domingo, 24 de octubre de 2021

Carmen ya no mola.

   ¿Se imaginan una persona que, antes de responder a la pregunta de si una pastilla le había quitado el dolor de cabeza o no, pidiese conocer el fabricante de la misma? ¿Se imaginan un comensal que, para decidir si la comida le había gustado, exigiera primero saber el nombre del cocinero? ¿Se imaginan un catador profesional que, antes de emitir su veredicto sobre un caldo, exigiese ver la etiqueta y el precio de la botella? Pues bien, toda una corriente filosófica del siglo pasado, para juzgar una obra, exigía conocer al autor y la tradición en la que se hallaba inserto. Como esos “expertos” en vino que se decantan por el más barato del supermercado en cuanto tienen que decidir a ciegas, los filósofos necesitaban conocer al autor, sus intenciones y su “espíritu”, antes de poder asegurar que entendían lo expresado en sus textos. Al parecer, a todos los autores de la historia los adornaba tal grado de ineptitud como para no haber dejado claro lo que querían decir en sus escritos. Cuando no había alfabetos, cuando la tradición oral garantizaba que no se perdieran los relatos, sí, entonces resultaba imprescindible que el autor o el re-creador de los mismos acompañase a su audiencia, para narrar lo acontecido y su relación con ello. Pero no leemos con el autor de los textos a nuestro lado, no necesitamos que nos guíe, ni que nos pase las páginas, ni que nos ilumine. Ese esfuerzo lo tenemos que llevar a cabo nosotros mismos. Desde luego, no nos encontramos en completa soledad. Hay muchos otros textos que pueden acudir en nuestra ayuda, que se refieren al libro que leemos, a los que éste se refiere, a los que combate o a los que ayuda. Alguien que de verdad lee, debe poder juzgar, por ejemplo, acerca del carácter liberador para la mujer o no de un texto sin necesidad de saber si su autor hace uso de urinarios verticales. Pero, claro, hemos cometido un error, porque, en realidad, no se trata de leer. 

   La “obra”, la “tradición”, el “autor” y el resto de zarandajas hermenéuticas trataban de ocultar mediante hábiles eslóganes el referente último de sus expresiones: la autoridad. La autoridad, dice la hermenéutica, debe conceder siempre su aquiescencia a la cuestión de si hemos alcanzado la comprensión debida. Naturalmente no la autoridad de la iglesia, algo oscuro, reaccionario y obsoleto. La autoridad del mercado, algo mucho más ilustre, “progresista” y actual. Sin autor no hay mérito literario, filosófico ni científico. Ni una sola publicación “científica” admitiría a trámite un texto firmado bajo pseudónimo por muy replicables que resultasen los experimentos que en él quedaran descritos. Y, de un modo semejante, la calidad literaria de cualquier manuscrito que llegue a una editorial se juzga consultando la cifra exacta de beneficios que hasta ese momento ha proporcionado quien lo envía. “Autor” implica, por supuesto, tradición, tradición de hacer campañas promocionales, estrategias tradicionales de marketing, en definitiva, el tradicional dinero. Por tanto, “derechos de autor” designa la seguridad de que alguien no relacionado con el acto creativo, tendrá derecho a quedarse con los beneficios que éste genere. He aquí la gran contribución de las editoriales a la creatividad: crear valor, crear… un autor. 

   En 2017, la prestigiosa editorial Alfaguara contrató a tres guionistas profesionales para que le escribieran un best seller. Dado que en España las mujeres leen más (novelas) que los hombres (que solo leemos el Marca), el departamento de marketing les fabricó un nombre femenino con un apellido que atraería tanto a nostálgicas del anterior régimen como a todas las cool de nuestro progresismo: Carmen Mola. La operación fue un éxito y Carmen Mola se convirtió en una gran “autora”, quiero decir, generó mucho dinero. Tanto que llamó la atención de la mayor recicladora de buena literatura en sucios billetes de este país, la editorial Planeta. Planeta otorga el premio más podrido de la literatura universal, quiero decir, adorna con un collar de perro, en forma de cheque por un millón de euros, a los nombres más notables de las letras hispánicas, para que vayan por ahí ladrando las grandezas del mercado y, de modo instintivo, casi sin darse cuenta, tapen con abundante tierra las heces que él va dejando. Hay quien dice que los intelectuales no juegan ya el papel que les corresponde en la sociedad civil. ¿Cómo van a hacerlo si escritores, periodistas, filósofos y demás ilustres nombres que han engrandecido nuestras letras se han acostumbrado a nadar como peces en el océano del nepotismo y las corruptelas? Consulten los ganadores del premio Planeta de los últimos 30 años y entenderán muchos de los gritos y, sobre todo, de los silencios de nuestra intelectualidad. Pero la libertad del mercado prohíbe decir precisamente esto. Si observan Uds. las reacciones que el caso "Carmen Mola" ha generado, podrán observar fácilmente lo que todo el mundo se esfuerza por no escribir sobre el asunto. 

   Se puede afirmar que los hombres deben reservarse el disfrute del gore y que ninguna señorita de bien puede tenerlo entre sus preferencias, como ha hecho Núria Escur en las páginas de La Vanguardia. Se puede denunciar que todo esto forma parte de una conspiración (¿internacional?) para arruinar el #MeToo y que a las mujeres no se les permite publicar en España, como ha publicado en las páginas del Washington Post la subdirectora general de elDiario.es, María Ramírez (¿o se trata también de un seudónimo?). Incluso se puede insinuar por twitter, como han hecho las dueñas de una librería feminista, que la liberación de las mujeres pasa por adoptar respecto de sus gustos una actitud paternalista, que saque de las estanterías los libros “inadecuados” que ellas soliciten. Todo, absolutamente todo, vale para ocultar las vergüenzas de un rey obscenamente desnudo, porque el caso "Carmen Mola" no hace otra cosa que demostrar, una vez más, que la “industria cultural” tiene de industria el saciar nuestro intelecto con alimentos precocinados, pero que de “cultural” sólo tiene la cultura del dinero rápido, fácil y, preferentemente, no declarado a Hacienda.

domingo, 17 de octubre de 2021

Bajo el volcán.

   El 7 de octubre de 2017 el suelo comenzó a temblar bajo la isla de La Palma. No se trataba exactamente de un terremoto, sino de lo que se conoce como “enjambres sísmicos”, conjuntos de terremotos muy localizados en el espacio y el tiempo. Esta serie de eventos se prolongó hasta junio de 2021. La mayoría de estos fenómenos se resuelven sin que el magma acabe aflorando a la superficie, pero entre junio y septiembre de 2021, la sucesión de enjambres sísmicos fue en aumento. El 13 de septiembre se notificaron 1500 eventos de este tipo, lo cual llevó a subir el nivel de alerta y poner en marcha el Plan Especial de Protección Civil. En la mañana del domingo 19 de septiembre los terremotos tenían una profundidad de sólo 2 kilómetros, la isla se había deformado y podía apreciarse una elevación de hasta 15 centímetros en una zona conocida como Cumbre Vieja. Aunque no se aumentó el nivel de alerta, comenzó la evacuación de quienes vivían más cerca. A las 15,13 del 19 de septiembre se inició la erupción. Hasta el momento lleva arrasadas más de 700 hectáreas, ha hecho desaparecer un millar y medio de edificaciones, más de 7000 personas han sido evacuadas, la superficie de la isla ha aumentado en 383 hectáreas y nadie piensa que esto vaya a parar en las próximas semanas. Por fortuna, la rápida puesta en marcha de los planes de contingencia y la lentitud de avance de la lava han hecho que no haya que lamentar víctimas. Las condiciones, sin embargo, son muy duras para quienes vivían o trabajaban en el área afectada. Tras el desalojo, a muchas familias se les permitió volver durante quince minutos a sus casas para recoger lo que pudieran. La Guardia Civil, bomberos, miembros de la Unidad Militar de Emergencia y Protección Civil, les ayudaron a amontonar lo imprescindible. En primer lugar y ante todo las escrituras de las casas y terrenos. Nada de eso impidió escenas de tensión y forcejeos. Muchas personas se han visto de un día para otro en mitad de la nada, sin casas, casi sin ropa, sin alimentos y sin fuentes de ingresos. Dejaron unos hogares a los que no volverán por colchonetas en el suelo de un polideportivo u otras instalaciones que se han habilitado para acogerlos. Mientras tanto, la isla entera se ve sacudida por terremotos de mayor o menor intensidad. El aire se vuelve en ocasiones difícilmente respirable. El aeropuerto de la isla se ha tenido que cerrar ocasionalmente, lo cual ha dificultado la llegada de ayuda, personal y materiales para la emergencia desatada. 

   La tragedia, como siempre, coloca a cada cual en su lugar. Hay científicos que se juegan la vida recolectando datos que sirvan para predecir el comportamiento del volcán y los hay que obtienen sus cinco minutos de gloria aterrorizando a las poblaciones de EEUU o Brasil con tsunamis imposibles. Hay quien se ha quedado sin nada y le ha faltado tiempo para apuntarse como voluntario intentando ayudar a otros que se han quedado sin nada y hay quien emplea su abundante tiempo libre vomitando vitriolo en Internet contra una Cruz Roja, que fue la primera en llegar y será la última en marcharse, por ayudar a la “invasión de los inmigrantes ilegales”. Hay quien embotella las carreteras huyendo de las fauces del infierno y hay quien las colapsa buscando un selfi con ellas al fondo. En medio de todo, las autoridades han suplicado que se deje de enviar ropa, enseres y comida porque los 750 voluntarios encargados de gestionarlos no dan ya a basto con lo que se ha enviado. La cuenta abierta para las donaciones sumó más de cinco millones de euros en quince días, pero nadie sabe cuánto dinero se necesitará al final. Los 400 millones prometidos por la Unión Europea y los 200 del gobierno central puede que no basten para casas, fincas y cultivos con los que sólo podrá comenzarse a soñar cuando la lava se enfríe. Al menos la mitad de ellos dependerán exclusivamente de esta ayuda porque sus bienes o no estaban asegurados en el momento de la erupción o no se verán cubiertos porque las aseguradoras acudirán al concepto de “riesgo extraordinario” que les exime de pagar las pérdidas teóricamente recogidas en las pólizas.

   No vivimos una tragedia anunciada desde 2017. La isla de El Hierro vivió una erupción volcánica submarina  hace una década. La propia isla de La Palma sufrió erupciones volcánicas en 1971 y 1949. La de 1971 causó dos muertos y dos heridos por inhalación de gases tóxicos, la lava cubrió más de dos millones de metros cuadrados, aunque no afectó a zonas pobladas. La de 1949, por su parte, no causó víctimas, pero sí la pérdida de viviendas y zonas de cultivo. La peor erupción de las Islas Canarias data, sin embargo, de 1706 y se produjo en Trevejos, Tenerife. Duró cuarenta días, no produjo víctimas, pero arrasó tres municipios y cegó el puerto de Garachico, convirtiendo lo que hasta ese momento era cabeza del comercio internacional de la isla en un puerto de pescadores. Pocos viven en las Islas Canarias engañados. De un modo u otro, todos guardan en su memoria, en muchos casos en su memoria familiar, el relato de una erupción, de un terremoto, de una lluvia de cenizas que se llevó por delante casas y/o cultivos familiares. El paisaje ahora arrasado en La Palma lo componían viviendas y explotaciones, medio agrícolas medio ganaderas, lo suficientemente dispersas para que nadie se sintiera agobiado y lo suficientemente cercanas para que nadie se sintiera solo. Sin una ordenación clara, pero sin caos, hasta permitía la integración de turistas, componiendo un paisaje agradable en el que resultaba extremadamente fácil encontrar un lugar para vivir placenteramente. Uno más, al cabo, de los lugares en los que los seres humanos nos acostumbramos a vivir, bajo volcanes, sobre fallas, en islas azotadas por huracanes y en tierras inundables en cuanto lo quiera un río. Garantizan que nuestra felicidad no durará eternamente, que la tragedia acecha, que, más tarde o más temprano, tendremos motivos para sufrir y para quejarnos por nuestros sufrimientos, el ideal en definitiva, que buscan todos los seres humanos. Nos embebemos entonces en nuestro mundo cultural, azorados por los quehaceres múltiples de una vida mucho más abstracta, mucho menos tangible de lo que cotidianamente creemos y dejamos siempre para otro día pensar que la naturaleza, por suerte o por desgracia, sigue encerrando fuerzas contra las que nada podemos.

domingo, 10 de octubre de 2021

Little Britain

   Originalmente, Little Britain fue un programa de radio escrito por Matt Lucas, David Walliams y Andy Riley, aunque Riley, autor, entre otros, de El libro de los conejitos suicidas y que procedía del Spitting Image, quedó un poco en la sombra cuando el programa saltó a la televisión y Lucas y Walliams dirigieron y protagonizaron las cuatro temporadas de la serie. Cada capítulo se componía de sketches de humor costumbrista y escatológico, que retrataba a personajes de los que se pueden encontrar en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera del Reino Unido y algunos personajes no menos movidos por bajas pasiones, pero que ocupan altas esferas del poder. Emitido en principio por una cadena de pago, se convirtió, pese a ello, en programa de culto y acabó en la BBC One, no sin sufrir la censura de la primera temporada entera. El humor era, en el mejor de los casos, irreverente y, en la mayoría de ellos, chabacano hasta lo asqueroso. Lo peor es que muchas veces, conteniendo las arcadas, uno no podía evitar reírse. La verborrea nauseabunda de Lucas y la repugnancia que causaba Walliams, ocultaban en realidad dos talentos naturales, hasta el punto de que este último, Walliams, se ha convertido en uno de los más renombrados autores de literatura infantil del momento. Entre ambos, con poco disimulo, escupían a la cara del público el mensaje de que si un día Gran Bretaña fue una potencia imperial, sólo queda ya de ella latones dorados, porque económica y, sobre todo, moralmente, la mayor parte del país se halla hundido en la miseria y exige mirarse a la cara para un cambio radical y profundo. 

   Me acuerdo mucho de los personajes interpretados por Lucas cada vez que veo a Boris Johnson. Tiene un poco de cada uno. Su línea política es como la respuesta que daba la adolescente y madre soltera Vicky Pollard a cualquier pregunta: “Yes, but no, but yes, but no, but yes…” Cada vez que tiene un problema, por nimio que parezca, Johnson actúa como el hipnotizador Kenny Craig: "Look into my eyes, look into my eyes, the eyes, the eyes, don't look around the eyes, don't look around the eyes, look into my eyes, one, two, three... you're under!". En su afán de destacar respecto de todo el mundo recuerda a Daffyd Thomas, el sufrido galés que cuenta sus penalidades por ser el “único” gay de un pueblo plagado de gais. Johnson se presentó, igual que Ting Tong, como la persona ideal, pero poco a poco descubrimos que la novia tailandesa encargada por Dudley Punt es en realidad un transexual de Londres que convierte la casa de Punt en un restaurante y lo echa a la calle. Hasta tal punto Johnson se parece a los personajes de Lucas, que él, un egresado de Oxford, ha acabado protagonizando un sketch en el que trata de comerse un fish and chips sin poner cara de asco y casi lo logra durante ocho segundos. Mientras tanto, su país se acerca más y más a lo reflejado en la serie. El Brexit, la gloriosa salida de la Unión Europea que proporcionaría libertad, grandeza y gloria, ha vaciado los supermercados, obligado a racionar la gasolina y amenaza con sumir las navidades en un caos de desabastecimiento. Se inauguró con una propuesta de asumir no importaba cuántos millones de muertos por la Covid-19 hasta alcanzar la inmunidad de rebaño, algo garantizado por una eminencia epidemiológica dispuesto conseguir sus cinco minutos de gloria aunque con ello condenase a la tumba a familias enteras. El 60% de contagiados bastaría para alcanzarla, afirmaron los expertos (en medrar). En abril Reino Unido sobrepasó el 70% de personas vacunadas o que habían sufrido la enfermedad, a fecha de hoy tiene una tasa diaria de 34 casos por cada 100.000 habitantes (unos 34.000 casos semanales), lo cual lo coloca a la cabeza del mundo, sólo sobrepasado por países como Cuba, Barbados o Mongolia.

   Sorprendidos, los pescadores británicos que votaron en masa por el Brexit, han descubierto que no tienen a quién venderles su pescado. Otro tanto ha ocurrido con viveros, librerías y fábricas. El problema de Irlanda del Norte, esencialmente solucionado porque, de facto, la frontera con Irlanda había desaparecido y hasta los protestantes se habían acostumbrado a ir a jugar al golf en los campos de la república, se ha recrudecido y amenaza con volver a su salvaje forma primitiva. Resulta que los trabajadores europeos que iban a “robarles los puestos de trabajo” a los británicos, en realidad trabajaban allí donde la población británica se negaba a hacerlo, por no hallarse preparada o, con mucha más frecuencia, porque los salarios eran demasiado bajos para sus estándares. Gran Bretaña se ha quedado sin camioneros, sin carniceros y, si aplicaran con rigor lo prometido, sin médicos ni enfermeras. Hospitales existen en los que los únicos británicos son los pacientes. Johnson, ha recurrido al ejército, a 200 soldados que conducirán los 20.000 camiones que se han quedado sin conductores, ha apelado a que los empresarios “paguen más y formen mejor” a los trabajadores y se centra cada día en lo mejor que sabe hacer: chistes sin gracia y bravuconadas de matón de feria. Se lo puede permitir porque no tiene oposición. Entre los laboristas ha cundido la idea de que el que apuñale a todos los demás se quedará con el partido y nadie parece darse cuenta de que lo hará porque en ese momento el partido será él. El sistema bipartidista deja muy lejos del poder a los liberales y, en cualquier caso, los conservadores no tendrían muchos problemas para cooptarlos. Las élites económicas confían en que uno de su casta jamás los traicionará, que en las estanterías de Fortnum & Mason jamás faltará de nada y que la inminente puesta de la máquina de hacer billetes a pleno rendimiento los seguirá dejando a flote cuando de la clase media no quede nada y la masa del país se haya sumido en la miseria. Mientras tanto, el partido tory, se parece cada día más al abnegado Lou Todd, ayudando en todo a un Andy Pipkin que no merece semejantes esfuerzos y al que sólo lo distancia ya de su ídolo, Naranjito Trump, perder unas elecciones.



domingo, 3 de octubre de 2021

Entre colinas.

   Escuché hablar por primera vez a Paul Kagame en 1993, en una emisora de radio alemana. Me sorprendió que en una época en la que la tribu, el clan, la horda y la patria de nuestros antepasados se habían vuelto a convertir en la excusa principal para matar a los vecinos, él definiera su lucha como “política” y no como “étnica”. Se ultimaba por aquel entonces el que acabaría siendo el acuerdo de Arusa entre el gobierno multipartidista de Habyarimana y el Frente Patriótico de Ruanda de Kagame para poner fin a la guerra civil iniciada en 1991. Pero los sectores más radicales del gobierno no estaban para muchos pactos. Desde hacía años, la estación “De las mil colinas” vomitaba odio contra los tutsis, promoviendo el racismo y alentando infatigablemente el genocidio, tanto de los miembros de dicha etnia (a la que pertenece Kagame) como de los hutus (etnia a la que pertenecía Habyarimana) moderados. De modo casi diario, melodiosas voces atravesaban las hondas hertzianas incitando a que los hutus se asegurasen de la muerte de cada niño tutsi del país. El 6 de abril de 1994, dos misiles derribaron el avión presidencial en el que viajaba Habyrimana y su homólogo de Burundi Cyprien Ntaryamira, país con la misma división étnica que Ruanda. El doble magnicidio dio la señal de inicio de la carnicería. No menos de 800.000 tutsis y hutus moderados murieron a manos de los Interahamwe e Impuzamugambi, grupos paramilitares surgidos de las ramas juveniles de los partidos hutus más radicales. Recuerdo haber leído declaraciones de un alcalde hutu diciendo, con toda normalidad, que en su pueblo habían solucionado el problema de las luchas étnicas: mataron a todos los tutsis y arrojaron sus cuerpos a un pozo. Los medios de comunicación internacionales cubrieron los acontecimientos, pero, dado que se trataba de dos países pequeños y pobres, el mundo miró para otro lado… excepto Francia, naturalmente. Envió un cuerpo expedicionario para establecer un área de salvaguardia en la que encontraron refugio los miembros del ejército y la administración hutu dispuestos a marcharse al exilio. Porque Kagame y su FPR, iniciaron una marcha sobre la capital que el ejército, de mayoría hutu, enfrascado en las matanzas, se mostró incapaz de repeler. Tras una orgía de sangre de cien días, Kigali cayó en manos del FPR. Allí encontraron un hotel, el hotel “De las mil colinas”, repleto de ciudadanos tutsis a los que su director, Paul Rusesabagina, su familia y unos pocos empleados, todos ellos hutus, se habían jugado el pescuezo para salvar de la carnicería mientras la empresa dueña de las instalaciones, sita en Bruselas, les denegaba auxilio una y otra vez. Su extraordinario gesto le valió reconocimiento internacional cuando en 2004, una película, Hotel Rwanda, lo dio a conocer al mundo.

   Hay quien cuenta que los hutus eran los habitantes tradicionales de lo que hoy conocemos como Ruanda y Burundi y que los tutsis, un pueblo dedicado a la ganadería y al pastoreo, llegó allí en el siglo XIV. Hay también quien cuenta que todo eso es un mito insuflado durante la colonización belga del país, que los belgas llamaron “tutsis” a los miembros ricos y poderosos de la población existente, a los cuales asimilaron como empleados de la administración colonial y consideraron “hutus” a todos los demás. Al igual que ocurre con cualquier diferencia étnica, religiosa o nacional, lo importante no es su fundamento histórico (siempre ridículo), lo importante es el odio que se logra crear y cuánto tiempo perdura. Para ser sinceros, Kagame nunca ha hecho demasiado por propagarlo. Su primer gobierno lo encabezó un hutu, mientras él, siempre cuidando su imagen de asceta, se quedó con la vicepresidencia. Se permitió el regreso de la población hutu que había huido con el avance del FPR, incluso olvidando ciertos crímenes. Se instauró un periodo de reconciliación y hubo una colaboración activa con el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. El país creció económicamente en la siguiente década, la tasa de pobreza decreció, la mortalidad infantil se redujo y Ruanda se colocó en la cola de los indicadores de corrupción. En la actualidad, el parlamento ruandés tiene el mayor porcentaje de mujeres del mundo. Pero detrás de esta cara idílica, hay otra Ruanda.

   La milicia del FPR pasó a integrar el ejército ruandés, uno de los mejor adiestrados y con más experiencia en combate de la zona. Kagame no dudó en utilizarlo con destreza en las sucesivas guerras del vecino Congo y, cuando ya resultaba demasiado descarada su intervención, entrenó y financió milicias proxy que le permitieron extender su poder por regiones del país vecino mucho más amplias que la propia Ruanda. Parte de su renacer económico se debió al comercio con el coltán, del cual no hay ni una sola mina en territorio ruandés, pero sí en las zonas controladas por milicias tutsis en el Congo, como ocurre con los diamantes y muchas otras materias deseadas por Occidente. En el interior la misma oscuridad reina bajo las luces de los macroindicadores. Existe pluralidad de partidos y elecciones cada cierto tiempo, pero la crítica a Kagame y a sus sucesivos gobiernos acarrea, para quien la practica, sorprendentes rachas de mala suerte, aunque se llame Paul Rusesabagina. Un tribunal de Kigali lo ha condenado esta semana por “terrorismo, incendio intencionado, secuestro y asesinato, perpetrados contra civiles desarmados e inocentes en suelo ruandés”. Varios libros aparecidos últimamente han revisado su actuación durante la masacre y han convertido los contactos que le permitieron ocultar a las posibles víctimas en pruebas de sus vínculos con el régimen criminal. Casualmente esta semana también ha sido condenada por “incitación al levantamiento, publicación de rumores, denigrar los actos conmemorativos del genocidio, resistencia a la autoridad y agresión a un agente” una youtuber crítica con el gobierno. Y Kagame no se ha quedado quieto. Culminada la operación para defenestrar a Rusesabagina, el único ruandés con más crédito internacional que él mismo, ha dado paso a un intento por ganarse el afecto de una Francia que siempre lo miró con desconfianza. Como ya explicamos en este blog, amplias áreas de Mozambique se hallan bajo el control efectivo de grupos islamistas cercanos a al-Qaeda. De particular interés para los ideales democráticos resultan las zonas ricas en gas y petróleo sobre las que ha obtenido derechos la empresa francesa Total. A Kagame le faltó tiempo para enviar mil soldados antes de que llegaran los efectivos de la Comunidad para el Desarrollo de África Meridional, desplegarlos como vanguardia y lanzarlos a la reconquista de Mocimboa da Praia. Si sus primeras victorias se prolongan, pocas dudas hay de que logrará que la comunidad internacional acepte como única realidad, la impecable imagen que suele proyectar de sí mismo, olvidando los numerosos pecadillos que ha ido escondiendo bajo ella. No hay nada como un yhihadista para convertir a cualquier dictadorzuelo de manual en paladín de la democracia.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Criptomundo (2. ¿Quiere ser criptomillonario?)

    La regla número uno de los negocios dice: si no entiendes en qué consiste, no te metas. Si esta regla se aplicase al mercado de las criptomonedas el 95% de quienes han puesto su dinero en él tendrían que sacarlo. Lo más que ha llegado a entender el inversor medio es: “dinero, mucho, rápido y fácil”. “Blockchain” significa para ellos el milagro de los panes y los peces, “DeFi” es el nombre del rey que convertía todo lo que tocaba en oro y “oráculo” el sinónimo de generación espontánea de billetes. Los últimos meses han ofrecido pruebas abundantes de lo que digo. En abril de este año, Elon Munsk originó un terremoto vía Twitter al anunciar el fin de la compra en bitcoins de coches Tesla y apostando por una moneda-meme. Unas semanas después, el gobierno chino prohibió el minado de bitcoins en su territorio y la moneda cayó desde su récord de 63.000$ a poco más de 28.000$. En julio pasado entró en vigor el decreto del gobierno de Nuevas Ideas de El Salvador de convertir al bitcoin en moneda oficial del país. Dicen las malas lenguas que el decreto se aprobó a toda prisa porque el partido Nuevas Ideas y su cara visible, el presidente Nayib Bukele, tienen fuertes sumas de dinero invertidas en bitcoins. El caso es que este acontecimiento histórico se inició con pie cambiado. No sólo la plataforma creada por el gobierno de El Salvador para negociar con bitcoins se colapsó a las primeras de cambio (algo, por otra parte, previsible), sino que el bitcoin inició una de sus tradicionales caídas en picado. El banco central de El Salvador intervino y logró que subiera hasta los 52000$, algo que no alcanzaba desde la caída de abril. Este mismo mes, la implosión de Evergrande, la segunda inmobiliaria china, provocó un nuevo desplome del bitcoin. Un par de semanas más tarde, el gobierno chino prohibía cualquier inversión en criptomonedas de sus ciudadanos, lo cual provocó un nuevo desplome, muy cacareado por la prensa, pero que apenas si duró 24 horas. Pongámoslo todo junto. 

   El primer y más significativo cataclismo del año lo provocó, un tuit emitido no se sabe después de cuántos porros y de qué calidad. Si China prohíbe el minado, eso debería provocar un alza en la moneda, no una caída de la misma, pues la hace más escasa y difícil de conseguir. El banco central de un país que ocupa el puesto 102 en el ranking de PIB per cápita del mundo, logró una subida espectacular. La relación entre una inmobiliaria china y las criptomonedas escapa a cualquier explicación posible. Y mucho más difícil resulta comprender cómo una prohibición que, en teoría, expulsa a uno de cada ocho tenedores de bitcoins del mercado, provoca una perturbación que dura menos que la originada por el conocido fumeta. Nada de esto puede explicarse si no se entiende que en el mundo de las criptomonedas, como decía Nietzsche, no hay hechos, datos ni realidad alguna, todo son interpretaciones. Y en un mundo en el que sólo hay interpretaciones, todas valen lo mismo, con independencia de cuán peregrinas puedan parecer. Por tanto, no existe modo alguno de distinguir entre la realidad y el deseo. La inmensa mayoría de los inversores oscila del pánico absoluto a la euforia desbordante y vuelta a empezar, sin términos medios. Lo que en el argot se llaman “las ballenas”, los grandes compradores y vendedores, apenas si serían tristes sardinillas comparadas con las corporaciones mundiales que nadan en la bolsa, pero no les cuesta el menor trabajo iniciar un movimiento en cascada hacia arriba o hacia abajo. Lo diré de otro modo, a día de hoy, cualquiera, cualquier conglomerado de pequeños inversores coordinados desde las profundidades de Internet, una empresa cualquiera de las que existen miles, el gobierno de cualquier país, puede alzar hasta los cielos o hundir en los infiernos la más poderosa de las criptomonedas.  

   La inmensa mayoría de quienes llegan a este mundo lo hace porque ha oído hablar de ese tonto al que le dio por invertir en algo que no conocía de nada y que, de un día para otro, se hizo millonario. Pero, olvidando cualquier detalle, cualquier matiz, todo lo que ha leído sobre el asunto, para no diferenciarse de los demás, acude a comprar bitcoins. Hasta donde yo sé, existe la voluntad expresa por parte de unos cuantos de que bitcoin llegue a valer 100.000$. La cuestión es qué pasará después. Mientras tanto la diferencia entre los aproximadamente 40.000$ que vale hoy y los 100.000 que se supone que valdrán un día, significa multiplicar por 2,5 el dinero invertido, así que, a menos que piense invertir medio millón de dólares en bitcoins, no, el bitcoin no le hará millonario. Hizo millonarios. Hizo millonarios a quienes se arriesgaron a invertir lo que tenían en una moneda de 2 euros vendida en sitios oscuros de Internet, hizo millonarios a quienes cambiaron sus ahorros por largas ristras de números y letras a 800€ la unidad, pero esos días ya pasaron. Por supuesto hay otras posibilidades. Del medio millar de monedas existentes algunas valen 0,00000000000000001$. Un día, a lo mejor sólo por unos minutos, valdrá 0,000000000001$. Difícilmente habrá apreciado la diferencia entre estos dos precios, pero si compró 1000$ de ella al primero, enhorabuena porque, ese día, a lo mejor sólo por unos minutos, será millonario. De modo que, en efecto, Ud. puede hacerse millonario en este negocio, basta con que acierte con la combinación ganadora en la lotería de las criptomonedas. Desde luego, aquí hay menos combinaciones posibles que en la bonoloto, eso sí, comprar una papeleta cuesta bastante más.

domingo, 19 de septiembre de 2021

Criptomundo (1. Fiesta de fin de curso)

   No sé muy bien cómo se hace hoy día, me imagino que por crowdfunding o algo semejante, pero en mis tiempos, parte del dinero para los viajes de fin de curso se obtenía por fiestas celebradas en los propios centros escolares. En muchas ocasiones, recaudar algo que mereciera la pena significaba tener el menor número de manos posibles tocando el dinero pues, como todos sabemos, la humedad de la barra de un bar, con frecuencia, hace que los billetes se peguen a las manos. Para evitarlo se fabricaban unos vales que, en ocasiones, equivalían a los servicios que proporcionaban. Digamos que había papeletas que llevaban impreso “pincho de tortilla”, “refresco”, “cerveza”, etc. Dos, tres personas, se encargaban de venderlos por el precio establecido y, por tanto, sólo esas dos o tres personas se hacían responsables de lo que al final apareciera en la caja. La contabilidad resultaba transparente si se sabía el número de papeletas fabricadas con cada producto. Imaginemos un centro de enseñanza en que el dinero recaudado no sólo se utilizara para el viaje de fin de curso sino también para mejorar las instalaciones del mismo e, incluso, para contratar personal, cocineros y hasta actuaciones para las siguientes fiestas. E imaginemos que los vales sirviesen de un año para otro porque han conseguido hacerlos infalsificables, aunque, obviamente, sólo sirven dentro de los límites del recinto escolar. Si las fiestas fuesen cada vez mejores, la comida cada vez más rica y el colegio tuviese mejores instalaciones, sin duda, más personas querrían acudir a él y, como consecuencia, a sus fiestas. El centro podría permitirse pedir más por cada uno de los productos servidos durante las mismas. Muy pronto un grupo de despabilados encontraría la manera de hacer dinero comprando los vales y vendiéndolos al año siguiente o al otro, incluso algunos de ellos los guardarían durante años con la esperanza de que se revalorizaran de modo proporcional al tiempo pasado. En esencia una criptomoneda no es nada diferente de esos vales. Sirven para pagar servicios (pinchos de tortillas, refrescos, cerveza...) prestados en ciertas plataformas (fiestas de fin de curso), pero no los compran únicamente quienes desean estos servicios sino que, en previsión de que aumentarán sus demandantes, hay quienes lo acumulan durante un cierto tiempo para venderlos cuando juzgan que su demanda ha llegado a un tope. Debe quedar claro que, de acuerdo con nuestro ejemplo, tiene que celebrarse una fiesta, quiero decir, tiene que haber eventos clave que marquen con nitidez el aumento gradual de los asistentes o la esperanza de que los haya y si un día deja de haber fiestas, los vales, las criptomonedas, no valdrán nada. Aclaro esto porque el ejemplo que he puesto no sirve para todas las criptomonedas. Existe un caso particular de monedas constituido por aquellas en las que ni hay fiesta de fin de curso ni parece que vaya a haberla nunca. Simplemente, alguien ha impreso vales que equivalen a platos de comida tan exóticos y originales, que a la gente le ha hecho gracia y ha comenzado a comprarlos o, por seguir nuestro ejemplo, alguien ha decidido imprimir vales para la fiesta de fin de curso de los perros de una academia de adiestramiento. Digamos que, inicialmente, los compraron los dueños de dichos perros como guasa, pero pasado el tiempo mucha gente se ha sumado a la broma. En consecuencia los vales han alcanzado cierto precio no porque alguien vaya a intercambiarlos por el pincho de tortilla correspondiente, sino porque tiene la seguridad de que la tendencia seguirá y podrá venderlo en cualquier momento por un valor superior al de compra.

   Hay tres detalles más de suma importancia para caracterizar el mundo de las criptomonedas. El primero es que, aunque existen más de 5.000 y que a esta cifra se le añade otra media docena cada día, en la práctica todo lo decide una, bitcoin. Por ser la primera, por haber adquirido un valor icónico y por capitalización, cuando el bitcoin sube, todas las monedas suben y buando bitcoin baja, todas las demás lo hacen. De aquí se derivan dos consecuencias de extremada importancia si ha pensado alguna vez en invertir en criptomonedas. Por una parte, el consejo habitual en el mundo de las finanzas de diversificar las inversiones, no sirve en el mundo de las criptomonedas. Da igual que se haga con una cartera de doce, de doscientas o de dos mil monedas diferentes, el día en que el bitcoin baje todas bajarán y el día en que suba todas subirán, por supuesto, en diferentes medidas y con diferentes velocidades, pero, al final, todas seguirán la tendencia marcada por bitcoin. Por otra parte y en consecuencia, si bien se puede determinar el valor de una moneda por su comparación con bitcoin, no hay modo de determinar el valor de bitcoin. Aunque se basa en la tecnología blockchain, aunque esa tecnología será omnipresente más pronto que tarde, aunque cada vez cuesta más trabajo producir bitcoins y aunque su cantidad total tiene un límite, nada de eso permite comparar su valor con otra cosa, por ejemplo, con el dólar norteamericano. No hay cálculo, no hay teoría, no hay hecho económico alguno que permita decir si el bitcoin se halla en estos momentos sobre o infravalorado y, mucho menos, en cuánto. Por tanto, segundo detalle, el mercado de las criptomonedas es puramente especulativo, sin que exista valor tangible alguno al que se pueda remitir ninguna de ellas. Si una empresa se hunde, quedará su solar que puede valer algo. Si un banco se hunde, supuestamente, hay un fondo de compensación para los ahorradores. Si una criptomoneda se hunde, no queda ni un papel para utilizar como marcapáginas en el libro que esté leyendo. El tercer detalle consiste en que si ha entendido todo lo que llevamos dicho hasta aquí, sabe ya más de criptomonedas que el promedio de las personas que tienen todos sus ahorros invertidos en ellas. Estos tres detalles permiten una caracterización sucinta pero exacta del mercado de criptomonedas: es explosivamente volátil. 

domingo, 12 de septiembre de 2021

¿Es inhóspita la F1 para las mujeres?

   No soy precisamente un aficionado de los deportes de motor. Tengo que haber dado muchas vueltas por todas las cadenas sin encontrar nada para acabar viendo algunas vueltas de una prueba y para llegar a eso tengo que tener mucho tiempo libre, lo cual no ocurre más de un par de veces al año. La conjunción de astros se produjo el otro día y acabé contemplando un rato una prueba con vehículos que parecían de la Fórmula 1, pero en la que no reconocía ninguno de los apellidos que recordaba como parte de ese circuito. La infografía me resultaba enigmática y no eran los vehículos de Fórmula 3 que yo recordaba. Desde luego, mis conocimientos del mundillo son bastante limitados, pero había algo que no encajaba, así que esperé hasta el final. Entonces comprendí lo que ocurría. En una televisión, no sé si norteamericana o rusa, estaban transmitiendo una prueba de la W Series, "la fórmula 1 para mujeres". Hace tres años una escudería de Fórmula 3 decidió crear una competición para mujeres piloto, cuya presencia en la Fórmula 1 nunca ha pasado de testimonial. La idea generó una fuerte polémica. Para algunos suponía una posibilidad de que las féminas accedieran a una competición automovilística relevante, permitiendo visibilizar a las mujeres piloto. Para otros suponía la creación de una especie de reserva india para ellas, que las alejaría aún más de los volantes de la competición reina. Particularmente críticas se mostraron las pilotos que han competido en la IndyCar (que tampoco es que haya habido tantas) y que sugirieron que el dinero invertido en esta competición hubiese hecho más por las mujeres dedicado a becas y programas de ayuda a las jóvenes que destacan en las  karting y el resto de pruebas inferiores. En ellas casi hay paridad entre hombres y mujeres. El problema comienza con las GP y la WS. En estas puertas de entrada al gran circuito, los vehículos carecen de dirección asistida y se inicia una exigencia física que se multiplica en la competición estrella. Los vehículos de Fórmula 1 sí llevan dirección asistida, pero la suavidad de la misma depende de otros parámetros, ajustados en función de la prueba. Los pilotos son muy sensibles a esos cambios y desatan una tormenta en cuanto el volante se pone un poco más duro de lo normal. Entre las muchas cosas que no se ven en las pantallas, una de ellas es lo que sufren las cervicales con las curvas o la cantidad de líquido que se pierde en unos habitáculos casi cerrados, continuamente al sol o a lo que venga y dentro de unos monos ignífugos que no están pensados para transpirar. Uno de los pilares que asentaron el mito de Ayrton Senna fue haber ganado una carrera en la que se le rompió el tubito que lleva el agua desde el depósito hasta la boca del piloto. En teoría nadie resiste mucho en esas condiciones sin desmayarse. Todavía me acuerdo de un Nigel Mansell, ya bastante talludito, incapaz de sostener el trofeo que le correspondía por la victoria después de los kilos que había perdido durante la prueba. Muchos hombres, muchos buenos pilotos, se quedan por el camino por las exigencias físicas, pero eso no explica que en estos momentos, las dos mujeres que más cercanas se encuentran a un volante de Fórmula 1 sean las probadoras Tatiana Calderón y Carmen Jordán.

   Susie Stodart (ahora Susie Wolff), superó todos los obstáculos físicos que, se suponía, la alejaban de la Fórmula 1, hizo varias pruebas con Williams en 2014-5 y se quedó a unas décimas del segundo piloto del equipo, pero cuando Williams necesitó un piloto tras la lesión de Bottas, no la llamó a ella sino a un hombre. Sólo cinco mujeres han llegado a competir en la Fórmula 1, sólo dos puntuaron, hace 30 años que ninguna lo intenta. Es, apenas, la punta de un iceberg. En una encuesta realizada por ESPN los equipos de la Fórmula 1 reconocían tener en sus plantillas, digamos, “de trabajo”, menos del un 9% de personal femenino. En las secciones de expertos legales y, sobre todo, de relaciones públicas, sí, la mayoría del personal son mujeres, un vestigio de cuando “promotoras” de cara bonita y cuerpos espectaculares proporcionaban “placer visual” a los pilotos, según declaró Nico Hulkenberg, piloto por entonces de Renault, cuando se desató la polémica a propósito de su supresión en 2018. En los talleres, donde se toman las decisiones que afectan directamente a las carreras y a los resultados, allí, la representación femenina cae hasta mínimos. Siempre cabe apelar a otra situación no menos preocupante. Puede que la mayor parte de los ingenieros que hay en los equipos de carreras sean hombres porque los hombres dominan las facultades de ingeniería, en un fenómeno que no es fácil de explicar. Las ciencias biomédicas son ya un área mayoritaria de mujeres y éstas dominan igualmente en territorios limítrofes como bioingeniería y demás. Pero cuando se pasa a las ramas en contacto directo con la industria, la cosa cambia radicalmente. Según algunos testimonios la presencia de la mujer en las aulas de las diferentes ingenierías incluso está disminuyendo. Como digo, no hay muchas explicaciones para eso. Nos hallamos cerca del punto, si no lo hemos superado ya, en que las mujeres son mayoría en las carreras de ciencia. Sería extraño que las mujeres no fuesen más creativas que los hombres porque diferentes estudios de multitud de especies de primates demuestran que las hembras jóvenes son las primeras en introducir novedades comportamentales dentro de la manada. Así que los problemas no vienen por aquí. Como creo haber explicado en otro lugar, las mujeres dedicadas a las ciencias se enfrentan con un reto cuando intentan fundar una familia. El embarazo y el primer año de maternidad supone una ralentización en sus niveles de publicación que pocos tribunales o comités de  selección tienen en cuenta a la hora de comparar su valía con la de sus compañeros varones. Diferentes intentos por hacer la ingeniería más atractiva para las mujeres han pasado, precisamente, por invitar a charlas de divulgación a mujeres ingenieras y madres, dos términos cuya incompatibilidad no resulta obvia. En cualquier caso, mientras las mujeres comienzan a valorar este tipo de saberes como áreas en las que pueden realizarse, las cadenas de televisión ponen encima de la mesa no importa cuántos millones para quedarse con los derechos de transmisión de la competición masculina, mientras hay que irse a alguna cadena norteamericana o rusa para ver la Women Series. Y, créanme, sus carreras resultan tan aburridas como las de sus colegas masculinos.