domingo, 24 de febrero de 2013

Acerca de la monarquía


Pertenezco a una generación de españoles que no pueden hablar con imparcialidad de la monarquía. Tenemos muy grabadas las imágenes de un monarca que se jugó el cuello, primero, desmontando el régimen franquista desde dentro, con todo lo que le iba cayendo desde un bando y otro, y después, frenando un golpe de Estado en marcha cierta noche de febrero. Por dos veces, al menos, estuvo del lado de lo que quería la mayoría del pueblo y eso lo convierte, con toda seguridad, en el mejor monarca que ha tenido este país (quizás junto con José I). La verdad, eso no es decir mucho, dado los monarcas que ha tenido este país. Por lo demás, es un Borbón como tantos que hemos conocido: campechano, ocurrente, bon vivant, pero sin olvidar por un segundo quién lleva la corona.  Hace ya treinta años que tuvo que apostarse su cargo por última vez, de modo, que, quien más quien menos, ya no recuerda qué es lo que había que agradecerle. Aún peor, ese agradecimiento se ha gestionado pésimamente. El deseo de la Casa Real de evitar el desgaste no interviniendo de modo regular en la vida política, vino acompañado de una serie de protagonistas de la misma temerosos de ser eclipsados por el rey. Se ha llegado así a la situación, tan frecuente con los monarcas,  en la que uno no sabe muy bien si gobiernan desde su lejano palacio o si están prisioneros en él. Hoy día, es imposible recuperar esa imagen de cercanía que tanto hizo por la aceptación de la corona en la ya lejana década de los setenta.
La más importante posesión de la corona, su imagen, se ha dilapidado como tantas otras riquezas patrias. Cualquier especialista en marketing con dos dedos de frente, se habría dado cuenta de que la imagen que el rey tiene en el extranjero era un pilar excelente para crear una imagen de país, imagen que, de haberse construido en su momento, hubiese parado buena parte del golpe que nos ha llevado al agujero de la crisis. La España de la Expo, de las olimpiadas, del AVE, del boom inmobiliario y de los campeonatos de fútbol, es, a ojos del resto del mundo, la misma España de cartón piedra que aparece en la Carmen de Bizet: toros, siesta y pandereta. En lugar de utilizar al monarca para difundir una nueva imagen, lo hemos convertido en el monigote que lee los textos escritos por el gobierno de turno.
En torno al rey, el ambiente se ha ido haciendo cada vez más surrealista y asfixiante. Para empezar, todo el mundo ha colaborado en la pamplina de que quien ostenta la corona debe ser, no ya un buen monarca, sino un santo. Los ingleses entendieron hace mucho tiempo el arma principal de Berlusconi en los últimos veinte años: que una buena dosis de escándalos acrecienta el carisma de ciertos personajes. Siendo pragmáticos como son, los británicos siguen manteniendo la monarquía porque es un modo excelente de ocultar la triste realidad con chismes, borracheras y cuernos de la casa real. Aquí hay que seguir creyendo que el rey y la reina son felices y comen perdices cada día y que sus hijos se casaron por amolll, porque si uno no cree eso, ocurre lo que pasa con los reyes magos, que la magia se pierde y sus regalos ya ni hacen gracia. Alguien se debería haber ocupado de hacer madurar a la opinión pública española, pero claro, no se podía hacerla madurar respecto de ciertos temas y de otros no, así que mejor dejarla en el infantilismo.
Todo lo anterior ha contribuido a crear una corte opaca, que no se ve pero que está ahí y de la que, de vez en cuando, salen despedidos ciertos elementos que recorren las televisiones soltando más mierda que aliento con sus palabras. Esa corte opaca no está formada sólo por ciudadanos españoles, hay multitud de extranjeros, que han obtenido suculentos beneficios y veladas gestiones sobre las que hace demasiado tiempo que se debería haber arrojado luz por el bien de todos, empezando por la corona.
Ahora los tiempos están cambiando. Quienes llevan ya demasiado en el paro, entretienen su abulia con el deporte nacional, la envidia, y nadie, ni siquiera el rey está a salvo. Las televisiones, que no saben cómo evitar la caída en los ingresos por publicidad, alientan el debate. Los políticos van cogiendo onda. La discusión en torno a la corona es barata, caldea los ánimos y, en consecuencia, sirve para ocultar las propias vergüenzas. Un sector del socialismo comienza a pensar que, si bien es poco probable que les perdonen no haber hecho nada por evitar que cayésemos en la crisis, a lo mejor, sí pueden provocar una cierta dosis de olvido haciendo caer también al rey en ella. Por otra parte, el botín no es escaso. En esta época de recortes, más de un político y más de dos, están pensando en cuánto podrían aumentarse su sueldo si el Estado dejase de pagar los gastos de la monarquía, porque, desengáñese, ni a Ud. ni a mí nos saldría más barata una República. La propia Casa Real está sirviendo una vez más al país ofreciendo su cuello como entretenimiento para quienes no tiene nada más que roer.
¡Pero bueno! ¿Acaso con esta diatriba estoy defendiendo los privilegios de unos individuos por el simple hecho de pertenecer a una familia?  No exactamente. Lo peor que se puede decir de Juan Carlos I es que logró hacer juancarlistas a los españoles, aunque no monárquicos. A mí me gusta la filosofía porque habla de principios abstractos, de esos que uno nunca está muy seguro si hacen referencia a algo o no. Sin embargo, cuando hablo de política, no me gusta hablar de principios abstractos, sino de lo que voy a ver por la calle. Y, de no ser por Juan Carlos, por la calle hubiese visto presidentes de la República llamados Manuel Fraga, José María Aznar o Manuel Chaves. Como casi siempre en política, mejor lo malo conocido.

domingo, 17 de febrero de 2013

Estadísticas


Una de las muchas cosas que aprendí de mi director de tesis, el Prof. Juan Arana, es que hay mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Después, con el correr de los años, llegué a descubrir la existencia de otra escala en esa jerarquía, la que incluye lo que la gente dice en los foros de Internet. Pero no es de este último eslabón del que quiero hablar, sino del anterior. Las omnipresentes estadísticas son dioses con pies de barro. Elaborar una estadística exige una cuidadosa recogida de datos que, la mayor parte de las veces, resulta impracticable. Para empezar está la cuestión de qué es una muestra significativa. ¿A cuántos hay que preguntar y a quién hay que preguntar? ¿a cualquiera? ¿a personas directamente afectadas por la cuestión de que se trate? ¿a personas seleccionadas al azar, o, como suele ser habitual, a grupos de personas predispuestas a responder a las cuestiones, es decir, opinadores pseudoprofesionales? Suponiendo que se haya solventando exitosamente esta cuestión no habremos avanzado gran cosa. El siguiente obstáculo es qué preguntar y cómo. Hay una famosa encuesta realizada en España hacia mediados de los años setenta los domingos por la mañana. A una parte de los encuestados se les preguntaba si eran católicos practicantes, algo que respondieron afirmativamente más del 75% de los participantes. A otra parte se les preguntaba qué actividades habían realizado esa dominical mañana. Menos del 25% incluía en su respuesta haber asistido a misa. ¿Cuántos católicos practicantes había realmente en España? Es sabido que menos del 40% de las personas acaban comprando exactamente lo que dijeron a la entrada del supermercado que iban a comprar. Supongamos que ya hemos superado este obstáculo y tenemos datos “objetivos”, por ejemplo, que en los últimos cinco años la superficie de un bosque se quemó, sucesivamente, en un 50%, un 30%, un 20%, un 0% y un 0%. Se puede hallar la media, la mediana, la desviación típica y la tendencia de dicha curva. Podemos establecer una correlación entre ella y el dinero invertido en la prevención de incendios en esa zona. Nada mejor que utilizar los diferentes tipos de regresión estadística para hallar si, efectivamente, hay una relación causal de dicho factor o no, sin descartar el empleo de herramientas mucho más complejas y sutiles. ¿Cuál es la realidad subyacente a semejantes estadísticas? Pues, probablemente, la realidad subyacente es que nuestro “bosque” consta desde hace dos años de un único árbol, en torno al cual juegan al mus los retenes antiincendios.
Las estadísticas pueden decir mucho, poco o nada acerca de una realidad. Pero si las estadísticas hay que tratarlas con muchísimo cuidado, cuando van acompañadas de una gráfica, podemos tener por seguro que nos van a dar el timo del tocomocho. Lo primero que hay que entender es que cualquier gráfica es una simplificación de la realidad, jamás la realidad misma. Por si fuera poco, el tipo de gráfica que se elija es cualquier cosa menos inocente. Diferencias, aparentemente estéticas, como presentar el gráfico en dos o en tres dimensiones, puede afectar sensiblemente su legilibilidad, pues estamos bastante capacitados para comparar figuras de dos dimensiones, pero no tanto para hacerlo con figuras tridimensionales. Una gráfica del tipo “tarta” muestra una realidad permanente, es una instantánea. En general, no nos las apañamos bien si tenemos que comparar el aumento o disminución de las porciones de esa “tarta” y siempre cabe la posibilidad de utilizar colores semejantes para diferentes sectores y así ocultar cualquier cosa. Peor son las estadísticas con barras. En ellas, la elección de las unidades para el eje vertical lo es todo. Tomemos el caso de una serie de magnitudes aleatorias, como son los números de la lotería primitiva. Si utilizamos como unidad del eje vertical diez apariciones de un número, el resultado serán 49 barras separadas unas de otras por algo más de unos milímetros. La impresión es que todos los números salen con la misma frecuencia, que es lo que ocurre. Pero si la unidad que tomamos es una aparición, entonces, las barras de unos y otros pueden estar claramente separadas, dando la impresión de que hay números que salen mucho más que otros. Aún peor es si, para el mismo caso, tomamos una gráfica de puntos enlazados por líneas para formar una curva. Ahora todo depende de las unidades que elijamos para el eje horizontal. Tomando en él la totalidad de sorteos de tres meses, la curva tenderá a ser una recta, con muy pocas variaciones y poco aliciente para ulteriores análisis. Tomando como unidad dos o tres sorteos, tendremos una curva tipo “dientes de sierra”, con subidas y bajadas como las de la bolsa y rápidamente despertará en nosotros el deseo de aplicarle herramientas estadísticas para ver si podemos predecir futuras apariciones de números... ¿Podemos?
Es relativamente fácil crear una fórmula cuyos resultados coincidan, más o menos, con los de la aparición, hasta ahora, de un determinado número en un sorteo cualquiera. Ese “más o menos”, alude a una serie de técnicas que constituyen el último eslabón para hacer locuaz lo que, por definición, no dice nada, esto es, las estadísticas. Los científicos las conocen bien. Incluyen la famosa técnica del punto gordo y la de la recta astuta, entendiendo por tal, una recta que pasa por tres puntos no necesariamente alineados. Pero, ¡ay! contrariamente a lo que dicen las herramientas estadísticas, dos curvas que han coincidido hasta ahora en un millar de puntos no tienen por qué seguir haciéndolo en el punto 1001. 
Teniendo en cuenta todo lo anterior, resulta hilarante que los inspectores educativos lleguen a los centros andaluces estampando en la cara de los profesionales una serie de estadísticas, nada menos que como “evidencias”. Lo único evidente en este modo de proceder es que quien así actúa, acude cargado con una serie de prejuicios destinados a hacer todo lo posible para taparse los ojos y no ver una realidad que sus superiores jerárquicos se niegan a leer en los informes que les presentan. Y aquí llegamos a la clave de por qué las estadísticas, a diferencia de las mentiras que pueden leerse en los foros de Internet, se han vuelto tan peligrosas: su uso demagógico por parte de los políticos. En esencia, todo político que apoya sus argumentos en una estadística, está mintiendo. Es fácil verlo en estos días. Exhibir estadísticas macroeconómicas para demostrar que la situación de un país está mejorando, mientras miles de familias tienen por única comida diaria la que pueden obtener de los servicios de caridad, es una repugnante muestra de hasta qué punto los políticos están dispuestos a negar los hechos si con ello pueden seguir manteniendo sus despachos, sus coches oficiales y sus muy lujosas amantes. Porque la realidad que se oculta detrás de la supuesta estabilización de los indicadores macroeconómicos es que a nuestro bosque ya sólo le queda un árbol.

domingo, 10 de febrero de 2013

Sobre guerras justas


Uno de los temas más largamente tratados en la historia de la filosofía es el concepto de “guerra justa”. Es un término cruel por su equivocidad. Lo que realmente se quiere decir cuando se habla de “guerra justa” es “guerra justificada”, porque para los filósofos, cuando una guerra está justificada, ya es, ipso facto, una guerra justa, con independencia de cuantos niños se mate o cuantas mujeres se violen en ella. Es muy divertido ver a mi querido Leibniz discutir acerca de la justicia o no de una guerra y después aconsejar que se paguen las viandas en tierra enemiga con moneda tan lustrosa como carente de valor. Para mí, una guerra justa es aquella que no sólo se ha efectuado por motivos justificados más allá de los intereses particulares de un país concreto, sino que también ha sido llevada a cabo con absoluto respeto al derecho de gentes. Realmente, no sé si ha habido una sola guerra en la historia que pueda calificarse de justa en este sentido. Por eso, más que de guerra justa yo preferiría hablar de guerras necesarias. Guerra necesaria es toda aquella iniciada para impedir males mayores no sólo en los países directamente implicados en ellas, sino en todo un área geográfica. Desde este punto de vista, la Primera Guerra Mundial, la guerra de Vietnam y la Segunda Guerra del Golfo, fueron absolutamente innecesarias. Podría admitir el carácter discutible de la Primera Guerra del Golfo, pero la Segunda Guerra Mundial y la intervención francesa en Mali (junto con otras cuantas), me parecen absolutamente necesarias.
Los soldados franceses, otrora metrópoli colonial, han sido acogidos como héroes. El propio François Hollande fue recibido como libertador y nuevo padre de la patria. Hacia él se volverán todos los ojos cuando la crisis institucional del país siga su curso. La victoria francesa tiene múltiples frentes. El primero, por supuesto, sobre el terreno. Se ha reconquistado en unos días todo lo perdido desde el verano pasado a manos de milicias yihadistas. La victoria es tan aplastante que las fuerzas rebeldes tuaregs han entregado a líderes de estas milicias. El gesto es tremendamente significativo por dos razones. Fue el levantamiento tuareg, uno más, el que condujo a las derrotas iniciales del ejército de Mali y abrió espacio para la incorporación al conflicto de los yihadistas. El secuestro de la rebelión tuareg por éstos supuso acelerar el proceso y poner a la propia capital, Bamako, bajo amenaza directa de los sublevados.  Que la alianza entre ambos se haya roto implica que no hay justificación alguna para la presencia de los yihadistas en Mali pues no hay población autóctona que reclame semejante presencia. Sin una población entre la que confundirse, pueden quedar núcleos activos en las montañas, pero difícilmente van a lograr reclutar voluntarios para cometer atentados suicidas... Siempre que no se produzca un nuevo cambio de alianzas.
Pero las consecuencias de la acción francesa no se reducen a Mali. François Hollande ha dado un verdadero puñetazo encima de la mesa reclamando para sí el papel de auténtico estadista, algo más escaso ahora mismo en Europa que el crédito. Frente a una Frau Nein dedicada a sestear y repartir opio en las reuniones europeas a la espera de septiembre y de su ansiada reelección, frente a unos EEUU reticentes a volver por Africa desde su última derrota en Somalia, frente a un puñado de líderes europeos acobardados, miserables y cicateros (como nuestro queridísssssssssimo y amadísssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, el tío de las barbas, que ofreció de ayuda a Francia ¡¡¡un avión!!!), frente a ellos, decía, Hollande ha demostrado que cuando se presenta una crisis hay que actuar y actuar sin mirar encuestas, elecciones, mercados, ni temorosas opiniones públicas. Francia no buscó paraguas internacionales, no esperó forjar largas y penosas alianzas, no intentó que la inexistente política exterior europea se pusiera de su parte. La situación exigía movimientos rápidos y decididos y los ejecutó.
No menos importantes son las consecuencias para el resto del Africa francófona. París siempre dijo que no permitiría caer en manos de los terroristas ninguna de sus antiguas colonias. Había llegado el momento de cumplir con sus promesas y lo hizo. Sin duda, mucha gente en Mauritania o en Níger se habrá sentido reconfortada. 
Que una guerra sea necesaria no impide que haya víctimas inocentes en ella, mujeres, niños y civiles en general, víctimas que soy el primero en desear que no las hubiera. Tampoco hay que ser utópico, quien arriesga tropas y dinero en una guerra es lógico que reclame compensaciones. Francia dice no tener intereses en Mali y es verdad, los tiene en las minas de Uranio de Niger, que están a un tiro de piedra del territorio ahora reconquistado. Además, no puede decirse que Francia sea ajena a  lo que ha ocurrido. A diferencia de Gran Bretaña, París siempre ha jugado la carta de impedir la consolidación de estructuras de Estado sólidas en las que fueron sus antiguas colonias. Sin esa estrategia nada de lo que ha sucedido hubiese tenido lugar. Hollande ha prometido que esta intervención francesa marca un punto de inflexión en sus relaciones con los países del Africa francófona. Por lo hecho, merece una oportunidad de cumplir su palabra. Mali puede ser una buena piedra de toque. El país sigue bajo un gobierno golpista al que sólo apoya una facción del ejército. La otra no duda en manifestar su disconformidad a tiros si es preciso. Han prometido devolver el poder, en una fecha por determinar, a unas autoridades civiles ahora mismo inexistentes. El norte sigue estando poblado por tuaregs levantiscos. Hollande ha demostrado ser capaz de ganar la guerra. Ojalá esté también preparado para ganar la paz.

domingo, 3 de febrero de 2013

Para un índice citacional


No tengo nada en contra de psicólogos y pedagogos. Me parecen dos profesiones necesarias, plenas de enseñanzas enriquecedoras y muy útiles. He conocido psicólogos muy inteligentes y pedagogos que hasta ayudaban a los profesores. El problema no son ellos. El problema es que siempre encuentran algún tonto que les hace caso. Por ejemplo, con el cociente intelectual. inventaron una manera de medir la nada (porque son incapaces de ponerse de acuerdo en qué es el intelecto) y ¡hala! aquí estamos todos discutiendo acerca de si somos retrasados o genios porque nuestro cociente es tal o cual. Mucho más útil encontraría yo, por ejemplo, emplear esos esfuerzos en la elaboración de un cociente citacional para los libros. Este cociente sería el resultado de dividir el número de citas que se han hecho de un texto entre el número de lectores. Cuando semejante cociente tendiera a uno, es decir, para los libros con tantas citas como lectores, sabríamos que nos hallamos ante uno de los pilares de la cultura occidental, como El Quijote o la Biblia. La mayoría de los libros estarían muy por debajo de uno, quizás porque son libros malos o tal vez por tratar temas escabrosos sobre los que se suele leer mucho pero no se suele reconocer que se ha leído. No obstante, de lo que quisiera hablar aquí es de aquellos sorprendentes libros cuyo cociente citacional estaría claramente por encima de 1, es decir, de los libros que son más citados que leídos. Aunque el cociente que aquí propongo es, de momento, difícil de realizar, resulta fácil descubrir este género de libros: no hay más que leerlos. Vamos a ver algunos ejemplos.
Julien Offray de La Mettrie es de esos autores que figuran en la historia de la literatura por un único libro, su celebérrimo El hombre máquina. En realidad, ni es un libro, ni el escrito que le lanzó a la fama, ni el que más popularidad alcanzó en su época y, por supuesto, es, probablemente, el menos leído de todos. El hombre máquina es poco más que un panfleto cuyos argumentos más sólidos son una serie de citas deliberadamente tergiversadas de Descartes y unas cuantas sosas anécdotas, como el hecho de que, después de comer, uno no acaba por pensar con claridad. Si Descartes se hubiese levantado de su tumba, incluso sesteando hubiese encontrado la manera de reducir a su autor a cenizas intelectuales. Pero, claro, llevaba casi un siglo muerto y los dualistas de la época de La Mettrie encontraron más argumentos para refutarlo en las circunstancias de su muerte que en su obra.
Suele decirse que lo que diferencia a la ciencia de las demás disciplinas es su método. Sobre este tema, como sobre los demás, sólo suelen decirse bobadas. Lo que realmente diferencia a la ciencia del resto de las disciplinas es que los científicos, para llegar a serlo, no tienen que estudiar las fuentes de su saber, les basta con estudiar resúmenes hechos por otros. Los filólogos clásicos tienen que leer a Esquilo, los psicólogos a Freud, los filósofos a Leibniz y los economistas a Milton Friedman. Los matemáticos no leen a Euclides, los físicos no leen a Newton, los médicos no leen a Semmelweis y los biólogos no leen a nadie que lleve más de cincuenta años muerto. No digo que eso no tenga sus ventajas, pero, también tiene sus inconvenientes. El principal es que saben de historia de la ciencia  lo que les cuenta la televisión. Así podemos entender que todavía haya biólogos que presuman de lamarckistas. ¿De verdad alguien ha leído a Lamarck? Su Filosofía zoológica es uno de los libros más divertidos que se ha escrito jamás. Si de verdad quiere reírse a mandíbula batiente se lo recomiendo. No es de extrañar que en su época lo tomaran por loco. O escribió este libro bajo un arrebato de locura o es que, dado sus conocimientos de botánica, fue el ignorado primer descubridor de los efectos del peyote. La próxima vez que alguien se les autocalifique como lamarckista, harán bien en preguntarle si están dispuestos a suscribir la explicación última de cuál es el mecanismo de la evolución según Lamarck, a saber que “...cuando la voluntad determina un animal a una acción cualquiera, los órganos que deben ejecutarla resultan en seguida medidos a ella por la afluencia de fluidos sutiles (fluidos nerviosos), que resultan la causa determinante de la acción de que se trata... De ello resulta que la multiplicación de estos actos fortifica, extiende, desarrolla y hasta crea los órganos que se necesitan” (Lamarck, Filosofía zoológica, cap. VII, Editorial Alta Fulla, Barcelona, 1986, págs. 189-90).
Lo mismo, pero a la inversa, puede decirse de Darwin. Es difícil saber cuánto de lo dicho por Darwin se han atribuido luego otros. El efecto decisivo del aislamiento sobre la especiación  es tan neodarwiniano que Darwin mismo lo propuso. Prácticamente no existe ni una sola crítica al darwinismo, incluyendo las efectuadas por los partidarios de teorías de la evolución alternativas, que no haya sido refutada, avant la lettre, por los propios textos darwinianos. Y, ¿qué decir del darwinismo social? Si quieren saber en qué consiste realmente el darwinismo social, esto es, la teoría de cuál es la base de la sociedad según Darwin, harían bien en leerle. Descubrirán que darwinismo social no es más que altruismo en el sentido más amplio y pleno de la palabra. En realidad, Herbert Spencer, con su énfasis en la valía del individuo, es lamarckista. Pero, claro, El origen de la especies, incluye doscientas páginas de discusión acerca de los tipos y formas de los pájaros de las Islas Galápagos y no vengan a decirme que todos los que citan a Darwin se han leído eso.
En esta época en la que resulta muy moderno hablar de la irrelevancia de Europa, no viene mal recordar el libro que, probablemente, tiene el cociente citacional más alto de la historia: La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Causó furor durante el período entreguerras aunque es muy poco probable que algo más de un puñado de personas haya leído este farragoso ejemplo de ese subgénero llamado masturbación mental. Sus cerca de mil doscientas páginas están llenas de tópicos, prejuicios y generalizaciones precipitadas para demostrar que las civilizaciones nacen, crecen y mueren. Sin duda, algo interesante si uno se dedica a la filosofía de la historia, difícilmente pudo encontrarle interés un público tan amplio como el que se jacta de citar este escrito. En este caso concreto, la explicación de su éxito o, por ser más justos, la explicación del éxito de su título, es que podríamos definir a la civilización occidental como “aquella que teme desaparecer”. Los griegos temían tanto disolverse en el imperio persa, que no dudaban en olvidar sus rencillas para enfrentarse a cualquier invasión que viniese de oriente (y al final los conquistaron desde el Norte). Los romanos se sintieron tan amenazados por el Sur (Cartago) y el Este (cristianismo), que no dudaron en acoger en sus milicias al verdadero peligro, los bárbaros, una vez más, del Norte. Nosotros estamos haciendo tanto esfuerzo por convencer a los asiáticos de que el futuro es suyo, que no acabamos de darnos cuenta de que el gran peligro sigue estando en el Norte, en Berlín más en concreto y, si me quieren apurar, en los cenutrios que ocupan ahora mismo los despachos de la Cancillería.

sábado, 26 de enero de 2013

Lecturas del cuerpo (2)


La razón por la cual I can read You like a book es un mal libro sobre lenguaje corporal es porque en él Hartley y Karnich no cuentan nada que no pueda descubrir cualquiera de nosotros por simple sentido común. Aún peor, la casi totalidad de los ejemplos están sacados de películas o entrevistas con actores. Es cierto que un buen actor debe tener la habilidad de copiar gestos de su entorno para saber usarlos en las situaciones adecuadas. No obstante, el resultado siempre es, aún más, tiene que ser, estereotipado, para que cualquiera pueda reconocer el gesto en cuestión. Esto lleva a que en el cine se empleen gestos reconocibles por todos pero que jamás emplearíamos en nuestra vida cotidiana. Uno muy característico y llamativo es el típico gesto de ir continuamente moviendo el volante en una escena en la que se supone que el personaje está conduciendo. Si cualquiera de nosotros hiciera eso, sería detenido inmediatamente por conducción bajo los efectos del alcohol. No obstante, se puede ver actores de la talla de Walter Matthau agitando ferozmente el volante mientras habla tranquilamente con un copiloto que, en la vida real, estaría vomitando incontroladamente.
Otro tanto cabe decir de lo que constituye el grueso de los restantes ejemplos de Hartley y Karnich: los políticos. Entre otras cosas, los políticos de cierto nivel tienen asesores encargados de enseñarles determinados gestos y eliminar otros de su repertorio para pulir la imagen del político en cuestión. Tampoco a ellos se los puede considerar una fuente fidedigna de gestos no estereotipados. Con esta base de datos no resulta extraño que Hartley y Karnich acaben concluyendo que, en realidad, ningún gesto significa nada. Todo depende del sujeto, de la circunstancia, de la hora del día y puede que hasta de los cafés que se hayan tomado. Uno acaba preguntándose qué demonios le enseñaron a Hartley en la US Army Interrogation School y temiéndose que si el ejército de los Estados Unidos interroga con estos supuestos, la información que maneja sea tan válida como la que se puede obtener en los foros de Internet sobre sexo. Es obvio que Hartley ha escrito cerca de 285 páginas para no contar nada, marear un poco la perdiz y hacer caja. La verdad está en otra parte.
Y la verdad es que todos los especialistas en el tema están de acuerdo en que el gesto de cruzar los brazos encierra una actitud defensiva. Es uno de los gestos denominados “de barrera”, que pone un obstáculo entre el sujeto en cuestión, que no necesariamente está hablando y que, normalmente, no lo está haciendo, y su interlocutor. Esa barrera puede implicar una actitud claramente defensiva o bien puede consistir en un marcar distancias, en un alejarse del otro para ejercer una actitud crítica sobre él. Por supuesto, la inmensa mayoría de las veces que adoptamos esta postura no somos conscientes ni de que la estamos adoptando, ni del género de barrera que estamos levantando, ni, mucho menos, de por qué lo estamos haciendo. Lo que sí alcanza nuestra conciencia es la comodidad que nos otorga esa postura en ese momento concreto. Pues bien, esta postura no es exclusiva de la audición, también la adoptamos al leer un texto y es muy frecuente que uno de nuestros brazos genere también una barrera menos firme mientras el otro escribe, por ejemplo, a bolígrafo. Hay estudios que demuestran que quienes leen con los brazos cruzados tienen una actitud más crítica y menos receptiva hacia un texto que quienes lo hacen colocando ambos brazos a los lados del mismo. Todavía mejor, ese estudio demuestra que si se obliga a un grupo de estudiantes a adoptar esta última postura, inevitablemente, se vuelven más receptivos y menos críticos hacia lo que han leído. Que nuestra postura incide en nuestra actitud lo sabe cualquier maestro y, sin lugar a dudas, lo conoce Hartley muy bien, por más que se cuide muy mucho de mencionarlo.
Si ahora trasladamos estos hechos a la moderna tecnología, encontraremos que los actuales ebooks nos invitan disimuladamente, con su ligereza y sus pantallas que rápidamente pierden el ángulo óptimo de lectura, a sujetarlos con nuestras manos en sus laterales mucho más que a poner una barrera ante ellos. Dicho de un modo simple, los modernos aparatos de lectura nos hacen adoptar para con ellos una postura en la que nuestra capacidad crítica disminuye y nuestra permeabilidad para aceptar lo que se nos dice aumenta. Y esto, que todavía puede ofrecer matices, es rotundamente cierto respecto de los teclados y el ratón. El espantoso Word® de Microsoft hace imposible el menor género de barrera entre lo que se está escribiendo y el sujeto en cuestión. Quizás esta sea una de las razones por las que hoy día muy poca gente lee y todo el mundo escribe, hemos perdido capacidad de crítica respecto de nuestros propios textos... Pensándolo bien, mejor dejo de escribir y me releo todo esto.

domingo, 20 de enero de 2013

Lecturas del cuerpo (1)


He terminado de leer, por fin, I can read You like a Book  de Gregory Hartley y Maryann Karinch. Es un (mal) libro acerca del lenguaje corporal. El tema del lenguaje corporal es un tema de sumo interés para la filosofía o, dicho de otro modo, un tema sobre el que pocos filósofos, particularmente del lenguaje, han mostrado interés. La práctica totalidad de primates acompañan la emisión de sonidos con mímica, generando una duplicidad de sentidos para sus mensajes. Mientras el sonido se desplaza hasta lugares desde los que no se puede observar al emisor, la mímica va dirigida hacia los congéneres en la proximidad inmediata. En el caso de los seres humanos hay algo muchísimo más complicado que una mera duplicidad de mensajes. Por una parte, la proferencia de sonidos va acompañada de una entonación que, con frecuencia, determina la naturaleza del mensaje transmitido. Esto es precisamente lo que hace tan penosa la comunicación a través de las modernas tecnologías, desde una llamada telefónica hasta WhatsApp, pasando por sus antepasados el correo electrónico y los chats. Hemos tenido que inventar unos signos tan convencionales como cualesquiera otros, para dar un género de entonación a una sucesión de palabras que, por sí mismas, podían significar muchas cosas. Pues bien, estos marcadores de entonación artificiales, los emoticones, son caras. Ponemos caras con gestos estereotipados a nuestras palabras para que éstas puedan adquirir un significado pleno. Se puede decir de un modo mucho más directo, los seres humanos logramos comunicarnos gracias a que tenemos rostros y no por las simples virtualidades del lenguaje. Obviamente, no se trata sólo de rostros. Acompañamos nuestras palabras de gestos, poses, miradas y de una escenografía completa que les otorga el marco imprescindible para hacerlas significativas. Todo esto es lo que conforma el contexto de la comunicación lingüística, lo que según Wittgenstein hacía del lenguaje un juego o una forma de vida. Hasta aquí llega el territorio medianamente explorado por los filósofos del lenguaje, cuando, en realidad, éste es el comienzo de algo mucho más interesante.
Es un lugar común en la filosofía del lenguaje asumir que la entonación, los gestos, las posturas y las miradas que acompañan una prolación son parte integrante de la misma, dado que proceden del mismo sujeto, de la posición cero del lenguaje ocupada por quien está hablando. Indudablemente, puede haber mayor o menor congruencia entre lo que se está diciendo y los gestos que se están utilizando, pero, dado que el significado de cualquier expresión se hace equivalente a su uso, un sujeto sólo puede estar queriendo decir una cosa. La incongruencia entre gestos y palabras sería, simplemente, la demostración de que el sujeto en cuestión no sabe usar de modo adecuado el lenguaje. Si ponemos esta afirmación a la inversa, comprenderemos lo alejada de la realidad que se encuentra. En efecto, el reverso de esta afirmación es que los gestos que habitualmente no suelen acompañar una determinada intención comunicativa carecen de significado, esto es, si hay un gesto que habitualmente no acompaña una situación comunicativa, este gesto no significa nada. ¿De verdad es eso lo que ocurre? ¿hemos visto acompañar a situaciones comunicativas el jugueteo con cualquier objeto, el señalar con cualquier tipo de puntero, el colocar entre nosotros y el hablante cualquier tipo de obstáculo? Vamos a poner un ejemplo aunque, en una demostración más de lo que estamos diciendo, es muy difícil entender el significado pleno de lo que estamos diciendo sin vivirlo, es decir, sin ver exactamente la sucesión de gestos. Intentémoslo, no obstante. Supongamos que estamos recabando información de un vendedor, de un empleado, de un sujeto cualquiera. Mientras nos responde con un discurso bien construido y creíble, se obstina en mantener firmemente cruzados sus brazos salvo en las numerosas ocasiones en que se rasca la nariz. ¿Quedaríamos absolutamente convencidos por su relato? ¿por qué? ¿porque hemos visto mil veces cómo ese comportamiento forma parte del juego de mentir y de ningún otro? ¿sabríamos explicar racionalmente qué motiva nuestras sospechas? Todavía mejor, ¿sabría él por qué su relato no nos resulta totalmente creíble? 
En realidad, hay una alianza profunda entre las modernísimas filosofías del lenguaje y las antiquísimas filosofías de la conciencia. Piénselo detenidamente. Siempre tenemos claro qué es lo que queremos significar con nuestras palabras y por qué es sobre eso sobre lo que queremos hablar. Rara vez puede decirse lo mismo respecto de la postura que adoptamos, de hacia dónde miramos o de los gestos que empleamos. Ellos también tienen un significado, un significado rara vez consciente y, por tanto, ignorado por las filosofías del lenguaje. El gesto de señalar con el índice lo hemos visto miles de veces con una intención muy clara. Miles de veces hemos visto también el gesto de cruzar los brazos, pero, ¿con qué intención? ¿qué significa? Aún mejor, ¿por qué en determinadas circunstancias nos sentimos cómodos con los brazos cruzados e incómodos cuando alguien los cruza delante de nosotros? Todavía podemos ir un poco más allá. Si al cruzar los brazos nos sentimos cómodos, ¿induce en nosotros cierta actitud el simple hecho de cruzar los brazos y de modo general, el adoptar una postura? ¿es nuestro pensamiento el que lleva a un cierto movimiento del cuerpo o es el movimiento del cuerpo el que lleva a ciertos pensamientos? ¿acaso hemos llegado por aquí al viejo problema de la relación entre alma y cuerpo o, como se dice hoy día, entre mente y cerebro?
Si he logrado despertar su curiosidad con estas preguntas y está esperando alguna respuesta a ellas, sólo le voy a dar una pista: Gregory Hartley es graduado de la US Army Interrogation School, posee numerosas condecoraciones por sus servicios a la nación como interrogador e instructor de interrogadores del ejército de los Estados Unidos y trabajó para la CIA.

sábado, 12 de enero de 2013

Nada es lo que parece (esto tampoco)

    El titular de El País decía que en torno a 200 políticos españoles están implicados en causas judiciales sin dejar de estar protegidos por su condición de aforados o por sus correspondientes partidos. Los hay de izquierda, de derecha, de centro, de nada, de Cataluña, de Andalucía, de Valencia, de Baleares, procedentes de los ayuntamientos, de las diputaciones, de los parlamentos, altos cargos de la administración... Quien más y quien menos sospecha que son sólo la punta del iceberg, los más torpes cubriéndose las espaldas o los más descarados en sus tejemanejes, pero que hay muchos otros que han hecho y siguen haciendo cosas aún peores. Basta leer entre las líneas de los periódicos, charlar con personas medianamente conocedoras de algunos temas, para acabar siendo apresado por tal impresión. A poco que se escarbe, uno acaba preguntándose si hay algo pagado con dinero público en este país, desde los parques infantiles a las grandes obras de infraestructura, pasando por los contratos de suministros para hospitales, que no haya originado la correspondiente comisión.
Supongamos que alguien, alguien con un trasfondo intelectual de cierto nivel, llegado hace poco a la arena política, reclamase “salvar al Estado, no a los políticos”, exigiendo, por ejemplo, pasar un control de integridad a cualquier político que pretendiese presentarse a unas elecciones. Control que, entre otras cosas, implicase averiguar cuánto paga de impuestos. Se trataría de refundar el Estado sobre bases éticas, de permitir que los desfavorecidos participasen también en el poder, de un cambio radical en las bases del juego político. Supongamos que, para apoyar sus reivindicaciones, convocase una marcha sobre la capital, una marcha que aspirase a concentrar un millón de personas. Es fácil imaginar que desde el poder alguien le respondería que sus ideas son imposibles de llevar a la práctica, que lo que de verdad se esconde tras sus palabras es un intento de golpe de Estado, que es “ilógico” salvar al Estado sin salvar a los políticos porque, en el fondo, la clase política es el Estado. 
Vamos a realizar un experimento mental. Tómese unos segundos y piense de parte de quién estaría. 
¿Ya lo ha decidido? Bien, ahora vamos a añadir un poco de información más y veamos si eso altera su decisión. En realidad, quien ha convocado esa marcha no es ninguna persona ni colectivo español, lo ha hecho Muhammad Tahir ul Qadri en Pakistan. La marcha, partiendo de Lahore debe llegar el día 14 a la capital, Islamabad. El Dr. Tahir ul Qadri es el líder de la organización Minhaj ul Quran International. Por su parte, el gobierno pakistaní es un fiel aliado de Estados Unidos y de occidente en general, en su lucha contra los talibanes a uno y otro lado de su frontera con Afganistán. ¿Sigue estando de parte de los mismos en este desafío? Y si ha cambiado de opinión, ¿por qué lo ha hecho?
Continuemos. Minhaj ul Quran International es una ONG, con cierto reconocimiento por parte de la ONU, cuyo objetivo es la ayuda a los paquistaníes, en particular, y los musulmanes en general, repartidos por el mundo, la defensa de una visión sufí y moderada del Islam y el diálogo intercultural. Implantada en multitud de países, entre otras cosas, ha promovido fiestas en institutos catalanes para celebrar el fin del Ramadán y es muy activa, por ejemplo, en el barrio del Raval de Barcelona. El Dr. Tahir ul Qadri, en su faceta de estudioso del Corán, publicó una fatwa en 2010 que constituye un poderoso alegato contra el terrorismo. Entre otras cosas, recordaba que el Corán también es un manual de reglas de compromiso, es decir, indica cómo y cuándo deben actuar las tropas en combate. Básicamente, decía Tahir ul Qadri, los únicos objetivos legítimos según el Corán son las tropas combatientes enemigas, ni las mujeres, ni los niños, ni los ancianos, ni, de modo generalizado, quienes financian indirectamente los ejércitos. Las 600 páginas de su fatwa no dejan muchos resquicios a quienes deseen encontrar apoyo en los textos sagrados para justificar sus bombazos.
Dicen las estadísticas que hasta un 70% de la clase política paquistaní no paga nunca sus impuestos. El propio presidente, Asif Ali Zardari, era conocido en su época de presidente-consorte (de Benazir Bhutto), como “Mr. 5%”. Si bien el gobierno apoya a los Estados Unidos, realmente quien hace y deshace en el país es el todopoderoso ISI (Inter-Service Intelligence, la inteligencia militar -sí, ya sé el chiste de que son términos incompatibles), que pone y quita gobernantes (caso, por ejemplo, del golpista Pervez Musharraf), organiza atentados contra India en cuanto las diplomacias de uno y otro país acuerdan el menor paso para la reconciliación y da cobertura a Al-Qaeda y a los talibanes como brazos ejecutores de muchas de sus políticas. “Casualmente” el desafío de Tahir ul Qadri ha sido seguido, casi de inmediato, por una oleada de atentados contra la minoría chií, azuzando un conflicto interreligioso justo a las puertas de la primera transmisión del poder de un gobierno civil a otro. 
¿De parte de quién está ahora? ¿Acaso ha vuelto a cambiar  sus preferencias? ¿por qué?
Quedan todavía dos datos. El primero es la ingente cantidad de dinero que parece manejar Minhaj ul Quran International. A su implantación en medio mundo hay que añadir que ha comprado, prácticamente, cada cuña publicitaria de las diferentes televisiones paquistaníes y no existe una esquina de las grandes ciudades que no esté empapelada con carteles de dicho movimiento. Hasta la página en la versión española de la wikipedia dedicada al movimiento, ha sido cuidadosamente redactada por alguien cuya lengua materna, obviamente, no es la de Cervantes. Si nada se mueve en Pakistán que no sea supervisado por el ISI, y éste es el segundo dato, es poco imaginable que alguien como Tahir ul Qadri lo haya hecho y sólo su supervivencia física nos dirá hasta qué punto es tolerado o no por aquél. Pese a ello, si sus preferencias han vuelto a cambiar, le recordaré que las revoluciones populares existen, pueblan la historia y sólo el paso del tiempo permite disipar las dudas acerca de su naturaleza.