domingo, 16 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (y 3)

   Entender el papel de los organismos encargados de aprobar los medicamentos resulta extremadamente simple si tomamos como ejemplo la vacuna contra la Covid-19. Tenemos, de un lado, el poder inmenso de gobiernos que quieren presentarse ante sus ciudadanos como los salvadores de la pandemia. Tenemos, de ese mismo lado, poderosas industrias farmacéuticas que han tenido gastos de desarrollo y, algunas, de fabricación de una vacuna todavía no aprobada, y ante las que se extiende un proceloso horizonte de ganancias. Del otro lado, tenemos un puñado de funcionarios cuya carrera profesional sólo puede seguir una dirección ascendente bien como asesores de esos gobiernos o bien como ejecutivos de esas empresas farmacéuticas. ¿En serio alguien pretende que su decisión se base en criterios científicos, que su juicio tenga un carácter imparcial, que sopesen, pensando en el bien de todos, la contundencia de las pruebas? La “valentía” de las empresas que fabrican productos antes de su aprobación sólo demuestra su convicción de que el producto se aprobará, con independencia de lo que ocurra en la fase III. De hecho, la llegada a la fase III marca sistemáticamente el momento en que las acciones de la compañía de turno se disparan en bolsa, pues todo el mundo sabe que la “cientificidad”, la “empirie”, los hechos, no importan nada cuando del dispositivo farmacológico hablamos. Él regula qué vamos a entender como “hechos”, él decide en qué consiste la “empirie” y él dictamina qué puede considerarse “científico” y qué no. La fase III, como decíamos, como hemos podido observar estos días, forma parte de la campaña comercial de los productos aún no aprobados, marca el momento en que comienza el asalto a los organismos reguladores, el inicio de las ganancias, vía capitalización en bolsa, poco más. 

   Cuando los “expertos” hablan de la “seguridad” de las vacunas en desarrollo se refieren a la seguridad de que se las aprobará; cuando subrayan su “eficacia” se refieren a la eficacia de la maquinaria que las va a poner en el mercado;  cuando mencionan la “protección” que ofrecerán, se refieren al modo en que los Estados han protegido ya a las compañías farmacéuticas contra cualquier litigio que quieran emprender los dañados por estas vacunas desarrolladas de acuerdo con los procedimientos habituales. ¿Para qué necesitan las empresas farmacéuticas un paraguas legal contra las demandas si han actuado del modo “riguroso” y “científico” de siempre? ¿Cómo pueden temer que las vacunas acaben causando más perjuicios que beneficios si se han probado en "miles" de sujetos? ¿Acaso ni ellas mismas se creen la pretendida base empírica que sustenta su negocio?  ¿Por qué ningún “experto” ha formulado esta pregunta? ¿porque ya no queda “experto” alguno que no reciba cheques de esas mismas empresas? ¿porque “experto” puede considerarse hoy día sinónimo de “gancho de trilero”? 

   Tomemos la cuestión menos importante de todas, la menos trascendental, la única que el dispositivo farmacológico nos permite ver: el precio. Leamos lo que un medio de comunicación cualquiera dice acerca del precio de esta vacuna y podrá comprenderse fácilmente cuántas voces, de las que conforman el discurso único sobre la salud y la enfermedad, pueden considerarse independientes. Da igual qué medio de comunicación de masas consulte, siempre encontrará el mismo planteamiento. Algunas de estas vacunas “seguras”, “eficaces” y “protectoras”, saldrán al mercado con el precio de unos pocos cientos de dólares. Otras lo harán a una décima parte de ese precio. Se discute con fruición si esa diferencia no debiera desencadenar una deflación que procure vacunas al más bajo precio posible. Las voces más díscolas señalan que incluso los precios más bajos dejarán fuera de la lucha por conseguirlas a los países pobres y necesitados. Las voces más ortodoxas comparan estos precios con el de vacunas fuera del calendario oficial. Inmediatamente se desvía la atención acerca de la “gran discusión”: ¿a quién se debe administrar antes? Como siempre que hay que tapar algún muerto, aparecen los especialistas en ética para asegurarse de que no quede nada del cadáver a la vista. Mientras tanto, nadie denuncia la desnudez del rey. 

   No hay modo de comparar la vacuna contra la Covid-19 con ninguna de las vacunas en circulación. En primer lugar, como señalamos en entradas anteriores, ya hemos pagado por ella porque nuestros impuestos financiaron la investigación que ha permitido su hallazgo, así que si se nos cobra un miserable céntimo, debemos considerar excesivo su precio. En segundo lugar, esta vacuna, a diferencia del resto de vacunas, no se va a administrar a los recién nacidos, sino a todo el mundo. En consecuencia, por exiguo que resulte su precio, multiplicará por una cifra con varios ceros todo coste en investigación, desarrollo o comercialización que las empresas hayan podido llevado a cabo. Los beneficios van a alcanzar niveles desproporcionados comparados con lo poco que se nos va a ofrecer. Sobre todo porque, cuando ya todos nos hayamos vacunado, este virus que tan poca capacidad de mutación ha demostrado hasta ahora, “mutará”, obligando a renovadas campañas de vacunación a mayor gloria de quienes exigirán entonces cantidades no tan módicas para garantizar la “salud” de todo el mundo.

   Llevo ocho páginas de apretada letra escribiendo sobre el tema y no hago más que dar vueltas en torno a lo fundamental sin haberlo mencionado aún. Lo fundamental consiste en que el dispositivo farmacológico no lo conforman lo “expertos”, ni los periodistas, médicos y miembros de comités deontológicos que canalizan nuestro pensamiento "libre", ni los gobiernos, ni las empresas farmacéuticas, ni “los poderosos”. En el núcleo mismo del dispositivo farmacológico nos encontramos nosotros. Nuestro modo de pensar constituye su motor, el corazón que bombea sangre a su cerebro y oxígeno a sus músculos. Porque nosotros, todos nosotros, quienes saben esto, quienes no y quienes, de alguna manera lo barruntan, incluso Ud. que acaba de llegar leyendo hasta aquí, queremos tomar algo, funcione o no. Tomar algo, con independencia de que sirva, de que cure o de que mate, tomar algo para lo que tengo, para lo que alguien se ha inventado que tengo, para lo que creo tener o para lo que pienso que puedo llegar a tener, se ha convertido en la aspiración suprema de quienes vienen naciendo desde la parte final del siglo pasado. Y en esto, amigos míos, consiste la gran enfermedad de nuestra época.


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