de beneficios, pero el 90% de las vacunas tienen un comprador predeterminado sin necesidad de campañas publicitarias. Campañas publicitarias, por otra parte, que las farmacéuticas incluyen como “costes de desarrollo” cuando nos cuentan lo que invierten para sacar cada medicamento al mercado. De todos modos, las vacunas presentan un problema. La práctica habitual en la introducción de nuevos medicamentos desde finales del siglo pasado, consiste en lograr su aprobación y su inclusión en los programas nacionales de salud para pequeños sectores de la población y, posteriormente, “descubrir” que se puede aplicar a masas mucho mayores de la misma. Por ese procedimiento, la fluoxetina, comercializada inicialmente como Prozac, acabó en el estómago de las mujeres para prevenir las molestias de la menstruación y la aspirina en el de los mayores de 40 años para prevenir los infartos cardíacos. Además, buena parte del calendario de vacunación de los países desarrollados lo copan enfermedades reconocidas como críticas mucho antes de que el dispositivo farmacológico alcanzara las dimensiones actuales. El propio calendario de vacunación parece anacrónico, pues entronca con el período en que la medicina y los medicamentos se entendían como factores de la salud productiva de un país y no, como ocurre hoy día, en tanto que motores del consumo. Si a ello añadimos que una vacuna implica, digamos dos dosis, comparadas con tratamientos de meses o de toda la vida para la enfermedad que previenen, comprenderemos la proliferación de los grupos antivacunas. Ni las vacunas encajan con los intereses de la industria ni con el dispositivo farmacológico en el que habitamos. Desde hace tiempo se viene trabajando para modificar esta situación. Por un lado, el crecimiento de bolsas de población que se niegan a vacunarse, pues prefieren incrementar las bien nutridas arcas de la industria con tratamientos más costosos que cualquier vacuna y a los que, obviamente, ésta ha financiado de un modo más o menos encubierto. Por otro lado, la aparición de vacunas contra “nuevas” enfermedades, que o bien siguen el patrón expansivo típico de las medicinas en general (caso de la vacuna del VPH que de aconsejable en las chicas jóvenes acabó recomendándose también para los varones) o bien exageran los riesgos para la población en general de enfermedades poco extendidas, caso de la vacuna contra la hepatitis-A. Pero todo este panorama también se ha visto sacudido por la COVID-19. 
   Para entender la tensión generada en el dispositivo farmacológico por la COVID-19 sólo hay que saber que uno de los primeros tratamientos contra el coronavirus que nos conmueve ha salido al mercado al módico precio de 2.000€ por paciente. Frente a eso, el centenar corto de dólares por dosis que prometen costar algunas vacunas, parece poco menos que un caramelo. Pero, a cambio, tenemos “el enorme interés” de los Estados. Naturalmente, este interés hace referencia a la enorme preocupación de nuestros gobernantes por nuestra salud y felicidad. China, por ejemplo, cifra la felicidad y salud de sus ciudadanos en poder pasar a la historia no como el gigante con pies de barro incapaz de controlar una enfermedad nueva y que la disemina por el mundo, sino como el suministrador de la salvación de la misma. En marzo ya anunciaba que tendría una vacuna a finales de abril, mostrando al mundo la superioridad de su modelo económico, científico y político. Aquella vacuna se estancó sin que se conozcan los motivos porque, en una muestra de lo que China entiende por “ciencia”, sus resultados continúan bajo el secreto de Estado. La que ahora va por detrás de otros cuatro proyectos tiene muy poco que ver con el anuncio de marzo. 
   Rusia se mueve por otros derroteros. Vladimir Putin, sin duda, puede considerarse el gobernante mundial más preocupado por el bienestar de sus ciudadanos (ricos) y les va a proporcionar una vacuna, lo más tardar, para octubre. Nadie entiende muy bien la celeridad mostrada por sus laboratorios, pero se ha anunciado que algunos científicos implicados en el proyecto se la inocularon ellos mismos como parte del desarrollo de la “fase III” de cualquier medicamento. La “fase III”, teóricamente, alude a experimentos de doble ciego, lo cual significa que ni la persona que administra el medicamento ni la persona que lo recibe saben si se le suministra el producto que se ha de probar o un placebo. Por tanto, podemos tener claro que la “fase III”, sí que se la han saltado por completo. 
   Afortunadamente, ahí tenemos a los EEUU, el imperio puntero en hallazgos científicos, la cuna de la libertad y del compromiso de los gobernantes con la felicidad y salud de sus gobernados… o al menos, de los votantes, porque se ha regado con millones de dinero público a la empresa privada Moderna para que pueda anunciar los resultados de sus investigaciones unos días antes de las elecciones. De este modo “Naranjito” Trump podría acudir a las urnas sin la pesada carga de su patente incompetencia a la hora de gestionar la crisis sanitaria. Y si no puede, se retrasarán las elecciones para asegurar su “limpieza”.
   El caso de los EEUU resulta particularmente locuaz. Los detalles del desarrollo de la vacuna manifiestan algo que en absoluto puede considerarse novedoso. Básicamente se trata de un paradigma de “colaboración del sector público y el sector privado” en el desarrollo de medicamentos. Todos los gastos corren a cargo de instituciones públicas, tales como el Instituto Nacional de la Salud (NIH) que ha creado la idea, diseñado los experimentos, seleccionado los sujetos de prueba y recogido los datos. Una vez obtenidos éstos en bruto, los técnicos de Moderna se han dedicado a darles forma para conseguir la aprobación de los sucesivos pasos por parte de la FDA, el organismo regulador. Además, se ha subvencionado descaradamente a esta empresa con dinero del Estado y de fundaciones privadas. Eso sí, Moderna se llevará todos los beneficios de la comercialización mientras los centros de investigación públicos del NIH vuelven a su lánguida existencia de “burócratas que no inventan nada”, demostrando, una vez más, la superioridad de la iniciativa privada, de la economía de mercado libre. Y ahora, ya podemos entender por qué, pese a que resulta económicamente más beneficioso el desarrollo de tratamientos que de vacunas, se ha desatado una carrera entre las empresas del sector farmacéutico por dotar a la humanidad de una vacuna que nos proporcione salud y felicidad.