domingo, 14 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración" de I. Kant (3)

   Una filosofía sin concesiones, un pensamiento sin dueño, rápidamente descubrirá lo extraordinario de la lista de tutores que proporciona Kant. Se trata de quienes, en la época de Kant, impedían que los sujetos pensasen por sí mismos, de quienes actuaban como guías impostados de sus intereses, de quienes ejercían como líderes del pensamiento con la finalidad de que nadie pensase nada inconveniente. En esta lista de tutores figuran los médicos. Los médicos, nos dice Kant, no se preocupan por nuestra salud, sino por nuestro pensamiento, por evitar que nos hagamos preguntas inconvenientes mediante el procedimiento de largarnos carnaza con la que cebar nuestro espíritu sin alimentarlo. Acudimos al médico con nuestra obesidad, con nuestra hipertensión, con nuestro colesterol, con nuestro coronavirus y nuestro cáncer, para evitar la pregunta clave de en qué clase de sociedad vivimos, que nos enseña a enfermar antes que cambiarla, a consumir antes que evitar el contagio, a deslizarnos inevitablemente en ese inmenso generador de flujos de dinero llamado enfermedad. Y, muy gustosamente, a cambio de una módica transferencia de efectivo, el médico nos indicará todo aquello que sus tutores le han dicho que tiene que contarnos, hacernos y vendernos, incluso aunque tenga la buena voluntad de contribuir a nuestro bien. A veces esos tutores podemos encontrarlos en la consulta, con un extraordinario aspecto de salud, bronceados, bien vestidos, atractivos, pero ya no los llamamos "tutores", sino "representantes farmacéuticos". A veces esos tutores resultan mucho más anónimos. Han redactado los textos en los que nuestros médicos aprenden cierto género de “verdad científica”, aunque no coinciden con los nombres que aparecen en la portada de esos libros y artículos. A ellos, a los que sí figuran, también se les ha pagado por aparecer ahí, como intrépidos especialistas de la disciplina, aunque pocas veces han leído el texto que firman y que salió no de sus ordenadores, sino de los departamentos de marketing del big pharma, terminados y completos, a falta de quien hubiera de figurar como su "autor". Todos ellos, departamentos de marketing, empresas farmacéuticas, médicos, “científicos” del ramo y, en definitiva, cualquiera que se dice "autor" de algo, que coloca un volumen en los estantes de una librería con la loable excusa de transmitir conocimientos, no hace más que vender y venderse. Y, por tanto, hemos de sospechar que también venden algo quienes dicen preocuparse por mi “alma” o por mi “conciencia moral”, al cabo, dos mercancías como otras cualesquiera del mercado. Pocas diferencias parece haber en estas líneas de Kant entre una religión y un chiringuito de playa. ¿Verdad que resulta raro que quienes predican la aplicación a los negocios, entre otros, de los principios morales defendidos por Kant, no hayan reparado en el anatema que Kant lanza en este texto contra ellos? Sin duda podemos incluirlos en la lista de tutores, junto con nuestros medios de comunicación, las redes sociales y, en definitiva, todo lo que vomitan nuestras pantallas, que se han convertido en nuestro Gran Tutor.
   Igualmente desapercibido ha pasado el afloramiento a simple vista de esa paradoja llamada “Kant” en este texto. En efecto, la labor del imperativo categórico, en cualquiera de sus tres formulaciones, radica en disipar las dudas que puedan existir a la hora de descubrir qué debemos hacer. Kant nos dice, que usando como faros la dignidad humana, la universalidad y la autonomía de la razón, podemos descubrir en cualquier circunstancia concreta cómo debemos actuar. Tal planteamiento implica que no puede haber conflicto alguno en el deber. Cualquier situación, enfocada de acuerdo con uno de los tres principios anteriores, con una de las tres formulaciones del imperativo categórico, nos dirá, por sí misma, el comportamiento correcto para un sujeto. En realidad, Kant supone (y a mí me parece una suposición correcta), que todos sabemos siempre en qué consiste nuestro deber. El problema radica en que cuando no lo tenemos claro, el imperativo categórico tampoco nos sirve para mucho. Supongamos que se me ordena enseñar toda la historia de la filosofía, desde sus orígenes hasta las corrientes actuales en su pormenorizado decurso a grupos de 37 alumnos y en dos horas de clase a la semana. O supongamos que se me ordena atender a pacientes con una enfermedad extremadamente contagiosa pero sin material para ello y sin equipos para mi protección. O supongamos que se me ordena obligar a los ciudadanos a que cumplan la ley pero sin contravenir en lo más mínimo sus voluntades. ¿Cuál podríamos considerar en tal caso nuestro deber? ¿en serio no hay un conflicto de deberes? ¿de qué modo me puede ayudar aquí cualquiera de las enunciaciones del imperativo categórico? Lo enfoquemos como queramos, existe una contradicción palmaria entre lo que yo, como sujeto racional autónomo, con nombre y apellidos, debo hacer (negarme a cumplir órdenes irracionales), y lo que yo, miembro del aparato del Estado, debo hacer en tanto que funcionario (cumplir las órdenes por muy absurdas que puedan parecer). El aspecto que una filosofía sin concesiones, que un pensamiento sin dueño, no puede soslayar aquí consiste en que no nos hallamos ante la primera ocasión en que Kant tiene que habérselas con contradicciones. Las contradicciones habían aparecido ya en la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la razón pura, en la "Dialéctica de la razón pura práctica" de la Crítica de la razón práctica y en la “Dialéctica del juicio estético” y “Dialéctica del juicio teleológico” de la Crítica del juicio. Pues bien, en todos y cada uno de los casos en los que Kant se enfrenta con una contradicción hace lo mismo. No busca un compromiso entre los términos en conflicto, ni siquiera si entendemos por “compromiso” lo que después se llamará una “síntesis”. Tampoco renuncia a uno de los términos de la contradicción para quedarse con el otro. En todos y cada uno de los casos aplica lo que bien podríamos llamar un principio de separación. Este principio de separación consiste en que vamos a quedarnos con los dos términos de la contradicción, pero no a la vez. Uno de ellos operará en un determinado ámbito o en un determinado momento o respecto de un determinado tipo de preguntas o de situaciones. Al otro, a su contradictorio, le corresponderá el resto. Digo que a esto lo podríamos llamar “la paradoja Kant” porque resulta muy claro que las respuestas kantianas a cada una de las contradicciones con las que tuvo que enfrentarse resultó creativa, innovadora, y que resultó creativa e innovadora por la aplicación de un mismo principio, principio al que, en justicia, debemos considerar un principio de creatividad e innovación. Y, sin embargo, a Kant debemos la afirmación, aceptada de modo acrítico por todos los que vinieron después, de que un ars inveniendi, un sistema de principios de carácter universal que promoviesen la creatividad y la innovación, resultaba imposible.

domingo, 7 de junio de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración?" de I. Kant (2)

   La respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?” se halla en el primer párrafo del escrito kantiano. “Ilustración”, se nos dice allí, significa dejar atrás la época en que los seres humanos necesitaban de algún otro para guiar su propio entendimiento. Descartes había anunciado el advenimiento de una era en que la razón, con un método que ella misma se había otorgado, podía conocerlo todo. Sin embargo, Descartes no inauguró la Ilustración. Al descubrimiento de que la razón se bastaba a sí misma para llegar a conocer cuanto existe, hacía falta añadirle algo, algo que aporta la época de Kant: el valor para usarla. En la Crítica del Juicio, Kant nos dirá que la capacidad creativa depende de la genialidad, algo que no puede enseñarse ni transmitirse, sino que, en cierto modo, se tiene o no. Pero a la genialidad corresponde, como ámbito exclusivo, la creación artística. La ciencia, la filosofía, el saber en general, no dependen para nada de la genialidad, no hay genios en tales disciplinas. Para saber, para conocer, para forjar nuevas teorías y nuevas verdades, no hace falta genialidad alguna, sólo hace falta valor. Valor para usar el propio entendimiento, valor para afrontar los riesgos de hablar acerca de cosas que los demás consideran imposibles o inconvenientes, valor para desafiar los estándares de pensamiento establecidos. Nada más se necesita… y nada menos. A quienes afirman que “todo está descubierto ya”, quienes aseguran “que todo es mentira”, quienes se burlan de los que fracasan una y otra vez en su búsqueda de la verdad, no los adornan ni una profunda sabiduría, ni un recomendable escepticismo, ni una elegante arrogancia. Simplemente, tienen la valentía intelectual de las ancianitas temblorosas. Carecen del coraje necesario para abandonar su cómodo sofá, su manoseado mando a distancia, el confort de su caparazón de mentiras, para iniciar una búsqueda arriesgada y difícil. Ni el error, ni la confusión, ni la ignorancia pueden decirse lo contrario de la verdad. De la verdad no nos separa otro muro infranqueable, otra selva plagada de feroces carnívoros, otro abismo insalvable que nuestra propias pereza y cobardía. La verdad no constituye el privilegio de los genios, la verdad se halla al alcance de cualquiera que tenga el valor suficiente para buscarla. Cualquier esclavo, aunque haya nacido esclavo, aunque se encuentre en el fondo de una caverna, aunque lo hayan amarrado con cadenas a un poste que le obligue a mirar en una sola dirección, incluso el más mísero esclavo, decía, puede soltar sus ataduras y abandonar la caverna en dirección a la ilustrada luz del conocimiento. Sólo necesita valor
   Pero, “¡es tan cómodo ser menor de edad!” Cuando teníamos cuatro años queríamos jugar con los juguetes de nuestros hermanos de diez, cuando teníamos diez queríamos llamar la atención de quienes admiraban a nuestros hermanos de 16, cuando teníamos 16 queríamos acudir a las fiestas a las que acudían nuestros hermanos de 22. Ahora que tenemos, 30, 40, 50, 60 años... o el centenar que atesoro yo, añoramos tener cuatro años. Y lo mismo cabe decir de la historia de la humanidad. Añoramos la época anterior al coronavirus, la época de las guerras en que había buenos y malos, la época en que valerosos caballeros iban rescatando encantadoras damiselas, la época en que teníamos una correspondencia particular con el ser. Pero, sobre todo, añoramos esas épocas porque en ellas no teníamos que enfrentarnos con verdades con las que hoy tenemos que vérnoslas. El infante, como el esclavo, no necesita pensar, no necesita preocuparse por el mañana, no tiene responsabilidad. Y, a cambio, sólo ha pagado un módico precio: la libertad. ¿Para qué buscar la verdad si hay miles de libros que la cuentan? ¿para qué preguntarse por lo que importa si la televisión nos lo dice cada día? ¿para qué indagar por lo que me resulta más beneficioso si mi gobierno me lo procura? En este mundo sólo merece la pena morir por el dinero, porque si tienes dinero, fácilmente encontrarás a quien piense por ti, a quien supla tu cobardía. Por supuesto se le puede echar la culpa a los gobiernos de engañar a la población, a los medios de comunicación de masas de ocultar la verdad, a los políticos de mentir más que hablan, pero todos ellos se esfumarían en el aire si los ciudadanos tuvieran el coraje suficiente para pensar por sí mismos. Nadie más fácil de engañar que quien desea que se lo engañe y nuestra pusilanimidad, nos hace los seres más deseosos del mundo de que se nos embauque como a tiernos infantes.
   Rutinariamente, ante el menor atisbo de protesta, se nos muestran  los riesgos que conlleva caminar solos. Se retira la policía de zonas vulnerables para que las imágenes de los saqueos aterroricen a las clases medias. Se provocan espantosas oleadas de paro cada vez que la crisis azota al capitalismo para mostrarnos lo mal que nos iría sin él. Se lanza al ostracismo a cualquiera que sostiene una teoría rompedora para enseñar los riesgos que corre quien se atreva a salirse de la corriente principal del pensamiento para buscar la verdad. Se señala reiteradamente con el dedo los excesos, el celo sanguinario de los personajillos que aprovechan cualquier revolución para encumbrarse. Quienes ejercen como nuestros tutores, saben que no necesitan más, que sin mayor coerción, nuestra propia cobardía acabará por retrotraerlo todo a sus cauces habituales. 
   Inadvertidamente para el lector habitual, Kant acaba de introducir aquí un giro en su argumentación. En efecto, el texto comienza con una consideración negativa de la minoría de edad, a la que se describe como la época en la que los sujetos se hallan inevitablemente atados a unos tutores que los guían. Pero ahora se glorifica el olvido de los fracasos, de las equivocaciones, de los errores, como ejercicio necesario para encontrar el recto camino. ¿No se caracterizan precisamente los niños por olvidar rápidamente sus caídas, sus heridas y sus llantos? Aún más, ¿no asoma por aquí la necesidad de tutores que animen a proseguir en los esfuerzos por aprender, a la vez que limitan los daños de ese proceso de aprendizaje? ¿no ha creado Kant un conflicto al dotar de razón a ciudadanos meramente pasivos dentro la república ideal de Platón, recordemos, gobernada por filósofos? ¿Cómo podrá solucionarse si no se restringe el uso autónomo del entendimiento al mero empleo de una razón domesticada por el Estado, por el monarca ilustrado, por la sabiduría de quienes gobiernan? 

domingo, 31 de mayo de 2020

Comentario a "¿Qué es Ilustración" de I. Kant (1)

   En 1783, el reverendo Johann Friedrich Zöllner lanzó en las páginas de la Berlinische Monatsschrift, el reto de contestar a la pregunta “¿qué es Ilustración?” Este reto condujo a varios textos notables de filosofía como la respuesta de Kant, publicada en diciembre de 1784 en las páginas del mismo periódico y “Qu’est-ce que les Lumières?” de Michel Foucault, aparecido por primera vez en inglés doscientos años más tarde. En ese escrito, Foucault señalaba que la genealogía tiene el deber de extraer “de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad, de no ser, de no hacer o de no pensar por más tiempo lo que somos”. En efecto, ya Platón nos advirtió que las cuestiones del tipo “¿qué es la virtud?” “¿qué es el hombre?” o “¿qué es la belleza?” nos conducen necesariamente a lo que siempre ha “sido”, a lo que siempre “es” y a lo que siempre “será”, como si ese "ser" aguardase a que realizáramos la pregunta para venírsenos encima, con la violencia de quien carece de razones. Todos sabemos que Platón no responde a semejantes preguntas argumentando racionalmente, sino mediante la narración de un mito, que intenta convencer sin explicar. Parece, pues, que se nos interpela con “¿qué es esto?” intentando conducirnos hacia una respuesta pre-existente, quiero decir, preparada y prefabricada. Precisamente eso pretendía Zöllner. Hasta ese momento, hasta 1783, no había nada preparado para responder a quien se interrogase por la naturaleza de la Ilustración. Por tanto, quien quisiera hablar sobre ella, poseía libertad plena para delimitar sus contornos. Zöllner exige que se cocine un plato enlatado para servírselo a quien, en la posteridad, indague acerca de la Ilustración y Moses Mendelssohn, Inmanuel Kant y Michel Foucault, corrieron prestos a precocinarlo, empaquetarlo y ofrecérselo a algún especialista en distribución de productos tal como la Berlinische Monatsschrift. Quizás el caso más curioso lo constituye el de Foucault porque, precisamente él, condujo todas sus investigaciones bajo otra divisa, la de ¿por qué hay ahora esto y no cualquier otra cosa? Semejante guía impele a buscar fundamentos, razones suficientes, en definitiva, ese uso libre de nuestro raciocinio exigido por Kant. Un interrogante tal, caracteriza a la genealogía desde Darwin a Foucault pasando por Nietzsche, y nos permite extraer de la contingencia que nos ha hecho "ser lo que somos", la posibilidad de dejar de pensar más tiempo en lo que somos. He ahí la cuestión filosófica por excelencia, la cuestión peligrosa por excelencia, la cuestión que alguien al servicio del gobierno prusiano no se habría atrevido a plantear en público jamás: ¿por qué hay precisamente en este momento histórico “Ilustración” y no cualquier otra cosa?
   Kant, que nos dice que la Ilustración consiste en pensar por uno mismo, que hay que tener valor para saber, que debemos hacer uso autónomo de la razón, ofrece mansamente una respuesta a la pregunta “¿qué es Ilustración?” para que dejemos de pensar por nosotros mismos en qué pudo consistir la Ilustración; para que, a diferencia de sus contemporáneos, de quienes participaron en ese movimiento que llamamos “Ilustración”, nosotros tengamos ya una respuesta esperándonos; para que nadie cuestione por qué hubo Ilustración en aquel momento y no cualquier otra cosa. Desde entonces, a quien interpela por “¿qué es Ilustración?” se le estampa en la cara el texto de Kant, en el que se dice que la Ilustración consiste en tener valor para pensar por sí mismo. De este modo, la ardua tarea de pensar por sí mismo se vivencia como un acontecimiento pasado, caduco, del que uno puede declararse crítico o admirador, pero que ya no se tomará como un desafío para el presente. Los libros de historia citan expresamente el texto de Kant, sabiendo que su autoridad, como la de un tutor, nos prevendrá de ver en la Ilustración algo que investigar. Y los filósofos se repiten unos a otros las palabras de Kant con la certidumbre de haber encontrado en ellas la descripción de una esencia eterna e inmutable, la esencia encerrada en el ser de cualquier acontecimiento. Por supuesto, no se trata de si Kant acertó o no en la descripción de semejante “esencia”, se trata de entender en base a qué criterio, quienes vinieron después, juzgaron la corrección de sus palabras, entendieron que conformaban una definición y que atrapaban con ellas una realidad. Pues bien, el umbral mínimo para admitir que un texto alcanza semejantes logros lo ha venido constituyendo el que muestre alguna articulación de lo que las cosas “son” con sus correlatos más característicos: hombre, acontecimiento y propiedad. De la combinatoria de estos cuatro elementos, surgieron los textos de Kant y de Foucault. La denuncia de que no hacemos más que arrojar los mismos viejos dados una y otra vez desde Parménides, la denuncia de que se trata de resultados diversos de la misma combinatoria y de que las respuestas se hallaban contenidas en la pregunta, esa denuncia, constituye una posibilidad inexplorada y que configura el gran desafío del siglo XXI, si en él queda aún alguien con valor para pensar por sí mismo.

domingo, 24 de mayo de 2020

Nuestro confinamiento.

   Sarajevo, la “Jerusalén de Occidente”, la ciudad en la que, durante siglos, convivieron musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos y judíos, en la que se celebraron los Juegos Olímpicos de invierno de 1984, quedó completamente cercada por las milicias de la República de Srpska y el Ejército Popular Yugoslavo, el 5 de abril de 1992. Había comenzado el sitio más largo de la historia moderna. Las fuerzas sitiadoras, muy superiores en términos de hombres y armamento a la sitiadas, dominaban las colinas que rodean a la ciudad, sometiéndola a un bombardeo continuo y a la acción de francotiradores infiltrados en la ciudad que hicieron de algunas avenidas su campo de tiro. La electricidad, el agua y la calefacción, se convirtieron en un lujo sin el que muchas familias pasaron semanas. Quienes vivieron aquello en su infancia aún recuerdan las mesas llenas de comida y dulces de los primeros días porque los frigoríficos dejaron de tener utilidad y había que consumir lo que albergaban cuanto antes. Después vino el hambre, la sed y el frío, el terror de asomarse a una ventana o a un balcón para calentarse al sol temiendo recibir el disparo de un francotirador, el padre que salía a buscar algo de comida y podía regresar con las manos vacías o no regresar. En cualquier momento, un silbido  anunciaría el fin de todo. Se lanzó un promedio de 329 proyectiles sobre la ciudad. El 22 de junio de 1993, 2.777 bombas cayeron sobre ella. Recuerdo con nitidez algunas. Recuerdo la que alcanzó de lleno la Biblioteca de Sarajevo. Los miles de manuscritos orientales, muchos de ellos copias únicas, ardieron durante horas sin que nadie pudiera apagar el incendio por falta de agua y para no jugarse la vida. Recuerdo el obús de 120mm que alcanzó la cola del pan en el mercado de Markale matando 68 personas y dejando heridas otras 200. Recuerdo el bombardeo de los hospitales. En octubre de 1995, como consecuencia de los acuerdos de Dayton, se declaró un alto el fuego, aunque las fuerzas serbias no abandonarían los alrededores de Sarajevo hasta el 29 de febrero de 1996.
   El sitio de Beirut duró menos, en esencia abarcó el verano de 1982. El ejército israelí, deseoso de aprovechar el caos en el Líbano para deshacerse de la OLP, entró en el país sin encontrar demasiada resistencia. Sus cálculos pasaban por dejar el trabajo sucio de limpiar las ciudades a las falanges cristianas, pero éstas, muy capaces cuando de disparar a mujeres, ancianos y niños se trataba, no mostraron la menor voluntad de combate contra las milicias palestinas. El ministro de Defensa de aquel momento, Ariel “Arik” Sharon, decidió que la mejor táctica consistía en aterrorizar a los residentes en Beirut para forzar la marcha de los terroristas palestinos. En plena canícula, Israel cortó el suministro de agua, electricidad y alimentos, atacando la ciudad por tierra, mar y aire de modo indiscriminado. En siete semanas, más de 500 edificios se habían desplomado como consecuencia de los proyectiles lanzados. Mientras, el Mosad infiltraba en la ciudad agentes encargados de hacer explotar coches-bomba por doquier. Habitantes de Beirut recordaban que 1 Kg de patatas llegó a costar más de lo que hoy representarían unos 12€. A la primera propuesta de paz sugerida por el gobierno de Ronald Reagan, Sharon respondió con un bombardeo de saturación que acabó con la vida de 300 civiles. En total, no menos de 4.000 perdieron la vida como consecuencia de este sitio. El 21 de agosto de 1982, fuerzas internacionales se desplegaron para vigilar los términos de un acuerdo que puso fin al mismo.
   Un recuento de las ciudades asediadas en la guerra de Siria resultaría interminable. Alepo, Madaya, Daraya, Duma, Idlib… asoman por entre las noticias dejando en la penumbra, probablemente, muchas otras de las que ni siquiera llegaremos a saber algo de momento. Perros y gatos han desaparecido de sus calles porque la gente se los ha comido. Han recurrido hasta a los plásticos para calentarse en invierno. En ningún momento se ha considerado a los hospitales zonas protegidas contra los ataques. Armas químicas, barriles con explosivos, bombas de racimo, cualquier horror ha parecido poco para atacar a una población civil atrapada entre unos y otros. Los niños desfallecen de hambre, los adultos sufren o propician la carnicería y mientras nosotros… ¿Nosotros? Nosotros reclamamos asistencia psicológica porque hace dos meses que no podemos ir a un centro comercial.

domingo, 17 de mayo de 2020

Sueños de lince.

   Una de las catastróficas consecuencias, para el común de los mortales, de la pandemia que vivimos, ha consistido en la desaparición de los realities de nuestras pantallas. Para remediarlo, cierta prensa “seria”, propuso seguir las transmisiones que desde el centro de cría ex situ de El Acebuche, en Doñana, se realizan de la nueva camada de linces. Gracias a este “Gran Hermano lince”, hemos podido asistir al desarrollo de un puñado de cachorros desde su llegada a este mundo hasta ahora, que ya se suben a los árboles y se llevan fenomenales mamporros saltando desde las rocas. Ver a estas hermosas criaturas peleándose, molestando incansablemente a su impertérrita madre o, simplemente, durmiendo, me produce la misma intensa satisfacción que me invade cuando veo la silueta de los cigoñinos sobresalir de los nidos, porque hubo un día, y no hace mucho, que pareció que unos y otros dejarían de existir. 
   El pasado sábado, a eso de las once de la noche, la madre de tres crías entró en su madriguera y, como acostumbra, se puso a lamer a sus cachorros. Uno de ellos tuvo un mal despertar y se enganchó ferozmente con uno de sus hermanos. La hembra, que ni pestañea cuando los pequeños linces juegan sobre su lomo, inició una serie de movimientos frenéticos para intentar separarlos, mientras que la tercera cría abandonaba el lugar por si las moscas. Tras unos minutos en que la madre no conseguía separarlas, los cuidadores cortaron la transmisión. No sabemos si tuvieron que intervenir o no, pero la camada reapareció unos días después, con sus jugueteos habituales, como si no hubiese ocurrido nada, aunque uno de los cachorros renqueaba de una pata trasera. Al menos ocho crías han muerto desde 2005 como consecuencia de estas peleas fratricidas cuyo motivo se desconoce pero que constituye un obstáculo más para salvar a esta amenazada especie.
   Hacia 1960 vivían en España varios miles de linces en libertad. El desarrollismo, la extensión de las áreas de cultivo y ganadería con la consiguiente disminución en el número de conejos, la proliferación de centros turísticos y de carreteras que los enlazaban, parceló primero y redujo después el hábitat natural de lince ibérico, conduciéndolo a una proximidad con el hombre que se ha mostrado letal para ellos. La población comenzó a caer drásticamente y en 2005 se lo consideró una especie virtualmente extinguida, reuniendo apenas dos centenares de ejemplares en núcleos dispersos. Una plaga, un incendio, un incidente cualquiera, podía haberlo convertido en un triste recuerdo. Se intentaron muchas cosas, incluyendo campañas de sensibilización y la inseminación in vitro, sin demasiado éxito. La generosa dedicación de expertos y cuidadores, el dinero de administraciones diversas y algo de suerte, han conseguido revertir la tendencia y bien podría haber al término de la campaña de cría de este año, más de 700 ejemplares en libertad, avanzando a buen paso su reintroducción en algunos de sus hábitats tradicionales. El programa de cría en cautividad no enorgullece a nadie, pero ha constituido un puntal importante en esta recuperación. No obstante, siguen quedando muy lejos las cifras de mediados del siglo pasado.
   Hubo un momento por aquella época, en la primera mitad del siglo XX, en que, de haberse conservado la velocidad con que crecían nuestras economías, se podría haber alcanzado un cierto equilibrio con la naturaleza. Quizás por entonces la expresión “desarrollo sostenible”, pudiera haber encerrado algo más que palabrería barata. Pero no mantuvimos esa velocidad de crecimiento, sino una aceleración constante que multiplicó nuestras demandas y nuestra depredación de forma exponencial con cada generación. Muchos buenistas morales han venido colaborando con los hipócritas gobiernos de todo el mundo en la tarea de embaucarnos con la idea de que se puede esquilmar la naturaleza cada día más y, a la vez, conservarla en su estado prístino a poco que los más pobres se conformen con su pobreza. Comienzan a aparecer estudios, sin embargo, que muestran que las cuentas no salen. Tal vez consigamos que los linces lleguen a finales de este siglo, igual alguna otra especie imita a las cigüeñas y aprende a comer de nuestros desechos, incluso podremos utilizar la ingeniería genética para recuperar especies ya extinguidas, pero eso no evitará que, más pronto que tarde, el gran Saturno capital acabe devorándolo todo.

domingo, 10 de mayo de 2020

Lecciones que tampoco aprenderemos de esta crisis.

   Leo noticias del tipo “Cómo nos cambiará esta pandemia”, “¿Cómo será el futuro después del coronavirus?”, “Seremos distintos, pero ya somos mejores”, y me desternillo. El cuatro de septiembre de 2011 dejé escrito aquí: 
   “Cuando se trata de afrontar una crisis, cuando el dinero escasea y los fondos se agotan, la socialdemocracia es pura palabrería y todo lo que queda es el liberalismo neoconservador que riega las venas tanto de unos como de otros.
    (…) [E]se pilar del "estado del bienestar" que es la sanidad, no está ahí para mejorar la salud de los ciudadanos, ni siquiera para mejorar su capacidad productiva. Puede observarse cómo, todos los debates en torno a la misma, son debates puramente mercantiles. La salud es una mercancía regida por los dictados de una industria que sólo quiere que consumamos cantidades progresivamente incrementadas de sus productos. Cuántos pacientes van a ser atendidos por un ATS en las noches de un hospital, cuántos enfermos se van a morir en las salas de espera de las urgencias, cuántos diagnósticos erróneos se van a producir por la saturación de las consultas, son asuntos cuya importancia se diluye ante la gran cuestión: cuánto va a dejar de ganar la industria farmacéutica si se siguen aplicando recortes en sanidad.
   (...) Es el precio que pagamos por haber aceptado que "gobernar también es improvisar".
   Pasaron tres años. En octubre de 2014, volví a escribir:
   “De lo ocurrido en los últimos días se pueden sacar, al menos, las siguientes lecciones:
   1ª) Exactamente, ¿cuánto dinero se ha ahorrado desmantelando la unidad de enfermedades altamente contagiosas del Carlos III? ..Hay que volver a poner en su sitio todo lo que se quitó, previa eliminación del montón de cosas que se pusieron de cualquier manera a toda velocidad. Hemos estado ante la posibilidad de atender a 17 pacientes de ébola, que hubiesen sido ninguno de no haberse tirado a la basura años de inversión. ¿Cuánto se supone que hemos ahorrado todos los españoles? La poda que ha puesto en marcha la crisis, el tijeretazo radical de todos los gastos, no ha supuesto un ahorro real en términos de contabilidad más que si se lo mira con la miopía típica de los neoliberales. Ciertamente se ha ahorrado, se ha ahorrado hoy lo que mañana vamos a tener que pagar por duplicado... ¿Qué ahorro supone eliminar medidas de prevención cuando éstas fueron creadas para evitar los enormes gastos que suponía tener que hacer frente a las contingencias que evitaban? ¿A cuántos hospitales más, a cuántas unidades hospitalarias más, a cuántas instituciones sanitarias, educativas y de protección civil puede aplicárseles el mismo razonamiento llegando a la misma conclusión? ¿Qué hemos permitido que nos hicieran si no ha sido destruir lo que funcionaba para que nunca vuelva a hacerlo?
(…)
   3ª) El sistema sanitario español vive cotidianamente al borde del colapso. Las urgencias son hospitales de campaña en pleno frente de combate. Si cada día los pacientes son medianamente atendidos se debe a la buena voluntad de (por lo menos, una parte de) los profesionales implicados. Una administración cuyo funcionamiento  depende casi en exclusiva de la buena voluntad de sus trabajadores, es una administración lenta, ineficaz, e inestable. La menor emergencia, el menor caso fuera de lo habitual, hace que el sistema zozobre. Existe voluntad política para hacerse fotos ante las puertas de los hospitales, pero ningún programa serio para mejorar las condiciones de nuestra sanidad. O esta situación cambia pronto o debemos hacernos a la idea de que, más pronto que tarde, un patógeno cualquiera, una catástrofe cualquiera, no necesariamente grave, provoque la implosión de todo el sistema sanitario español.
   4ª) La idea que nuestros políticos tienen del funcionariado como una tropa que debe acatar las órdenes que vienen de arriba, por estúpidas que sean, sin rechistar y ponerlas en práctica tal cual, es una memez de un calibre que sólo puede caber en la cabeza de quien actualmente la tiene. Cuando se trata así a los funcionarios éstos sólo saben responder de dos maneras. Una minoría pone en juego su salud para lograr que la sinrazón de los que mandan no provoque consecuencias irreparables a la población en general. Una mayoría se aferra a normas y reglamentos absurdos (...) para preservar su salud psíquica y mental...
   5ª) El tratamiento de toda enfermedad es una forma de control social (…) Sin embargo, ya pueden oírse voces que claman por un aumento del control de las fronteras, por una restricción del flujo de pateras, cuando no por el ametrallamiento de las mismas. Ante una enfermedad contagiosa se procede al aislamiento de los individuos que la padecen, pero este aislamiento se convierte rápidamente en el anticipo del aislamiento que la propia sociedad se lanza desesperadamente a pedir. No hay nada como el miedo a la enfermedad para acabar con otro miedo mucho más arraigado en los seres humanos, el miedo a la libertad.
(...)
   7ª) Ningún ser humano, ninguna cultura, ningún país, es una isla. Todo cuanto ocurre en cualquier parte del mundo nos afecta. Los madrileños, los africanos, no son mis hermanos, soy yo. (...) Dentro de poco habrá vacunas y medicamentos y se salvarán vidas. Vidas de blancos, claro, porque un esfuerzo investigador semejante dará por resultado medicamentos inevitablemente caros, que sólo los Estados occidentales podrán pagar, mientras que los negritos siguen muriendo sin que a nadie le importen un comino”.
   ¿Cómo cambiamos después de aquellas crisis? ¿de qué modo modificaron la línea que llevaba hacia el futuro, quiero decir, nuestro presente? ¿en qué forma nos hicieron, no ya mejores, sino, simplemente, distintos? No aprendimos nada en 2011. No aprendimos nada en 2014. No aprenderemos nada en 2020.  Hemos seguido haciendo caso a los economistas como si supieran de algo. Hemos seguido entregando el poder a políticos que únicamente sienten apego por sus poltronas. Hemos seguido encogiéndonos de hombros mientras se esquilmaba aún más la educación y la sanidad, ya sin la excusa de los recortes. Hemos abrazado con orgullo una idea de libertad que sólo incluye el derecho a montarnos en nuestro cochecito y acudir a un centro comercial. Sin duda, surgirán otros brotes “imprevisibles” de este virus o de cualquier otro y nos cogerán tan inermes como este. Se le echará la culpa, para despistar, a negros, chinos, italianos o extranjeros de cualquier naturaleza. Nos encerraremos en nuestras conchas esperando que pase la tormenta y sin querer saber nada de lo que ocurre al otro lado de la pared de nuestras casas, al otro lado del mundo, o en las UCIs de los hospitales. Celebraremos su fin anticipadamente, consumiendo como si no hubiera un mañana. Se reanudará la liga de fútbol y todo lo real se desvanecerá en el aire. 
   Por encima de todo, los seres humanos defienden con ferocidad su derecho a no aprender. Ningún acontecimiento los cambia, ninguna desgracia los escarmienta, ninguna tragedia los mejora por mucho tiempo. Sí, el silencio de nuestras ciudades nos ha traído, pasajeramente, como una brisa fresca en plena canícula, la voz de nuestra verdad. Pero en tres años, cuatro, seis quizás, tendré que volver a escribir exactamente esto, otra vez, si no me he cansado ya de escribir.

domingo, 3 de mayo de 2020

Lo imposible.

   La primera planta transgénica arraigó en un laboratorio a mediados de los años 80 del siglo pasado. En 1992, se comenzó a cultivar plantas de tabaco modificadas genéticamente para resistir a un antibiótico utilizado para tratar las plagas que las afectaban. En 1994 Calgene obtuvo la autorización para comercializar el famoso tomate capaz de aguantar mucho más sin pudrirse. Calgene hizo un pacto con el diablo, quiero decir, la compró Monsanto, interesada no tanto en el tomate como en la tecnología. De hecho, el tomate de Calgene, destinado a perdurar más allá de los límites naturales, sólo aguantó cuatro años en el mercado. Su sabor, mucho más “sutil” que el de un tomate normal, se volvía extraño con el paso del tiempo. Este fracaso comercial debió alertar a todo el mundo de que no resultaba buena idea manipular algo cuyo funcionamiento pormenorizado se desconoce. Pero, claro, habiendo beneficios monstruosos por delante, ¿para qué pararse a pensar? El año en que el tomate de Calgene se retiró del mercado, Monsanto y otros comercializaban ya 23 marcas de cereales modificados genéticamente. Se vendían como resistentes a las plagas, como incapaces de absorber los pesticidas, como adaptables a condiciones metereológicas extremas, pero ninguna de ellas se comercializó por estas ventajas. La ventaja, la ventaja real de estos nuevos cultivos, radicaba en otro lugar.
   Vender semillas a los agricultores constituía a finales del siglo pasado un negocio lucrativo, pero presentaba sus límites. Los agricultores tenían como costumbre guardar una parte de la cosecha para la siembra del año siguiente. Monsanto, siempre dentro del espíritu de responsabilidad corporativa que la ha caracterizado, comenzó a llevar a los pequeños agricultores que realizaban semejantes prácticas a los tribunales con suerte desigual, entre otras muchas razones, porque costaba trabajo justificar sus derechos de propiedad sobre unas semillas no muy diferentes de la “naturales”. Con la aparición de los transgénicos, el panorama cambiaba radicalmente. Pocos jueces les negarían los derechos sobre semillas salidas de sus laboratorios. Llegó así la época de los contratos de compra de semillas con cláusula de no reutilización y los transgénicos se extendieron por los campos de EEUU, de España y, particularmente, de la futura república vecina.
   El final del siglo XX se caracterizó por la proliferación de voces que alertaban de los riesgos intrínsecos de liberar en la naturaleza genes cuyas consecuencias últimas parecían difíciles de predecir. Pero a Monsanto no le costó mucho trabajo exhibir musculatura económica y comenzaron a aparecer todo tipo de estudios científicos que, ocultando su financiación, embarraban cualquier argumento lanzado contra los transgénicos. Llegó un momento en que quien publicara un artículo sobre, digamos, su carácter tóxico, podía tener por seguro que una jauría de colegas “independientes”, se lanzaría a revisar cada condición experimental, cada sesgo estadístico, cada coma, para acabar calificándolo de “poco concluyente”. La estrategia resultó tan eficaz, que no cuesta trabajo encontrar licenciados en alguna disciplina científica celebrando la absoluta seguridad que envuelve el consumo de cualquier producto transgénico.
   A mediados del siglo pasado, la difteria presentaba un enigma inquietante. La bacteria que la transmite se halla presente en una población mucho más amplia que la que desarrolla la enfermedad. De hecho, muchas personas mueren sin haberla padecido pese a haber compartido su vida con ella. Otras, desarrollaban los síntomas característicos mucho después de sufrir la infección. En 1951, Victor J. Freeman ofreció la explicación de estos hechos. La bacteria como tal no causa la enfermedad a menos que adquiera determinados genes... de un virus. A este proceso, el hecho de que un organismo comience a utilizar un gen que procede de otra especie, se lo conoce como "transferencia horizontal de genes". Desde entonces se descubrieron decenas de casos en bacterias, algo que permite explicar, por ejemplo, la aparición de ejemplares ultrarresistentes, sin necesidad de apelar a la extensión del uso de antibióticos, que tiene muy poco que ver con el tema. Nuestro siglo se inauguró con el descubrimiento de que este mecanismo no se restringe a las bacterias, hasta el punto de que hoy día se lo considera un elemento clave en la evolución de los seres vivos. Se han documentado casos como el de los Bdelloideos, con un 10% de genes procedentes de otras especies. Se ha documentado la transferencia de genes de las bacterias del género Wolbachia a los insectos que parasitan (quizás el 70% de todas las especies). Se han documentado casos de plantas transfiriendo genes que las hacían resistentes a los herbicidas a malas hierbas de su entorno. Se ha documentado la presencia de genes de estas mismas plantas en el DNA de las bacterias del intestino de las abejas. ¿Hace falta que siga? Cuando todo esto formaba parte de la corriente principal de la ciencia, Monsanto promovió una carta firmada por 109 científicos, acusando a Green Peace de "crímenes contra la humanidad" por oponerse al cultivo de transgénicos. 
   Hoy día, pocos dudan de que muy pronto podríamos encontrar genes de plantas transgénicas en las bacterias que pueblan nuestro intestino o de que podríamos ver los genes que frenan la absorción de los insecticidas en alguna de las especies que atacan el maíz, la cebada o el trigo o alguna catástrofe aún peor. Todo aquello que nos dijeron que “es imposible” nos aguarda ahí, a la vuelta de la esquina, mientras los cultivos transgénicos se extienden más y más a mayor gloria de empresas como Monsanto.