domingo, 4 de julio de 2021

Las islas de ayer y de hoy.

   Lorenzo Ferrer Maldonado nació en Berja, Almería, en 1557, como “cristiano viejo”. La revuelta morisca de 1568 le costó la vida a su padre y los bienes a su familia, que se mudó por un tiempo a Guadix. Como las autoridades no reconocieron los censos moriscos, pudo regresar a la Alpujarra como “repoblador” y obtener permiso para embarcar hacia las Américas. Regresó en 1589 lleno de un oro que no tardó ni un año en perder. Emigra entonces a Madrid, donde se gana la vida, primero, como falsificador y, después, como alquimista, lo cual le permitió entrar en la corte. Allí no se cansó de repetir lo que había venido diciendo desde que volvió de las Indias, que en 1588 había descubierto el estrecho de Anián, el mítico paso que conectaba el Pacífico con el Atlántico rodeando América por el Norte. Dada su fama de embrollador, se lo ha incluido habitualmente entre los muchos bravucones que afirmaron haberlo hecho sin aportar prueba alguna. Hace ocho años, Valeriano Sánchez Ramos, del Centro Virgitano de Estudios Históricos, publicó un artículo en la revista Fura, en el que ponía de manifiesto las coincidencias entre las descripciones de fauna y flora hechas por Ferrer y las que, al parecer, existen en es Estrecho de Bering que, por supuesto, no conecta al Pacífico con el Atlántico, sino con el Ártico.  Pero en los siglos XVI y XVII, los occidentales desconocían por completo qué había allí. Ni Alaska ni el extremo oriental de Siberia formaban parte de los territorios explorados. Se supone que Semión Dezhniov, navegó aquel estrecho en 1648, en un viaje tan escasamente documentado como su propia vida, en la que hay muchas más lagunas que hechos ciertos. El mérito de haber certificado la separación entre Asia y América se lo llevó, pues, Virtus Bering, danés de nacimiento, pero al servicio de la armada rusa desde 1703. Bajo las órdenes de Pedro el Grande, exploró Kamchatka entre 1725 y 1730. Tras descubrir la isla de San Lorenzo y pasar por las Diómedes, emprendió rumbo al Norte “hasta que ya no divisó tierra”, lo cual parece indicar que recorrió todo el estrecho de Bering. Sin embargo, no logró el propósito último de la misión encomendada por el zar: encontrar la costa americana y descender por ella desde el Norte hacia el Sur. Eso tuvo que esperar hasta 1741 en la “Gran expedición del Noroeste”, que llegó a implicar a más de 3000 personas, convirtiéndose en una de las mayores expediciones de la historia y que le permitió arribar a Alaska. Pero esa gran aventura terminaría con su vida. Murió, junto con muchos de sus marineros, en el viaje de regreso. Su tumba todavía se conserva en la isla que lleva su nombre,

   Alaska se convirtió en una lejana y atractiva joya, en la que los rusos establecieron poco más que precarias bases para el comercio de nutrias. La primera colonia estable tuvo que esperar a 1784. Para entonces, los enfrentamientos con los occidentales y las enfermedades transmitidas por éstos ya habían despoblado la región de aborígenes. España reclamó sus derechos sobre Alaska y allá que mandó expediciones al mando de Bruno de Heceta y Alejandro Malaspina, pero, procedentes de California, decidieron que mejor volver a donde hacía calorcito y nunca hubo más que una reclamación formal. Más en serio se lo tomaron los ingleses que mandaron a Cook y a Vancouver, así que Alejandro II, corto de efectivo, temiendo un enfrentamiento con los británicos y mostrando mayor sensatez de la que después mostrarían los españoles, aceptó la propuesta norteamericana de venderles la región por 7,2 millones de dólares en 1867. La “locura de Seward”, como bautizó la compra la prensa norteamericana por el nombre del Secretario de Estado, William H. Seward, convirtió en frontera los 3,8 kilómetros que separan a Diómedes Mayor de Diómenes Menor, las dos islas situadas en el centro del estrecho de Bering. Unidas por cultura, tradiciones y población, oficialmente se las separó colocando entre ellas la Línea internacional de cambio de fecha. En Diómenes Mayor comienza el día que terminará en Diómenes menor (supuestamente) 24 horas después. Por si esto pareciera poco, al inicio de la Segunda Guerra Mundial, las autoridades soviéticas decidieron evacuar a la población de Diómedes mayor y reasentarla en Siberia. Después, durante 50 años, se impuso entre ambas la “Cortina de Hielo” que dividió al mundo entre uno y otro bando de la Guerra Fría. Sus pobladores, que en invierno habían compartido visitas, comercio y celebraciones ancestrales cruzando a pie por las aguas heladas que separaban a las dos islas, tuvieron que verse como ciudadanos hostiles de dos maneras de entender el mundo. Desde 1990 la cosa no llega a tanto aunque tienen que seguir solicitando permisos especiales para las visitas. Pero si esto les parece un desaguisado, apenas si representa una ínfima parte de lo que podía haber sucedido si los norteamericanos hubiesen aceptado la propuesta del científico soviético Petr Borisov de crear una represa de 90 Km en el estrecho de Bering para permitir la llegada de las corrientes cálidas del Pacífico al polo y así derretirlo. La idea, que adquirió la forma de una propuesta formal del gobierno de Nikita Jrushchov a los EEUU en 1956, no llegó a materializarse evidentemente, no por razones de la magnitud del desastre medioambiental, sino porque los norteamericanos no acabaron de ver claras las consecuencias que tendría para la “seguridad nacional” (que, por supuesto, nunca ha incluido consideraciones de carácter ecológico). Desde entonces ha habido numerosas propuestas de túneles, puentes y hasta ampliaciones del estrecho de Bering, la última, protagonizada por China, que intenta llevar sus mercancías directamente por ferrocarril hasta el mercado estadounidense.

   Quizás 40.000 años antes de Bering, un grupo de seres humanos procedente de las costas orientales de Asia, probablemente sin darse cuenta, atravesó, entre vientos y neblinas un territorio pantanoso de aguas bajas y heladas, culminando la proeza de caminar desde Asia hasta América. Apenas si constituyó la vanguardia de un puñado de oleadas más que los siguieron y que, de algún modo, lograron sortear la inmensa masa de hielo que cubría el actual Canadá para comenzar la expansión humana hacia el Sur. Con toda seguridad no ha habido exploración más meritoria de una epopeya que esta.

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