domingo, 3 de febrero de 2013

Para un índice citacional


No tengo nada en contra de psicólogos y pedagogos. Me parecen dos profesiones necesarias, plenas de enseñanzas enriquecedoras y muy útiles. He conocido psicólogos muy inteligentes y pedagogos que hasta ayudaban a los profesores. El problema no son ellos. El problema es que siempre encuentran algún tonto que les hace caso. Por ejemplo, con el cociente intelectual. inventaron una manera de medir la nada (porque son incapaces de ponerse de acuerdo en qué es el intelecto) y ¡hala! aquí estamos todos discutiendo acerca de si somos retrasados o genios porque nuestro cociente es tal o cual. Mucho más útil encontraría yo, por ejemplo, emplear esos esfuerzos en la elaboración de un cociente citacional para los libros. Este cociente sería el resultado de dividir el número de citas que se han hecho de un texto entre el número de lectores. Cuando semejante cociente tendiera a uno, es decir, para los libros con tantas citas como lectores, sabríamos que nos hallamos ante uno de los pilares de la cultura occidental, como El Quijote o la Biblia. La mayoría de los libros estarían muy por debajo de uno, quizás porque son libros malos o tal vez por tratar temas escabrosos sobre los que se suele leer mucho pero no se suele reconocer que se ha leído. No obstante, de lo que quisiera hablar aquí es de aquellos sorprendentes libros cuyo cociente citacional estaría claramente por encima de 1, es decir, de los libros que son más citados que leídos. Aunque el cociente que aquí propongo es, de momento, difícil de realizar, resulta fácil descubrir este género de libros: no hay más que leerlos. Vamos a ver algunos ejemplos.
Julien Offray de La Mettrie es de esos autores que figuran en la historia de la literatura por un único libro, su celebérrimo El hombre máquina. En realidad, ni es un libro, ni el escrito que le lanzó a la fama, ni el que más popularidad alcanzó en su época y, por supuesto, es, probablemente, el menos leído de todos. El hombre máquina es poco más que un panfleto cuyos argumentos más sólidos son una serie de citas deliberadamente tergiversadas de Descartes y unas cuantas sosas anécdotas, como el hecho de que, después de comer, uno no acaba por pensar con claridad. Si Descartes se hubiese levantado de su tumba, incluso sesteando hubiese encontrado la manera de reducir a su autor a cenizas intelectuales. Pero, claro, llevaba casi un siglo muerto y los dualistas de la época de La Mettrie encontraron más argumentos para refutarlo en las circunstancias de su muerte que en su obra.
Suele decirse que lo que diferencia a la ciencia de las demás disciplinas es su método. Sobre este tema, como sobre los demás, sólo suelen decirse bobadas. Lo que realmente diferencia a la ciencia del resto de las disciplinas es que los científicos, para llegar a serlo, no tienen que estudiar las fuentes de su saber, les basta con estudiar resúmenes hechos por otros. Los filólogos clásicos tienen que leer a Esquilo, los psicólogos a Freud, los filósofos a Leibniz y los economistas a Milton Friedman. Los matemáticos no leen a Euclides, los físicos no leen a Newton, los médicos no leen a Semmelweis y los biólogos no leen a nadie que lleve más de cincuenta años muerto. No digo que eso no tenga sus ventajas, pero, también tiene sus inconvenientes. El principal es que saben de historia de la ciencia  lo que les cuenta la televisión. Así podemos entender que todavía haya biólogos que presuman de lamarckistas. ¿De verdad alguien ha leído a Lamarck? Su Filosofía zoológica es uno de los libros más divertidos que se ha escrito jamás. Si de verdad quiere reírse a mandíbula batiente se lo recomiendo. No es de extrañar que en su época lo tomaran por loco. O escribió este libro bajo un arrebato de locura o es que, dado sus conocimientos de botánica, fue el ignorado primer descubridor de los efectos del peyote. La próxima vez que alguien se les autocalifique como lamarckista, harán bien en preguntarle si están dispuestos a suscribir la explicación última de cuál es el mecanismo de la evolución según Lamarck, a saber que “...cuando la voluntad determina un animal a una acción cualquiera, los órganos que deben ejecutarla resultan en seguida medidos a ella por la afluencia de fluidos sutiles (fluidos nerviosos), que resultan la causa determinante de la acción de que se trata... De ello resulta que la multiplicación de estos actos fortifica, extiende, desarrolla y hasta crea los órganos que se necesitan” (Lamarck, Filosofía zoológica, cap. VII, Editorial Alta Fulla, Barcelona, 1986, págs. 189-90).
Lo mismo, pero a la inversa, puede decirse de Darwin. Es difícil saber cuánto de lo dicho por Darwin se han atribuido luego otros. El efecto decisivo del aislamiento sobre la especiación  es tan neodarwiniano que Darwin mismo lo propuso. Prácticamente no existe ni una sola crítica al darwinismo, incluyendo las efectuadas por los partidarios de teorías de la evolución alternativas, que no haya sido refutada, avant la lettre, por los propios textos darwinianos. Y, ¿qué decir del darwinismo social? Si quieren saber en qué consiste realmente el darwinismo social, esto es, la teoría de cuál es la base de la sociedad según Darwin, harían bien en leerle. Descubrirán que darwinismo social no es más que altruismo en el sentido más amplio y pleno de la palabra. En realidad, Herbert Spencer, con su énfasis en la valía del individuo, es lamarckista. Pero, claro, El origen de la especies, incluye doscientas páginas de discusión acerca de los tipos y formas de los pájaros de las Islas Galápagos y no vengan a decirme que todos los que citan a Darwin se han leído eso.
En esta época en la que resulta muy moderno hablar de la irrelevancia de Europa, no viene mal recordar el libro que, probablemente, tiene el cociente citacional más alto de la historia: La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Causó furor durante el período entreguerras aunque es muy poco probable que algo más de un puñado de personas haya leído este farragoso ejemplo de ese subgénero llamado masturbación mental. Sus cerca de mil doscientas páginas están llenas de tópicos, prejuicios y generalizaciones precipitadas para demostrar que las civilizaciones nacen, crecen y mueren. Sin duda, algo interesante si uno se dedica a la filosofía de la historia, difícilmente pudo encontrarle interés un público tan amplio como el que se jacta de citar este escrito. En este caso concreto, la explicación de su éxito o, por ser más justos, la explicación del éxito de su título, es que podríamos definir a la civilización occidental como “aquella que teme desaparecer”. Los griegos temían tanto disolverse en el imperio persa, que no dudaban en olvidar sus rencillas para enfrentarse a cualquier invasión que viniese de oriente (y al final los conquistaron desde el Norte). Los romanos se sintieron tan amenazados por el Sur (Cartago) y el Este (cristianismo), que no dudaron en acoger en sus milicias al verdadero peligro, los bárbaros, una vez más, del Norte. Nosotros estamos haciendo tanto esfuerzo por convencer a los asiáticos de que el futuro es suyo, que no acabamos de darnos cuenta de que el gran peligro sigue estando en el Norte, en Berlín más en concreto y, si me quieren apurar, en los cenutrios que ocupan ahora mismo los despachos de la Cancillería.

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