domingo, 3 de mayo de 2020

Lo imposible.

   La primera planta transgénica arraigó en un laboratorio a mediados de los años 80 del siglo pasado. En 1992, se comenzó a cultivar plantas de tabaco modificadas genéticamente para resistir a un antibiótico utilizado para tratar las plagas que las afectaban. En 1994 Calgene obtuvo la autorización para comercializar el famoso tomate capaz de aguantar mucho más sin pudrirse. Calgene hizo un pacto con el diablo, quiero decir, la compró Monsanto, interesada no tanto en el tomate como en la tecnología. De hecho, el tomate de Calgene, destinado a perdurar más allá de los límites naturales, sólo aguantó cuatro años en el mercado. Su sabor, mucho más “sutil” que el de un tomate normal, se volvía extraño con el paso del tiempo. Este fracaso comercial debió alertar a todo el mundo de que no resultaba buena idea manipular algo cuyo funcionamiento pormenorizado se desconoce. Pero, claro, habiendo beneficios monstruosos por delante, ¿para qué pararse a pensar? El año en que el tomate de Calgene se retiró del mercado, Monsanto y otros comercializaban ya 23 marcas de cereales modificados genéticamente. Se vendían como resistentes a las plagas, como incapaces de absorber los pesticidas, como adaptables a condiciones metereológicas extremas, pero ninguna de ellas se comercializó por estas ventajas. La ventaja, la ventaja real de estos nuevos cultivos, radicaba en otro lugar.
   Vender semillas a los agricultores constituía a finales del siglo pasado un negocio lucrativo, pero presentaba sus límites. Los agricultores tenían como costumbre guardar una parte de la cosecha para la siembra del año siguiente. Monsanto, siempre dentro del espíritu de responsabilidad corporativa que la ha caracterizado, comenzó a llevar a los pequeños agricultores que realizaban semejantes prácticas a los tribunales con suerte desigual, entre otras muchas razones, porque costaba trabajo justificar sus derechos de propiedad sobre unas semillas no muy diferentes de la “naturales”. Con la aparición de los transgénicos, el panorama cambiaba radicalmente. Pocos jueces les negarían los derechos sobre semillas salidas de sus laboratorios. Llegó así la época de los contratos de compra de semillas con cláusula de no reutilización y los transgénicos se extendieron por los campos de EEUU, de España y, particularmente, de la futura república vecina.
   El final del siglo XX se caracterizó por la proliferación de voces que alertaban de los riesgos intrínsecos de liberar en la naturaleza genes cuyas consecuencias últimas parecían difíciles de predecir. Pero a Monsanto no le costó mucho trabajo exhibir musculatura económica y comenzaron a aparecer todo tipo de estudios científicos que, ocultando su financiación, embarraban cualquier argumento lanzado contra los transgénicos. Llegó un momento en que quien publicara un artículo sobre, digamos, su carácter tóxico, podía tener por seguro que una jauría de colegas “independientes”, se lanzaría a revisar cada condición experimental, cada sesgo estadístico, cada coma, para acabar calificándolo de “poco concluyente”. La estrategia resultó tan eficaz, que no cuesta trabajo encontrar licenciados en alguna disciplina científica celebrando la absoluta seguridad que envuelve el consumo de cualquier producto transgénico.
   A mediados del siglo pasado, la difteria presentaba un enigma inquietante. La bacteria que la transmite se halla presente en una población mucho más amplia que la que desarrolla la enfermedad. De hecho, muchas personas mueren sin haberla padecido pese a haber compartido su vida con ella. Otras, desarrollaban los síntomas característicos mucho después de sufrir la infección. En 1951, Victor J. Freeman ofreció la explicación de estos hechos. La bacteria como tal no causa la enfermedad a menos que adquiera determinados genes... de un virus. A este proceso, el hecho de que un organismo comience a utilizar un gen que procede de otra especie, se lo conoce como "transferencia horizontal de genes". Desde entonces se descubrieron decenas de casos en bacterias, algo que permite explicar, por ejemplo, la aparición de ejemplares ultrarresistentes, sin necesidad de apelar a la extensión del uso de antibióticos, que tiene muy poco que ver con el tema. Nuestro siglo se inauguró con el descubrimiento de que este mecanismo no se restringe a las bacterias, hasta el punto de que hoy día se lo considera un elemento clave en la evolución de los seres vivos. Se han documentado casos como el de los Bdelloideos, con un 10% de genes procedentes de otras especies. Se ha documentado la transferencia de genes de las bacterias del género Wolbachia a los insectos que parasitan (quizás el 70% de todas las especies). Se han documentado casos de plantas transfiriendo genes que las hacían resistentes a los herbicidas a malas hierbas de su entorno. Se ha documentado la presencia de genes de estas mismas plantas en el DNA de las bacterias del intestino de las abejas. ¿Hace falta que siga? Cuando todo esto formaba parte de la corriente principal de la ciencia, Monsanto promovió una carta firmada por 109 científicos, acusando a Green Peace de "crímenes contra la humanidad" por oponerse al cultivo de transgénicos. 
   Hoy día, pocos dudan de que muy pronto podríamos encontrar genes de plantas transgénicas en las bacterias que pueblan nuestro intestino o de que podríamos ver los genes que frenan la absorción de los insecticidas en alguna de las especies que atacan el maíz, la cebada o el trigo o alguna catástrofe aún peor. Todo aquello que nos dijeron que “es imposible” nos aguarda ahí, a la vuelta de la esquina, mientras los cultivos transgénicos se extienden más y más a mayor gloria de empresas como Monsanto.

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