domingo, 26 de abril de 2020

Adiós a la filosofía.

   LLevo tiempo sospechando que abandoné el campo de la filosofía allá por el cambio de siglo, porque no consigo encontrar mucha relación entre lo que yo voy dejando escrito por ahí y lo que puede leerse en los libros, artículos y conferencias que publican quienes aspiran al calificativo de “filósofo”. La recopilación de textos Sopa de Wuhan no sólo ha corroborado mis sospechas, sino que, a partir de ahora, consideraré un insulto personal que me comparen con quienes firman esas 188 páginas de soplapolleces. No hubiese resultado justo pedir a quienes hacen filosofía en estos tiempos que se oliesen la densidad de problemas filosóficos escondidos bajo el concepto de “contagio”; ni que tuvieran una idea, siquiera elemental, de cómo funciona el sistema inmunitario; ni siquiera que acertaran a ver que lo llamativo de esta enfermedad radica en que, por primera vez en mucho tiempo, no ha salido de uno de esos laboratorios de experimentación social llamados “departamento de marketing”. Debía pedírsele, pensaba, que, hijos de la filosofía de la sospecha como se creen, sospechasen de lo que dicen los medios de comunicación, que hicieran genealogía en lugar de buscar míticos orígenes romanos, ¿qué menos que citar correctamente a Foucault? Ni a eso llegan. El coronavirus les ha pillado discutiendo acerca del sexo de las interpretaciones, del mejor bagaje conceptual para entender la última película de culto, de cómo hacer otro refrito con los viejos tópicos típicos de la hermenéutica, la fenomenología y/o el dialogismo. Algún incauto ha acudido a ellos para exigirles que piensen creativamente acerca de la realidad y el resultado produce vergüenza sonrojante. Afortunadamente para mí, ya, sonrojante vergüenza ajena.
   Los hay que se atreven a pronosticar que el móvil y la tarjeta de crédito se utilizarán en el futuro para escudriñar nuestra más cotidiana vida, como si no se los hubiera puesto a nuestro alcance precisamente para eso. Los hay que hacen un uso tan irrestricto del “ser” que les da igual decir que "el virus es una pandemia" o que "el siglo XXI es una pandemia", y cabe preguntarse por qué se quedan ahí y no afirman también que una pandemia es un kiwi, que un kiwi es una pandemia, o que el siglo XXI es un kiwi (seguro que quienes se aferran con desesperación al "ser" incluso encontrarán un sentido a desvelar en estas afirmaciones). Los hay que, después de que las enfermedades mentales catalogadas se hayan duplicado en los últimos 50 años; después de que su tasa de prevalencia se eleve al 300% de la población; después del “descubrimiento” de la osteoporosis, el colesterol, la hipertensión, el déficit de atención y el síndrome de las piernas inquietas; después de que se nos vaticine que pronto "todos seremos biónicos" porque hay un implante esperándonos a la vuelta de la esquina; después de todo eso, afirman que el modelo de nuestra sociedad lo constituye ¡¡¡un cuerpo inmune!!! 
   Pero, claro, siempre tendremos a los grandes referentes de la filosofía del nuevo siglo, como ése que achaca el habitual uso de mascarillas en Oriente no a la pésima calidad del airea sino a “una diferencia cultural”. Da el número en bruto de cámaras en China para demostrar la intrínseca malignidad del gigante vecino, pero no cita que si tomamos esa cifra en términos relativos, hay una densidad de cámaras por habitante en la muy liberal Londres que hace palidecer a cualquier ciudad asiática. Afirma con rotundidad que a este virus lo pararán las mascarillas. No los guantes, que eso da igual, sino las mascarillas. Y a continuación relata con primosoros detalles las cualidades de cierto tipo de mascarillas que se fabrican en su país. Cabe preguntar si todo eso lo “cree”, forma parte de lo que “se dice” en los telediarios que ve o si ha encontrado un sólido argumento para sostenerlo en la cuantía del ingreso bancario que le han hecho llegar por tan poco disimulada publicidad encubierta. No tengo la menor duda de que a alguien tan dotado para venderse al mejor postor lo encumbrarán pronto a la categoría de gran filósofo de nuestros tiempos. Va a desbancar a otro que tampoco lo hace nada mal. En esta recopilación lo vemos defendiendo que el capitalismo, que durante dos siglos se ha adaptado a todo, no sobrevivirá a dos meses de parón. Uno lee la fuente de publicación original del texto, Sputnik, y entiende lo que subyace al argumento. Al fin y al cabo, quien paga, manda (hasta manda los textos ya escritos para que sólo quede firmarlos). A esta “discusión” se apunta también otro, que saca pecho con modelos de flujos de capital, como si el capitalismo pudiera caracterizarse en términos de flujo de capital… El capitalismo ha sobrevivido porque no hay sistema comparable a la hora de producir, no mercancías, ni satisfacción de necesidades, ni, mucho menos, flujos de capital, sino ilusiones. El capitalismo no vive en los bancos, ni en las bolsas, ni en las empresas, anida en esas ilusiones de las que no sabemos deshacernos porque seguimos imbuidos en él. En las ilusiones que ahora albergamos todos de salir a tomar una cerveza, comer en un restaurante y hacer un viaje, ahí sigue agazapado el capitalismo, como hambriento león del circo, esperando que nos abran la jaula para devorar al primer cristiano indefenso que encuentre a su paso. Ese día, se liberará de nuevo a los filósofos de la carga, demasiado pesada para ellos, de pensar críticamente la realidad y podrán volver a lo que vienen haciendo desde que comenzó el siglo XX: tergivesarlo todo para que quienes detentan el poder puedan seguir mangoneando sin que nadie señale su desnudez.

domingo, 19 de abril de 2020

Amadeus

   Ahora que todo el mundo recomienda películas clásicas, me acuerdo de Amadeus de Milos Forman, estrenada en 1984 a mayor gloria de una de las leyendas de la música clásica de todos los tiempos, el envenenamiento de Mozart por su muy envidioso rival Salieri. La gran virtud de la película de Forman consiste en alejarse deliberadamente de cualquier hecho constatable para entregarnos lo más intangible de la realidad. Ni a Mozart lo asesinó Salieri, ni Mozart murió envenenado, ni tenía una risa tonta. Pero, por medio de estos elementos mitológicos, Forman nos acerca, probablemente muchísimo, a lo que debió suponer Mozart para la casta de compositores de la época y, probablemente, aún más, a los ambivalentes sentimientos que debió despertar en el Salieri real. A este respecto, debemos recordar que Salieri tenía, entre otros, el cargo de compositor de la corte, un prestigio como músico y, especialmente, como profesor (acabaría dándole clases a Beethoven, Schubert y Liszt entre otros) y, derivado de todo ello, una acomodada posición social y económica que le permitió mantener a los ocho hijos habidos con su mujer y ciertos escarceos extramaritales. Frente a él, Mozart llegó a Viena todavía con la marca del zapato del mayordomo del arzobispo Colloredo en su trasero. Así pues, Salieri lo tenía todo y Mozart, nada y nunca progresaría en Viena más allá, mientras que la figura de Salieri continuó asentándose incluso durante la estancia de Mozart en la capital austríaca. Y, sin embargo… Sin embargo, desde otro punto de vista, Mozart lo tenía todo y Salieri muy poco. Compositor de categoría notable y con piezas muy agradables de escuchar, palidece ante cualquier cosa salida de las manos de Mozart. En realidad, lo escrito por cualquier compositor de la época (y de la mayoría de los que vinieron después de él) palidecía ante las piezas más insignificantes de Mozart. Nadie podía comparársele y todos lo sabían y en especial debía saberlo Salieri, tan dotado él mismo y tan capaz de comprender los límites humanos por su labor como maestro. Frente a él se plantó aquel personajillo infantiloide, de vida disipada e incapaz de modestia, de cuya cabeza salían directamente partituras extraordinarias a las que no hacía falta añadir corrección alguna. En eso precisamente se centra la película de Forman, en el Mozart que nos entregan los ojos de Salieri interpretado, como siempre magistralmente, por un Murray Abraham que le da todos los matices de admiración, odio, envidia e incomprensión que el personaje necesita. De hecho, la película comienza por el único punto verídico la “confesión” que hizo Salieri, sumido ya en la demencia senil por la edad, de haber matado a Mozart. Ese hecho dio pie a la leyenda, a la cual se sumó el secreto encargo de un réquiem y la convicción de Mozart, respaldada después por su padre, de que sus compañeros de logia masónica lo habían envenenado.
   A partir de la confesión, la película nos muestra a un Mozart, llegando a la corte de José II, mientras el rey se esfuerza por interpretar al piano una pieza compuesta por Salieri en honor del recién llegado. Ese encuentro termina cuando Salieri le ofrece la partitura como regalo y Mozart le dice que no hace falta, que la tiene en la cabeza. Todo el mundo sonríe desconfiado y entonces Mozart se sienta al piano, interpreta la pieza de modo magistral y comienza a introducir variaciones improvisadas para mejorarla, soltando de cuando en cuando sus risas de atontado. El minutaje que sigue nos narra el inevitable odio que Salieri siente hacia el personajillo mientras se va agrandando el amor hacia la música creada por él, hasta culminar en la escritura de ese Réquiem que Mozart compone mientras a Salieri ni siquiera le da tiempo de escribir la partitura por la prodigiosa velocidad con la que se la va dictando Mozart. Los últimos compases sonarán acompañando a su cuerpo hasta la fosa común en que se lo arrojó en medio de una lluvia espantosa.
   Pero, de toda la película, hay una escena que martillea estos días en mi cabeza. Mozart ha comprado una mesa de billar que, probablemente, no ha pagado. Arroja distraídamente las bolas mientras transcribe la música que brota de su cabeza. Suena entonces la puerta. Corre a abrirla porque espera un pago que lo saque de su situación, siempre más que apurada. Pero no se trata de un pago, sino de otra factura. Acude su padre, que comienza a abroncar a Mozart. Acude su mujer que comienza a abroncar a su padre. Mozart se va apartando de la discusión hasta que se retira. Se siguen oyendo los gritos de su padre y de su mujer. Entonces, comienza a arrojar otra vez distraídamente las bolas sobre el tapiz y se oye de nuevo la música que va componiendo y que, poco a poco, apaga los gritos de su mujer y de su padre, hasta que ya no se los oye. 
   Tal vez Mozart compuso lo que Saliere jamás hubiese hecho porque no tenía su posición social, ni su reputación, ni su respeto, porque tenía que acallar gritos que éste nunca oyó, porque pertenecía a ese grupo de seres humanos con la suerte relativa de poder silenciar los gritos creando, sin que importe mucho qué, música o magdalenas. 

domingo, 12 de abril de 2020

¿Todavía no se ha enterado de que el mundo se acabó ayer? (2 de 2)

   Después de tantísimas fechas de fin del mundo en las que no pareció ocurrir nada del otro ídem, Occidente pensó que esto se había ido de madre, que no se podía dejar en manos de la Iglesia asuntos de tal naturaleza y que había que apartarse de todo ese alarmismo innecesario… para hacer bien los cálculos. Obviamente, en ese cálculo debía entrar el famoso número con el que se identifica al maligno, el 666. El problema estaba en que nadie sabía muy bien dónde colocarlo. El Papa Inocencio III predijo que el mundo se acabaría 666 años después de la fundación de la Iglesia, un cálculo bien preciso que condujo a que el mundo se acabase en 1284. Otros, con una lógica aplastante, predijeron que la fecha tenía que ser 1666. En efecto, si el mundo no se había acabado el 6 de junio del año 6, ¿por qué no sumarle 1000 al número de la bestia? Esta misma lógica abrumadora llevó a fijar como fecha alternativa el 6 de junio de 2006, ya saben el 06 de 06 de 06, es decir, el 060606, que es el número de… ¿una línea erótica?
   Lutero, muchísimo más serio para estas cosas, consideró indigno que tantos papas, santos, visionarios y místicos, blasfemasen intentado averiguar los propósitos divinos, un ejemplo de cómo los católicos habían caído en la idolatría, la herejía y la degeneración, así que él se jugó todas las fichas de su prestigio teológico al 1600. Afortunadamente por esta época comenzó la secularización del mundo, lo cual trajo como consecuencia una cambio trascendental en la mentalidad occidental, que dejó atrás el oscurantismo de la religión y todos su sueños apocalípticos, dicho de otro modo, cualquiera se pudo poner a hacer sus cálculos sobre el fin del mundo sin necesidad de ninguna excusa teológica. Por fin, una nova, una alineación de planetas, un fenómeno meteorológico, los huevos de una gallina o las cabezas de un pato bastaron ya para predecir el fin del mundo. Algunos, como Cristóbal Colón, el matemático John Napier o los cuáqueros, hasta lo hicieron un par de veces. Ya sabe, si se juegan dos columnas a la primitiva hay más posibilidades de acertar.
   La llegada del siglo XX marcó un período en la historia inquietante porque no hay año desde entonces que no se haya acabado el mundo. Tanta proliferación de apocalipsis, ciertamente, escama. Tomemos el caso de Dorothy Martin. La señora Martin predijo que el mundo se acabaría el 21 de diciembre de 1954. Según confesó, unos alienígenas se pusieron en contacto con ella y, mediante escritura automática, le aseguraron que en esa fecha arrasarían todo lo existente con una gigantesca inundación. Hasta aquí, lo normal. Las cuestión es, ¿por qué les estoy hablando de la señora Martin? Dudo mucho que les suene su nombre. Dorothy Martin no tenía ninguna otra dedicación aparte de las labores propias de su hogar hasta esta profecía. La gente oyó que los marcianos se habían puesto en contacto con ella para anunciarle el fin del mundo y debieron pensar que se trataba del contacto más lógico que un marciano podía buscar con nosotros, así que Dorothy Martin se convirtió en líder de una secta llamada La hermandad de los siete rayos que creció a un ritmo exponencial hasta la mañana del 22 de diciembre de 1954.
   Mención especial merece en estas apresuradas líneas Herbert W. Armstrong. Este genio de la comunicación, precursor de los grandes telepredicadores americanos y auténtico crack de los apocalipsis, realizó no una predicción del final del mundo sino ¡cuatro! Primero dijo que se acabaría en 1936, luego en 1943, después en 1972 y ya viendo que la audiencia no subía, se plantó en 1975. Él murió 13 años después de que se acabara el mundo sin predecir la fecha de su muerte. Esto me recuerda mi primer encuentro con el fin del mundo. Yo era muy, muy pequeño. Estaba plantado ante el televisor un domingo y un señor muy serio salió mostrando una fotografía en la que, más o menos, podía intuirse el número 70 seguido de un punto, escrito por los marcianos en el cielo. “Esto significa 1970 y punto, en 1970 se acabará el mundo”. Se hizo un gran silencio en el plató y un pánico aterrador se apoderó de mí. Casi temblando, fui donde estaban mis padres y les pregunté qué edad tendría yo en 1970. “24 años”, me dijeron. Eso me tranquilizó, “¡Ah, bueno! pensé, ya seré un viejo”. Después de aquello he vivido muchas veces el final del mundo, por ejemplo, en 2012, cuando a los mayas se les acabó el calendario, que digo yo que también se podían comprar otro, o el 23 de septiembre de 2015, en el que se conjuntaron dos augurios verdaderamente terribles: el presidente Obama se reunió con el Papa y el CERN realizó un experimento. Sin embargo tengo que anunciarles que la fecha buena, la de verdad, la del fin final que lo termina todo, fue el 11 de abril de 2020. Sí, sí, el mundo se acabó el 11 de abril de 2020 y si Ud. está aquí leyendo tan tranquilamente esta entrada es porque todos los gobiernos se han puesto de acuerdo para ocultarlo. Ya verá cuando no tengan más remedio que hacerlo público, ya verá...

domingo, 5 de abril de 2020

¿Todavía no se ha enterado de que el mundo se acabó ayer? (1 de 2)

   Si algún día tuviese tiempo, escribiría una Historia universal desde el fin del mundo hasta nuestros días. En ella les contaría cómo los seres humanos, estos piojillos que le salieron al planeta hace un millón de años, apenas consiguieron controlar sus esfínteres, se empeñaron en acabar con el mundo. Pero no acabar en el sentido de: no hay nada nuevo que contar, no tenemos nada que añadir, terminamos aquí y ya seguiremos la temporada que viene, no. Acabar en el sentido de acabar, vamos, que no quede bicho viviente. Los primeros intentos serios en este sentido lo llevaron a cabo los romanos. No contentos con inventarse una historia que los emparentaba con los troyanos, no contentos con convertir a una prostituta en una loba, se sacaron de la manga la historia de que, a la hora de colocar el emplazamiento exacto de Roma, cada uno de los hermanos R buscó uno. Remo vio seis buitres volando sobre el lugar que había elegido, pero Rómulo vio doce. Así que Rómulo pensó lo que pensaría cualquiera en su sano juicio, “si hay doce buitres dando vueltas por aquí eso es un magnífico augurio”. Llegados a este punto ya no había mucho motivo para pararse, así que los romanos convirtieron el buen augurio de Rómulo en el presagio de los años que iba a durar el mundo, es decir, su ciudad. Con ello obtuvieron la primera fecha en la que se acabó el mundo: el año 741 a. de C. 
   Decía Popper que los científicos trataban de refutar sus hipótesis y que si encontraban algo que iba en contra de ellas, las desestimaban y elaboraban una nueva. Puede que Popper supiera mucho de ciencia (y puede que no), pero, desde luego, no tenía ni remota idea de cómo piensan los seres humanos. Un ser humano fabrica una hipótesis, comprueba que no funciona y lo primero que se viene a su mente es: “no puede ser que las cosas no vayan como las he pensado yo, voy a probar otra vez”. Y eso fue lo que hicieron los romanos, se pusieron a cavilar lo que podía haber hecho que el mundo siguiera funcionando pese a su brillante cálculo y encontraron por qué el mundo no se había enterado de que tenía que acabarse. No, el error no consistía en que la existencia del mundo no dependa de un cálculo, sino en que cada uno de los buitres representaba una década, así que el mundo se acabaría (otra vez) en 634 a. de C. Pero tampoco ese año pareció suceder nada especial, así que lo aplazaron hasta el 389 a. de C. Al ver que tampoco ese año Roma desaparecería, llegaron a la única conclusión lógica, a la única conclusión que, como buenos popperianos, podían llegar, a saber, que el imperio romano no se acabaría nunca. Ni aún así consiguieron acertar.
   Pero, una vez abierta la caja de los truenos (del fin del mundo) ¿para qué cerrarla? Si los romanos no habían conseguido ni en cuatro intentos acertar la duración del mundo, eso significaba, obviamente, que no se podían hacer cálculos basándose en ridículos mitos productos de la imaginación... sino en la verdad revelada por Dios en la Biblia. De este modo tenemos a Clemente de Alejandría acabando con el mundo en el año 90, a Hilario de Poiters, convencido de que las cosas ya no podían ir a peor, haciéndolo en el 365 y a Martín de Tours que, muchísimo más prudente, y perfectamente consciente de su incapacidad para predecir con exactitud el fin del mundo, lo dejó para “antes del 400”. Convencidos de que todo esto era un despropósito y de que la Iglesia Católica se estaba convirtiendo en un hazmerreír, varios doctos teólogos argumentaron que lo mejor para evitar estas tonterías era… elegir una fecha de consenso. Entre varios de ellos se pusieron de acuerdo en que les vendría bien la Pascua del año 500 y para entonces citaron a Jesucristo con objeto de que volviese con nosotros. No sabemos si Jesucristo estaba comunicando, o no le llegó el e-mail, o es que prefiere hacerse el ocupado con cualquier cosa antes que volver a vernos el careto, el caso es que no se presentó en esa fecha ni en 793, ni en 799, ni en 800, ni en 848, ni en 872 y, de hecho, ni siquiera en el temido año 1.000. De todas estas incomparecencias, la más comprensible es, precisamente, la última. Al fin y al cabo, el momento exacto del nacimiento de Cristo no está muy claro y algunos lo colocan siete años antes del inicio de nuestra era, es decir, Cristo nació en el año 7 antes de Cristo. Hay que recordar, además, que los romanos no tenían el número cero, así que otras dos fechas posibles para el nacimiento de Cristo eran el año 1 antes de Cristo o el año 1 después de Cristo. Y aparte está el tema de si los 1.000 años se cumplían en el año 1.000 o en el 1.001, el 1 de enero de uno de ellos o el 31 de diciembre. Muy confuso todo. Tal nebulosa supuso para muchos una revelación de por qué tantas fechas del final del mundo habían transcurrido como si nada, porque volvería a los 1.000 años de su muerte. Pero también el año 1.033 pasó y por aquí no pudo verse no ya a un jinete del Apocalipsis, sino ni siquiera a un arcángel mosqueado a lomos de un burrito.

domingo, 29 de marzo de 2020

Chomsky (2 de 2)

   Que alguien se lleve 50 años perfilando una teoría y continúe sin responder a los problemas originales que dieron lugar a dicho perfilamiento, puede formar parte de muchos intentos teóricos notables. Que después de tantas idas y venidas el número de aciertos reconocibles por la comunidad de sus pares continúe listado en los escritos seminales, puede constituir la maldición de algunos niños prodigio. Que a estas alturas nadie tenga demasiado claro qué queda de la gramática generativa en la mente de su padre fundador, puede resultar algo más confuso. Pero que, conforme los logros en su disciplina hayan resultado menos evidentes, esa figura se haya ido agrandando por sus posicionamientos políticos, dice bastante poco acerca de la credibilidad de la figura de la que hablamos. Sin embargo, Chomsky constituye a este respecto un paradigma. A estas alturas, sus escritos sobre lingüística y  psicología cognitiva, palidecen frente a su producción dedicada a las críticas del imperialismo norteamericano y la defensa de cualquier cosa que pueda considerar “de izquierdas”, con independencia de su procedencia. De la misma mente que brotó la aplicación al lenguaje de los formalismos recursivos, salieron afirmaciones como que el comunismo conduciría a Vietnam a la democracia y el progreso, que el Vietcong constituía un movimiento popular sin vínculos con el régimen de Vietnam del Norte o que dicho país no recibía apoyo de China ni de la URSS.
   Chomsky, en efecto, cobrando de un MIT volcado en el perfeccionamiento de la maquinaria bélica de los EEUU de cara a Vietnam, inició su activismo político con las movilizaciones contra aquella guerra. Como buen intelectual acomodado, se declara partidario del anarcosindicalismo, pese a que sólo tiene contacto con los obreros cuando alguno tiene que acudir a reparar su váter. Frente al supuesto rigor cientificista de sus planteamientos lingüísticos, sus escritos políticos se mantienen al nivel del panfleto, desmenuzando y ensalzando a unos y otros más al ritmo de sus pulsiones que de algo que pueda considerarse una propuesta teórica concreta. De este modo, Obama se convierte en un “homicida global” que ha desarrollado la mayor campaña terrorista que ha existido jamás. Sin embargo a Stalin, que en sus escritos de 1905-7 ya demostraba su animadversión por los anarquistas y que resulta fácil imaginar qué tipo de sindicalismo defendía, lo considera Chomsky el padre de un régimen económico al que imitar. Estas simpatía no la extiende a Lenin ni Trotsky, a los que, pese a compartir con Stalin sus deseos de laminar el anarquismo, los ha llamado reiteradamente “los peores enemigos del socialismo”. Pero todo esto palidece comparado con el asunto Pol Pot.
   En 1977, Chomsky y  Edward S. Herman publicaron un artículo en el que criticaban duramente los testimonios que habían comenzado a aparecer sobre las atrocidades del régimen de los jemeres rojos en Camboya. Del mismo modo que recomendaría a quienes hablen de la grandeza de la fenomenología que comiencen por leer el escrito de Husserl La tierra no se mueve, a cualquiera que utilice a Chomsky como soporte para sus afirmaciones políticas le recomendaría que empezara por leer este texto. La idea de Chomsky y Heman resulta enfermizamente simple: dado que EEUU intervino criminalmente en Vietnam, cualquier experimento social que llevaran a cabo sus enemigos en ese entorno geopolítico resulta defendible. A partir de aquí, quienes argumentasen acerca de la barbarie de los jemeres rojos o mentían o cobraban de los servicios secretos norteamericanos, aunque se tratase de refugiados camboyanos que escaparon de los campos de “reeducación” tras perder en ellos a familiares y amigos. A Heman se la ha oído alguna vez balbucir una cierta excusa en el sentido de que se trataba de un análisis llevado a cabo con la información que había en la época (quiere decir, con la información que les dio la gana admitir), Chomsky jamás ha llegado tan lejos.
   Sólo hay dos constantes en los escritos chomskyanos acerca de política. Una, su crítica feroz y sistemática de todas las intervenciones de los EEUU en cualquier parte del mundo, más por el hecho de que se trate de los EEUU que por la naturaleza o los resultados de dicha intervención. La otra, relacionar todo cuanto ocurre con la utilización del mercado libre como una herramienta norteamericana para gobernar el mundo, incluyendo la creación de la OTAN, la globalización y, su última perla, el virus de Wuhan. A estas alturas puede entenderse la idolatría que sienten hacia Chomsky "progres" incapaces de adentrarse en sus propuestas lingüísticas. La renuencia de los lingüistas a matar a un padre que lleva décadas pareciendo chocho, como hicieron los psicólogos con Freud, resulta, sin embargo, un poco más sorprendente. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Chomsky (1 de 2).

   En 1957, un jovenzuelo llamado Avram Noam Chomsky, publicó Estructuras sintácticas, un apresurado resumen de su tesis doctoral, poniendo patas arriba el campo de la lingüística. Frente al conductismo imperante, Chomsky proponía que en el aprendizaje de la lengua materna intervienen una serie de mecanismos innatos que permitirían adquirir competencias lingüísticas a una velocidad que ningún conductista podía explicar. Pero Chomsky también se opuso al estructuralismo europeo, señalando la necesidad de contar con la creatividad del sujeto hablante para entender cómo surge el significado. En esta primera fase, la teoría de Chomsky acertaba a elaborar una dicotomía destinada al éxito obtenido por muchas otras tales como infra y superestructura o paradigma y anomalía, la distinción entre estructura profunda y estructura superficial. Si decimos, por ejemplo, “Juan le ha puesto los cuernos a Pepita y ella se ha enterado”, “Pepita ha descubierto que Juan la engaña” y “Juan es un adúltero y su esposa lo sabe”, suponiendo que la esposa de Juan se llame Pepita, tenemos tres enunciados con una misma estructura profunda y diferentes estructuras superficiales. Hasta aquí, todo muy fácil, muy intuitivo y muy simple. El problema, como siempre, aparece si uno comienza a escarbar en los detalles. Para empezar, ¿a qué se le puede llamar “la misma estructura profunda”? Dado que no resulta observable, la estructura profunda se convierte en un constructo, constructo en el que todos podemos coincidir a la hora de caracterizarla, pero, del hecho de que todos coincidamos en describir esa estructura profunda no se deduce ni que esa estructura profunda exista, ni que esa estructura profunda constituya la única posible, ni que tengamos algún modo de dilucidar cuál de las estructuras profundas imaginables resulta la correcta. Todavía peor, aunque Chomsky nunca dejó de señalar al sujeto que profiere un enunciado como el detentador último de lo que dicho enunciado significa (y a ello dedicó largos estudios sobre las ambigüedades lingüísticas), queda la nada despreciable tarea de establecer en qué consiste la creatividad de dicho sujeto si, como también afirma Chomsky, se limita a utilizar reglas inexorables.
   A matizar su teoría hasta encontrar una solución precisa a dichos problemas ha dedicado Chomsky el resto de su vida. Se puede discutir largamente acerca del éxito de semejante empresa, pero resulta difícil mostrar desacuerdo en que las sucesivas matizaciones, más que un afinamiento de las ideas iniciales para dotarlas de rigor y precisión, han mostrado un movimiento de ida y vuelta sobre determinadas cuestiones, contribuyendo a hacerlo todo más confuso. A partir de 1965, por ejemplo, Chomsky introdujo lo que se llama la teoría de la “X-barra” que, para decirlo de un modo rápido, descompone los sistemas categoriales en árboles de decisión cada uno de cuyos ramales añade una mayor determinación a los anteriores. Presentado como un gran progreso y adoptado incluso por desarrollos ajenos a la gramática generativa, desde 1973 se le introdujeron sucesivas limitaciones hasta que el propio Chomsky la abandonó en su programa minimalista de 1995. Este programa minimalista, de hecho, suponía una reelaboración crítica de su teoría de revisión y ligamento que, a su vez, suponía una reelaboración crítica de la gramática transformacional. De este modo, Chomsky, que irrumpió cual profeta, prometiendo rigor, cientificidad y casi matematización en el siempre confuso terreno de la lingüística, ha ido dejando un rastro de herejías cada vez más proclives a la guerra santa en algo que se parece ya a una sucesión interminable de trincheras y campos minados. Y, entre tantas vueltas y requiebros, las cuestiones originales, a saber, la de cuánta creatividad añade el sujeto y la de qué leyes inmutables y comunes, comparables con las leyes perceptivas de la Gestalt, hay en el lenguaje, permanecen sin responder. 
   Pese a ello, nadie puede negar la influencia de Chomsky. Más que darle la razón el tiempo puede decirse que los tiempos se han vuelto a su favor. El innantismo, tan enquencle a principios de los 60 del siglo pasado, ha ido ganando vigor, casualmente, de modo paralelo al desmadramiento de la industria farmacéutica. Que haya algo innato en el lenguaje ha alentado la búsqueda de un gen encargado precisamente de él y su promesa cientificista no sólo arrebató a los lingüistas, sino que a ella intentaron subirse desde los psicólogos cognitivos hasta los fundadores de la Programación Neurolingüística, como ya conté aquí hace algún tiempo. Chomsky, además, ha empleado sin pudor, modelos cuya apariencia formal les da cierto carácter esotérico en un campo donde la masa la constituyen gente de formación humanística a los que una variable les produce un mareo asemejable al éxtasis. Los que se inician en el generativismo lingüístico, por tanto, se dotan de un lenguaje que sólo ellos parecen entender y que el resto prefiere no discutir para no confesar que no entienden nada, mientras piensan para sus adentros que se hallan ante un ejemplo palmario de cómo alguien puede forjarse una carrera exitosa cogiendo enormes puñados de aire.

domingo, 15 de marzo de 2020

El papel higiénico, ese desconocido.

   El filósofo alemán Martin Heidegger llamaba a los útiles que nos rodean cotidianamente, los entes-a-la-mano. El ser-a-la-mano se convertía así en un existenciario habitual de cada uno de nosotros. En estos entes-a-la-mano sólo reparamos cuando no se hallan ahí, a-la-mano. Como hemos comprobado esta semana, también en esto se equivocaba Heidegger, pues hemos podido ver, un ente que todos tenemos a-la-mano, que no le falta a nadie y que no ha dejado en ningún momento de ser-ahí, convertido en el gran protagonista: el papel higiénico.
   El papel higiénico debería constituir uno de los ejes centrales de esa disciplina llamada escatología, que designa tanto la parte de la teología que trata del destino último del ser humano y del universo, como la parte del saber dedicada a los excrementos. En él, efectivamente, han quedado depositados los más decantados productos de nuestro cerebro y de nuestro intestino, ambos órganos controlados por neuronas. De hecho, durante muchísimo tiempo, el mismo papel que servía para acoger a unos terminaba acogiendo a otros, muestra de un saber confuso y no manifiesto acerca de su origen común. Los chinos, que inventaron el papel para dejar constancia de los conocimientos de sus sabios, utilizaron aquellos pliegos para eliminar de sus traseros cualquier constancia de haber ido a reservados. Aunque muy pronto en China se desarrolló una especialización, con diseño propio para cada uso, la comodidad que proporcionaban las hojas de los libros para el entretenimiento y la limpieza en el mismo lugar, hizo que semejante costumbre tardase mucho en desaparecer. En el siglo XVIII, sin embargo, comenzó una nueva era, la era de la información, en la que los periódicos se extendieron hasta el punto de invadir los sitios en los que se hacían cosas de las que no debía informarse.
   Joseph Gayetty introdujo hacia 1857 en EEUU un producto, destinado exclusivamente a la limpieza, aromatizado con aloe vera y que se vendía como “papel medicinal”, pues, “aliviaba las hemorroides”. Además, la campaña comercial de este “papel medicinal”, advertía de los peligros de envenenamiento asociados al uso de papel con tinta impresa. No obstante, la mayor parte de los usuarios no entendieron muy bien qué sentido tenía pagar por dos tipos de papel diferente, cuando los libros viejos, las ediciones baratas, los periódicos y, últimamente, los folletos publicitarios, suplían con creces todas las necesidades que pudiera haber en un hogar. Y aquí es donde intervienen en esta historia los hermanos Clarence e Irvin Scott. Frente a las hojas de Gayetty, los Scott crearon el rollo de papel higiénico, además dirigieron sus esfuerzos hacia un sector muy concreto, hoteles y hospitales de alcurnia que buscaban algo especial que ofrecer incluso en sus rincones más íntimos. Para sortear el rechazo victoriano a hablar de ciertas cosas, evitaron asociar su nombre al papel, lo envasaron sin alusión alguna a su uso y utilizaron una pudorosa señorita como imagen de marca. El truco les salió bien, su papel higiénico comenzó a considerarse un signo de distinción social y todos los que aspiraban a ser “clase media”, hicieron lo posible por sostener el gasto que significaba utilizar rollos propensos a acabarse en el momento más inoportuno. La Gran Depresión, que para muchas empresas supuso el fin, vino, sin embargo a favorecer el proyecto de los hermanos Scott pues, por esa fecha, los incipientes departamentos de marketing de muchas empresas decidieron imprimir sus catálogos en el más glamuroso papel satinado, lo cual estuvo a punto de provocar manifestaciones de protesta. 
   En España se hizo popular, también sin marca, sin indicación de cómo usarlo y sin otro logo que un elefante rojo. Así fue como comenzó su expansión por nuestro país en los años 50 del siglo pasado. Hasta entonces, personas como mi abuelo materno, usaban periódicos, folletos o, un poco como castigo, décimos de lotería no premiados. En todo caso, si la histeria colectiva le ha dejado sin papel higiénico, siempre podrá volver a nuestros orígenes y limpiarse con hojas de lechuga, mucho más ecológicas y refrescantes… Por cierto, ahora que lo he dicho, voy a comprar antes de que se agoten.