domingo, 28 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración?" de I. Kant (y 5)

   Kant no considera a su época una época “ilustrada”, pero sí considera a su rey, un rey ilustrado. La Ilustración, tarea en progreso en lo que se refiere al común de los mortales, se halla plenamente materializada en la figura de Federico II de Prusia, “el grande” o “el filósofo” o, según Voltaire, “la amable ramera”. Voltaire, en efecto, se encargó de inocular en la historia la idea de la homosexualidad de Federico, al cual su padre había casado con  Isabel Cristina de Brunswick-Bevern, mujer en la que el joven príncipe, ya antes de la boda, confesó que no podría encontrar ni una amiga ni una amante. Le faltó tiempo para alejarla de él tan pronto como accedió al trono. Quizás a Federico le concede el honor Kant de dar nombre a su siglo, precisamente porque encarna la separación entre un uso público y un uso privado de la razón del mismo género que Kant propugnaba para sus súbditos. El rey que se dejaba convencer para dar a la imprenta un libro titulado Anti-Maquiavelo, echaba mano de las ideas del pensador de Florencia para lanzar una “guerra preventiva” que le permitió hacerse con Silesia. El rey que componía poemas y deliciosas piezas musicales para flauta, redactaba códigos disciplinarios para su ejército que incluían azotes con vara para cualquier soldado que llevase un botón desabrochado de su guerrera durante el combate. El monarca que gustaba rodearse de librepensadores extranjeros, imponía una censura sin demasiados miramientos contra los librepensadores nacidos en sus territorios. Eso sí, a Federico II parecían importarle bastante poco los asuntos religiosos, incluyendo los de sus administrados. En esta desidia, encontrará Kant una de las principales razones para loarlo, pues, como expresa muy claramente, la opinión que tengamos sobre Dios importa más para dictaminar el grado de Ilustración conseguido que la opinión que tengamos sobre quiénes deben gobernar un país. El propio Kant, animado por la manga ancha mostrada por el monarca, decidirá llevar a la imprenta sus famosas tres Críticas, seguidas por los ensayos que componían La religión dentro de los límites de la razón. Pero justo en esta nueva eclosión de escritos kantianos tras diez años sin publicar nada, acontece la muerte del “gran” Federico y accede al trono su sobrino Federico Guillermo II.
   Con la misma sensibilidad para el arte que su antecesor, Federico Guillermo, se rodeó, sin embargo, no de librepensadores, sino de personajes inclinados a la alquimia, el oscurantismo y la defensa a rajatabla de los textos sagrados. Novalis entendió que la gran cuestión planteada por la Crítica de la razón pura consistía en si podía seguir existiendo la magia y el empeño de Kant de cargar contra Swedenborg muestra que, probablemente, la lectura de Novalis se hallaba mucho más cercana a los motivos últimos de Kant que muchas lecturas que han venido después. El propio Johann Christoff Wollner, el hombre que gobernó de facto durante el reinado de Federico Guillermo II, lo entendió así también, de modo que le envió un escrito, guardado por Kant con el celo de quien guarda el arma que lo ha herido, en el que exigía el cese de sus publicaciones sobre temas religiosos. Kant, el Kant que vemos en este escrito proclamar que la separación entre el uso público y el privado de la razón soluciona las contradicciones, el Kant que considera al imperativo categórico el faro imperturbable que nos guía en cualquier tiniebla, el Kant que no quiere abrir el menor resquicio a un deber de sabotaje, acata la orden de silenciar sus ideas, aunque ello implique cesar en el uso privado de la razón. Pero ahora anota: “si todo lo que se dice debe ser verdadero, no por eso es un deber decir públicamente toda la verdad”. Kant, una vez más, echaba mano de su bienquerido Federico, que ya propusiera como cuestión para un premio de ensayo “¿Puede ser útil engañar al pueblo?” Lo importante no consiste en que pueda decirse verdad, ni cuántos lleguen a ella, lo importante para que haya Ilustración consiste en que, al menos uno, el que gobierna, tenga valor para discernirla de la mena que la rodea. Él, ejercerá como adecuado tutor para la ilustración del pueblo, hasta que éste, alcance la deseada mayoría de edad. Por supuesto, Kant deja para otra ocasión identificar al juez que, imparcialmente, pueda decidir cuándo ha llegado tan venturoso momento, aunque, de acuerdo con la Crítica de la razón pura, texto en el que la propia razón se encargaba de señalar sus límites, podemos imaginar sobre qué parte en litigio va a recaer semejante función de juez. No obstante, al propio Federico no debió escapársele que tantas honras envolvían un regalo envenenado. Lo que en Platón aparece como un supuesto nunca explicitado, en Kant figura con todas las letras. El filósofo, el que ha alcanzado a conocer la verdad, el ilustrado, no tiene la opción de volver a la caverna y liberar a sus semejantes, sino el deber de hacerlo. Por tanto, abandonar lo que de ilustrado pudo haber en su reinado no hubiese supuesto para Federico “el filósofo” una traición de sus ideales, sino una negación de su deber y, como tal, una declaración pública de que sus órdenes no constituían mandatos racionales. Aún más, un rey de esta naturaleza tiene que entender como su deber expandir la Ilustración, muy especialmente si hablamos de expandirla hasta Polonia, abriendo la posibilidad de que los polacos salgan de su “estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial en esa condición”. Algo, que, por otra parte, garantizaba “la unidad del Estado” prusiano. Ese rey que “pensó como filósofo, pero actuó como rey”, a decir de Rousseau, en realidad, observó siempre los preceptos kantianos, pues aunque Kant pretendió superar la cesura que Maquiavelo impuso entre ética y política introduciendo el concepto del deber en el ejercicio de la función pública y considerando que a los Estados había que tratarlos como a los individuos, quiero decir, como poseedores de una mercancía llamada “dignidad”, al fin, no logró más que subsumir ética y política bajo el imperio de una racionalidad que quedaba, ella misma, fracturada irremisiblemente entre su uso autónomo por parte de los individuos y su uso impersonal por parte de los Estados.

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