domingo, 4 de septiembre de 2022

Camino de la soledad.

   Siempre que se inicia septiembre me acuerdo de Chile. El 4 de septiembre de 1970 llegó a la presidencia de Chile Salvador Allende. Encabezaba una Alianza Popular integrada por partidos de izquierda, entre ellos, el Partido Socialista y el Partido Comunista. La Alianza había surgido no del acuerdo sobre cómo repartir los cargos que fuesen cayendo, como ocurre habitualmente con todo tipo de alianzas políticas en España, sino de un análisis común de la situación de Chile. Y aquí tenemos ya que hacer una pausa para tomar aliento. Hubo una época en que los partidos políticos realizaban análisis de la situación, la evaluaban y tomaban decisiones en base a esos análisis y en ellos no participaban especialistas en marketing, ni en imagen corporativa, ni en muestreos demoscópicos. Había gente en los partidos políticos, más o menos preparada, que se dedicaba a perseguir los entresijos de la realidad con independencia de lo que pudiera votar la gente. Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales por algo más de un 1% de los votos sobre Jorge Alessandri y un 8% sobre Radomiro Tomic. La cosa no cambiaría mucho en los comicios subsiguientes. En las municipales del 72, la Alianza Popular consiguió un 46% de los regidores y en las parlamentarias del 73 un 43% de los congresistas. Pese a ello, Allende declaró en 1970 el inicio de “la vía chilena hacia el socialismo”. Su impulso no venía de un avasallador triunfo electoral, sino de la convicción de que todas las reformas efectuadas en el país habían fracasado porque el país no necesitaba reformas, necesitaba una refundación. Su programa  incluía llegar a un socialismo “a la cubana”, nacionalizando la banca y las grandes empresas (particularmente las minas de cobre), procediendo a una reforma agraria que acabase con el latifundismo y cambiando las estructuras del Estado, todo ello por vías democráticas. De hecho, dada la naturaleza de la Alianza Popular, una amalgama de partidos y grupúsculos de izquierda, la abolición de los partidos políticos no formaba parte de los objetivos. Allende y los suyos perseguían llevar a cabo un cambio radical de Chile basándose en las mayorías, más bien relativas, que les fuesen dando las urnas y que podrían proseguir en tanto durasen éstas. Como consecuencia, la “vía chilena hacia el socialismo” se convirtió en un camino de soledad. Richard Nixon la había puesto en el punto de mira desde que incluyó la palabra “nacionalización” y lo que ocurrió con las minas del cobre, a la sazón, propiedad de los Rockefeller y los Rothschild, desencadenó planes concretos de la CIA que acabaron materializándose en el asesinato del Jefe del Estado Mayor del ejército el mismo día en que Allende era nombrado presidente por el parlamento. Pero en el otro bando de la guerra fría no lo veían con mejores ojos. La fama de agente del KGB de Allende le brindó hermosas palabras de camaradería y cifras más bien modestas de apoyo económico por parte de la URSS. La RDA se mostró más generosa, pero después de tres semanas visitando Chile, Castro no tuvo el menor empacho en mostrar públicamente su escepticismo por la revolución “burguesa” chilena.

   Los economistas de la Alianza Popular habían previsto que el dinero para las reformas se sacaría de máquinas de hacer billetes puestas a funcionar a todo trapo, pero que el país tardaría algunos años en sufrir el peligro de una espiral inflacionaria. Un año después de haber llegado Allende al poder, los datos parecían darles la razón. Sin embargo el peligro de inundar un país de billetes consiste en que el tsunami no se ve venir hasta que ya es tarde, especialmente si los créditos internacionales están bloqueados por orden de Washington. A partir de 1971, Chile se despeñaba camino de la hiperinflación y las leyes para impedir el aumento de precios sólo lograron el desabastecimiento y la creación de un mercado negro. Para 1972, la situación era difícilmente manejable. Los sectores de izquierda más radical, que habían establecido algo así como una tregua con la llegada de Allende al poder, se implicaron en las ocupaciones de fincas y fábricas, volviéndose cada vez más violentas. La Alianza Popular, que hasta entonces no había tenido muchos problemas para llegar a acuerdos clave con la Democracia Cristiana, se encontró con una derecha enrocada sobre sí misma, con abundantes fondos provenientes de Norteamérica y que paría sus propios escuadrones de pistoleros. La violencia política se adueñó de las calles, las universidades y las empresas, tal y como preveían los planes de la CIA, hasta el punto de que el Partido Comunista lanzó una campaña con el eslogan “No a la guerra civil”. 

   El 23 de agosto de 1973, dimitió Carlos Prats, comandante en jefe del ejército. Había sufrido una larga campaña de acoso y derribo de la derecha y de parte de los militares. Propuso para ocupar su cargo al que hasta entonces había sido su fiel segundo, Augusto Pinochet. Institucionalmente el país estaba paralizado. Las reformas propuestas por el gobierno se habían quedado en el limbo jurídico y la oposición exigía un plebiscito sobre ellas. Hacia principios de septiembre, Allende había decidido aceptar el reto en lo que, obviamente, se iba a convertir en un plebiscito sobre su gobierno, su “vías chilena al socialismo” y sobre él mismo. Dicen las malas lenguas que el día en que le comentó a Pinochet su decisión de convocarlo, éste se sumó al golpe de estado en marcha. Era el nueve de septiembre. 24 horas después, el palacio presidencial era bombardeado por aviones, el país tomado por el ejército y la República Presidencial que había nacido en 1925, desaparecía bajo una dictadura brutal. Miles de chilenos fueron asesinados “por el bien de Chile”, entre ellos, Carlos Prats, muerto junto con su esposa en un atentado en Buenos Aires al año siguiente.

   Se supone que cuando uno se va haciendo viejo echa de menos la juventud y juzga con benevolencia la época que le tocó vivir durante ella. Pero cuando recuerdo los 70, lo que echo de menos es todo lo que entonces pareció estar al alcance de la mano, vivir con la convicción absoluta de que nada era imposible y tomar fácilmente la decisión de emprender caminos solitarios. Hubo un tiempo en que no se le pedía a la próxima década que no fuese peor que esta, en el que a la gente le importaba más su futuro que las declaraciones del famosillo de turno, en que los ofendidos reclamaban justicia y no censura. Después todo se cerró. Comenzaron a preocuparnos mucho más nuestras hombreras, nuestros peinados cardados, Juego de Tronos, los chats, los e-mails, la Viagra, el Prozac, los televisores de pantalla plana, los coches eléctricos y llegamos a “el país vecino me pertenece porque no es un país”. Tener ilusiones se convirtió en cosa de ilusos, tener ideas en síntoma de obsesión paranoica solucionable con un tratamiento farmacéutico y el compromiso en otra manera de llamar al matrimonio. No, no me siento viejo cuando miro mi rostro ni mi cuerpo, pero me siento como si tuviese mil años cuando miro mi época.

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