domingo, 19 de julio de 2020

Otro conflicto centenario.

   La segunda década del siglo XX convirtió el Cáucaso en un auténtico rompecabezas. La Revolución de Octubre trajo como consecuencia el debilitamiento del poder de Moscú en la zona, a la vez que la expansión de las ideas comunistas y las ambiciones del imperio otomano. El fin de la Primera Guerra Mundial, por contra, significó la caída de éste y la revolución de los Jóvenes Turcos que fundaron la moderna Turquía, momento que aprovechó la naciente Rusia bolchevique. Entre medias se fundó la República Federativa y Democrática Transcaucásica, entidad que nunca tuvo una existencia más allá del papel pues englobaba territorios sumidos en disputas étnicas y políticas más o menos sangrientas. No obstante, bajo este formato, se integró en lo que acabaría siendo la URSS. Los armenios, que no compartían con los turcos idioma ni religión, consideraron cualquier situación que los alejase de ellos algo favorable, así que la revolución de los Jóvenes Turcos les pilló alineados con Rusia y su comunismo, incluyendo la amplia masa de población armenia que vivía en Anatolia. Parte del nacimiento de lo que conocemos como Turquía se forjó sobre una represión de los armenios que tomó la forma de genocidio sistemático, enviando a la inmensa mayoría de quienes lograron sobrevivir al exilio. El resultado es que hoy día, de los 15 millones de armenios que bien podría haber en el mundo, 12 viven fuera de Armenia. Durante la anexión soviética, Moscú prometió a los armenios la independencia y la unidad de los territorios de mayoría armenia y a los azeríes la independencia y la unidad de lo que habitualmente había venido siendo su país. En medio quedaba lo que solemos llamar Naborno-Karabaj, una meseta a unos 950 metros por encima del nivel del mar, que por aquella época habitaba un 92% de población armenia, y el corredor de Lachin, entre esa meseta y la frontera armenia, también habitado mayoritariamente por armenios. Stalin acabó disolviendo la República Transcaucásica y fundando las actuales Georgia, Armenia y Azerbaiyán, con estos territorios bajos administración de Bakú. 
   El 7 de diciembre de 1988, un terremoto de 6,8 en la escala Richter devastó el norte de Armenia, destruyendo 58 poblaciones y dañando cerca de 350. Los cálculos hablan de 38.000 muertos y más de 100.000 heridos. Una comunidad internacional, conmocionada por las imágenes y deseosa de mostrar su buena voluntad para con el muy perestroiko Gorbachev, recaudó más de 500 millones de dólares para reconstruir la maltrecha economía armenia. Pero no todo el dinero se dedicó a la reconstrucción. Un mes después del terremoto, las manifestaciones a favor de la independencia condujeron a una votación en el parlamento de Naborno-Karabaj en favor de la autodeterminación, reavivando matanzas y limpiezas étnicas entre armenios y azeríes que ya no han cesado. En noviembre de 1989, las autoridades del enclave proclamaron su unión con Armenia, a lo que Azerbaiyán respondió con la disolución de los órganos de poder autónomos y la toma directa del control por parte de Bakú. Para 1990, los armenios ya tenían unas fuerzas de defensa propias bien equipadas y un líder, Levor Ter-Petrosyan que había hecho carrera azuzando los sentimientos nacionalistas en Naborno-Karabaj. El 10 de diciembre de 1991, en pleno proceso de disolución de la URSS, el enclave votó en un referéndum, boicoteado por la población no armenia (en ese momento algo así como el 25%), la independencia respecto de Azerbaiyán. Lo que hasta entonces había consistido en una larga serie de incidentes armados por parte de la población civil, devino una guerra abierta entre las dos recién nacidas repúblicas. Armenia tomó la iniciativa, conquistando el corredor de Lachin, asentando su dominio sobre la meseta y más allá, llegando a colocar bajo su poder algo así como el 14% del territorio azerí. Ninguno de los dos bandos tuvo muchos inconvenientes en disparar contra la población civil, masacrar prisioneros o contravenir cualquier norma internacionalmente reconocida en combate. Tras múltiples gestiones rusas, en 1994, después de que la guerra hubiese costado varios miles de vidas y hasta un millón de desplazados, se firmó un alto el fuego que continúa siendo el único compromiso mutuo de las partes en conflicto. Periódicamente, se reanudan los choques entre las fuerzas armadas de uno y otro país y, de modo casi continuado, la población civil mantiene su hostigamiento contra el correspondiente “enemigo”. En 2008, el esporádico intercambio de disparos de francotiradores o de ametralladoras se convirtió en un duelo de artillería con varias decenas de soldados muertos. En 2016, la “guerra de los cuatro días” se llevó por delante la vida de tres decenas más. Esta semana otra veintena ha muerto en una nueva escalada bélica. Todo ello sin dejar de profundizar en un enfrentamiento diplomático con unos y otros buscando declaraciones, mediaciones y apoyos de los más diversos órganos internacionales. Tampoco han faltado los intentos por resolver una situación que ha empobrecido hasta límites poco soportables a ambas partes. Armenia, cuyos sectores productivos dependían al comienzo de la guerra en un 85% del transporte de mercancías por tierra desde los puertos del Mar Caspio, ha visto cerradas sus fronteras con Turquía y Azerbaiyán, lo que la ha llevado a depender en exceso de dos vecinos altamente inestables: Georgia e Irán. Azerbaiyán, por su parte, país rico en petróleo y gas, se ha encontrado con dificultades para comercializarlos sin conductos que pasen, precisamente, por la zona de mayoría armenia de su territorio. A ello hay que unir la sangría de dinero que supone para las arcas públicas de ambos una absurda carrera armamentística. La diáspora armenia asentada en los EEUU, que sostiene uno de los lobbies más influyentes en Washington, harta de enviar dinero a casa sin ver mejoría por ninguna parte, se volcó con la candidatura a la presidencia de Obama, esperando que una mediación norteamericana lograra avanzar más de lo que hasta ahora han conseguido los rusos o la OSCE. Aunque Obama sonrió mucho y prometió algo, sabiendo el avispero al que querían llevarlo, se limitó a obtener una fotografía con los presidentes de ambas repúblicas en 2001. El propio Petrosyan, encumbrado por la guerra de Naborno-Karabaj, tuvo que renunciar en 1997 después de haber firmado un acuerdo con Bakú que suponía un regreso gradual del enclave a control azerí y que, a cambio, garantizaba la tan necesaria reapertura de fronteras con sus vecinos.
   No se entenderá nada de lo que he venido relatando si no se tiene en cuenta que no hablamos de un conflicto religioso, étnico y ni siquiera territorial. Para los armenios esta cuestión, como todas, consiste en evitar un nuevo genocidio, quiero decir, es una cuestión de vida o muerte. Desde Azerbaiyán, por contra, la cuestión no consiste tanto en recuperar el control sobre las zonas perdidas como en quién utiliza esta pérdida para tomar el control del gobierno y cómo fastidiar al molesto vecino. Por eso perdieron la guerra contra unos armenios en inferioridad numérica y por eso se ha producido esta escalada. 
   El gobierno de Erdogan, que parece haber comprendido por fin las reticencias de su alto mando a meterse en la guerra siria, se ha apresurado a mostrar su total adhesión a Azerbaiyán, conocedor de los quebraderos de cabeza que una reanudación de la guerra puede suponer para Moscú. Oficialmente Rusia comparte bando con Armenia, por la pertenencia de ambas a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, pero la reciente llegada al poder de Nikol Pashinián ha supuesto el desmantelamiento de toda la élite prorrusa que habitualmente rodeaba a los gobiernos de Ereván. Ilham Alivev, que heredó la presidencia de la democracia azerí de su padre, que en cada elección obtiene más votos que en la anterior, que acumula 15 años de mandato y al que le quedan como poco otros seis, parece creer que ha llegado la hora de su presidencia vitalicia. El año pasado firmó con Europa la versión corregida y aumentada del Gasoducto del Cáucaso del Sur, que permitiría traer gas de Azerbaiyán. En realidad, aquí llegaría con cuentagotas, pero lo que ha llegado a manos llenas son los regalos del presidente al Consejo de Europa (por cierto, con varios miembros españoles del PP implicados) para que no se den cuenta de cómo se estrangula lo que queda de prensa independiente en el país caucásico. Tanto la posibilidad de proporcionar a Europa una alternativa al gas ruso como la negociación con Rusia para incluir su gas en esta vía de comercialización, atarían las manos a cualquiera que denuncie su nueva versión de un clásico muy antiguo: vierte sangre inocente en nombre de la patria y obtendrás la absolución de todas tus corruptelas.

domingo, 12 de julio de 2020

Nuevos fundamentos de biosemiótica

   Se denomina “biosemiótica” a un conjunto de investigaciones que pretenden entender los procesos biológicos en términos de códigos, significados e información. Aunque puede encontrársele antecedentes lejanos, suele señalarse a Thomas Sebeok, como la persona que ayudó al nacimiento de la criatura. Trabajador incansable y con una capacidad, probablemente única, para poner a desarrollar proyectos comunes a investigadores de diferentes áreas, se rodeó de un conjunto de antropólogos, semiólogos, etólogos y personajes en los lindes de las más diferentes disciplinas, para que aportaran sus puntos de vista sobre el tema común de la semiótica de la vida. A la muerte de Sebeok en 2001, la biosemiótica había alcanzado tal grado de desarrollo que la muy prestigiosa editorial científica Springer, le dedicó una colección, síntoma inequívoco de que consideraba cuantiosa la tajada que podía sacar del mercado potencial.
   La idea, para decirlo con brevedad, parece un acierto extraordinario. Al fin y al cabo, nos resulta difícil ya entender el DNA, el RNA y las proteínas de otro modo que como códigos que se leen a sí mismos formando auténticos textos, quiero decir, seres vivos. Como seres vivos interactuamos entre nosotros a través de códigos más elaborados que permiten sutiles comunicaciones inter e intraorgánicas incluyendo el cortejo a lo largo de toda la escala evolutiva o el proceso por el que se produce y transmite información en nuestros cerebros. El desarrollo de la semiótica como disciplina con pretensiones de independencia a partir de los años 70, prometía, pues, arrojar una nueva luz sobre los procesos biológicos y convertirse en la puerta de entrada, por atrás ciertamente, en el santo grial de la conciencia. Hasta aquí, como digo, todo bien. Ahora empiezan las pegas. 
   Desarrollada en los años en que las becas de la universidades norteamericanas consiguieron borrar la memoria de Ferdinand de Saussure de la semiótica, la biosemiótica ha demostrado una gratitud comprensible hacia quien tenían interés en encumbrar aquéllas: Charles Santiago Sanders Peirce. Peirce, tan concienzudo describiendo los modos de circulación de signos como ignorando sus modos de producción (para no desvelar a quién le resulta útil el pragmatismo), puso las bases de una disciplina que tardó casi un siglo en desarrollarse y estableció los conceptos elementales que explican el intercambio de información. En el desempeño de esa labor, consiguió embarrarlo todo con conceptos mal delimitados y presupuestos metafísicos difícilmente asumibles, convirtiendo en arduas escaladas lo que debería suponer agradables paseos. Así, por ejemplo se nos hace aprendernos diez tipos de signos y 56 posibles combinaciones entre ellos para concluir que “todo es signo”, viaje, que, con toda seguridad, se podía hacer con alforjas más livianas. Todavía peor, en sus textos y de modo más penoso en el de sus epígonos, se intercambian despreocupadamente “signo” y “representación”. Esta “representación”, a su vez, se formaliza mediante condicionales, mostrándose Peirce mucho menos anticartesiano en semiótica que en antropología, pues para él, como para Descartes, lo definitorio de la representación consiste en no coincidir con lo representado y que pueda considerársela verdadera siempre que en ella no haya más realidad que en lo que dice representar. La representación así entendida, crea inmediatamente dos huecos a los cuales niega y a través de los cuales circula: el objeto al que representa y con el cual no se identifica y el sujeto ante el cual lo representa y con el que tampoco se identifica. El objeto quedará definido como lo que no existe más que en lo contenido en las representaciones y el sujeto como aquello que no contiene nada más que representaciones, en definitiva, dos vacíos rellenados por la única realidad, la representación. Pero Peirce, como Descartes, carece de la radicalidad suficiente para sacar semejante conclusión y se queda con la idea de que cualquier intercambio de información tiene que basarse en tres totalidades constituidas y sobre las cuales no se debe indagar genealógicamente el proceso que las ha hecho aflorar. Así que en todo proceso semiótico tiene que haber un objeto, un código y un sujeto y si falta alguno de estos tres elementos, ya no hablamos de semiótica.
   Si ahora aplicamos la semiótica cartesiana de Peirce a la biología, tenemos asegurado el desparrame. En efecto, tomemos el código genético. Sólo podemos hablar de él en términos de “código”, de acuerdo con Peirce, si “representa” un cierto “objeto” al cual niega mediante dicha representación. Congresos, seminarios, artículos y libros de biosemiótica discuten acaloradamente si por tal “objeto” hay que entender los genes, la lucha selectiva por la existencia o todo el proceso evolutivo que ha llevado hasta el surgimiento de la criatura en cuestión. En cualquier caso, el DNA constituye, obviamente, el “objeto” “representado” por los RNA mensajeros, transferentes y demás y éstos, a su vez, se convierten en objetos “representados” en las proteínas. Los más avanzados advierten que entre las proteínas y lo que llamamos “sus” genes hay la misma relación que entre Donald Trump y el resto de presidentes norteamericanos, quiero decir, un cierto je ne sais quoi. Pero eso no evita que las proteínas queden conceptualizadas como “representaciones”, las cuales, obviamente, dentro del más estricto pragmatismo, tienen que servir para algo y ésa "es su verdad". Ahora bien, nos queda un elemento, un elemento al que, para más inri, Peirce denominó sin cortarse un pelo, “cuasimente”, quiero decir, el sujeto. Por tanto, a los RNA, las proteínas, las células y hasta a un caballo llamado “Clever Hans”, deben considerárselos “cuasimentes”, sujetos productores de cadenas de signos susceptibles de interpretación. Todavía mejor, la propia naturaleza del signo depende en Peirce, del “intérprete”, por lo que nada impide meter al DNA en la misma categoría simbólica que el poste de un barbero, la gráfica de Snellen o Lo que el viento se llevó. Llegados hasta aquí, ¿por qué pararse? Podemos interpretar la redundancia como sinonimia, la lucha por la supervivencia como el conflicto de las interpretaciones, el azar como convención, la convención como selección natural y la la selección natural como el mecanismo que elige ¡¡eidos platónicos!! proclamar la necesidad de sustituir la biología por la hermenéutica, destronar a Darwin y colocar en su lugar a Peirce, repetir hasta la saciedad que la biosemiótica “es” una ciencia para que nadie se atreva a pedir algún hecho que avale semejante eslogan y rematarlo todo señalando que, dado que no existe información en sentido objetivo, dado que “todo es código”, tiene que haber un sujeto para el cual la naturaleza aparece como código, un intérprete de la misma, el Gran Hermeneuta. Ahora ya podemos entender por qué Vattimo acabó bautizándose y por qué buena parte de quienes se han apuntado al carro de esta nueva disciplina lo han hecho para seguir los pasos de Peirce en su intento por encontrar un buen Dios útil pragmáticamente. En medio de todo este marasmo feyerabeniano en el que ya todo vale, biólogos horrorizados han comenzado a afirmar que eso de los “códigos”, las “transcripciones”, las “traducciones” y las “señales”, en realidad, formaba parte de las típicas guasas entre colegas y que ahí no hay nada que merezca la pena rascarse, arruinando de este modo, un prometedor campo de estudios interdisciplinares. 
   Urge, pues, hacer justicia a la grandiosa figura de Peirce para que no vuelva a acercarse a la biología. Urge llamar a Foucault para que nos explique cómo los códigos fabrican sujetos y objetos a partir de ellos. Urge abandonar la palabrería acerca de los “intérpretes” y las “cuasimentes” para indagar en los procesos de constitución de los signos, las linealizaciones y las lecturas. Urge dejar bien claro que el significado siempre señala el plegado y, más en concreto, las posiciones que lo permiten. Urge, en definitiva, una nueva fundamentación de la biosemiótica.

domingo, 5 de julio de 2020

Y, después de Naranjito, ¿qué?

   A la muerte de Julio César, Roma se sumió en una guerra civil de la que salió victorioso Cayo Octavio Turino, sobrino nieto del anterior y al que el Senado nombró emperador con el nombre de Augusto, el 27 antes de Cristo. A Octavio se debe la conocida pax romana, un período de crecimiento y prosperidad mientras que los conflictos se mantenían en los límites del imperio. La red de carreteras, una amplia inversión en obra pública, la reforma de los impuestos y del cuerpo legislativo, el establecimiento de un ejército permanente y otras reformas pusieron los cimientos de lo que todos recordamos hoy bajo la etiqueta de “imperio romano”. Pero los herederos naturales de Octavio murieron o cayeron en desgracia, así que el trono imperial acabó llegando a Tiberio, cuyas desavenencias con Octavio le habían costado el destierro. 
   Tiberio gobernó ya sin muchas de las apariencias republicanas que Octavio había mantenido, de hecho, no aceptó el título de “imperator”, hasta que no se lo libró de la limitación temporal que este cargo había tenido con su antecesor.  Pero, según las crónicas, el carácter huraño de Tiberio, maleado por las intrigas de palacio, un cierto complejo por su calvicie y unas úlceras faciales, lo fueron haciendo cada vez más refractario al ejercicio del poder. Probablemente, Tiberio hubiese sido más feliz al mando de una legión en las fronteras del imperio que en Roma. Eligió a la guardia pretoriana como su principal apoyo y a su comandante en jefe, Sejano, como su “compañero”, retirándose a Capri, según dicen, para entregarse a perversiones varias. Sejano ya no fue ni “príncipe” de una república, ni “emperador”, sino simple tirano dispuesto a anegar cualquier oposición a sus deseos con un baño de sangre. Finalmente, creó tantos enemigos, que el sobrino de Tiberio, convenció a éste para deponerlo y ejecutar a sus partidarios.
   Tiberio, que no parece haber querido el bien ni para sí mismo, no nombró sucesor, esperando que, tras él, viniera una guerra que lo devastara todo. Sin embargo, la denuncia por parte de su sobrino del mal que a su imagen estaba causando Sejano, le llevó a otorgarle parabienes que hicieron pensar en él como su legítimo sucesor. Se trataba, en efecto, del hijo del bienamado Germánico Julio César, Cayo Julio César Germánico, aunque todo el mundo lo conoce por el apodo que le pusieron las tropas de su padre, “sandalitas” o, en latín, Calígula.
   Calígula no empezó mal, el pueblo tenía grandes esperanzas en él, los círculos del poder lo recibieron con agrado y respondió con el inicio de reformas bien encaminadas. Una enfermedad sufrida al comienzo de su reinado y errores administrativos de bulto lo cambiaron todo. Las arcas del imperio se vaciaron, el hambre se apoderó de Roma y la corte se convirtió en un compendio de depravaciones. La sangre corrió con abundancia y sin muchos fundamentos racionales. En esencia, cualquiera podía caer prisionero, torturado o muerto porque a Calígula se le había torcido un cable. Los pocos historiadores que conocieron de primera mano este período y pudieron dejar constancia escrita de él coinciden en que fue una época de tiranía, crueldad, extravagancia y perversión. Hartos de sus veleidades, una parte de su guardia lo asesinó. A su muerte siguió la de toda la familia imperial. Pero la guardia pretoriana, que se quedaría sin trabajo si se proclamaba la república, encontró a un miembro de la misma escondido detrás de una cortina y lo nombró emperador. Se trataba del viejo, duro de oído, cojitranco y tartamudo Tiberio Claudio César Augusto Germánico. 
   Claudio, de quien hasta su madre se avergonzaba en público, a quien todo el mundo tomaba por idiota, había sobrevivido a las intrigas de la corte, precisamente porque nadie se lo tomaba en serio y lo nombraron emperador por el mismo motivo. Parecía el tonto útil perfecto. Sin embargo, Claudio demostró conocimientos, inteligencia y astucia suficientes para llevar a cabo un buen gobierno durante más de una década, conduciendo al imperio a su último período de expansión, reformando la administración y promoviendo una ingente obra pública. Comprensiblemente, el pueblo le tomó sincero afecto al viejo rey leño. Sin embargo, los historiadores suelen recordarlo por una de sus pocas decisiones erróneas, dejar al margen de la línea sucesoria a su hijo Claudio Germánico y elegir a su hijastro, Nerón.
   Cuento todo esto porque, en el surgimiento de nuestra era, podemos ver una línea de desarrollo muy característica de los sistemas políticos. Lo malo no es que Augusto dejara de lado la república, con sus ventajas e inconvenientes para convertir a Roma en un imperio. Lo malo es que esa decisión hizo posible algo como el reinado de Tiberio. Con su llegada al poder, muchos, muchos de los enemigos del sistema imperial, se encogieron de hombros y dijeron “bueno, más o menos, es lo mismo que Augusto”. A su vez, lo malo de Tiberio no consistió en que fuese Tiberio y en que hiciese lo que hizo, lo malo de Tiberio radicó en que hizo posible a Calígula y, una vez más, los enemigos del imperio popularizaron la especie de que, “bueno, más o menos es lo mismo que Tiberio”. Pero, tras el paréntesis de Claudio, volvemos encontrarnos en la misma situación. Ya que alguien como Calígula pudo gobernar durante años, “más o menos, Nerón era lo mismo”. 
   En España lo hemos podido ver también. A Adolfo Suárez, que figura en los libros de historia y a quien todo el mundo le dedica ahora elogios, vino Felipe González. Muchos dirán, “bueno, más o menos es lo mismo”, también figura en los libros de historia. Sí, lo hace, pero porque han omitido episodios como los GAL, la fuga de Roldán o el grácil encogimiento de hombros y el comentario de “sé lo que publican los periódicos” con que sazonaba cada escándalo de corrupción de sus ministros. Felipe González hizo posible un figurín como José María Aznar y éste un lacio como el Zapatitos, éste a un hagonada como Mariano Rajoy y éste a un Pedro Sánchez “el renacido”, que clama contra quienes pactan con Vox, mientras pacta con Bildu. La pregunta obvia es: ¿qué hará posible Pedro Sánchez?
   Este tipo de problemas no es universal. Sabemos, por ejemplo, que Putin no va a hacer nada posible porque después de Putin vendrá Putin y después de él, la momia de Putin. Pero sí que podemos encontrar este problema en los EEUU. Donald Naranjito Trump alcanzó el poder hace ya cuatro años. Puede que salga reelegido y puede que  no, pero, ¿qué va a hacer posible? ¿a Kanye West? ¿"más o menos lo mismo"?

domingo, 28 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración?" de I. Kant (y 5)

   Kant no considera a su época una época “ilustrada”, pero sí considera a su rey, un rey ilustrado. La Ilustración, tarea en progreso en lo que se refiere al común de los mortales, se halla plenamente materializada en la figura de Federico II de Prusia, “el grande” o “el filósofo” o, según Voltaire, “la amable ramera”. Voltaire, en efecto, se encargó de inocular en la historia la idea de la homosexualidad de Federico, al cual su padre había casado con  Isabel Cristina de Brunswick-Bevern, mujer en la que el joven príncipe, ya antes de la boda, confesó que no podría encontrar ni una amiga ni una amante. Le faltó tiempo para alejarla de él tan pronto como accedió al trono. Quizás a Federico le concede el honor Kant de dar nombre a su siglo, precisamente porque encarna la separación entre un uso público y un uso privado de la razón del mismo género que Kant propugnaba para sus súbditos. El rey que se dejaba convencer para dar a la imprenta un libro titulado Anti-Maquiavelo, echaba mano de las ideas del pensador de Florencia para lanzar una “guerra preventiva” que le permitió hacerse con Silesia. El rey que componía poemas y deliciosas piezas musicales para flauta, redactaba códigos disciplinarios para su ejército que incluían azotes con vara para cualquier soldado que llevase un botón desabrochado de su guerrera durante el combate. El monarca que gustaba rodearse de librepensadores extranjeros, imponía una censura sin demasiados miramientos contra los librepensadores nacidos en sus territorios. Eso sí, a Federico II parecían importarle bastante poco los asuntos religiosos, incluyendo los de sus administrados. En esta desidia, encontrará Kant una de las principales razones para loarlo, pues, como expresa muy claramente, la opinión que tengamos sobre Dios importa más para dictaminar el grado de Ilustración conseguido que la opinión que tengamos sobre quiénes deben gobernar un país. El propio Kant, animado por la manga ancha mostrada por el monarca, decidirá llevar a la imprenta sus famosas tres Críticas, seguidas por los ensayos que componían La religión dentro de los límites de la razón. Pero justo en esta nueva eclosión de escritos kantianos tras diez años sin publicar nada, acontece la muerte del “gran” Federico y accede al trono su sobrino Federico Guillermo II.
   Con la misma sensibilidad para el arte que su antecesor, Federico Guillermo, se rodeó, sin embargo, no de librepensadores, sino de personajes inclinados a la alquimia, el oscurantismo y la defensa a rajatabla de los textos sagrados. Novalis entendió que la gran cuestión planteada por la Crítica de la razón pura consistía en si podía seguir existiendo la magia y el empeño de Kant de cargar contra Swedenborg muestra que, probablemente, la lectura de Novalis se hallaba mucho más cercana a los motivos últimos de Kant que muchas lecturas que han venido después. El propio Johann Christoff Wollner, el hombre que gobernó de facto durante el reinado de Federico Guillermo II, lo entendió así también, de modo que le envió un escrito, guardado por Kant con el celo de quien guarda el arma que lo ha herido, en el que exigía el cese de sus publicaciones sobre temas religiosos. Kant, el Kant que vemos en este escrito proclamar que la separación entre el uso público y el privado de la razón soluciona las contradicciones, el Kant que considera al imperativo categórico el faro imperturbable que nos guía en cualquier tiniebla, el Kant que no quiere abrir el menor resquicio a un deber de sabotaje, acata la orden de silenciar sus ideas, aunque ello implique cesar en el uso privado de la razón. Pero ahora anota: “si todo lo que se dice debe ser verdadero, no por eso es un deber decir públicamente toda la verdad”. Kant, una vez más, echaba mano de su bienquerido Federico, que ya propusiera como cuestión para un premio de ensayo “¿Puede ser útil engañar al pueblo?” Lo importante no consiste en que pueda decirse verdad, ni cuántos lleguen a ella, lo importante para que haya Ilustración consiste en que, al menos uno, el que gobierna, tenga valor para discernirla de la mena que la rodea. Él, ejercerá como adecuado tutor para la ilustración del pueblo, hasta que éste, alcance la deseada mayoría de edad. Por supuesto, Kant deja para otra ocasión identificar al juez que, imparcialmente, pueda decidir cuándo ha llegado tan venturoso momento, aunque, de acuerdo con la Crítica de la razón pura, texto en el que la propia razón se encargaba de señalar sus límites, podemos imaginar sobre qué parte en litigio va a recaer semejante función de juez. No obstante, al propio Federico no debió escapársele que tantas honras envolvían un regalo envenenado. Lo que en Platón aparece como un supuesto nunca explicitado, en Kant figura con todas las letras. El filósofo, el que ha alcanzado a conocer la verdad, el ilustrado, no tiene la opción de volver a la caverna y liberar a sus semejantes, sino el deber de hacerlo. Por tanto, abandonar lo que de ilustrado pudo haber en su reinado no hubiese supuesto para Federico “el filósofo” una traición de sus ideales, sino una negación de su deber y, como tal, una declaración pública de que sus órdenes no constituían mandatos racionales. Aún más, un rey de esta naturaleza tiene que entender como su deber expandir la Ilustración, muy especialmente si hablamos de expandirla hasta Polonia, abriendo la posibilidad de que los polacos salgan de su “estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial en esa condición”. Algo, que, por otra parte, garantizaba “la unidad del Estado” prusiano. Ese rey que “pensó como filósofo, pero actuó como rey”, a decir de Rousseau, en realidad, observó siempre los preceptos kantianos, pues aunque Kant pretendió superar la cesura que Maquiavelo impuso entre ética y política introduciendo el concepto del deber en el ejercicio de la función pública y considerando que a los Estados había que tratarlos como a los individuos, quiero decir, como poseedores de una mercancía llamada “dignidad”, al fin, no logró más que subsumir ética y política bajo el imperio de una racionalidad que quedaba, ella misma, fracturada irremisiblemente entre su uso autónomo por parte de los individuos y su uso impersonal por parte de los Estados.

domingo, 21 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración?" de I. Kant (4)

   De acuerdo con su principio de separación, Kant distingue dos ámbitos de racionalidad, el “privado” y el “público”. El “uso privado” de la razón señala dónde debe quedar contenida ésta mientras que se ejerce un cargo dentro de una institución tal como el Estado o la Iglesia. El “uso público” de la razón hace referencia al ámbito en el que ya no se habla o actúa en tanto que miembro de una institución, sino en tanto que individuo concreto, con nombre, apellidos y, por supuesto, conocimientos en algún género de materia. De este modo, Kant cree haber resuelto cualquier conflicto de deberes que pueda plantearse dentro del desempeño de una función y nos señala con claridad, que un soldado, mientras ejerce como tal, debe obedecer órdenes sin discutirlas, por más que al término de su servicio, pueda demostrar razonadamente la improcedencia de la táctica o estrategia adoptada; un ciudadano debe pagar sus impuestos, por más que, tras su debido abono, señale lo inadecuado de los criterios con los que se recaudan éstos o bien el uso inapropiado que se hace de ellos; y un sacerdote debe predicar la palabra de Dios de acuerdo con los dictados de la confesión a la que pertenece, aunque, cuando se baja del púlpito, tiene derecho a proclamar su desafección respecto de los mismos. Y, añade Kant, el soldado al que sus conocimientos le hacen incapaz de cumplir las órdenes, el ciudadano que considera insoportable la satisfacción de los tributos o el pastor cuyas creencias le hacen imposible defender los dogmas de su iglesia, no tiene más opción que abandonar las instituciones con cuyos principios se halla en tan drástico desacuerdo. 
   La solución kantiana encierra varios supuestos, paradojas y consecuencias, que han venido marcando nuestra época. La primera se halla contenida en el principio de separación mismo, ya que éste indica, claramente, que las soluciones creativas a los problemas deben buscarse prescindiendo de cualquier compromiso. En todo momento, hay que buscar soluciones ideales, alejadas de todo lo que quepa entender como "término medio". Kant no admite el menor uso público de la razón durante el ejercicio de un cargo ni el menor uso privado de la razón cuando hablamos como expertos en una materia. Como policía antidisturbios debo moler a palos a cualquier padre que trate de proteger a su hijo y como experto debo gritar a los cuatro vientos la cercanía de la catástrofe que se avecina. Separados en dos ámbitos, no puede haber la menor mezcla, amalgamiento ni, como dirá la tradición posterior, síntesis, entre ellos. Si hay una dialéctica kantiana, ésta se caracteriza porque los principios contrapuestos nunca acaban sintetizándose, sino separándose. Y, a la inversa, el compromiso de un individuo con la institución a la que pertenece tiene como límite estricto la duración del ejercicio de su cargo. Por tanto, se puede trabajar en Volkswagen y conducir un Opel, se puede ejercer de soldado teniendo convicciones pacifistas y, como resulta tan habitual en España, se puede formar parte del funcionariado a la vez que se defiende ardientemente el anarquismo. El único límite radica en que las preferencias por los coches de la marca de Rüsselsheim, el pacifismo o los ideales libertarios, no hagan insufrible el ejercicio de las funciones asignadas por “el enemigo”. 
   De un uso público y un uso privado de la razón sólo se pueden obtener individuos segmentados, quiero decir, que carecen de integridad. Resulta casi imposible no pensar en el buen hidalgo prusiano, deseoso por llegar a casa para jugar con sus hijos después de una dura jornada en el campo de concentración. La posibilidad de que exista una moral depende entonces en exclusiva de la racionalidad ínsita en las propias órdenes. En caso contrario, la solución kantiana al dilema entre la autonomía del sujeto racional y el Estado, se desmorona y la propia ética kantiana se pervierte de modo irremisible. 
   Supongamos que me llamo Fritz Lang y que Joseph Goebbels me hace ir a su despacho para proponerme que me haga cargo del estudio cinematográfico más importante de la Alemania nazi. Si yo, Fritz Lang, detesto a los nazis, entonces, según Kant, mi deber consiste, tan pronto como termine la reunión con Goebbles, en tomar con lo puesto un tren para París y desde allí telefonear a mi mujer para decirle que me marcho a los EEUU, precisamente lo que Fritz Lang hizo. Ahora bien, supongamos que me llamo Werner Heisenberg y que recibo órdenes directas de Hitler de fabricar una bomba atómica, ¿qué debo hacer? De acuerdo con Kant tengo dos opciones, la primera, aceptar el encargo y proporcionarle un arma como jamás había existido a un lunático como tampoco había existido ninguno hasta entonces, eso sí, protestando enérgicamente en mi tiempo libre. La otra consiste en tomar el camino de Fritz Lang y exiliarme. Resulta extremadamente importante comprender que en este caso no hay diferencia a la postre entre una y otra. Tras mi renuncia, con toda seguridad, Hitler le haría llegar el encargo a algún otro no más brillante que yo, Heisenberg, pero sí igualmente eficiente, con lo que, más pronto que tarde, acabaría teniendo su bomba atómica. Por otra parte, para una alemán exiliado, los círculos de Hollywood resultaban más acogedores que los círculos del Proyecto Manhatan, en el que, por otra parte, ya había talento de sobra. Obviamente, si aplicamos los principios de universalidad, de dignidad y de autonomía moral, mi deber sólo puede consistir en hacer todo lo posible porque alguien como Hitler no obtenga una bomba atómica, pero ninguna de las dos opciones que Kant plantea en la respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?” permite realmente cumplir con semejante deber. Queda, sin embargo, otra opción, a saber, proceder a separar entre un uso público y un uso privado de la razón dentro de su uso privado. Mi deber, el deber de Werner Heisenberg sólo podía consistir en aceptar la misión de Hitler y sabotearla. Por supuesto, no se trataba de hacer estallar nada, sino de dilatarla en el tiempo tanto que cuando los norteamericanos llegasen a los laboratorios alemanes apenas si hubiese allí un par de reactores enanos muy aptos para fabricar electricidad pero a décadas de desarrollo para cualquier uso militar. Como ya expliqué aquí, Heisenberg y su equipo hicieron precisamente eso, aunque dudo mucho que con voluntad real de sabotear nada. Sin embargo, este ejemplo muestra claramente cómo, ante órdenes irracionales, nuestro deber puede consistir en el sabotaje. Esto abre la cuestión clave que Kant no quiere abordar, la cuestión de quién y en base a qué criterios, decide acerca de la racionalidad o no de una orden.

domingo, 14 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración" de I. Kant (3)

   Una filosofía sin concesiones, un pensamiento sin dueño, rápidamente descubrirá lo extraordinario de la lista de tutores que proporciona Kant. Se trata de quienes, en la época de Kant, impedían que los sujetos pensasen por sí mismos, de quienes actuaban como guías impostados de sus intereses, de quienes ejercían como líderes del pensamiento con la finalidad de que nadie pensase nada inconveniente. En esta lista de tutores figuran los médicos. Los médicos, nos dice Kant, no se preocupan por nuestra salud, sino por nuestro pensamiento, por evitar que nos hagamos preguntas inconvenientes mediante el procedimiento de largarnos carnaza con la que cebar nuestro espíritu sin alimentarlo. Acudimos al médico con nuestra obesidad, con nuestra hipertensión, con nuestro colesterol, con nuestro coronavirus y nuestro cáncer, para evitar la pregunta clave de en qué clase de sociedad vivimos, que nos enseña a enfermar antes que cambiarla, a consumir antes que evitar el contagio, a deslizarnos inevitablemente en ese inmenso generador de flujos de dinero llamado enfermedad. Y, muy gustosamente, a cambio de una módica transferencia de efectivo, el médico nos indicará todo aquello que sus tutores le han dicho que tiene que contarnos, hacernos y vendernos, incluso aunque tenga la buena voluntad de contribuir a nuestro bien. A veces esos tutores podemos encontrarlos en la consulta, con un extraordinario aspecto de salud, bronceados, bien vestidos, atractivos, pero ya no los llamamos "tutores", sino "representantes farmacéuticos". A veces esos tutores resultan mucho más anónimos. Han redactado los textos en los que nuestros médicos aprenden cierto género de “verdad científica”, aunque no coinciden con los nombres que aparecen en la portada de esos libros y artículos. A ellos, a los que sí figuran, también se les ha pagado por aparecer ahí, como intrépidos especialistas de la disciplina, aunque pocas veces han leído el texto que firman y que salió no de sus ordenadores, sino de los departamentos de marketing del big pharma, terminados y completos, a falta de quien hubiera de figurar como su "autor". Todos ellos, departamentos de marketing, empresas farmacéuticas, médicos, “científicos” del ramo y, en definitiva, cualquiera que se dice "autor" de algo, que coloca un volumen en los estantes de una librería con la loable excusa de transmitir conocimientos, no hace más que vender y venderse. Y, por tanto, hemos de sospechar que también venden algo quienes dicen preocuparse por mi “alma” o por mi “conciencia moral”, al cabo, dos mercancías como otras cualesquiera del mercado. Pocas diferencias parece haber en estas líneas de Kant entre una religión y un chiringuito de playa. ¿Verdad que resulta raro que quienes predican la aplicación a los negocios, entre otros, de los principios morales defendidos por Kant, no hayan reparado en el anatema que Kant lanza en este texto contra ellos? Sin duda podemos incluirlos en la lista de tutores, junto con nuestros medios de comunicación, las redes sociales y, en definitiva, todo lo que vomitan nuestras pantallas, que se han convertido en nuestro Gran Tutor.
   Igualmente desapercibido ha pasado el afloramiento a simple vista de esa paradoja llamada “Kant” en este texto. En efecto, la labor del imperativo categórico, en cualquiera de sus tres formulaciones, radica en disipar las dudas que puedan existir a la hora de descubrir qué debemos hacer. Kant nos dice, que usando como faros la dignidad humana, la universalidad y la autonomía de la razón, podemos descubrir en cualquier circunstancia concreta cómo debemos actuar. Tal planteamiento implica que no puede haber conflicto alguno en el deber. Cualquier situación, enfocada de acuerdo con uno de los tres principios anteriores, con una de las tres formulaciones del imperativo categórico, nos dirá, por sí misma, el comportamiento correcto para un sujeto. En realidad, Kant supone (y a mí me parece una suposición correcta), que todos sabemos siempre en qué consiste nuestro deber. El problema radica en que cuando no lo tenemos claro, el imperativo categórico tampoco nos sirve para mucho. Supongamos que se me ordena enseñar toda la historia de la filosofía, desde sus orígenes hasta las corrientes actuales en su pormenorizado decurso a grupos de 37 alumnos y en dos horas de clase a la semana. O supongamos que se me ordena atender a pacientes con una enfermedad extremadamente contagiosa pero sin material para ello y sin equipos para mi protección. O supongamos que se me ordena obligar a los ciudadanos a que cumplan la ley pero sin contravenir en lo más mínimo sus voluntades. ¿Cuál podríamos considerar en tal caso nuestro deber? ¿en serio no hay un conflicto de deberes? ¿de qué modo me puede ayudar aquí cualquiera de las enunciaciones del imperativo categórico? Lo enfoquemos como queramos, existe una contradicción palmaria entre lo que yo, como sujeto racional autónomo, con nombre y apellidos, debo hacer (negarme a cumplir órdenes irracionales), y lo que yo, miembro del aparato del Estado, debo hacer en tanto que funcionario (cumplir las órdenes por muy absurdas que puedan parecer). El aspecto que una filosofía sin concesiones, que un pensamiento sin dueño, no puede soslayar aquí consiste en que no nos hallamos ante la primera ocasión en que Kant tiene que habérselas con contradicciones. Las contradicciones habían aparecido ya en la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, en la "Dialéctica de la razón pura práctica" de la Crítica de la razón práctica y en la “Dialéctica del juicio estético” y “Dialéctica del juicio teleológico” de la Crítica del juicio. Pues bien, en todos y cada uno de los casos en los que Kant se enfrenta con una contradicción hace lo mismo. No busca un compromiso entre los términos en conflicto, ni siquiera si entendemos por “compromiso” lo que después se llamará una “síntesis”. Tampoco renuncia a uno de los términos de la contradicción para quedarse con el otro. En todos y cada uno de los casos aplica lo que bien podríamos llamar un principio de separación. Este principio de separación consiste en que vamos a quedarnos con los dos términos de la contradicción, pero no a la vez. Uno de ellos operará en un determinado ámbito o en un determinado momento o respecto de un determinado tipo de preguntas o de situaciones. Al otro, a su contradictorio, le corresponderá el resto. Digo que a esto lo podríamos llamar “la paradoja Kant” porque resulta muy claro que las respuestas kantianas a cada una de las contradicciones con las que tuvo que enfrentarse resultó creativa, innovadora, y que resultó creativa e innovadora por la aplicación de un mismo principio, principio al que, en justicia, debemos considerar un principio de creatividad e innovación. Y, sin embargo, a Kant debemos la afirmación, aceptada de modo acrítico por todos los que vinieron después, de que un ars inveniendi, un sistema de principios de carácter universal que promoviesen la creatividad y la innovación, resultaba imposible.

domingo, 7 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración?" de I. Kant (2)

   La respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?” se halla en el primer párrafo del escrito kantiano. “Ilustración”, se nos dice allí, significa dejar atrás la época en que los seres humanos necesitaban de algún otro para guiar su propio entendimiento. Descartes había anunciado el advenimiento de una era en que la razón, con un método que ella misma se había otorgado, podía conocerlo todo. Sin embargo, Descartes no inauguró la Ilustración. Al descubrimiento de que la razón se bastaba a sí misma para llegar a conocer cuanto existe, hacía falta añadirle algo, algo que aporta la época de Kant: el valor para usarla. En la Crítica del Juicio, Kant nos dirá que la capacidad creativa depende de la genialidad, algo que no puede enseñarse ni transmitirse, sino que, en cierto modo, se tiene o no. Pero a la genialidad corresponde, como ámbito exclusivo, la creación artística. La ciencia, la filosofía, el saber en general, no dependen para nada de la genialidad, no hay genios en tales disciplinas. Para saber, para conocer, para forjar nuevas teorías y nuevas verdades, no hace falta genialidad alguna, sólo hace falta valor. Valor para usar el propio entendimiento, valor para afrontar los riesgos de hablar acerca de cosas que los demás consideran imposibles o inconvenientes, valor para desafiar los estándares de pensamiento establecidos. Nada más se necesita… y nada menos. A quienes afirman que “todo está descubierto ya”, quienes aseguran “que todo es mentira”, quienes se burlan de los que fracasan una y otra vez en su búsqueda de la verdad, no los adornan ni una profunda sabiduría, ni un recomendable escepticismo, ni una elegante arrogancia. Simplemente, tienen la valentía intelectual de las ancianitas temblorosas. Carecen del coraje necesario para abandonar su cómodo sofá, su manoseado mando a distancia, el confort de su caparazón de mentiras, para iniciar una búsqueda arriesgada y difícil. Ni el error, ni la confusión, ni la ignorancia pueden decirse lo contrario de la verdad. De la verdad no nos separa otro muro infranqueable, otra selva plagada de feroces carnívoros, otro abismo insalvable que nuestra propias pereza y cobardía. La verdad no constituye el privilegio de los genios, la verdad se halla al alcance de cualquiera que tenga el valor suficiente para buscarla. Cualquier esclavo, aunque haya nacido esclavo, aunque se encuentre en el fondo de una caverna, aunque lo hayan amarrado con cadenas a un poste que le obligue a mirar en una sola dirección, incluso el más mísero esclavo, decía, puede soltar sus ataduras y abandonar la caverna en dirección a la ilustrada luz del conocimiento. Sólo necesita valor
   Pero, “¡es tan cómodo ser menor de edad!” Cuando teníamos cuatro años queríamos jugar con los juguetes de nuestros hermanos de diez, cuando teníamos diez queríamos llamar la atención de quienes admiraban a nuestros hermanos de 16, cuando teníamos 16 queríamos acudir a las fiestas a las que acudían nuestros hermanos de 22. Ahora que tenemos, 30, 40, 50, 60 años... o el centenar que atesoro yo, añoramos tener cuatro años. Y lo mismo cabe decir de la historia de la humanidad. Añoramos la época anterior al coronavirus, la época de las guerras en que había buenos y malos, la época en que valerosos caballeros iban rescatando encantadoras damiselas, la época en que teníamos una correspondencia particular con el ser. Pero, sobre todo, añoramos esas épocas porque en ellas no teníamos que enfrentarnos con verdades con las que hoy tenemos que vérnoslas. El infante, como el esclavo, no necesita pensar, no necesita preocuparse por el mañana, no tiene responsabilidad. Y, a cambio, sólo ha pagado un módico precio: la libertad. ¿Para qué buscar la verdad si hay miles de libros que la cuentan? ¿para qué preguntarse por lo que importa si la televisión nos lo dice cada día? ¿para qué indagar por lo que me resulta más beneficioso si mi gobierno me lo procura? En este mundo sólo merece la pena morir por el dinero, porque si tienes dinero, fácilmente encontrarás a quien piense por ti, a quien supla tu cobardía. Por supuesto se le puede echar la culpa a los gobiernos de engañar a la población, a los medios de comunicación de masas de ocultar la verdad, a los políticos de mentir más que hablan, pero todos ellos se esfumarían en el aire si los ciudadanos tuvieran el coraje suficiente para pensar por sí mismos. Nadie más fácil de engañar que quien desea que se lo engañe y nuestra pusilanimidad, nos hace los seres más deseosos del mundo de que se nos embauque como a tiernos infantes.
   Rutinariamente, ante el menor atisbo de protesta, se nos muestran  los riesgos que conlleva caminar solos. Se retira la policía de zonas vulnerables para que las imágenes de los saqueos aterroricen a las clases medias. Se provocan espantosas oleadas de paro cada vez que la crisis azota al capitalismo para mostrarnos lo mal que nos iría sin él. Se lanza al ostracismo a cualquiera que sostiene una teoría rompedora para enseñar los riesgos que corre quien se atreva a salirse de la corriente principal del pensamiento para buscar la verdad. Se señala reiteradamente con el dedo los excesos, el celo sanguinario de los personajillos que aprovechan cualquier revolución para encumbrarse. Quienes ejercen como nuestros tutores, saben que no necesitan más, que sin mayor coerción, nuestra propia cobardía acabará por retrotraerlo todo a sus cauces habituales. 
   Inadvertidamente para el lector habitual, Kant acaba de introducir aquí un giro en su argumentación. En efecto, el texto comienza con una consideración negativa de la minoría de edad, a la que se describe como la época en la que los sujetos se hallan inevitablemente atados a unos tutores que los guían. Pero ahora se glorifica el olvido de los fracasos, de las equivocaciones, de los errores, como ejercicio necesario para encontrar el recto camino. ¿No se caracterizan precisamente los niños por olvidar rápidamente sus caídas, sus heridas y sus llantos? Aún más, ¿no asoma por aquí la necesidad de tutores que animen a proseguir en los esfuerzos por aprender, a la vez que limitan los daños de ese proceso de aprendizaje? ¿no ha creado Kant un conflicto al dotar de razón a ciudadanos meramente pasivos dentro la república ideal de Platón, recordemos, gobernada por filósofos? ¿Cómo podrá solucionarse si no se restringe el uso autónomo del entendimiento al mero empleo de una razón domesticada por el Estado, por el monarca ilustrado, por la sabiduría de quienes gobiernan?