domingo, 27 de octubre de 2019

Reflexiones sobre Parménides (2 de 2)

   Para evitar el engorro al que conduciría admitir la existencia de regiones dentro del ser, se le atribuye a Parménides la propuesta de que el ser “es equidistante del centro”. Dicho de otro modo, el ser “es como una esfera”. Naturalmente, si el ser “es como una esfera” y hay una equivalencia entre ser y pensar, entonces, el pensamiento, el pensamiento del ser, el pensamiento que nos dice lo que el ser es, no puede hacer otra cosa más que girar sobre sí mismo. Este pensamiento aferrado al ser, que presupone la transparencia del ser cuando habla del propio ser, se limita a dar vueltas, sin ir a ninguna parte. Y la demostración absoluta de que esta consecuencia se halla inevitablemente encerrada en lo que llamamos “Parménides”, puede encontrarse en el hecho de que la interpretación tradicional, en lugar de ver lo obvio, ha señalado la equivalencia entre la esfera y la perfección en el pensamiento griego. Terminar siempre donde comenzó, la incapacidad para atisbar cualquier posibilidad que no conduzca al mismo camino de siempre, en esa ceguera autoinducida, ha creído palpar la interpretación habitual “la perfección”. Pero aquí no hemos terminado. Cuando levantamos la vista del camino tantas veces recorrido, cuando nos arrancamos las anteojeras que nos impiden ver la noria a la que se nos ha atado, rápidamente aparecen otras cuestiones.
   Parménides ha definido la esfera no por su radio, ni por su área, ni por su volumen. Ha definido la esfera por su propiedad topológica básica, la equidistancia respecto del centro. Por tanto, Parménides no nos habla de una esfera, sino de cualquier esfera. El ser, nos dice Parménides, es como cualquier esfera. Ciertamente, la equidistancia respecto del centro constituye una característica definitoria de las esferas embebidas en un espacio de no importa cuantas dimensiones. Vale, por supuesto, para las esferas de un espacio tridimensional (lo que habitualmente llamamos una esfera o, propiamente, una 2-esfera). Vale, igualmente, para esferas en un espacio bidimensional (ó 1-esfera, el círculo). Y vale, por supuesto, para las esferas en un espacio monodimensional (ó 0-esfera). Una 0-esfera se puede definir más concretamente como dos puntos situados a ambos lados de un centro. Ahora bien, dado que hablamos de dos puntos equidistantes del centro, no hay otro punto de la esfera entre ellos. De hecho, se suele identificar la 0-esfera con dos puntos disjuntos. Ciertamente podemos considerar a uno de ellos el comienzo de un camino y al otro el fin, pero, dado que no hay puntos entre uno y otro, realmente, topológicamente hablando, no se puede hablar de que haya un camino entre ellos. Dicho de otro modo, la 0-esfera constituye la única esfera no conectable a través de un camino. Si retomamos a Parménides nos encontramos entonces con que la forma más simple de esfera, en analogía con el ser más simple, no tiene caminos, lo cual puede interpretarse de muchas maneras, pero en todas ellas conduce a que el ser más simple o no resulta pensable o no resulta narrable o ambas cosas. Tal vez haya “pensamiento”, tal vez haya narración del ser más simple, entendidos como la simple yuxtaposición de “esto” y “esto”, pero, una vez más, no consistirá en algo que lleve de aquí hasta allí, algo que implique un discurso, ni una deducción, ni un recorrido. En la 0-esfera, en el ser más simple si hemos de seguir el isomorfismo establecido por Parménides, se rompe la equivalencia entre pensamiento y ser. Ahora ya podemos entender por qué Parménides se entretiene en contarnos la vía del error, el camino del engaño. Del mismo modo que hay un ser que no se puede narrar y/o que no se puede pensar, aparece ahora como posibilidad abierta la narración, el pensamiento, del no-ser, algo que previamente Parménides había excluido.
   Resumamos, pues. Hemos partido de la identidad entre ser y pensar, de que podíamos hablar de lo que el ser era y nos hemos visto llevados a la conclusión de que hay un tipo de ser que carece de caminos para pensarlo y/o para narrarlo. Por otra parte, respecto del resto del ser, nuestro pensamiento, nuestra narración no va a hacer otra cosa más que dar vueltas alrededor de lo mismo. Tanto en un caso como en otro nos hemos topado con las limitaciones y contradicciones a las que conducen los supuestos adoptados por la interpretación tradicional. Limitaciones y contradicciones que parecen sólidos argumentos para abandonarlos. Nos queda la opción de arrojar por la borda la idea de la equidistancia del centro y admitir que hay regiones diferentes dentro del ser, cada una con sus características, lo cual conduce a la indómita dificultad de cómo, incluso de si, podremos manejarlas con precisión cuando se trate de utilizarlas sobre ellas mismas. Nos queda, sin embargo, otra opción, la de dejar de decir lo que el ser es. No obstante esta posibilidad conduce a algo todavía más aterrador: pensar de nuevo.

domingo, 20 de octubre de 2019

Reflexiones sobre Parménides (1 de 2).

   Frecuentemente, dentro del pensamiento occidental, se señala a Parménides como el nombre en el que podemos encontrar ya algo en lo que nos reconocemos, como aquél con el mérito de haber introducido un cierto giro en la historia de la filosofía. Suele subrayarse esto diciendo que a él se le atribuyó el adjetivo “filósofo” por primera vez o que creó la metafísica misma. En Parménides, reconocemos un cierto salto a otro nivel, un cierto trascender, una relación privilegiada con algún problema filosófico de primer orden. A destacar tal relación privilegiada dedicó Heidegger un notable libro de 234 páginas. Notable, digo, como ejercicio de interpretación, pues sólo a base de interpretar, y mucho, se pueden sacar 234 páginas del centenar corto de versos que nos han llegado como “texto” de  Parménides. Reconstruir el pensamiento de un filósofo a partir de un porcentaje no sabemos cómo de exiguo de sus escritos, resulta tarea en la que no vamos a adentrarnos aquí. Más bien llamaremos “Parménides”, a lo que habitualmente se entiende por el pensamiento de dicho filósofo, a lo que forma parte del acervo habitual de saber por parte de quienes practican tal disciplina, a lo que figura en cualquier libro de historia de la filosofía al uso y que, por tanto, constituye el suelo sobre el que ha brotado nuestro modo occidental de entender las cosas.
   Tradicionalmente se le atribuye a Parménides la afirmación de que “sólo queda un camino narrable: que es”. Se suele vincular este fragmento con este otro: “es necesario decir y pensar lo que es”. Habría, por tanto, una identidad entre pensamiento y ser en Parménides. Sólo el ser resulta pensable y, en consecuencia, sólo se puede hablar del ser. Del no-ser, por contra, no se puede decir ni pensar nada. En estos dos fragmentos hay también otras cosas, pues contienen tres términos cuya relación no parece clara de entrada: camino, narración y pensamiento. 
   ¿Significa lo mismo pensar y narrar? ¿constituye el pensamiento una narración? ¿debemos hacer sinónimos al camino, la narración y el pensamiento? ¿pueden narrarse cosas que no pueden pensarse o pueden pensarse cosas que no pueden narrarse? Parménides, desde luego, según el modo habitual de interpretarlo, ha hecho lo primero, pues nos contó cómo se hallaba conformado el camino del error, pese a que, se nos dice, todo lo que ahí nos cuenta no forma parte de su pensamiento. Podríamos especular indefinidamente con las respuestas más adecuadas a tales cuestiones, pero, por fortuna, dichas especulaciones, no van a modificar sensiblemente lo que aquí tenemos que decir.
   Hay, no obstante, algo incluido en las afirmaciones anteriores que la interpretación tradicional de ellas no clarifica, a saber, la posibilidad de emplear el ser para referirse a sí mismo. En efecto, la idea de que “sólo queda un camino narrable: que es”, parece haber implicado que podemos hablar despreocupadamente acerca de lo que el ser es. A partir de este punto nos encontramos una y otra vez con afirmaciones acerca de que el ser es esto o aquello. Resulta lógico que la interpretación tradicional no se pare a mencionar este hecho pues forma parte de una tradición, precisamente la nacida con Parménides, que acepta esta posibilidad como presupuesto básico de nuestro pensamiento occidental. Desde este momento, el pensamiento occidental pasará a considerar que se puede decir lo que el ser es, que la aplicación reflexiva del ser a sí mismo resulta aproblemática, todavía más, que señalar qué es el ser equivale a mostrar el ser, e, incluso, que la filosofía no puede tener otro deber más que hablar acerca de lo que el ser es. Y, sin embargo, en el propio Parménides tal supuesto cortocicuita, mostrándose como extremadamente cuestionable, cuando no directamente aporético. Sin embargo, este carácter aporético no aparece allí donde la interpretación tradicional ha querido encontrarlo. De lo contrario, tendría que haber puesto en tela de juicio sus propios cimientos. De este modo, se le reprocha a Parménides su desprecio de los sentidos o la ingenuidad de identificar pensamiento y ser, sin atreverse a denunciar la tremenda cesura entre uno y otro a la que conducen los planteamientos parmenídeos.
   Decíamos que a partir de estas dos afirmaciones, el modo habitual de interpretar a Parménides se dedica a señalar todo aquello que el ser es y así tenemos que el ser es eterno, inmutable, único, ingénito, incorruptible y homogéneo. Pero, para otorgarle un sentido unívoco a estas atribuciones, necesitamos también concluir que todas ellas se realizan del mismo modo y en el mismo sentido, quiero decir, que no hay regiones en el ser. Si hubiese tales regiones el ser podría mantener su carácter homogéneo en la medida en que unas podrían transformarse en otras por deformaciones continuas. Eso sí, cada región tendría características propias, con lo que el ser de una cosa no coincidiría con el ser de otra. Todavía peor, si hubiera regiones en el ser, entonces hablar de cómo es el ser resultaría extremadamente complicado pues habría que aclarar y justificar qué región concreta del ser se utiliza para hablar de qué región concreta del ser, dicho de otro modo, no habría modo de hablar del ser “en general”. Tan terribles complejidades introduce esta posibilidad que nadie ha asumido el reto de emprender este camino planteado en estos términos. Obviamente nos hallamos ante una demostración de que decir lo que el ser es no conduce tal cual a mostrarlo, de que la aplicación del ser a sí mismo no lo hace transparente, sino que lo convierte en un abigarrado ejercicio de justificaciones continuas que harían impracticables el discurso mismo.

domingo, 13 de octubre de 2019

Real Time con Bill Maher.

   Una de estas noches, zappeando por esas televisiones de Dios, me encontré con el episodio de Real Time with Bill Maher correspondiente al 20 de septiembre del corriente. Para quien no lo conozca, se trata de un programa de sátira política basado en entrevistas a expertos y en los monólogos del propio Maher. No me puedo decir un entusiasta del personaje ni del programa, pero algunas veces me quedo a verlo cuando me tropiezo con él porque proporciona una mirada a los debates políticos de EEUU desde la mentalidad norteamericana, habitualmente distinta al modo que tenemos de considerar las cosas quienes no vivimos en aquel país, como vamos a comprobar. Maher, más o menos autoproclamado libertario, ejerce de conciencia del sector más izquierdista del Partido Demócrata siempre bajo el presupuesto de que mejor un gobierno de dicho partido que cualquier otra cosa.
   En este programa en concreto, varias cuestiones llamaron mi atención. En primer lugar, el propio Maher, todo tolerancia y multilateralismo él, no puede dejar de suponer que en cualquier país declarado musulmán rige la sharia y asociar ambos hechos con un color de piel más bien negro. En efecto, tras citar la composición del gabinete de Justin Trudeau, con más mujeres que hombres y varios miembros de la comunidad sij, comentaba, bastante consternado, su reciente foto con el rostro pintado de negro. “Lo habían invitado a una fiesta a la que tenía que ir de beduino, ¿qué esperaban?” comentó Maher. Naturalmente, ninguno de sus invitados se atrevió a indicar que, contrariamente a una creencia bastante extendida, los beduinos no son muy negros que digamos. Más bien la discusión giró en torno al carácter racista de pintarse la cara simulando ser negro. Una de las analistas, Heather McGhee, señaló que Trudeau no podía justificar que no sabía que eso era racismo cuando había un vídeo de los años 70 en YouTube denunciando precisamente este tipo de actitudes. Afortunadamente la señora McGhee no ha presenciado la fiesta de los reyes magos en nuestro país. Además de que uno de ellos, Baltasar, el “rey negro” (y, por otra parte, el favorito de los niños), sólo recientemente lo ha encarnado de verdad alguien con ese color de piel, toda su hueste va de la misma guisa para regocijo general y sin que a nadie se le ocurra estar participando en una fiesta supremacista. No creo que el país en el que no tengo más remedio que residir se halle más libre de culpas que otro cualquiera, pero, desde luego, aquí nadie se atrevería a sostener, al menos en las fechas en que escribo esto, que “los padres negros no cuidan de sus hijos”. McGhee, ella misma de color, aceptó el reto de discutir esta afirmación puesta sobre la mesa por otro contertulio basándose “en un estudio”. Y esto merece un cierto análisis. Para empezar, ¿quién demonios se dedica a estudiar el modo en que se ejerce la paternidad en función del color de la piel? ¿con los fondos proporcionados por quién? ¿con qué finalidad? Y, todavía mejor, ¿quién podría fiarse de semejante estudio? Una de las cosas que chocan en este programa y otros semejantes de las televisiones norteamericanas es la “estuditis”, un fenómeno por el cual hay estudios hechos para todo, especialmente, encuestas. Por supuesto, EEUU es un país más grande, pero en España, si uno se tuviera que creer todos los estudios y encuestas que se hacen, tendrían que habernos preguntado a cada uno de nosotros tres o cuatro veces ya. Hace décadas que existen sospechas sobre la metodología, el universo de discurso y, en definitiva, la fiabilidad de la gran mayoría de estos “estudios”, presentados en los programas de televisión poco menos que como la verdad absoluta ante la cual hay que hacer genuflexiones. El propio Maher exhibió un “estudio”, que mostraba que los ataques a Brett Kavanaugh por parte de los demócratas en la comisión que debía aceptar su nombramiento para el Tribunal Supremo había influido en la derrota sufrida por dicho partido en tres elecciones en otros tantos distritos. Recordemos que el bueno de Kavanaugh formó parte de la jauría que acorraló a Bill Clinton a propósito de su relación con Monica Lewinsky y que ahora se ha descubierto que un juvenil Kavanaugh iba poniéndole el pene en la cara a la primera chica bebida que se cruzaba con él. Durante treinta segundos los presentes en el programa llegaron casi a reflexionar sobre esa peculiaridad de la política norteamericana que consiste en mirar con desparpajo cómo el presidente mete sus misiles donde le da la gana, pero escandalizarse en cuanto su pene está donde no debe. Ciertamente, en Europa nos tomamos las cosas de otro modo y si no me creen no tienen más que pensar en el actual inquilino del 10 de Downing Street. Sarkozy ligó con Carla Bruni gracias al Elíseo y unas alzaderas. Miterrand tuvo hasta hijas secretas ocupando el mismo cargo y aquí, en España, tenemos reyes borbones que lucen con orgullo la bien ganada fama de su apellido sin que nadie lo ignore ni lo publique, por no mencionar cierto presidente del gobierno abiertamente gay mientras todo el mundo hacía como que no veía lo obvio. Eso sí, cuando un supuesto humorista se sonó los mocos en la bandera encontró con facilidad el tonto togado de turno dispuesto a ofrecerle publicidad gratuita. Sin embargo, Maher mostró en este programa a Joe Biden follándose la bandera de su país sin que nadie, que yo sepa, lo haya denunciado todavía (minuto 5 y 18 segundos). 











domingo, 6 de octubre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (y 4)

   Como he venido explicando, The Battle against Anarchist Terrorism, de Richard Bach Jensen, constituye un estudio histórico impactante y apasionante. Por encima de todo, realiza con eficacia el objetivo de desvelar el carácter de configuración pasajera que tienen todas las verdades que una época considera “eternas”. Los supuestos intelectuales que no dudan del carácter violento del Islam, apenas si constituyen remedos de los intelectuales decimonónicos que identificaban esa misma violencia con el anarquismo y que reclamaban la religión como perfecta narrativa para deconstruirlo. Nuestra época “de las comunicaciones”, asomó mucho antes de Internet, cuando los periódicos publicaban retratos de la finada emperatriz Elisabeth “Sissi” de Austria en las que podía reconocerse la joven cuya hermosura asombró a Europa y no la anciana anoréxica cuyo corazón traspasó el estilete de un terrorista. Y, por encima de todo, que los terroristas no se hallan en el seno de ninguna religión, de ninguna sociedad y de ninguna ideología, sino que afloran precisamente en todas las exterioridades, en el exilio de un país, de una familia, de una sociedad, de un movimiento y hasta de los grupúsculos que forman su periferia. En ese territorio de nadie, en el que nadie los reconoce ya ni ellos se reconocen en nadie, surge la necesidad de buscar algo que les confiera un cierto modo de identidad, la identidad del asesino.
   Pero, como todos los grandes libros, el de Bach Jensen no ofrece un catálogo de respuestas, sino que se asoma, apenas, a un océano de fascinantes cuestiones. La primera de ellas la he citado reiteradamente. Bach Jensen nos lanza el desafío de explicar por qué el anarquismo arraigó como lo hizo en el campo andaluz y no en el sur de Italia, un marco socioeconómicamente casi idéntico y que recibió visitas de varios anarquistas de primera línea. La pregunta se vuelve todavía más intrigante si tenemos en cuenta que el anarquismo, típico del litoral mediterráneo, tuvo dos focos muy claros en nuestro país, dos focos de características poco menos que contrapuestas: la muy burguesa, industrial y culta Barcelona y la agraria, atrasada e iletrada Andalucía. Todavía mejor, en contra de lo que postulan los primeros balbuceos explicativos, las líneas de contacto entre ambos focos ni resultan evidentes ni han podido demostrarse. ¿Ejerció Barcelona de inspiración para el movimiento anarquista andaluz? ¿cómo? ¿por qué? Desde luego, resulta difícil imaginar a los anarquistas catalanes siguiendo los espasmos de violencia en Andalucía, sobre los que los periódicos publicaban poco o nada. Si, como digo, nuestro campesinado no sabía leer ni escribir, ¿cómo se transmitió el ideario anarquista? ¿de padres a hijos? ¿de maestros a alumnos? ¿de médicos y boticarios a pacientes? ¿Por qué resultó más eficiente su transmisión que en el sur de Italia? Las cifras, en cualquier caso, parecen contundentes, cuando se expulsa a Bakunin y los suyos de la I Internacional, ya hay en Andalucía 236 federaciones locales y 516 formaciones sindicales de la órbita anarquista. Pendiente queda también, una historia documentada y aséptica, como la de Bach Jensen, de la guerra larvada en el campo andaluz entre estas formaciones, el ejército y los matones de los terratenientes, que abarcó todo el siglo XIX, con sus tomas de pueblos, sus asaltos a los cuarteles de la Guardia Civil, sus repartos de tierras y ganados, sus sitios, sus condenas a muerte y sus asesinatos selectivos.
   No se trata de la única guerra de la que no queda memoria. El inicio del siglo XX y, sobre todo, el período entre las dos Guerras Mundiales, ofreció eso que Martha Crenshaw llamaba una “cultura de la violencia”, un caldo de cultivo ideal para el terrorismo anarquista. Sin embargo, este período carece de estudios serios y el propio Bach Jensen no ha contribuido en mucho a ello. Frente a la detallada biografía de algunos de los terroristas más famosos del siglo XIX, apenas si se menciona el nombre de los del siglo XX. De hecho, vemos pasar ante nuestros ojos y sin muchas explicaciones, un apresurado resumen de magnicidios, bombas y robos que deja lo ocurrido en el siglo anterior al nivel de incidentes menores. 
   Tampoco ha querido Bach Jensen pronunciarse claramente sobre una cuestión que él mismo insinúa en su libro, los paralelismos entre terrorismo anarquista e islamista. En mi opinión, este tema merece varias matizaciones. Para empezar sigo manteniendo hoy lo que escribí hace más de una década, a saber, que todos los movimientos terroristas obedecen a una serie de patrones comunes con independencia de su origen, ideología o fines que dicen perseguir. Por otra parte, me parece que a este paralelismo en concreto se lo ha enfocado erróneamente casi cada vez que se lo ha tratado. Ersel Aydinli, por ejemplo, en un estudio aparecido el mismo año 2016, (Violent Non-State Actors. From Anarchists to Jihadists, Routledge), acaba estableciendo una semejanza entre ambos en cuatro de doce parámetros, pero lo hace partiendo de un marco teórico que no permite diferenciar entre “anarquismo” y “terrorismo anarquista” y pasando por alto cosas como la existencia de agentes provocadores infiltrados por la policía en dicho movimiento. En definitiva, algo que señalaba Bach Jensen en un artículo posterior, la única manera de saber si podemos aprender de las causas, consecuencias y medidas adoptadas contra el terrorismo anarquista del XIX para aplicarlas a los “nuevos” terrorismos, pasa por la realización de estudios que no se hallen en manos de especialistas en este o aquel terrorismo, gente que tenga una visión amplia, que busque estructuras explicativas, isomorfismos, que, en lugar de preguntar “¿cómo?” pregunte “¿por qué esto y no cualquier otra cosa?”

domingo, 29 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (3)

   Hallándose en el penoso estado policial que describimos en la entrada anterior, España buscó desde muy pronto un acuerdo internacional que la ayudase a luchar contra el terrorismo. No obstante, dada la mala prensa que se había ganado a pulso, ninguna capital europea hizo caso a sus gestiones. El asesinato de la Emperatiz Elizabeth “Sissi” de Austria a manos de un ciudadano italiano al que se adscribió al anarquismo en 1898, llevó a Italia a retomar la idea española y, entonces sí, se celebró la primera cumbre contra el terrorismo en Roma. Según cuenta Bach Jensen en The Battle Against Anarchist Terrorism, (pág. 159) España, el país de las expatriaciones, las torturas y los arrestos masivos, auspició todos los artículos económicos, sociales e, incluso, espirituales que se negociaron en Roma. En ellos, se atribuía el terrorismo a la secularización que sufría el mundo, así como a las injusticias que en él se producían y exhortaba a los firmantes a construir sociedades y regímenes económicos más igualitarios y justos. Estas cláusulas pasaron a formar parte del inconsciente colectivo y prácticamente nadie duda, por lo menos en nuestro país, que las injusticias generan el terrorismo, pese al hecho, como ya dijimos, de que la mayor parte de los expatriados por España no pertenecían a las clases sociales que más podían haberlo sentido, pues a los miembros de éstas se los cazaba como perros sin que la opinión pública internacional tuviera noticia, ni interés en tenerla. De hecho, una porción muy importante de los jóvenes que se marcharon a luchar con el Estado Islámico tampoco entraban en esta categoría. Igualmente, esta teoría deja sin explicar por qué el colectivo gitano, uno de los más habitualmente sometidos a todo tipo de injusticias a lo largo y ancho de Europa, no desarrolló un potente movimiento terrorista. 
   En la época, la inclusión de semejantes propuestas en un acuerdo internacional, mostraba dos cosas. La primera, la falta de estudios académicos sobre el terrorismo. Los mandos policiales suelen impacientarse con los estudiosos de la materia porque no proporcionan la información operativa que necesitan. Tienen razón a este respecto, pero no corresponde a ellos proporcionar dicho material. Su función radica, más bien, en evitar que se necesite tales operaciones y, en caso extremo, proporcionar el marco teórico para que la información acabe teniendo un carácter operativo. De lo contrario, si se toman decisiones políticas basándose únicamente en la información policial ocurre lo que pasaba en la Europa de principios de siglo: que existía una auténtica psicosis anarquista en las sedes del poder ejecutivo de países como Alemania, Austria o España; que se tomaban decisiones políticas prácticamente a ciegas sobre sus repercusiones sociales o internacionales; y que, con mejor o peor intención, acababan adoptándose legislaciones que poco o nada contribuían a evitar futuras acciones terroristas por mucho que aplacasen conciencias. 
   La segunda conclusión, restringida a España, muestra cómo, en este país, existían, incluso dentro de los mismos aparatos del Estado, dos visiones radicalmente enfrentadas sobre el modo en que debíamos caminar por el siglo XX. Una consideraba que la solución de todos los males pasaba por más Dios, más patria (grande o chica) y más imperio. La otra pensaba que o se solucionaban las aterradores desigualdades que podían verse en la calle cada día o no iríamos a ninguna parte que mereciera la pena. Y, lo que resulta más importante, la división entre una y otra perspectiva recorría transversalmente la mayor parte de los  bandos y partidos de nuestro país, de modo que nunca los separó una trinchera sino, todo lo más, la pared de un despacho, hasta que el franquismo acabó imponiendo la primera visión mucho después del año 39. De hecho, la misma delegación que abogó por una mayor justicia social para acabar con el terrorismo propuso que se expulsara a los anarquistas a alguna isla remota, propuesta que el resto de países rechazó con ademán escandalizado. Sin embargo, tras el asesinato del presidente McKinley, la misma propuesta volvió a debatirse en los círculos políticos de los muy democráticos EEUU sin que nadie se escandalizase ya. Este magnicidio constituye, además, un buen ejemplo de lo que venimos diciendo pues, tras él, el gobierno norteamericano pasó una sucesión de leyes que endurecían la inmigración, pese a que el “anarquista” que lo ejecutó había nacido en EEUU. Se trata del género de barbaridades que solían cometerse en las precarias democracias de principio de siglo XX y en las que, afortunadamente, nuestras mucho más maduras sociedades actuales no incurren ya, pues nadie pide un endurecimiento de las leyes migratorias después de cualquier atentado u homicidio llamativo, ¿verdad?

domingo, 22 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (2)

   En The Battle against Anarchist Terrorism, Bach Jensen arroja luz sobre otro aspecto de nuestro glorioso imperio, la “lucha antiterrorista”. El “problema anarquista” de España no residía en el número de seguidores de ese movimiento que había, que su causa pudiese considerarse justificada o no, que sus métodos resultasen adecuados o no, el “problema anarquista” de este país designaba, realmente, la absoluta y completa ineficacia policial para informar de un modo medianamente adecuado del grado de peligrosidad del anarquismo español. Ante la cercanía de la coronación de Alfonso XIII, en 1902, las autoridades españolas decidieron adoptar la medida de seguridad más importante que cabía en sus cabezas: suplicar reiteradamente al gobierno británico que mandara a Madrid cuantos policías pudiera (226). Cuando en mayo de 1905 este mismo rey sufrió un atentado en París, los supuestos conspiradores anarquistas, una mezcla de españoles e ingleses, acabaron libres de cargos ante la sospecha del gobierno de Lerroux de que la acción había corrido a cargo de oscuros elementos de la policía española (299). Según los datos de Turrado Vidal que cita Bach Jensen, técnicamente, la Oficina de Identificación Antropométrica se fundó en Madrid en 1896, teniendo como objetivo fundamental la identificación de anarquistas peligrosos. Pero Maura refundó dicha institución dos  veces, la primera en 1902 y la segunda en 1904, lo cual da idea de la calidad y cantidad de los datos allí almacenados. Antonio Tressols, una de las cabezas visibles de la acción policial contra el anarquismo en Barcelona, según los datos de Núñez Florencio que cita Bach Jensen, apenas si podía leer o escribir. Las causas del problema resultaban bien conocidas para los sucesivos gobiernos: un inspector que, tras largos años hubiese llegado a la élite de su carrera profesional conseguía ganar, al fin, el mínimo necesario para mantener una familia con dos hijos (314); los nombramientos en el cuerpo, incluso en los rangos inferiores, obedecían a componendas políticas; y, de hecho, los funcionarios dedicados a las tareas administrativas no tenían su puesto garantizado de por vida, se los contrataba según méritos, quiero decir, cada gobierno contrataba a sus adláteres y echaba a los del gobierno anterior. Se necesitaba más personal, mejor formado, más medios y concederle a la policía independencia para realizar sus investigaciones. Pero eso significaba cantidades ingentes de dinero, todo ese dinero que tampoco había en otras tantas partes donde se necesitaba porque los corruptos parecían necesitarlo más. Todavía peor, éstos, los corruptos que inundaban el país, podían acabar perseguidos por un cuerpo policial como el descríto, así que nadie hizo nada por realizar las reformas necesarias. Sólo podía ocurrir una tragedia o varias, y todas ellas sucedieron.
   El 7 de junio de 1896 una bomba mató a veinte personas, en su mayoría mujeres y niños, durante la procesión del Corpus Christi en Barcelona. Casualmente, las autoridades y notables de la ciudad, pasaron por allí antes de la explosión sin que les afectara. Absolutamente incapaces de identificar ninguna pista que llevara a la autoría, la policía practicó arrestos masivos de todos los elementos “radicales” de la ciudad, guardasen vínculos con el anarquismo o no. Varios centenares de personas acabaron abarrotando las cárceles y el castillo de Montjuich y sometidos a todo tipo de palizas y torturas. Tribunales militares secretos condenaron a muerte a ocho personas y a casi un centenar más a duras penas de trabajos forzados, sentando precedentes para procedimientos que se siguieron practicando hasta 1902. A un centenar largo de quienes habían pasado hasta un año en prisión sometidos a “interrogatorios” (en su mayoría ciudadanos españoles) se los llevó hasta la frontera francesa y allí se los abandonó sin un salvoconducto, una credencial y ni siquiera una cédula de identificación. En julio de 1897, el secretario del gobernador de Barcelona preguntó al cónsul británico qué papeles se necesitaban para viajar a Inglaterra. Informado de que no se necesitaba ninguno, las autoridades españolas enviaron un barco con 26 anarquistas españoles y uno italiano a Liverpool, dando cuenta a las autoridades del Reino Unido una vez el barco se hallaba a mitad de camino. En Liverpool recibió a los expatriados un comité de bienvenida anarquista hispano-británico con numerosos periodistas que dieron cuenta a la opinión pública de las torturas que habían sufrido. Pero a las mentes bienpensantes de Gran Bretaña no las escandalizó los rastros dejados en las pieles por los golpes y los hierros candentes, sino el hecho de que este grupo lo integraban miembros de la clase media catalana, ciudadanos de bien, educados y capaces de expresarse. Mientras el anarquismo se extirpaba de las mentes de los campesinos andaluces, entre las que había arraigado como en ninguna otra parte del mundo, a sangre y fuego sin que nadie se rasgase las vestiduras, el martilogio de los anarquistas burgueses desembarcados en Liverpool incendió la opinión pública británica contra el, en apariencia, régimen parlamentario español. Los rescoldos de aquel incendio no se apagaron nunca, bien al contrario, se arrojó gasolina sobre ellos durante los cuarenta años de la dictadura franquista, con lo que hoy, más de un siglo después, cualquier insinuación de que la policía española tortura o de que España tiene de democracia lo que yo de santo, se acepta de inmediato como una verdad inconmovible.

domingo, 15 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (1)

   “La bella inútil” constituye el calificativo más habitual que se le adjudica a la historia. La historia, la mayor parte de las disciplinas humanas, “no sirven para nada”, “no producen plata” como ha afirmado recientemente esa luz de la ilustración llamada Bolsonaro. Resulta muy fácil hablar acerca de las razones últimas de su alergia a esta materia, pero no menos alergia presentan físicos, matemáticos, biólogos y médicos, quienes suelen comenzar a ejercer creyendo hallarse en posesión de verdades que surgieron cual brillante Minerva de la cabeza de un oscuro Saturno. Mejor no digo nada acerca esos filósofos que tanta tinta han vertido sobre la tecnología sin tener ni la más remota idea de cómo llegó a sus manos la que utilizan. Nietzsche nos pidió una historia de la locura, de la enfermedad, del resentimiento y hace cinco años, el profesor Richard Bach Jensen nos ofreció una pieza magnífica de historia del terrorismo, de sus entresijos, sus mentiras y sus  siniestras verdades. The Battle against Anarchist Terrorism. An International History, 1878-1934 (Cambridge University Press, 2014), nos ofrece un retrato lúcido y erudito de la superficie de afloramiento de nuestra época de “nuevos” terrorismos. Bach Jensen nos habla de globalización, de las redes conspirativas internacionales, de las luchas contra los lobos solitarios, de las medidas para defender nuestras aterrorizadas sociedades sólo que en tiempos que no calificaríamos de “nuestros”, de hecho, del tiempo en que nuestros tiempos se configuraron. 
   Usamos Instagram pensando que las fotografías se inventaron ayer, tuiteamos creyendo que nunca antes hubo modo de enviar mensajes cortos a todo el mundo, colgamos vídeos en YouTube, suponiendo que jamás tuvimos otra manera de crear canales de comunicación y olvidamos, como siempre, que hace ya mucho tiempo que existen seres humanos deseando, haciendo y viviendo como nosotros. Quienes habitaron la segunda mitad del siglo XIX bien pudieron describir la época que les tocó vivir como “la era de las comunicaciones”. El perfeccionamiento alcanzado por las imprentas permitió la extensión a nivel mundial de periódicos que competían por proporcionar a los lectores noticias lo más recientes, sensacionales y exóticas posible. Muy pronto, a su estela, comenzaron a proliferar publicaciones de otra naturaleza. Muchas de ellas tenían una existencia efímera e irregular, pero otras, como La Révolte, el más importante periódico anarquista de París hacia 1880, tiraba 8.000 ejemplares por número. Les Temp Nouveaux inició su andadura con 18.000 copias y no bajó de las 7.000. Aunque el bonaerense La Protesta no alcanzó semejantes niveles de difusión, presumía de hallarse en contacto directo con una red de publicaciones anarquistas de todo el mundo. Sin embargo, tuvo que afrontar una importante competencia. La circulación de publicaciones anarquistas españolas en Argentina se hallaba tan extendida que algunos grupos intentaron reclutar nuevos miembros insertando anuncios en El Productor, editado en Barcelona. La Questione Sociale, con españoles en su comité de redacción, aunque escrito en italiano, se imprimía en Paterson, New Jersey, se distribuía a lo largo de los EEUU y sus ejemplares solían alcanzar todos los países con emigración transalpina. 
   Historiadores hay, sin embargo, que afirman que el dinero para financiar tan vasta cantidad de publicaciones más o menos clandestinas no procedía de sus suscriptores ni de las arcas, siempre exangües de las agrupaciones libertarias, sino de la policía. Hablamos de una época en la que la palabra “terrorismo” iba seguida, inmediata y automáticamente no por “islamista” sino por “anarquista”. Pese a ello, las relaciones entre “terrorismo” y “anarquismo” resultan tan complejas como las que une este término con cualquier otra forma de ideología. Efectivamente, como ya expliqué en otra parte, la década de los 70 del siglo XIX vio surgir el concepto de “propaganda por la acción”, que consideraba que un asesinato, una bomba en un café, constituían el modo perfecto de llevar el mensaje revolucionario a las masas. Pero para la corriente principal del anarquismo, la que emanaba de Kropotkin y Bakunin, las masas no necesitaban ni de guías, ni  de directores. La violencia que consideraban más o menos inevitable resultaba de arrebatarle el poder a las élites y sólo podía ejercerla la masa desheredada, sin que nadie tuviera derecho a apropiársela. Pese a ello, de modo habitual, los medios anarquistas defendieron la causa de este o aquel terrorista que había atentado contra tal o cual símbolo del poder, llegándose, en muchos casos, a endiosarlos como mártires o justicieros. Claro que en esto no andaban solos los medios anarquistas, The New York Journal, propiedad de William Randolph Hearst, publicó en 1901 un editorial y un poema aprobando el asesinato del presidente McKinley, al que Hearst detestaba (pág. 241). En cuanto a los terroristas mismos, muchos de los autores de atentados “anarquistas”, en realidad los cometieron instigados por policías infiltrados, en nombre de los ideales del socialismo revolucionario o por simple deseo de venganza por agravios personales. El “anarquismo” de la mayoría de ellos se reducía al puñado de publicaciones anarquistas que aparecieron entre sus pertenencias. Pocos pasaron por la periferia de los círculos anarquistas y ninguno tuvo contacto más o menos indirecto con los grandes líderes de dicho movimiento. O, por decirlo de un modo que hoy entenderemos con facilidad, la mayoría de los terroristas anarquistas del XIX “se anarquizaron rápidamente”.