domingo, 17 de abril de 2022

La estupidez de los estúpidos (1 de 2).

   A finales del siglo pasado, los psicólogos descubrieron ¡oh maravilla de las maravillas! que existían diferentes tipos de inteligencia, que la inteligencia consiste en hallar caminos nuevos y que, en consecuencia, no hay dos personas inteligentes que sigan el mismo trayecto. Las preclaras lumbreras de la psicología todavía no han logrado alcanzar la conclusión simétrica, también verdadera, que todos los estúpidos son estúpidos de la misma manera, que la imbecilidad sólo tiene un camino y que los tontos se copian sus tonterías, tal cual, los unos a los otros. Como la ambición forma parte de la estulticia humana, el resultado es que los peores gobernantes calcan sus decisiones de las que tomaron sus antecesores en el ranking de incapacidad y, en consecuencia, la historia de la humanidad parece dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, los famosos "ciclos" glosados, entre otros, por Toynbee y que se resumen en el hecho de que las personas inteligentes van tropezando de una piedra en otra, pero los tontos tropiezan, una y otra vez, con la misma piedra.

   En plena guerra de Ucrania, el pasado lunes, se cumplieron 103 años de la masacre del Jallianwala Bagh. En 1919, la India era un polvorín. Como otros territorios del imperio de su graciosa majestad británica, el Raj había aceptado la petición de Londres de mantenerse en relativa tranquilidad mientras se desarrollaba la Primera Guerra Mundial y proporcionar carne de cañón para ella. Una vez terminada, pidieron justa compensación por no traicionar los intereses de la corona, mientras el gobierno británico miraba para otra parte. En qué debía consistir exactamente esa compensación era un tema de debate en las propias filas de los líderes políticos de la India. Había quien solo pedía el reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho de los habitantes de la joya de la corona. Había quien consideraba necesario un gobierno autónomo. Algunos iban más allá y pedían un estatuto semejante al de Canadá. Por supuesto, estaban los que querían que los británicos abandonaran el subcontinente. De un modo transversal, había quienes reivindicaban una cosa u otra para toda la India y quienes lo pedían para su región, etnia o religión. Y, finalmente, a modo de tercera dimensión, estaban quienes quedaron deslumbrados con la desobediencia pacífica de Gandhi y quienes preferían la vieja tradición de las revueltas sanguinolentas. Para los británicos la cosa era muchísimo más fácil. Si queremos entender su postura debemos tener en cuenta dos factores característicos de su colonialismo. En primer lugar que, por su duración, había ya ingleses de padres ingleses y abuelos ingleses, nacidos en la India. Y, en segundo lugar, que a diferencia de las colonias españolas, la población mestiza formaba una parte insignificante de la población total. En definitiva, la cuestión de la India, desde el punto de vista de la potencia colonial, no se dirimía ni en términos económicos, ni políticos, ante todo, era una cuestión racial, era la cuestión de la superioridad de la raza blanca (aunque nacida en la India), sobre todas las demás. Los británicos querían una India en paz, pero "India en paz", para ellos significaba una India en la que todos los que no fuesen blancos puros mostraran de modo cotidiano su respeto y subordinación a la raza blanca. A la inversa, todo el que faltase, de un modo u otro, el respeto a la superioridad de los blancos, quería la guerra. Las diferencias de trato, lenguaje y tono dialéctico con la infinidad de facciones surgida de la matriz que dibujamos anteriormente en la sociedad India, se debían únicamente a puras maniobras estratégicas, porque en Nueva Delhi y, algo menos, en Londres, desde Gandhi hasta los movimientos terroristas más extremos, todos, habían declarado por igual "la guerra" al imperio.

   De entre todas las regiones, las etnias y las religiones de la India, pocas causaron más quebraderos de cabeza al poder colonial que los sijs del Punjab. Hermanados por su religión, aferrados a sus ritos y costumbres, buenos conocedores de su agreste territorio y famosos por no olvidar una afrenta, los británicos los admiraban cuando estaban en el frente y les tenían pavor cuando estaban en sus casas. El miedo a una conjura sij fue una constante del Raj. A veces se comentaba unos minutos a la hora del té y a veces, como en 1919, era el único tema de conversación a lo largo de días. En el Punjab bajo dominio británico de esas fechas, pocos, si acaso alguno de los miembros de la maquinaria colonial, era capaz de distinguir los hechos de las alucinaciones causadas por su propia paranoia. El 10 de abril, una protesta por la liberación de dos líderes independentistas partidarios de la resistencia pacífica acabó con los ingleses disparando contra la multitud y matando varios manifestantes. La protesta del día siguiente por esos hechos ya no fue pacífica y una misionera británica fue derribada de su bicicleta y maltratada por la turba, noticia que dio la vuelta al mundo y en la que nadie leyó la parte que decía que ciudadanos del Punjab no británicos, la salvaron de la masa, la escondieron y acabaron por llevarla a un acuartelamiento del ejército. Ese comportamiento, pareció pensar todo el mundo, era lo que se esperaba de los “ciudadanos de segunda” de la India.

   El 13 de abril de 1909 se celebraba el Año Nuevo sij, concentrando, como siempre, grandes masas de fieles en Amritsar. Unos miles de ellos se reunieron en el jardín Jallianwala, anexo al templo dorado, lugar sagrado que todo sij debe visitar al menos una vez en su vida, escuchando algunos oradores más o menos improvisados. De los cinco accesos al jardín, particularmente estrechos, varios habían sido cerrados por la policía local. A las 17,30 de aquel día, el brigadier Reginald Dyer se presentó en el lugar con 90 soldados y dos vehículos blindados con ametralladoras. Los vehículos no pudieron acceder al jardín, de modo que Dyer desplegó a sus soldados frente a la multitud y, sin advertencia previa, dio órdenes de disparar contra la masa de hombres, mujeres y niños desarmados. Tardaron 10 minutos en agotar las 1650 balas que llevaban. Dyer dio instrucciones de que sus hombres se tomaran el tiempo necesario para apuntar y hacer blanco y fue dirigiendo el tiro para hacerlo lo más eficaz posible. Se suele cifrar en 379 el número de muertos por los disparos y la estampida subsiguiente, mientras que los heridos rondarían los 1200. Dyer ordenó que sus soldados abandonaran el lugar sin prestar ningún tipo de ayuda a los heridos. Esa noche, la ley marcial declarada desde unos días antes en el Punjab, se vio reforzada por una ordenanza que obligaba a andar a gatas a todo ciudadano indio que pretendiera transitar por la calle en la que fue asaltada la misionera británica.

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