domingo, 25 de marzo de 2012

Requiem por el periodismo

   Se han celebrado estos días unas jornadas patrocinadas por cierto grupo editorial, acerca de la situación actual del periodismo. Se intuía que algo no iba bien, especialmente, porque los ingresos por publicidad han caído sensiblemente y, como se sabe, éste es un factor esencial para el periodismo "independiente". Lo cierto es que esas jornadas han hecho saltar todas las alarmas. El tema estrella ha sido la muerte del periodismo. Tal diagnóstico ha generado un estupor sólo comprensible si se lo pone en su debido contexto. Hace ahora 20 años, un memo, no por casualidad, asalariado del Departamento de Estado de los EEUU, publicó un libro de gran impacto llamado El fin de la historia y el último hombre. Partiendo de unos análisis dignos de un mal estudiante de bachillerato, su autor, Francis Fukuyama, lanzaba la teoría (que, por cierto, no es suya, sino de Hegel, quien, a su vez, se limitó a incluir en su sistema una antiquísima tesis milenarista), de que, con la caída del muro de Berlín, habíamos alcanzado (de nuevo) el fin de la historia. La única novedad ingeniosa en este caso es que tras el fin de la historia nos aguardaban los felices tiempos del libre mercado y el juego democrático y no los jinetes del apocalipsis (aunque, la verdad, no sé qué da más miedo). Fukuyama, que conocía mejor las leyes del marketing que los escritos de Hegel, se cuidó mucho de añadir por detrás el corolario de que los historiadores eran un género en extinción. Cuando hubiesen acabado de establecer todo lo que ocurrió antes de 1989, habrían terminado de escribir la historia. Su lugar sería ocupado por los nuevos cronistas sociales, a los cuales se les abrirían las puertas de las academias, simplemente por tomar nota fiel de los discursos de nuestros gobernantes. Tal perspectiva llenó de ilusión a los periodistas, quienes no se cansaron de jalear el talento y brillantez del mencionado ensayo y de su egregio autor.
   El libro cumplió su función: supuso la última puntilla en una izquierda que, a partir de entonces, hasta abandonó su identificación con el lugar de la cámara que ocupan para colgarse la ambigua etiqueta de "progresistas" e hizo que los periodistas abandonaran cualquier cosa relacionada con el periodismo de investigación como algo arcaico y fuera de lugar en las modernas sociedades tecnológicas. Pero, claro, lo malo de ganarse la vida anunciando que se avecina una catástrofe es que, al final, más pronto o más tarde, el día llega y uno tiene que buscarse otras fuentes de sustento. Existen varias posibilidades. Una de ellas es afirmar que la catástrofe no ocurrió gracias a que el profeta de la misma trabajó para que no ocurriera (como hicieron los que se lo llevaron calentito con el efecto 2000). Otra es echarle la culpa a alguien que, lejos de salvarnos, ha pospuesto lo inevitable, agravando así su magnitud. Fukuyama ha elegido esta segunda opción y anda por ahí echando pestes de sus patronos neoconservadores y tratando de demostrar que siempre luchó contra ellos (desde dentro, por supuesto, que fuera hace frío). No obstante, Fukuyama tenía razón. La historia ha muerto, la historia entendida como lucha bipolar capaz de dar sentido a todos los acontecimientos periféricos. Lo que ahora tenemos es lo que, en realidad, siempre tuvimos, antes de la anomalía que supuso la irrupción de los EEUU y Marx en el devenir de los pueblos, una infinidad de historias que se entrelazan, superponen y aíslan de modo confuso y heterogéneo.
   Quienes se han quedado con el culete al aire han sido los periodistas. No han entrado en la academia y, además, han sido sobrepasados por una legión de cronistas mucho más minuciosos, profesionales y cercanos a la noticia, los blogueros. Espantados, descubren que, ellos sí, se han vuelto prescindibles. Una experta señalaba que el periodismo hubiese evitado fácilmente su muerte de no haberse suicidado y esta consideración lanzó, de inmediato, a los periodistas a ver cómo podían interpretarla para aguarla lo más posible. Evidentemente, la mejor manera de hacerlo era afirmar que lo que estaba en vías de extinción no era el periodismo, sino el "mal" periodismo. Sin pretenderlo, se ha puesto el dedo en la llaga. En efecto, ¿qué es el "periodismo malo"? Veamos un ejemplo reciente.
   En las portadas de muchos "buenos periódicos" puede leerse aún las secuelas del "caso Merah", un joven terrorista francés que mató a cuatro judíos (tres de ellos niños). Como informa la prensa, se trata de un islamista que recibió formación en Afganistán, se radicalizó en la cárcel y mataba por Alá. Tras una brillante operación de cotejo de datos, la policía logró cercarlo y, pese a la orden presidencial de llevarlo ante los tribunales, no tuvo más remedio que matarlo de un certero disparo. Ahora se investigan sus posibles conexiones, pues, como todo el mundo sabe, los terroristas islámicos no suelen actuar solos. Mientras, sesudos expertos hablan de las nuevas caras de Al-Qaeda y debaten acerca de si los servicios secretos debieran quebrantar más libertades civiles con la excusa de identificar individuos así, antes de que maten. Todo un caudal de noticias bien contadas... bien contadas para los intereses de los poderes establecidos con quienes los periodistas colaboran de un modo cada vez más descarado.
   Merah fue detenido en Afganistán por recibir entrenamiento sobre el manejo de explosivos, ¿por qué no atentó con explosivos? Aseguró haber matado a judíos por su trato al pueblo palestino, asunto más que secundario en las diatribas de Al-Qaeda que sólo ocasionalmente ha atentado contra intereses israelíes. Está claro que era un islamista radical, pese a que sus conocidos aseguran que, como mucho, respetaba el ramadán. Mató a tres soldados franceses porque las tropas de Francia matan a sus hermanos en Afganistán, aunque los tres muertos eran magrebíes, mucho más hermanos suyos que los pastunes. En realidad, el certero disparo que lo mató fue más bien un ráfaga y va resultando cada vez más evidente que, por más que el presidente diera públicamente la orden de llevarlo vivo a los tribunales, los policías recibieron instrucciones en un sentido diametralmente opuesto. ¿Qué terrorista elegiría como arma para cometer sus atentados un Colt 45, la pistola de los vaqueros del Oeste? ¿Quién era su ídolo, Osama bin Laden, Carlos el Chacal o Terminator? ¿Por qué ningún periodista se ha hecho la pregunta obvia, a saber, si de verdad era un terrorista o, simplemente un sociópata, ansioso de encontrar excusas? ¿Qué hemos presenciado, la voladura del metro de Madrid trasladada a Toulouse o el asalto a un instituto norteamericano por parte de un lunático?
   En todo terrorista hay un importante factor de rencor, de venganza, de resentimiento hacia aquello contra lo que se atenta. Cuando se trata de un terrorista solitario, es muy difícil establecer si este factor es el determinante frente a una ideología que no va estar trufada de los lugares comunes que suelen identificar a los grupos, porque no hay tal grupo. De ahí la necesidad que sienten estos personajes por explicarse, a ser posible extensamente, caso de Unabomber, de Timothy McVeigh  o del asesino de Utoya (*). ¿Hasta qué punto puede hablarse de terrorismo y hasta qué punto son simples perturbados mentales? ¿Por qué ningún periodista ha escrito acerca de estas cuestiones? Muy fácil. El periodista que lo hubiese hecho se habría quedado sin titulares como "el muyahidín de Toulouse" o "el yihadista solitario". Todavía más, ésos eran los titulares que tenían que ser impresos. En medio de una campaña electoral como la francesa, Sarkozy necesitaba esos titulares para mostrar su papel de gobernante serio, decidido y capaz de proteger al pueblo francés. Hollande necesitaba esos titulares para acusar al presidente de haber fracasado en sus políticas de integración y pacificación de la banlieu. Hasta Le Pen necesitaba de ese titular para intentar capitalizar el miedo. La policía necesitaba de esos titulares para evitar recortes en época de crisis. Los expertos en terrorismo necesitaban esos titulares para justificar seis años lanzando alarmas acerca de la proximidad de un atentado en Francia como los que ya habían sufrido los EEUU, Inglaterra y España. Rápidamente, los periodistas acudieron, cual perritos falderos, a dar el titular que se necesitaba.
   Si, efectivamente, está próxima la muerte del periodismo, creo que será otro funeral en el que no lloraré.


   (*) Por cierto, ¿por qué, para los periodistas, los asesinos siempre son personas "normales" y "muy inteligentes"? ¿porque las personales normales son muy inteligentes? ¿porque conviene sospechar de las personas muy inteligentes aunque normales? ¿porque si uno desconfía de las personas normales y de las inteligentes ya sólo puede confiar en los periodistas?

domingo, 18 de marzo de 2012

Ciencia de ultratumba

   En lugar de alguna parida de las que se me ocurren, en esta entrada me voy a limitar a reproducir una carta de mi buen amigo, el veterinario y analista Javier Grande. Dice así:
   "Querido Manuel, en los últimos días se está desarrollando en un periódico de tirada nacional (El País) una auténtica campaña de difamación contra mi persona y la de mi fiel colaborador el Dr. Lemus. Sabiendo que difícilmente voy a encontrar un medio neutral en el que poder exponer mi versión de los hechos, me sirvo remitirte este escrito para que lo publiques en tu blog.
   Como sabrás, el susodicho diario ha lanzado una serie de infundiosos artículos en los que sostiene que nuestro equipo, el formado por el Profesor Blanco, el Dr. Lemus y yo mismo, nos hemos dedicado a falsificar todo tipo de datos sobre los que edificar artículos fraudulentos. Se sostiene allí, por ejemplo, que nuestro fenomenal hallazgo de un 40% de aves infectadas por el virus del Nilo occidental, es "erróneo" o, al menos "muy extraño", pues nadie había hallado nada semejante. Desde luego, es algo "muy extraño" si uno es incapaz de utilizar la metodología adecuada. ¿Qué pasa? ¿que nadie probó a inocular primero el virus en las aves? Como todo el mundo recordará, los artículos en los que Mendel fundamentaba sus famosas leyes, mostraban un recuento de muestras de guisantes, asombrosamente redondo y coincidente con una estadística ideal, lejos de lo que puede reproducirse en cualquier experimento. A la luz de sus datos resulta muy claro que él o algún ayudante, seleccionaron las muestras para dar lugar a esos números. ¿Acaso es nuestra estadística más lejana de la realidad que las de Mendel?
   Se acusa también a Lemus de engrosar su curriculum con artículos inexistentes. En concreto se menciona su "Distocia y cesárea paradorsal en un caimán de anteojos" e "Infección por Butiaxella agrestis en el turón europeo (Mustela putorius)". Vamos a ver, ¿de verdad alguien cree que se le van a poner anteojos a un caimán para hacerle una cesárea o se le va a preguntar a un turón infectado por Butiaxella si es un ciudadano comunitario? ¿Qué importancia tienen seis articulitos más o menos? Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, que cambió la manera de entender al ser humano, decía basar su metodología en "decenas" de casos de curación por la palabra. Sólo nos legó ocho miserables historiales de "curación". ¡Y qué historiales! El sí que inoculaba la enfermedad en las pobres mentes de sus pacientes antes de "curarlos".
   Y después vienen las descalificaciones personales. Sobre el Profesor Blanco se arroja la sospecha de apadrinar, cuando no encubrir a un embustero. ¿Desde cuándo los catedráticos que firman en primer lugar las publicaciones científicas se las leen antes? Como todo el mundo sabe, si el artículo aparece firmado por Fulanito, Menganito y Zetanito, "Fulatino" es el Sr. Catedrático que, si es una persona capaz y preocupada, hasta se habrá leído el resumen antes de enviarlo y todo. Él será el único nombre reconocido pues, a partir de ese momento los autores del artículo se abreviarán como "Fulatino et al." "Menganito" es el profesor titular o ayudante de Universidad, que ha tenido la idea para el artículo, lo ha escrito y ha diseñado los experimentos. Finalmente, "Zetanito" es el becario que se ha pasado las noches en blanco y los fines de semana a pie de cañón, montando y calibrando los aparatos, recogiendo los datos y verificando la exactitud de los mismos.
   Dicen que es inexplicable que hayamos podido hacer todo esto durante años. ¿Cómo va a ser inexplicable? ¿Alguien consideraría serio un artículo titulado: "Infección por Mycobacterium asiaticum en un tití de manos doradas"? Pues bien, éste es un artículo real, detrás del cual hay una investigación seria realizada en Florida. ¿Cuántos lectores crees que puede tener el Journal of avian medicine and surgery? Es más, ¿cuántos lectores aspira a tener esta publicación científica? Si aspirase a ser una revista de difusión masiva no tendría el precio que tiene (sin ser de las más caras). Tiene ese precio, precisamente, para que no la puedan comprar particulares y sólo se puedan suscribir a ella instituciones. De este modo, la demanda se vuelve inelástica y pueden subir la suscripción lo que quieran cada año. Esas instituciones adquieren prestigio por poder estar suscritas a esas revistas y las revistas se hacen igualmente prestigiosas porque sólo esas instituciones, con fuerte poder adquisitivo, están suscritas a ellas. A cambio, convierten el requisito básico de la ciencia, la publicidad, en el privilegio de una restringida élite. Del prestigio recíproco y retroalimentado se nutren quienes publican en estas revistas, recibiendo su parte alicuota. Este prestigio así recibido les servirá para entrar en instituciones cuya reputación se debe a que en ellas militan personas cuyo crédito proviene, una vez más, de publicar en tales revistas. Esta gigantesca espiral de prestigio autoalimentado y que, en realidad, se sostiene en los intereses (la mayor parte de las veces económicos) mutuos, se convierte en una cascada difícil de parar. Ningún científico al que se le envíe un artículo destinado a una de estas revistas, pondrá muchas pegas si el remitente pertenece a una de esas instituciones con gran reputación, tal actitud podría convertirlo en un árbitro o consultor "conflictivo" y acabar por hacerlo indeseable para tal función.
   Se dice de mí que no he trabajado nunca en dos de esas prestigiosas instituciones en las que Lemus me atribuía cargos. ¿Significa eso que podré acogerme al ERE que el gobierno plantea hacer en ellas? ¡Pues claro que no he trabajado allí! Si soy un fantasma, ¿cómo quieren que pique mi ficha? Por eso agradezco al Dr. Lemus todas las oportunidades que me ha dado, los ectoplasmas estamos discriminados y, habitualmente, no se nos permite publicar. ¿Qué pasa? ¿que por tener una sábana en lugar de bata no puedo ser un buen científico? Pues bien blanquito que luzco.
   El problema, el problema real, es que el proceso de domesticación de la ciencia ha llevado a convertir en un estigma el término "ciencia pura". Más pronto que tarde en su carrera, al científico se le deja claro que tiene que "contaminarse" o, de un modo más crudo, que tiene que aprender a venderse si quiere obtener becas y financiación. Se le inculca así que no debe aspirar al descubrimiento de teorías generalmente válidas, todo lo más, está en posesión de meros productos que, como el papel higiénico, tienen que echar mano del marketing si quieren lograr sus objetivos de ventas. De este modo, las leyes sociológicas presentes en todas las comunidades humanas, incluida la comunidad científica, se convierten en las únicas leyes rectoras de la misma y no pocos comienzan a ver atajos para llegar a la cúspide. A la vez que la ciencia va entrando así en los cauces de lo establecido, se preparan las fanfarrias para su cercano amaestramiento. Su carcasa huera permite ahora amparar contenidos mucho más interesantes. El adjetivo "científico" vende muy bien. Todas las disciplinas de fundamento inevitablemente ideológico, pretenden resguardarse bajo ese paraguas, la economía, la psicología, la sociología... "Científicamente probado" es el eslogan que permite vender detergentes o programas de contorl social, que permite colocar a los obesos al final de las listas de espera o encarcelar a los hijos de los que tienen un gen que los hace antisociales antes de que cometan un delito. No estaría de más que alguien viniese, por fin, a explicar cómo y por qué funciona la ciencia antes de que deje de hacerlo.
   Un abrazo"
   Hasta aquí la carta que me ha remitido el Sr. Grande. Si Uds. se preguntan cómo puedo tener un amigo de esta naturaleza, la respuesta es fácil, a lo largo de mi vida he conocido a muchos fantasmas, fantasmitas y fantasmones.

domingo, 11 de marzo de 2012

Argentinos

   Una de mis lecturas más apasionadas (que no apasionante) de estos días es El pensamiento vivo de Jauretche, del profesor de la Universidad de Buenos Aires, Gustavo Cangiano. Jauretche, agitador intelectual y, al cabo, político peronista, se las apañó para crear un sistema de categorías con el que resultaba poco menos de imposible poner en claro qué estaba ocurriendo en la Argentina de la época. El andamiaje conceptual que utiliza, por ejemplo, para denunciar la brutal separación entre el pueblo llano y las élites políticas e intelectuales es, nada menos, que la dicotomía entre civilización y barbarie. La civilización estaría del lado de los intelectuales de cátedra, de las secretarías generales de los partidos políticos, no importa de qué bando, y de los medios de comunicación en general. De este modo, todas las manifestaciones populares caerían del bando de una nobleza bárbara que Jauretche no pareció cansarse de ensalzar. Si uno pone esto en el contexto histórico del ascenso del peronismo y de los movimientos fascistas, resulta extraño que Jauretche se endemoniara cuando alguien no atinaba a reconocer la verdadera intención de sus escritos.
   Pero, el bueno de Jauretche parece que no se contentó con liar las cosas de este modo. Según Cangiano, su obra está transida por una original metodología mezcla de inducción, relativismo y consideraciones del tipo de que "lo nacional es lo universal desde nuestro punto de vista". La verdad es que original sí que es esta metodología, tanto que yo no he conseguido averiguar cómo demonios puede funcionar. Con ella y con mucho sentido común, ése que, según Descartes, era el menos común de los sentidos, Jauretche parece haber llegado a una especie de epistemología de "los argentinos primero", cuya consecuencia inmediata es la denuncia lo que él llama una "pedagogía de la colonización". A ciencia cierta, no he logrado entender qué es, pero intuyo, que se puede hacer sinónima de "todo aquello que va en contra de mis teorías". La deconstrucción de la misma debe conducir al meollo del pensamiento jauretchiano, esto es, a lo nacional. Este es el momento en que uno ya no puede evitar el esbozo de una cierta sonrisa. ¿Qué puede ser lo "nacional" en un país como Argentina?
   Suele decirse de los argentinos que son italianos que hablan español, visten como franceses, y viven como ingleses. Los que tienen apellido "gallego" llevan a gala la limpieza de su sangre, su autenticidad criolla, aunque lo que de verdad da pedigrí es tener un apellido italiano. Por muy disparatado que parezca, sólo la entrada de España en la Unión Europea les llevó a plantearse que, tal vez, ellos no fuesen tan europeos como pensaban. Pero ese replanteo no duró demasiado. Quizás por eso nadie los puede ver en el resto de Sudamérica. Por lo general, sólo los encontrará sentados en una mesa con otros hispanohablantes si en esa mesa los españoles son mayoría. A nosotros sí, nos resultan simpáticos y próximos. Nos atrae la dulzura de su acento y sus modos europeizantes, especialmente si no los vemos en su salsa. Todavía me acuerdo del ciclo de cine argentino que echaron una vez por La 2 de Televisión Española. No conseguí enterarme de nada durante las seis primeras películas. Ellos suelen decir que las películas "en gallego" deberían llevar subtítulos "en argentino". Pero hay más motivos por los que los argentinos nos caen bien. No es el de menor importancia que hicieron el reparto de riqueza que los españoles siempre tuvimos en la cabeza: el oro y la plata para nosotros y el plomo para los habitantes originarios del país (y para todos los que acabaron por asimilarse a ellos, como los gauchos).
   Desde luego, lo de Jauretche tiene gracia. Precisamente, uno de los problemas clave de Argentina, como del resto de Sudamérica, es el de su identidad nacional. A diferencia de los galeses, de los catalanes o de los Steelers, el único principio unificador de los diferentes Estados americanos es el conjunto de azares históricos que han llevado las cosas hasta donde están. Más que por naciones, América está constituida por barcazas a las que se han ido subiendo náufragos de las más distintas procedencias. Por mucho que pueda pesarnos, el país que ha sabido apañar algo funcional con todo ello han sido los EEUU, sustituyendo los identificadores de cada cultura por estándares mercantiles. Es esto lo que permite que judíos, noruegos y senegaleses sigan comiendo su pan tradicional, siempre que se puedan fabricar todos con las mismas máquinas. El intento de imponer este modelo en Europa sólo puede conducir a nuestro empobrecimiento porque lo que ha hecho de Europa algo de mediano interés es, precisamente, la ciencia, el arte, la pluralidad lingüística y demás intangibles culturales. Pero nos hemos alejado del tema.
   El caso es que Jauretche critica la manía de los intelectuales argentinos por importar modelos explicativos europeos que poco o nada tienen en cuenta la realidad de las tierras australes. Es una crítica certera, si bien, me parece a mí, la razón de por qué lo es, se halla más en la propia idiosincrasia argentina que en los ideales colonialistas de (y ésta es otra)... ¿la Europa del siglo XX? ¿Inglaterra? ¿Alemania? ¿España? ¿Todas ellas de consuno? Sea como fuere este nacionalismo sin nación, que, más bien, es populismo, conduce inevitablemente a Jauretche a su antiimperialismo. El antiimperialismo es algo que nunca está mal... si no es anti-imperialista. Para empezar, ser anti-imperialista debe ser algo así como lo que decía Nietzsche, anteponer un "no" a lo que dicen los otros. Yo me imagino a muchos antiimperialistas esperando ver qué partido van a tomar los EEUU para alzar violentamente la voz de su oposición. Detesto los imperios casi tanto como las fronteras, pero ya lo he explicado, no creo que haya que criticar siempre a los que mandan. Mientras trabajamos para que desaparezcan los imperios, tratemos de condicionar los existentes por una simple terapia conductista. Porque, por otra parte, las épocas sin imperio, como el comienzo de la Edad Media, tampoco parecen especialmente gloriosas.
   Tomar las cosas como suelen hacen los antiimperialistas, conduce a tesituras en las que el propio Cangiano parece haberse visto atrapado. Para muchos antiimperialistas, los EEUU son una especie de rey Midas del mal que convierten en perverso todo aquello que tocan y, eo ipso, cualquier cosa que va contra el imperio es buena, incluyendo los atentados y asesinatos. El resultado es que condenan con el mismo énfasis el golpe de Estado contra Allende y los ataques contra Milosevic. No creo que las cosas sean buenas o malas por quién las hace. Por lo mismo, también me parece inocente pretender que un imperio deba transformarse de la noche a la mañana en un ser angelical que hace el bien y no pretende cobrar nada por hacerlo. Al fin y al cabo, si los EEUU arriesgan sus tropas en Somalia o en Yugoslavia, es lógico que reciban algo a cambio. Otra cosa, naturalmente, es que se ahorque a un dictador (otrora fiel aliado) por el único motivo de arrebatarle su petróleo, dejando por el camino un país sumido en la guerra civil.
   En cualquier caso, queda muy claro que Jauretche, como el propio Cangiano, consiguen lo que quieren, no dejar indiferente a nadie, provocar, exigir una respuesta. Y eso, en esta adocenada época de panes y futbolistas, siempre es algo de agradecer.

jueves, 8 de marzo de 2012

Ciberterrorismo

   El famoso baby-boom que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pobló Occidente de una generación de jóvenes que tuvo fácil el acceso a la Universidad. Estos jóvenes salieron suficientemente preparados a un mundo que, en realidad, no los esperaba en absoluto. Pocas empresas pensaron en ellos como compradores potenciales, pese a su incipiente poder adquisitivo. Tampoco tenían esperanzas de un fácil acceso al mercado laboral y, políticamente, nadie se rebajaba a hacer campaña entre barbilampiños. Rápidamente llegaron a la conclusión de que si el mundo no estaba hecho para ellos, tendrían que cambiarlo. Por si fuera poco, esta toma de conciencia acompañó al deseo de los trabajadores de la época de ser tenidos en cuenta por el sistema capitalista como algo más que productores. La conjunción de ambos desajustes vino acompañada en los años sesenta del siglo pasado por otra serie de bloqueos sociales y políticos peculiares de cada país. Italia, por ejemplo, votaba mayoritariamente al Partido Comunista pero, por los acuerdos de Yalta, pertenecía al bloque capitalista, de modo que el resto de partidos se coaligaba para excluir al partido más votado del poder. Otro tanto cabe decir de Grecia. En Alemania, los mismos jueces que aplicaron las leyes racistas del régimen nazi, administraban las leyes emanadas de la democracia. La población católica de Irlanda del Norte vivía una suerte de apartheid por parte de los protestantes y, en España, el estado de excepción y los abusos policiales indiscriminados, acompañaron la vida cotidiana de los ciudadanos vascos hasta más allá de la Transición.
   En un principio, el malestar social de los años sesenta, condujo a huelgas y manifestaciones de todo tipo. Pero es un fenómeno bien conocido que cuando este tipo de protestas populares van perdiendo fuelle, se radicalizan cada vez más, quedando, finalmente, en manos de grupúsculos violentos. La no menos violenta represión policial condujo en multitud de países a la creación de lo que Martha Crenshaw llamaba una "cultura de la violencia", en la que los movimientos terroristas, que asolaron los años setenta, encontraron propicio caldo de cultivo. Así nacieron ETA, la última versión del IRA, la RAF, las Brigate Rosse, etc.
   Probablemente, el desapego de los ciudadanos por su clase política es hoy mayor que en los años sesenta. El 15-M es un buen ejemplo de ello. Resulta difícil mostrar apego por unos políticos que en mayo del año pasado decían que los jóvenes saldrían de las plazas públicas si se les diera trabajo y hoy, teniendo sólo que ofrecerles tasas cada vez mayores de paro, los etiquetan como "el enemigo". Las protestas de la Grecia actual recuerdan mucho aquélla primera época de huelgas y manifestaciones de los sesenta. Tampoco el manejo de las mismas está resultado muy inteligente. En España, la policía se ha empleado contra los jóvenes como si les hubiesen prometido reintegrarles el dinero que les han recortado a todos aquellos que rompieran sus porras en la espalda de algún adolescente. Después, nuestro queridísssimo presidente del gobierno, D. Naniano Rajoy, pidió a los manifestantes que mostraran responsabilidad en sus protestas contra la irresponsabilidad de los políticos. Un lema de una manifestación posterior contra la brutalidad policial fue: "somos el pueblo, no el enemigo". Más pronto que tarde, alguien abandonará la inocencia de tal proclama para sacar su consecuencia lógica: vosotros sois los enemigos... del pueblo.
   ¿Significa todo esto que estamos a las puertas de una nueva oleada terrorista? Más aún, ¿forma parte de la misma el ciberterrorismo que se atribuye a grupos como Anonymous? Desde luego, resulta difícil imaginar a estos jóvenes atados a su Blackberry® e incapaces de abandonar su cuenta de Twitter en la clandestinidad que exigen los movimientos terroristas. Por contra, no hay que ser muy perspicaz para imaginarlos detrás de un ataque de denegación de servicio mientras parlotean con sus amigos en el parque. Ahora bien, ¿puede calificarse el hackivismo o, directamente, los ataques atribuidos a Anonymous o Luzlec como ciberterrorismo? Los Estados ya han respondido a esta cuestión.
   Si se analiza fríamente, la respuesta de los sucesivos gobiernos a los movimientos terroristas, siempre parece sobredimensionada. A lo largo de más de cuarenta años, ETA mató unas ochocientas persona, algo así como la mitad de los muertos en carretera el año pasado. ¿Se ha dedicado ochenta veces más dinero, tiempo y personal a mejorar nuestra red de carreteras que a luchar contra ETA? Pues bien, tras la detención (otra vez) de la supuesta cúpula en España de Anonymous, un alto cargo policial declaraba que su desarticulación había costado muchas horas por parte de mucho personal especializado. Es curioso, si alguien publica mis datos personales en la red, a mí me costará considerable tiempo y dinero conseguir, a lo sumo, que esos datos sean descolgados. Ahora bien, si soy un actor que ha puesto su granito de arena en la defensa de la "pobre" industria cultural, la policía, de motu propio, me ahorrará ese esfuerzo y, además, detendrá a los culpables. ¿No se trata, también, de una reacción sobredimensionada?
   Pese a tantas analogías, la respuesta a la cuestión de si Anonymous es un movimiento ciberterrorista, debe ser respondida negativamente. Hace unos cuantos años propuse que la mejor manera de definir el terrorismo era hacer caso de lo que se dice en ese subgénero de literatura fantástica que son los documentos y panfletos de los movimientos terroristas. En no pocos de ellos se afirma que han cometido tal o cual atentado contra este o aquel símbolo de la postergación de los vascos, de la opresión, del capital, etc. La propia víctima era recubierta con todo tipo de simbolismos, tachándolo de "esbirro del capital", "miembro de las fuerzas de ocupación" o, más simplemente, "perro". En base a ello cabía decir que terroristas son todos aquellos que atentan contra símbolos.
   ¿Lanzar un ataque de denegación de servicio contra la página de PayPal es atentar contra un símbolo? ¿Es la página web de PayPal un símbolo de PayPal o, más bien, PayPal misma? ¿Es una página web un símbolo? En general, toda empresa que se precie trata su página web como parte integrante de su imagen corporativa y hacer sinónimos símbolo e imagen es una bonita manera de liar las cosas, pero tiene poco que ver con el comportamiento que desarrollamos respecto de unos y otras. Acaso, se puede acusar a Anonymous de iconoclastas, si bien de un tipo muy concreto pues no tratan de destruir todas las imágenes, sino algunas muy particulares. Aunque, quizás, el calificativo que mejor cuadra con lo que hace es el de ciberguerrilleros, y no el de ciberterroristas.
   Y, sin embargo, sí estamos asistiendo a claros ejemplos de ciberterrorismo, aunque de dirección diametralmente opuesta. El brutal encarcelamiento del soldado Manning, el precioso montaje sexual contra Julian Assange, el propio cierre de Megaupload y la detención de sus propietarios, tienen mucho de castigo ejemplarizante contra algo terriblemente peligroso para los poderes establecidos, que iba tomando cuerpo en Internet. La situación actual de estos personajes se debe, precisamente, al hecho de haberse convertido en símbolos de ese algo. Todavía más claro, cuando el FBI asaltó la página de Rojadirecta, difícilmente pudieron pensar que estaban acabando con semejante fenómeno. Fue, a todas luces, una acción simbólica, para señalar quién era el enemigo a batir y cuál iba a ser a partir de entonces su estrategia en defensa de la sacrosanta industria audiovisual. Efectivamente, estamos viviendo los primeros pasos de un nuevo terrorismo, un nuevo terrorismo que no se ampara en las manifestaciones populares, sino que va directamente contra ellas, porque no es otra cosa que ciberterrorismo de Estado.

domingo, 26 de febrero de 2012

Una de héroes

   Decía un compañero de profesión, que siempre hay que criticar a quienes están en el poder. Es cierto, que el ejercicio del poder, más allá de la colaboración habitual con el estado de cosas que todos efectuamos, tiende a convertirlo en obviedad difícilmente refutable. También es cierto que no hay ejercicio del poder sin coacción, es más, la propia definición de poder contradice el que cada cual pueda hacer lo que su libre juicio le indique (suponiendo, claro está, que hayamos llegado a ese estadio en el que los seres humanos tengan, por fin, un juicio verdaderamente libre). No obstante, siempre he pensado que se debe establecer una distinción entre quienes hacen todo lo posible por mantener el deleznable estado de cosas existente y quienes hacen todo lo posible porque el estado de cosas sea aún más deleznable. Y aquí quisiera también marcar ciertas distancias respecto de los profetas del consabido "cuanto peor, mejor". Es éste un lema muy socorrido entre toda clase de izquierdistas desde que Marx propuso aquella disparatada idea de que los capitalistas irían comiéndose unos a otros, hasta que al final quedasen tan pocos que ya no podrían parar a los hambrientos del mundo (como si entre los capitalistas no hubiese también solidaridad de clase cuando se trata de combatir a otra clase). Más de uno y más de dos, se han puesto a hacer todo lo posible porque el capitalismo triunfe, a la espera de que los pobres a quienes divisan a través de la ventanilla de sus coches de lujo, acaben por hacer realidad el deseo que, supuestamente, anida en lo más profundo de sus corazones. Mientras tanto, por si ese día se dilata, añaden ceros a sus cuentas corrientes, pues es la mejor manera de acelerar el fin de las cuentas corrientes. Lo descabellado de semejante estrategia puede seguirse en los regueros de sangre de movimientos terroristas como ETA, que siempre buscó la represión salvaje e indiscriminada de la población vasca para así ver aumentadas sus huestes.
   Por todo ello, creo que se merecen una mención aquéllos que, pese a ejercer el poder sin muchos miramientos, procuran que el sufrimiento no se generalice más de lo necesario. Entre estos héroes de los últimos meses, que lo son, no por salvar a nadie, sino por impedir que haya más gente a la que sea necesario salvar, hay que mencionar, en primer lugar, al Presidente del Banco Central, D. Mario Draghi. Que Draghi podía ayudar a solucionar la crisis europea, era un secreto a voces bastante antes de ser elegido para el cargo. Al fin y al cabo, trabajó para el banco que la creó, asesorando al gobierno griego sobre cómo ocultar su monumental déficit. Nada más llegado, convirtió lo que el bueno de Trichet y Frau Nein Merkel habían insistido en que era imposible, en norma. Básicamente, utilizó un truco muy conocido y, por otra parte, muy habitual entre los políticos, para solucionar un problema: pegárselo por detrás a otro.
   Si había una crisis financiera derivada de que los bancos no obtenían crédito y si había una crisis en la deuda pública derivada de que nadie quería comprarla, la solución era darle crédito a los bancos a cambio de que comprasen deuda pública. Esto obliga a la banca a remar en la misma dirección que los gobiernos si quieren seguir a flote y, en teoría, les otorga, además, pingües beneficios que, supuestamente, deben servir para tapar sus vergüenzas y, en última instancia, reactivar el crédito a los particulares. La verdad es que esta parte no está funcionando demasiado bien por varios motivos. Primero porque los bancos prefieren seguir jugando a ruletas financieras antes que prestar su dinero a la gente. Segundo porque, como quizás sospechan los bancos, lo que el ciudadano de a pie necesita no son nuevos créditos, sino encontrar la manera de pagar los que ya contrajo en su día. El Banco Central Europeo haría mejor permitiendo acceder a la barra libre a los ciudadanos europeos y no a sus bancos, pero claro, esto ya sería demasiado para Frau Nein, el Banco y Draghi. En todo caso, su iniciativa ha salvado los muebles de una Europa a la que muchos auguraban que no llegaría a comerse las uvas. La cuestión está en hasta cuándo va a durar todo esto. Los problemas que se pegan por detrás a otros, las típicas soluciones de los políticos, más pronto que tarde acaban por generar problemas aún más gordos y habrá que ver si el Sr. Draghi se da cuenta de ello o, simplemente, dejará el asunto en manos de su sucesor.
   Otro Mario que merece ser mencionado es el Primer Ministro italiano, el Sr. Monti. La verdad es que lo suyo entra en otra categoría, que no la de héroe, pero sobre el trasfondo de los gobiernos de Berlusconi, este señor hasta parece un buen gobernante. No lo es, aunque, al menos, gobierna. Triste destino el de un país, en el que parece que lo hace bien alguien a quien no ha elegido el pueblo. El Sr. Monti, no actúa de cara a sus cadenas de televisión, ni a los votantes y ni siquiera a Europa. Sabe que sólo la historia podrá juzgarle y como tal se comporta. Eso tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Toma decisiones impopulares, si bien necesarias, y actúa con independencia. Eso sí, con frecuencia, adopta el tono de abuelete tratando de convencer a sus nietos para que se porten bien sin necesidad de castigarlos. El que un funcionario en edad de jubilación, le diga a los jóvenes que deben olvidarse de tener un trabajo para toda su vida, es digno de que lo cuelguen por los meñiques. Pero ese Monti es inseparable del que escribe panfletos incitando a la sublevación contra los Merkel, Schäuble y Sarkozy. Y aquí es donde aparece un nuevo e insospechado héroe.
   Adivinen quién ha firmado una carta en la que se afirma que son los bancos y no los ciudadanos los que deben pagar los platos rotos de los años de despilfarro. Es inútil, nunca lo adivinarían, nuestro amadisssimo y queridisssimo Sr. Presidente del Gobierno, D. Naniano Rajoy. Sí, sí, el mismo que ha permitido que le aprueben la reforma laboral del "te despido porque sí", el mismo que asegura que el 30 de marzo tendremos que cogerle dobladillo a nuestros pantalones de lo recortaditos que nos vamos a quedar. ¿Cómo es posible? En realidad es fácil de entender. Al Sr. Rajoy le ha pasado lo mismo que a muchísimos españoles con su primera alemana, han ido a por lana y han salido trasquilados. Y es que a todos nos ha pasado alguna vez. Cuando dejamos atrás nuestras fronteras, no sé por qué, nos da por creernos eso de que somos auténticos latin lovers en cuyos brazos las nórdicas caerán extasiadas en cuanto les soltemos alguna ocurrencia. Después pasa lo que pasa. Estamos acostumbrados a las españolas, que parecen la torre de control de un aeropuerto. A poco que te fijes, una española, te va diciendo con sus miradas y su lenguaje corporal si vas bien, si te estás desviando de la trayectoria o si, simplemente, está ahí para marearte un poco. Llega uno en plan rompecorazones con las alemanas y se encuentra con mujeres tan expresivas como una pared, que te dicen con la misma cara de palo "te quiero" o "me das asco". El resultado es que, si te descuidas consigues una colección de calabazas como para abastecer todo el Halloween del pueblo.
   El Sr. Rajoy pensaba que con una caída de reforma laboral, un sólido discurso de neocon de bien y su gracejo natural, derretiría a Frau Merkel y podría llevarla al huerto donde las horas se hacen días y los días semanas de aplazada reducción del déficit. Pero héteme aquí que Frau Nein, por supuesto, sin mover una pestaña, dijo... "Nein". Como buen español en esta tesitura, el Sr. Rajoy se puso hecho un basilisco, soltando pestes de los difuntos de todas las alemanas que hay sobre la tierra y en esto que pasaba por allí Monti pidiendo firmas...
   En fin, que si Draghi, Monti y Rajoy parecen héroes salvíficos de los pobres ciudadanos de nuestra querida Europa, apañados vamos.

domingo, 19 de febrero de 2012

Los idus de marzo

   Los idus de marzo es una película de George Clooney en la que se relata la cara oculta de cualquier político, por renovador que pueda parecer. Antes de eso, los idus hacían referencia a los días de buen augurio que, según los romanos, tenían todos los meses. Los de marzo se hicieron famosos porque favorecieron a los asesinos de Julio César, consiguiendo su objetivo en el año 44 a. C. Unos dos mil años más tarde, los del corriente 2.012, parecen también unos idus difíciles de interpretar y uno no sabe bien si los buenos augurios iluminarán a quienes están en el poder o a quienes aspiran a ello. Dicen los videntes que quien debe tener cuidado es nuestro pequeño Julio César andaluz, a quien desean apuñalar tantos de sus correligionarios que, casi mejor, van cogiendo número. "Lo habrá hecho mal", pensarán Uds. ¡Hombre! Muy bien, muy bien no lo ha hecho, pero, como siempre, la cuestión no es la capacidad real del personaje para tomar decisiones adecuadas. Normalmente se trata de su acierto o no para rodearse de las personas más capacitadas. Resulta muy claro que el Sr. Griñán, no ha tenido mucha fortuna. Su mano derecha, la Señora Díaz, ha resultado ser una pirómana metida a bombero y de ahí para abajo, hasta llegar al último mentecato nombrado a dedo para repartir a su antojo 647 millones de euros, las cosas casi que van a peor. Eso explica el aspecto que luce nuestro particular Bruto. Hace ya semanas que el Sr. Arenas apenas sonríe. Está empezando a temer que, esta vez, va a ser verdad que le toca gobernar y ya veremos si eso le resulta tan divertido como hacer oposición.
   Pero, como siempre en política, lo malo no es que maten a César, lo malo es lo que viene detrás. Según sus asesinos, César fue acuchillado, en nombre de la libertad, por tirano. Lo cierto es que su muerte abrió las puertas al gobierno de Augusto que, tras la apariencia de un Estado republicano y el rechazo del cargo de dictador (porque sus poderes le parecían escasos), acabó siendo nombrado emperador y dios, nada menos. Son múltiples las voces que indican que tras la histórica victoria del PP en Andalucía, nuestro amadisssimo presidente, el Sr. Naniano Rajoy, jugará con el mapa de España de un modo parecido a como lo hacía Chaplin con el globo terráqueo en El gran dictador. Otros señalan, por contra, que lo único que pretende hacer con este país es un inmenso recortable.
   Si he de decirles la verdad, yo no tengo ningún miedo. Aquel día en que el Sr. Zapatero se acostó socialdemócrata y se levantó neoliberal rabioso, pues claro, cogió las tijeras y se lió a dar cortes por donde primero le pareció. Pero el actual gobierno del PP llevará a finales de marzo casi seis meses en el cargo. Ha tenido tiempo de sobra para encargar a una agencia de evaluación, interna o externa, un análisis de los gastos del Estado, ha tenido tiempo de sobra para pedir a cada departamento un estudio de las partidas en las que se puede ahorrar, ha tenido tiempo en abundancia para realizar un seguimiento de las políticas en ejecución y la eficacia de la que han gozado hasta el momento (como han hecho siempre todos los gobiernos, pues lo contrario, sería una irresponsabilidad). Aún más, ha podido contemplar, desde la oposición y desde el gobierno, la evolución de las economías en las que se han practicado recortes indiscriminados y el sorprendente (para algunos tontainas neoliberales con másteres en economía) crecimiento de los índices económicos en los EEUU que, pese a un déficit desbocado, se niega a seguir recortando. No me cabe, pues, el más mínimo género de dudas de que los recortes que se van a efectuar, afectarán a todas las partidas que son síntomas inequívocos de despilfarro y que, ahorrando cantidades brutales de dinero, para nada van a afectar a las prestaciones que se ofrecen a los ciudadanos o al poder adquisitivo de ese importante sector de la población activa que son los funcionarios.
   Que es fácil recortar sin causar el menor sufrimiento social es evidente. En el propio gobierno conocen el modo. La "ley del despido porque sí", también conocida como "reforma laboral", lo señalaba claramente al hacerse extensible a las empresas públicas. Una empresa pública es esa empresa de la que Ud. no sabe ni el nombre, que se sostiene con fondos públicos pues, habitualmente, sus pérdidas son astronómicas, que el gobierno de turno dice que es fundamental y cuyos despachos están ocupados por políticos en situación de retiro (dorado). Yo no digo que tales empresas no deban existir. Lo que sí me parece a mí (revolucionariamente) lógico es que los despachos de tales empresas estén ocupados por personas capaces de optimizar el servicio público que supuestamente prestan y no por amigotes. La verdad, parece sospechoso, por decirlo de un modo muy suave, que un gobierno autonómico diga, pongamos por caso, que existen unas cien empresas públicas en esa comunidad y que Hacienda asegure tener constancia de más de trescientas. ¿Tan poco públicas son esas empresas que nadie conoce siquiera su número exacto?
   Naturalmente las empresas públicas no son la única fuente de ahorro. Hay muchas otras extremadamente fáciles de detectar. Basta con hacerse algunas preguntas inocentes de este tipo: ¿cuántos tratamientos médicos introducidos en los últimos quince años han demostrado tener una eficacia comparable o inferior a tratamientos más antiguos y baratos? ¿cuántos contratos de suministro de la administración están sobredimensionados? ¿cuántas nuevas tecnologías introducidas en la enseñanza no justifican su coste teniendo en cuenta su utilización real? Yo iría, incluso, un poco más allá. Puesto que, en este país, cualquier investigador que se precie acaba o en el extranjero o dejando la investigación, ¿para qué continuar financiando un programa de Formación de Personal Investigador que, para lo único que sirve, es para ilusionar, inútilmente, a nuestros mejores expedientes académicos? Está muy bien que inventen ellos, pero no con personal formado por nosotros. Todavía más, si, con el presupuesto que se avecina, los laboratorios sólo van a poder comprar un botijo y a plazos, mejor no tengamos laboratorios. Dado que no somos lo suficientemente inteligentes como para adoptar una política de Estado relativa a las inversiones en investigación, al menos, seamos sinceros.
   En fin, son todas éstas, ideas que se me ocurren a mí que soy medio tonto y pobre ignorante de los asuntos de gobierno. Estoy seguro que a las brillantes mentes que, como no puede ser de otra manera, conforman el gobierno de la nación y actúan con vistas al interés general, habrán tenido ideas mucho mejores para ahorrar, a la vez, dinero y sufrimiento social. Por tanto, no hay motivo alguno para temer a los idus de marzo... ¿o sí?

domingo, 12 de febrero de 2012

Escándalos, dopaje y guiñoles

   No sé si recordará que hace unos años, un diario danés organizó un concurso de caricaturas sobre Mahoma. Publicó las (supuestamente) más graciosas y se montó una bastante considerable. En un buen número de países árabes se desataron violentas manifestaciones, algunos movimientos terroristas pusieron a los miembros del susodicho diario en su punto de vista y hubo atentados (o intentos de cometerlos) ligados a estas amenazas. El civilizado mundo occidental movió la cabeza con afectado gesto de superioridad sobre los bárbaros y se debatió ferozmente acerca de si se debía ser tolerante con religiones fanáticas. La verdad es que a todos nos gusta reírnos de los dioses de los demás, pero no que los demás se rían de los nuestros. Organice Ud. un concurso de caricaturas de Lutero siendo sodomizado por el demonio y ya verá la que se monta en la muy tolerante Dinamarca. Como ha dicho hace poco un majadero francés (obviamente, ministro), existen civilizaciones superiores y civilizaciones inferiores. Las superiores son aquellas que no se toman demasiado en serio a sí mismas. Las inferiores son aquellas que no admiten que se las cuestione. Desgraciadamente en Europa vamos camino de jugar en esta segunda división. Desde luego, en España, no estamos jugando en la primera. En cuanto nuestros vecinos del Norte han osado ironizar sobre uno de los dioses laicos de este país, las campanas de los medios de comunicación han tocado a rebato para que nos lancemos, navaja en mano, contra los detestados gabachos.
   Mostrar la insensatez de semejantes actitud es trivialmente fácil. Basta, por ejemplo, con poner en su debido contexto la situación. El programa forma parte de la versión francesa de mis adorados guiñoles. Originalmente, proceden de un programa británico llamado Spitting Image. Recuerdo haber visto un par de sketchs que marcaban un poco el tono del programa. En uno de ellos, miembros de la familia real británica trataban (inútilmente) de explicarle a la reina qué era un culo, pues no lo sabía. El número terminaba con un sonoro "¡No, estúpida!" En otro de ellos, el actor Peter O’Toole, llamaba a su colega Oliver Reed (ambos eran hijos predilectos de la asociación de destilerías británicas) para preguntarle qué habían estado haciendo la noche anterior. En el transcurso de la conversación descubría que (a) habían bebido un poquito, (b) habían hecho una apuesta, (c) había perdido O’Toole, (d) el precio de la apuesta consistía en someterse a una operación de cambio de sexo, (e) una vez hecho mujer, Reed se había acostado con O’Toole, y (f) lo había dejado embarazada. Cuando una histérica Peter O’Toole le preguntaba a Oliver Reed, qué le iba a decir a la gente si descubrían que era madre soltera, éste le contestaba: "Diles, simplemente, que fuiste a tomar una copa con Oliver Reed".
   Con su tránsito al Sur, los guiñoles perdieron algo de mordiente. No obstante, siguieron conservado parte de su mala uva. Se hizo famoso el guiñol que le dedicaron al presidente François Mitterrand, a la sazón, una rana llamada "Dios". En estos días, tienen una minisección que comienza con un fondo con los colores de la bandera nacional mientras suena la marsellesa. Sobreimpresionado aparece un cartel con la inscripción: "Mensaje del presidente de la república". Entonces aparece el guiñol de Angela Merkel diciendo algo así como "¡Franchutes, tenéis que trrrabajarrr más o Santa Klaus no os traerá juguetes!". A continuación se vuelve a ver la bandera y vuelve a sonar la marsellesa. Claro, que esto es suave si lo comparamos con la imagen de Sarkozy, bandera alemana en mano, dando la bienvenida en la frontera a los tanques germanos.
   Cuando los guiñoles llegaron a España, estaban aún más domesticados. Pese a ello, eran irreverentes, audaces y geniales. Es impresionante el talento que poseía aquel equipo de guionistas. Y, por cierto, tenían un Nadal que siempre farfullaba monólogos incomprensibles. Fue el único programa de televisión que seguí fielmente durante años. Me divertían a la vez que me horrorizaban. La razón es que los guiñoles son un peligro. País donde se emiten, país en el que los políticos comienzan a parecerse más y más a sus réplicas en gomaespuma. Al final, uno acaba oyendo las cosas y ya no sabe si las ha dicho el político en cuestión o su guiñol. Los políticos conocen la importancia de tener uno y, en general, se lo pasan tan bien con él como el resto del público. La excepción son los ocupantes del palacio de la Moncloa. Allí nunca fueron tenidos en gran estima. Entre eso y que el penúltimo habitante del mismo no veía demasiado entusiasmo en la línea editorial de El País, acabaron por convertirse en casus belli. De ahí nació El independiente, La Sexta y el intento por otorgarle a ésta los derechos sobre el fútbol. Cuando en el grupo Prisa vieron clara la operación, lo primero que hicieron fue cortarle la cabeza a los guiñoles, oficialmente por ser un programa "muy caro".
   Lo he dicho más arriba, lo divertido de estos programas es que su disparatada visión de la realidad acaba por parecer muy real. Personalmente no tengo duda alguna acerca de Nadal o Pau Gasol (pese a que milita en la NBA que, como la NFL, tiene por norma prohibir únicamente las sustancias prohibidas para el ciudadano medio, es decir, las estupefacientes). Me gustaría decir lo mismo de Alberto Contador. El último gran campeón del ciclismo fue Miguel Indurain (y a cualquiera que quiera llevarme la contraria, le sugiero que compare su palmarés con el de los que han venido después). Perdió su primer Giro a manos de un buen contrarelojista que, de buenas a primeras, se convirtió en un escalador capaz de ganar la vuelta ciclista a uno de los países más montañosos de Europa. No volvió a correr el Giro. Batió el récord de la hora. A los dos meses batieron su récord. Perdió su último Tour frente a Bjarnes Rijs quien, además de ser el director deportivo de Contador, ha confesado que, por aquel entonces, llevaba tres años de dopaje continuado con EPO. Indurain no volvió al Tour. Poco después abandonó el ciclismo profesional. Pudo decirlo más alto, pero no más claro, ya no había sitio para corredores como él.
   Cuando cayó el muro de Berlín y dopar a los atletas dejó de ser política de Estado en muchos países, las marcas comenzaron un notable declive. La sucesión de récords se ralentizó. Desde que Indurain abandonó el ciclismo, cada año se corre más rápido, cada día se sube más deprisa, más de la mitad del pelotón llega a la cumbre de los puertos del Tour a un ritmo que hubiese fundido a Indurain. Lo siento, no me lo creo.
   No es un problema de Contador o del ciclismo y, desde luego, sí es un problema de España. Recuerden la "Operación puerto". Su eje central fue Eufemiano Fuentes, médico de la federación de atletismo y de uno de nuestros centros de alto rendimiento puntero. Tenía más bolsas de sangre en su casa que muchos hospitales. Él mismo declaraba no saber por qué se había filtrado a la prensa el presunto nombre de algunos de los dueños de esas bolsas (en especial ciclistas) y no los del resto. Afirmaba que entre sus clientes se contaban ciclistas, tenistas, boxeadores, jinetes y clubes de fútbol. Y esto nos lleva a una cuestión interesante.
   La práctica totalidad de ligas de fútbol de Europa han vivido escándalos por el amaño de partidos, Inglaterra, Francia, Alemania... En Italia no había amaño de partidos, había un sistema que incluía a directivos, periodistas, árbitros y agentes de jugadores. Lo decidía todo, ascensos, descensos, arbitrajes, fichajes, etc. Quien se negaba a entrar en el sistema comandado por la Juve, era sumariamente defenestrado, caso del Lecce. En España estamos limpios de escándalos. Se me ocurren dos posibles razones. La primera es que los españoles somos el pueblo más honrado del mundo, personas que jamás, jamás, bajo ningún concepto, transgredimos las leyes. La otra es que el nivel de los cargos implicados es aquí muy superior al de Italia. Elijan la que más les guste. No obstante, en su elección, deben tener en cuenta dos datos. El primero es que la "Operación Puerto" no va a conducir a nadie al banquillo, el caso fue, sorprendentemente, archivado. El segundo es que si no se detectan casos de dopaje en el fútbol español no es porque carezcamos de laboratorios para detectarlo. Tenemos los mejores laboratorios del mundo. Tan buenos, que son capaces, por ejemplo, de detectar la EPO con un simple análisis de orina. ¿No me creen? ¿qué otra razón habría para practicarle a los futbolistas únicamente ese tipo de análisis?
   Insisto, las implicaciones últimas del doping, están más allá de lo que la opinión pública puede llegar a conocer. La parte realmente explosiva de las declaraciones de Eufemiano Fuentes a la prensa no es aquella en la que menciona otros deportes que no son el ciclismo. La parte realmente explosiva es aquella en la que afirmaba no haber suministrado a los deportistas "nada que no se pueda comprar en una farmacia". Probablemente ése es el núcleo de toda la cuestión. En efecto, si su niño tiene tos, el médico le recetará un inocente jarabe. Pero si ese jarabe se lo toma un ciclista, ya no será inocente porque dará positivo en un control antidoping. Ahora bien, teóricamente, las sustancias dopantes han sido prohibidas por el grave perjuicio que causan en el cuerpo de los deportistas. ¿Hasta qué punto es inocente ese jarabe? Esta cuestión se puede generalizar. La gran mayoría de las sustancias dopantes forman parte del tratamiento médico de enfermedades. ¿Estamos inhabilitando a nuestros deportistas por el uso de sustancias que, bajo control médico, no afectan a su salud o estamos destrozando la nuestra con productos que, teóricamente, la mejoran?

jueves, 9 de febrero de 2012

Una de submarinos

   En política, un "submarino" es el espía que un partido (o facción) ha infiltrado en otro/a para averiguar lo que se cuece en él o, directamente, sabotear sus iniciativas. Claramente, durante el segundo mandato del Sr. Zapatero, su gobierno estuvo plagado de submarinos de esta naturaleza. Nadie, por muy tonto que sea, puede hacerlo tan mal sin que alguien le ayude. Algo semejante se puede decir del gobierno andaluz del PSOE. De atenerse a lo publicado, el Sr. Griñán se las ha apañado para dividir una formación que parecía monolítica, hundirla en las encuestas y lograr la unanimidad en torno a la idea de que lo mejor es que nos mande el PP. Recientemente estas sospechas han comenzado a verse confirmadas. La situación es la siguiente. Hay un escándalo en el que se hallan envueltas personas a las que se les pagó una indemnización por ser despedidas de empresas para las que no trabajaron, un chófer con tabique nasal de plata y 647 milloncejos de nada adjudicados poco menos que a dedo durante nueve años. Naturalmente, los expedientes que están en el núcleo de la investigación, fueron puestos a buen recaudo y la "llave" que los mantenía lejos de la opinión pública se entregó únicamente a cinco personas "de total confianza". No sé cuántos simpatizantes del PP trabajan para la Junta de Andalucía, me imagino que pocos. Por eso no se puede atribuir a la mala suerte que una de esas "llaves" acabase en el bolsillo de uno de esos simpatizantes del PP. Ni que decir tiene que al buen hombre le faltó tiempo para copiar todos los documentos y mandárselos a los suyos. Nadie puede ser tan tonto como para poner a vigilar las joyas de la corona a un cleptómano, de modo que quien "confió" en esa persona, debe ser, también él o ella un submarino. Pero la cosa no para aquí. En lugar de colgar a esa persona por los pulgares, el gobierno andaluz se ha lanzado en tromba contra el principal partido de la oposición por juego desleal. Esa reacción hace sospechar, de nuevo, que por encima de esa persona que confió en un submarino también hay alguien capaz de batir un récord de estulticia u otro submarino.
   Realmente, el PSOE andaluz parece la base de Balaklava de tantos submarinos como alberga. ¿Se acuerdan de la época en que los acusados salían de declarar ante la policía o el juez con un casco de motorista para que no los fotografiaran? Pues bien, el encargado de administrar a dedo los 647 millones, ése cuyo chófer declara que se repartió con él 900.000€ en "cocaína, fiestas y copas" (que, por cierto, eso sí que debió ser una copa y no la de Europa), ha sido fotografiado saliendo de declarar ante la Guardia Civil como si fuera José María Manzanares saliendo por la puerta del príncipe de la Maestranza de Sevilla. Con él volvemos a la misma disyuntiva: o es un submarino, o es tonto y no sabe lo que se le viene encima, o sabe más de lo que Ud. y yo podremos llegar a sospechar nunca.
   No obstante, la gran sorpresa de los últimos tiempos, es que el PSOE no se quedó atrás. Ha logrado infiltrar las filas del PP de un significativo número de submarinos que están convirtiendo los consejos de ministros en un programa de mis adorados guiñoles. Los ejemplos se multiplican cada día. Al Sr. Wert, titular de Educación, no parecen haberlo educado para distinguir un libro de texto de un ensayo. No contento con mostrarlo como un iletrado, su asesor criptosocialista, me lo mete a adivinar lo que pasa en Francia y a los dos días ya está diciendo el Sr. Wert que nuestro vecino del Norte quiere convertir los toros en valor cultural protegido por la ONU. Teniendo ya mosqueados a franceses y lectores, ¿por qué no endemoniar a quienes están preparándose oposiciones de enseñanza? Total, sólo son unos 60.000, buena parte de ellos en Andalucía y aquí hay elecciones a la vuelta de la esquina, así que, ¿y si se les cambia el temario a cuatro meses vista de la primera prueba? Como la victoria del PP en Andalucía dependa de esos votos, la lleva clara.
   Por supuesto no es sólo el Ministerio de Educación. Que Ruiz Gallardón era un submarino del PSOE es algo que Esperanza Aguirre lleva años diciéndoselo a quien quisiera escucharla. Debe estar disfrutando de lo lindo. Nuestro ministro de Justicia es la pera. Igual decide sobre cuestiones que no son competencia de su Ministerio (como el acercamiento de presos de ETA a las cárceles vascas), que se niega a decidir sobre cuestiones que sí lo son (como los matrimonios gais). Así que, rápidamente, se produce lo que parece que va a ser norma de esta legislatura, ministros metiéndose en los asuntos de los demás. Casi en tromba han salido voces preguntándose si para esto ganaron ellos la guerra. ¡Uy! ¡Perdón! Las elecciones, he querido decir, las elecciones.
   Pero la trama más interesante de espionaje que estamos viviendo es averiguar quien de los dos, de Guindos o Montoro es, en realidad, un submarino del PSOE. Está claro que al mismo partido no pertenecen. La cuestión es si el submarino es el que está empeñado en desangrar a los pensionistas antes de las elecciones andaluzas o el que no para de hablar de disminuir los costes sociales del tijeretazo que se avecina. Igual en esta intriga hay sorpresa y al final se descubre que el espía... ¡eran los dos! No es de extrañar que Don Naniano Rajoy esté haciendo todo lo posible para que no le pregunten nada. En caso de que no tenga más remedio que decir algo, se va a encontrar ante un profundo dilema: o hace declaraciones sensatas y, entonces, dejará patente que la mitad de los que eran sus hombres de confianza pertenecían al PSOE, o se une al desmadre colectivo y aparenta que, en realidad, el marianismo era esto.
   Para ser justos hay que decir que los submarinos políticos (a diferencia de los otros) no son un invento español ni existen únicamente en la política española. Ahí tienen Uds. a Napoleón Sarkozy, cuyo asesor principal es un asalariado de Monsieur Hollande. Es la única explicación para esa curiosa precampaña en la que hace todo lo posible por, en lugar de mostrarse como candidato a la presidencia, aparecer como candidato a la vicepresidencia francesa. Adivinen quién es la candidata a la presidencia de la república de Francia por el partido de Sarkozy, pues está claro, ¡Frau Merkel! Lo único que falta ya es que el cartel de la campaña electoral sea una foto de Frau Nein con la torre Eiffel al fondo en una mañana nublada. Desde luego, el submarino este de Hollande se merece que le nombren ministro de las bodegas, las playas y los carnavales o algo así de guay, porque su talento es brutal. De algún modo, que no es fácil comprender, ha conseguido que Monsieur Sarkozy no haya reparado en dos pequeños detalles. Primero que Frau Nein es alemana y los alemanes siguen sin ser idolatrados por el común de los franceses. Segundo, que Frau Nein ha mostrado interés en ocupar el cargo porque los alemanes están dispuestos a liberarla del que ocupa en Berlín tan pronto como se presente la ocasión. Claro que, a lo mejor, todo esto no se debe a un submarino. Tal vez, lo que está ocurriendo es que los Sres. de Sarkozy y los Sres. de Merkel, están preparando un intercambio de... cargos.

domingo, 5 de febrero de 2012

La Mega Conspiración

   Esta noche se juega la Superbowl. Como tengo que levantarme temprano, la grabaré. Supongamos que mañana invito a mi jefe y a unos amigos para ver tranquilamente el partido en casa. En cualquier momento puede llamar a mi puerta la policía y enfrentarme a una demanda de extradición a EEUU por parte del FBI. Más o menos, a otra escala, es a lo que se dedicaba Megaupload. La verdad es que hace años que vivo fuera de la ley. Llegué a reunir una buena colección de casetes grabados de la radio, en más de una ocasión hice copias de mis discos para amigos y novias y he llegado a proyectar películas a mis alumnos/as. Vamos, que soy un delincuente habitual. Independientemente de que los dueños de Megaupload también lo sean o no, independientemente de que resulten extraditados y condenados o no, hay toda una serie de cuestiones que resulta necesario clarificar.
   La primera de todas ellas es que una cosa es la legalidad y otra la legitimidad. Por ejemplo, los jueces de la Alemania nazi condenaron a un buen número de personas a castigos atroces perfectamente recogidos en el articulado penal de la época. Sus sentencias fueron legales, otra cosa es que fuesen legítimas. Las leyes contra los derechos de autor que se han ido promulgando y/o endureciendo a lo largo del planeta han ido configurando un marco legal de intenciones muy claras. Lo que no está tan claro es su legitimidad. No han sido elaboradas por gobiernos libres ni aprobadas por parlamentos independientes. Han sido redactadas al dictado de los sucesivos gobiernos de los EEUU y bajo una presión, en algunos casos (como revelaron los cables de Wikileaks), brutal. Conculcan, de un modo general, el derecho de todo ser humano a acceder libremente a la cultura, a la vez que hacen todo lo posible por no proteger otro derecho fundamental, el de todo autor a recibir un reconocimiento por su obra.
   Pese a que su supuesto fundamento dice ser la protección de los derechos de autor, no mencionan, ni una sola vez, el derecho de éstos a no sufrir contratos abusivos. Es público y notorio el caso de los grupos musicales y los sellos discográficos, pero el parasitismo no es algo de su absoluta exclusividad. Ahora ya ha quedado patente que la SGAE, amparándose en leyes hechas para su beneficio, recaudaba vorazmente enormes sumas de dinero, sin que después se molestara en buscar a los autores supuestamente defendidos por ella. Mientras tanto, los organizadores del fraude, no perdían ocasión para acusar al resto de la población de lo que constituía su modus vivendi, el expolio cultural. Hay algo que se puede decir a su favor, no son los inventores de este modelo de negocio. Las "pobres" editoriales españolas se niegan sistemáticamente a numerar los libros para que sea imposible averiguar cuántos libros se han tirado efectivamente y cuántos se han vendido. De este modo, los sacrosantos derechos del autor recaen directamente sobre la magnanimidad de su editor, ante cuyo poder quedan inermes por mucho que las leyes digan protegerlos.
   Olvidemos por un momento que las leyes contra la piratería han sido creadas, en última instancia, por quienes han hecho de la piratería una industria. Ignoremos que son el último intento de esta industria por eludir una agonía que parece difícilmente evitable. Cumplen una nítida función ideológica en favor del mantenimiento del statu quo. Vivimos la paradoja de que, quienes merman las cuentas corrientes de los autores, han convencido a éstos de no ser la culpa de sus desgracias. La culpa, dicen, la tienen, precisamente, quienes siempre han contribuido a engrosarlas. Las leyes de derechos de autor han convertido en enemigos de éstos a sus seguidores. Así, sin mucho disimulo, se les extirpa cualquier pretensión creíble de ejercer como intelectuales comprometidos con algo políticamente relevante. La política existente, los políticos mercenarios, los fieles guardianes de la libertad de un mercado milimétricamente controlado por ellos, aparecen como sus protectores frente a una opinión pública a la que ya no se puede golpear ni despertar, pues está formada por gente con la que no se comparte un interés común en lo más esencial.
   Ahora bien, ¿quiénes son esos piratas culturales? El grueso de los mismos son descargadores de productos cinematográficos, televisivos y lúdicos cuya naturaleza fue descifrada hace más de cincuenta años por teóricos como Th. W. Adorno. Entre otras cosas, Adorno señalaba (insisto, hace más de cincuenta años), que las películas son anuncios en gran formato. La genialidad de Adorno denunciaba algo que, desde entonces, ha devenido tan obvio como para generar una rama especializada del marketing, lo que se llama "posicionamiento de marcas en productos audiovisuales". Es imposible entender la indefinida prolongación de la saga James Bond, aislándola de la continua presencia en la pantalla de todo tipo de marcas de lujo que el espectador asociará, conscientemente o no, con una vida de aventuras, glamour e intensidad supremas. El fenómenos ha alcanzado tal nivel que Hollywood ha precipitado el remake de Millenium simplemente porque Stieg Larsson nunca menciona "un móvil", sino una marca expresa de móviles. En 1977, George Lucas dio un paso más allá al convertir la primera trilogía de La guerra de las galaxias en el fenomenal anuncio de sí misma, o, para ser más exactos, de sus productos de merchandising. Pero quien ha hecho del cine un simple autoanuncio ha sido Pixar, la productora de Steve Jobs, no por casualidad, comprada por Disney. Cars, Cars 2 y todas las que van a venir detrás, son, únicamente, anuncios de noventa minutos dirigidos al público infantil, para convencerlos de que compren todos y cada uno de los cochecitos que aparecen en ella. Ya no se promociona el coche protagonista, se promociona el coche tal y como aparece en cada una de las escenas, con la secreta esperanza de que el niño se limite a reproducir lo que vio en la pantalla, no vaya a ser que ponga a funcionar algo tan peligroso como la imaginación. Zindagi na milegi dobara, el último bombazo de Bollywood, es una película, generosamente subvencionada por Tourespaña, nuestro organismo encargado de promocionar el turismo, en la que un grupo de amigos se divierte de lo lindo visitando las diferentes fiestas veraniegas del nuestro terruño. Y es que, la emergente clase media de la India se está convirtiendo en un jugoso mercado por explotar. Lo diré con total claridad: la inmensa mayoría de los filmes de la industria son rentables antes de que se proceda a su distribución. La publicidad insertada en ellos genera beneficios mucho antes de que lo haga la taquilla.
   Tomemos el caso de la página web Series Yonkis. Los seguidores de una serie podían ver tantos capítulos como deseasen de la misma, antes, durante o después de su emisión por una cadena concreta. Cadena que, en cualquier caso, ya ha pagado a la distribuidora en cuestión y ésta, cabe suponer, a sus legítimos autores. La mayor parte de estos televidentes no tienen la intención de comprarse el consabido pack con todos los capítulos en DVD. Por tanto, para ellos, se trata de verla de esa forma o no verla, pero, en ningún caso, su decisión generará beneficios añadidos para los "autores" de la misma. ¿Qué hay entonces de ilegal en Series Yonkis? Lo que hay de ilegal en ella, se nos dirá, es que las cadenas de televisión no pueden obtener beneficio de las series que han comprado intercalando anuncios en ellas. Este argumento, pese a ser falaz, es esclarecedor. Es falaz porque las televisiones no dejan de emitir anuncios por el hecho de que los seguidores de las series las abandonen. La caída de ingresos por publicidad se ha debido a la proliferación de cadenas televisivas, no a la competencia de páginas de descarga. Es esclarecedor porque muestra la certeza de las acusaciones adornianas. Si el cine lo constituyen anuncios en gran formato, las series televisivas son anuncios en píldoras semanales.
   El mismo argumento es aplicable al deporte. Presenciar las bowls (algo así como las finales) del fútbol americano universitario, la liga neozelandesa de rugby o la liga de fútbol noruega, supone que, o vive Ud. en los respectivos países, o se tiene que convertir en un forajido. ¿Por qué? Pues porque, probablemente, nadie las trasmitirá para su territorio nacional. Así que, si quiere ser una persona respetuosa de la legalidad vigente se tiene que quedar sin verlas, no porque no esté dispuesto a pagar por ellas, sino porque no hay nadie a quien pagar. El caso de los contenidos deportivos es aún peor que el de las series. En las series, el pirata puede librase de la publicidad intercalada, aunque no, por supuesto, de la inserta en las mismas. En el deporte, el pirata ni siquiera puede aspirar a eso. Por mucho que piratee los contenidos, su pantalla se inundará con el logotipo de la empresa que patrocina la correspondiente bowl, liga y/o equipo. Con lo cual, volvemos al principio. Si ese deporte, esa liga o ese equipo mantiene su presupuesto gracias a llevar publicidad, el problema del pirateo no tiene que ver con que las televisiones le paguen más o menos, tiene que ver con que exija una cantidad por publicidad correspondiente a los espectadores totales (es decir, incluyendo al público "ilegal") del evento.
   El caso del deporte es extensible al de casi todos los videojuegos. El conocido Fifa de Electronic Arts, es un juego rentable antes de que nadie llegue a iniciar un partido en él. Su fidelidad en la reproducción del entorno gráfico, incluye la publicidad presente en los estadios y las camisetas de los jugadores, a la cual hay que añadir la de los correspondientes clubes, jugadores y, más pronto o más tarde, representantes de los mismos.
   Preguntábamos más arriba quiénes son los piratas culturales. Ahora ya estamos en condiciones de dar una definición de piratería que deja perfectamente claro de qué estamos hablando cuando mencionamos los derechos de autor: pirata es todo aquel que no paga por consumir publicidad.

domingo, 29 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (¡y 5!)

   Salvando las distancias, me ha ocurrido un poco lo que a Leibniz con la Teodicea, comencé creyendo que tenía un par de cosas que decir sobre la felicidad y esto ha acabado con más capítulos que la serie esa de Amar los huevos revueltos. Lo peor es que se han quedado unas cuantas cosas en el tintero. Amarrarlas todas llevaría a alargarme más de lo que resulta pertinente. Me limitaré, pues, a anticipar la posible respuesta a algunas críticas muy evidentes.
   Empezaremos por el final. Ciertamente hay historias personales que, da igual cómo se las cuente, son terribles. Ser capaz de encontrar una perspectiva que haga narrable una de esas historias con algo mínimamente positivo es, entonces, un reto, muy difícil en la mayoría de los casos, aunque no imposible. Habrá, con todo, vidas para las que sí sea, de verdad, imposible. ¿Qué hacer entonces? Bien, hay un truco que no deja de ser arduo aunque factible: si no puede encontrar una perspectiva que haga de su vida algo agradable de recordar, invéntese una vida. Es lo que han hecho siempre infinidad de escritores. ¿Recuerdan a Cervantes? Su padre era sordo, estuvo en la cárcel por deudas y no tenía "sangre limpia". Cervantes, hijo, pasó su infancia de un lado a otro, probablemente, sin poder consolidar amistades, fue perseguido por la justicia, perdió el movimiento de una mano, fue hecho prisionero de guerra, esclavizado y torturado en Argel, tuvo un par de matrimonios infelices y lo encarcelaron como a su padre. En una cárcel española, este héroe de los ejércitos españoles, hizo lo único que podía hacer, inventarse la historia de alguien más hidalgo, triste y desgraciado que él, la historia de Don Quijote. No es una excepción, más bien, es un regla. Buena parte de los grandes escritores de todos los tiempos lo fueron para huir de sus propias y terribles historias. Fabulando vidas que no fueron las suyas, hallaron el modo de exorcizar los demonios, de soportar su propio dolor, de disfrutar de una cierta estabilidad emocional. Lo hemos dicho ya, inventar y recordar son dos procesos muy semejantes.
   Señalamos que una vileza no hace a una persona vil, que una sucesión de fracasos no hace de una persona un fracasado... luego, ¿una sucesión de borracheras no hace a una persona alcohólica? El autorrelato no es bueno por sí mismo, sencillamente, es lo que estamos haciendo en todo momento. Lo que resulta bueno por sí mismo es cobrar conciencia de esa elaboración continua, porque eso nos permitirá distinguir entre el modo salvífico y el modo tóxico de narrarnos nuestra vida.
   Otro flanco abierto a las críticas tiene que ver con Adorno y una larga tradición de filosofía de izquierdas. Para ellos, la felicidad era algo vergonzante. Hablar de felicidad después de Auschwitz o, más simplemente, después de una jornada de trabajo, forma parte de la típica hipocresía burguesa. Nadie puede ser feliz antes de la revolución porque lo contrario supone reconocerle a la formación capitalista contra la que se lucha, la posibilidad de ofrecer felicidad, siquiera, a un puñado de seres humanos. Además, dado el materialismo de que hacían gala, difícilmente podían imaginarse una felicidad fundamentada en algo más que en lo que decían sus antagonistas, esto es, la acumulación de bienes. Por tanto, cualquier propuesta de ser felices, sonaba a sospechosa traición de los ideales. Ser feliz era ser egoísta, tonto y/o criptoburgués.
   Conforma todo lo anterior un modo de ver las cosas que no comparto. Cederle a lo establecido, de entrada, el poder de hacernos infelices, es aceptar su idea de que los seres humanos rinden más y mejor cuando son infelices, que la felicidad debe ser la zanahoria que mueve al burro en una dirección elegida por otro, que seremos felices teniendo cosas que no tenemos. Nuestro jefe puede hacérnoslas pasar canutas, obligarnos a desperdiciar el tiempo en inutilidades, despedirnos y dejar a nuestros hijos sin sustento. Entregarle, además, el poder de decidir sobre si vamos o no a ser felices es darle demasiado poder. No, la felicidad debe estar en nuestras manos y no debemos permitir a nadie ni a nada que nos la arrebate. Y, desde luego, lo que prefieren nuestros hijos no es que traigamos dinero a casa, lo que prefieren es vernos felices.
   Es difícil eliminar la sospecha de que una persona feliz, con independencia de los hechos concretos que la rodean, mostraría un cruel egoísmo. No creo que esta sospecha deba inquietarnos si aprendemos a distinguir dos tipos de egoísmo. Por una parte está el egoísmo que yo llamaría de las personas cortas de vista. Este es el egoísmo del que se come el último trozo de tarta sabiendo que otra persona también lo desea. Por otra, está el egoísmo inteligente. Las personas verdaderamente egoístas, rara vez se comen el último trozo de tarta si sospechan que otra persona lo desea. Saben que, como mínimo, compartir ese trozo de tarta, aumenta las probabilidades de que lo vuelvan a invitar a comer tarta. Ya lo hemos dicho, el objetivo de ser feliz es que, las personas felices, suelen tener una irrefrenable tendencia a actuar bien y quien considere sinónimos felicidad y egoísmo tendrá que demostrar que actuar bien puede ser pernicioso.
   En los propios textos de Adorno se asoma la idea de que, dado el estado actual de cosas, el hecho de ser feliz es absolutamente revolucionario. Si se consiguiese extender la felicidad hasta alcanzar un porcentaje mínimo de la población, el efecto sería tan devastador, que difícilmente el sistema de poder imperante podría soportarlo. Resulta extremadamente fácil demostrar esto. Si alguna vez han utilizado la provocadora táctica de responderle al superior que les abronca con una cándida sonrisa y un rotundo "me da igual, yo soy feliz", sabrán lo que suele ocurrir. Quien está intentando acogotarles recurrirá a la cruda violencia o a las amenazas más brutales. No lo hace porque crea que esa respuesta refuerza su poder. Bien al contrario, lo hace porque sabe perfectamente que su aparente poder se acaba de esfumar en el aire. ¿Qué ocurriría si ésa se convirtiese en nuestra respuesta habitual a todos los intentos de hacernos sentir mal, de conducirnos por un camino que no hemos elegido, de convertirnos en personas que no queremos ser? ¿Qué ocurriría si respondiésemos así, a los agravios, a los anuncios, a quienes nos exigen ser más productivos, más competitivos, más agresivos? ¿Cuántas cosas dejaríamos de comprar y aún de desear? ¿A qué se dedicarían los fabricantes de productos de lujo?

domingo, 22 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (4)

   Tener un fin en la vida nos ayuda a justificar los esfuerzos, a racionalizar los malos momentos y a no fijarnos demasiado en cosas que, de otro modo, nos parecerían trascendentales e inquietantes. Pero para llegar a la felicidad hacen falta también otros componentes. Cuántos y en qué cantidad depende, en buena medida, de la persona de la que se trate. Sin embargo, dos de ellos deben entrar inevitablemente en la fórmula. El primero lo hallaron los estoicos. Estos filósofos, cifraron el objetivo del sabio en la imperturbabilidad, en la absoluta tranquilidad de espíritu. Para ello recomendaban alejarse de las pasiones y llevar una vida enteramente racional. Sinceramente, no creo que los seres humanos pudiésemos ser felices comportándonos como si fuésemos Robby, el robot de Planeta prohibido. Sin embargo, algo de tranquilidad de ánimo sí que hace falta para alcanzar la felicidad. La proporción que se necesita es, aproximadamente, la que reduce a la mitad nuestras preocupaciones. Voy a explicarme.
   El término "preocupación" tiene dos sentidos, emparentados aunque diferentes. El primero implica ocuparse con antelación de algo. Nos preocupamos por un viaje cuando reservamos habitación en un hotel, compramos un billete de avión, hacemos la maleta... Pre-ocuparse de algo en este sentido es bueno, de hecho, es imprescindible para que las cosas rueden por el camino adecuado. El otro sentido del término "preocupación" es la inquietud o temor que genera un acontecimiento presente o futuro. Nos preocupamos en este sentido si nos da miedo volar y, desde el momento en que compramos el billete, estamos dándole vueltas a la cabeza con lo que va a suponer para nosotros ese trance. En este sentido, las preocupaciones son malas, nefastas de hecho. "Preocuparse" en este sentido significa vivir anticipadamente el dolor o sufrimiento que va a conllevar una situación todavía por venir. Pueden ocurrir dos cosas, la primera es que resulte que la experiencia en cuestión no sea para tanto, con lo que habremos pasado unos días de sufrimiento absolutamente inútiles. La segunda es que la experiencia sí fuese para tanto, es decir, con nuestra preocupación habremos pasado dos veces un trago que no queríamos pasar ni siquiera una vez.
   Los estoicos recomendaban alejar todas las preocupaciones con un razonamiento muy simple. Si el problema en cuestión está en nuestras manos, no hay que preocuparse porque lo resolveremos. Y si no lo está, ¿para qué preocuparse? va a ocurrir de todas maneras... Obviamente, este argumento no dice nada, porque lo que realmente nos mantiene en vilo es si el problema que nos traemos entre manos va a caer en la primera categoría o en la segunda. Quizás lo mejor es pre-ocuparnos de tomar todas las disposiciones que nos puedan llevar a salir ilesos de la tormenta y, una vez hecho esto, abandonarnos tranquilamente a disfrutar del paisaje porque, al fin y al cabo, ni se nos puede exigir nada más ni tampoco podríamos haberlo hecho.
   Si ha conseguido despejar de preocupaciones el futuro, el otro ingrediente de la felicidad le resultará fácil de conseguir, pues se trata de despejar de preocupaciones también nuestro pasado. En esencia se trata de eliminar esa malévola tendencia de nuestra memoria a machacarnos con recuerdos dolorosos. Conseguirlo pasa por comprender que, en realidad, no recordamos las cosas como fueron, sino como las hemos contado (a nosotros o a los demás) una y otra vez. Los recuerdos no son testimonios de lo ocurrido, sino partes de algo que en psicología se llama el "autorrelato" o la "autonarración". En el género de vida que llevamos es muy normal la esquizofrenia autonarrativa. Uno va al banco a contarle al encargado de darnos el crédito que nuestra empresa tiene más de mil clientes y genera unos beneficios de seis cifras anuales. A continuación nos entrevistamos con un inspector de Hacienda y le contamos que casi todos nuestros clientes son morosos y que hemos ganado un 50% menos que el año anterior. Lo más probable es que ambas historias sean verdaderas, por tanto, ¿cómo va nuestro negocio? Pues... depende de cómo lo contemos. Otro tanto ocurre con nuestras vidas.
   No se trata de mentirnos a nosotros mismos ni de pintar nuestra historia con bonitos y falsos colores rosas. De lo que se trata es de aprender a narrarnos nuestra propia historia de modo que, por un lado, queden resaltados esos logros que todos tenemos y, por el otro, se dote a todo lo demás de un carácter constructivo. Cierto que hubo una ocasión en que nos comportamos de un modo vil y que el recuerdo de aquellos hechos nos causa dolor. Ahora bien, precisamente ese dolor, me muestra que no soy una persona vil, que aprendí de aquello y que gracias a esa experiencia sé mucho mejor quién soy y cómo me comportaré en el futuro, es decir, fue una experiencia necesaria. O, si lo prefieren, me expresaré como lo hacen los psicólogos. El modo correcto de contar la historia es "yo intenté conseguir un trabajo mejor y fracasé" y no "yo soy un fracasado". Este pequeño tránsito es fundamental porque convierte nuestro pasado en algo que no determina el futuro y nos lleva a buscar las causas de nuestras desgracias más allá de un destino inevitable o una conspiración universal.

domingo, 15 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (3)

   Supongamos que algo de lo que he dicho hasta ahora tiene sentido. Supongamos que, efectivamente, los libros de ética serían más leídos y seguidos si comenzaran dando la receta para la felicidad y, después, explicando en qué consiste ser bueno. ¿Cuál podría ser esa receta? Debe ser algo simple y alcanzable por la inmensa mayoría de los lectores, de lo contrario, perderíamos clientela. De hecho, si quitamos todas las teorías que sitúan la felicidad en el otro mundo, el resto no piden demasiado para ser felices. ¿Cómo podríamos caracterizar la felicidad para que estuviese al alcance de la mayoría? Por varias razones, que sería aburrido argumentar aquí, me inclino a pensar que la felicidad es un estado. Si ahora seguimos a Aristóteles, podemos decir que es el estado superior al cual puede aspirar el ser humano, por tanto, debe apoyarse en lo mejor que tenemos: la mente. La felicidad es un estado mental. Realmente acabamos de descubrir el Mediterráneo. La práctica totalidad de los filósofos lo habían dicho ya. Pero si la felicidad es un estado mental, entonces, no hace falta que ocurra nada en nuestras vidas, no hace falta que consigamos nada, no hace falta que compremos nada para alcanzarlo, basta con pensar de la manera adecuada. ¿Cuál es la manera adecuada de pensar? Vayamos por partes.
   Difícilmente se puede ser feliz durante largo tiempo si se va en contra de los hechos. En concreto hay dos hechos de los que no se puede escapar. El primero es que nuestra especie logró sobrevivir esencialmente gracias a esa singular característica de nuestro cerebro que consiste en ser capaz de ver señales allí donde el ninguna otra especie puede verlas. Sin tener gran olfato, sin ser grandes corredores, sin capacidad para mimetizarnos demasiado con el medio, adquirimos la habilidad de dotar de sentido a una huella, algo de pelo animal atrapado en una zarza o unos arañazos en un tronco. El resultado es que tenemos un cerebro que ama el orden, busca continuamente el significado de las cosas, trata de hallar un sentido en todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más peregrinas. Existe un arte adivinatorio chino que utiliza palillos arrojados al azar, todos descubrimos caras y figuras en las nubes, aunque el mejor ejemplo de cómo hallar un sentido en algo que, objetivamente, carece por completo de él, son las constelaciones.
   El otro hecho insoslayable es que los acontecimientos del universo carecen de un sentido aparente más allá de lo que marca el segundo principio de la termodinámica, a saber, que la energía se transforma en formas menos utilizables o, dicho de otro modo, que la naturaleza tiende al desorden o, todavía, que la información siempre se degrada. Así que tenemos un cerebro al que le complace el orden en un mundo que hace todo lo posible por alejarse de él. Cómo habérnoslas con esta circunstancia es clave para la felicidad pues, in nuce, aquí está ya la intranquilidad que produce la muerte. Esencialmente existen tres posibles soluciones. La primera es la que bendecimos todos cuando consideramos que los tontos son más felices, esto es, dado que el universo carece de sentido, lo mejor es desconectar los intentos de nuestro cerebro por encontrar un orden en él. La segunda es decir que si bien el universo carece de un sentido aparente, en el fondo, contra toda lógica, sí lo tiene. Esto es lo que hacen los creyentes. Pero hay todavía una tercera opción.
   A Kant corresponde el enorme mérito de haber descubierto el valor filosófico de la expresión "como si". En efecto, el "como si" es la base del deber kantiano. ¿Qué es lo que debemos hacer? Lo que debemos hacer es actuar como si deseáramos que nuestro modo de comportarnos se convirtiese en una regla de carácter universal. Y aquí es donde interviene Nietzsche. Lo que Nietzsche propone no es que nos comportemos como si todo el mundo estuviese mirándonos para tomar nota de qué hacemos e imitarnos. De lo que se trata es de hacer como si el mundo tuviese efectivamente un sentido. ¿Cuál? Muy simple, el que nosotros queramos inventar. Podemos decir que el sentido del universo es hacer la revolución. O podemos decir que consiste en fabricar pececitos de oro para, una vez hechos, desmontarlos escama a escama, fundirlas y volver a empezar el proceso. O, incluso, podemos decir que radica en hacer lo primero hasta que alcancemos una determinada edad y pasar a hacer lo segundo a partir de entonces, que es lo que elige el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. Lo importante no es qué se elija, lo importante es que se elija, que sea una elección personal y que hagamos de ella el sentido pleno y absoluto de nuestra vida. Con esto ya hemos recorrido la mitad del camino hacia la felicidad.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!