domingo, 27 de septiembre de 2020

Preliminares a una ética para misántropos (2 de 2)

   Ahora, en medio de la pandemia, los Ayuntamientos han declarado que no tienen medios para proceder a la limpieza efectiva de los parques infantiles con la frecuencia recomendable. Pública y manifiestamente se ha dicho que todos ellos deben considerarse clausurados. Unas cintas de plástico actuaron como precinto del que tengo bajo mi ventana hasta que una tarde, unas jovenzuelas cercanas a la marginación que rondan por el barrio, las rompieron para disfrutar alegremente de atracciones que no les corresponden por edad. Hordas de padres que acostumbran a mirarlas con desprecio, lanzaron a sus hijos tras ellas en cuanto dejaron el escenario. El segundo precintado, éste por parte de la policía local, duró diez días, el tercero no llegó a las 24 horas. Unas endebles vallas de plástico bloquean la entrada desde el pasado jueves. Veremos cuánto duran.

   ¿Por qué motivo puede un padre o una madre permitir que su hijo entre en un sitio donde existe riesgo evidente de contraer una grave enfermedad? ¿por qué motivo puede un progenitor saltarse una advertencia policial que concierne a la salud de su hijo o hija? ¿por qué motivo puede un abuelo o abuela esforzarse para que sus nietos jueguen en un sitio cuya seguridad nadie garantiza? ¿cómo puede alguien que hace caso omiso de las prohibiciones, de las leyes, de la racionalidad, exigir que quienes les gobiernan obedezcan las prohibiciones, las leyes, la racionalidad? Incluso si supusiésemos que las estructuras de poder, caso del Estado, persiguen fines honorables como el bienestar de todos los ciudadanos, ¿podría hacerlo por medios no coercitivos si a los ciudadanos les trae sin cuidado cualquier fin honorable? ¿Para qué sirve apelar a la “responsabilidad ciudadana” si, cotidianamente, los ciudadanos hacen gala de cualquier cosa menos de comportamientos responsables? 

   No se trata exclusivamente de una cuestión política. Si uno se dedica a leer sobre ética y, cada vez que nota que tiene que hacer un descanso, observa desde su ventana lo que ocurre en un parque infantil, entra en shock. Existe una especie de abismo, una especie de inconmensurabilidad, entre cualquier teoría ética, cualquier discusión ética actual y lo que puede verse, al menos, en la realidad cotidiana de esta pequeña parte del mundo en la que me ha tocado vivir. Un abuelo que pelea con sus manos desnudas contra una valla para conseguir que su nieto penetre en un sitio donde hay que montar columpios desmontados y hay hierros desnudos clavados en el suelo, no puede incluirse ni en la categoría de seres humanos que buscan la felicidad, ni en la categoría de seres humanos que buscan el placer, ni en la categoría de seres humanos que hacen uso de la autonomía de la razón y, mucho menos, en la de seres humanos que guían su comportamiento por acuerdos dialógicamente alcanzados. Que los catedráticos de ética hagan palmas con las orejas ante una teoría que presupone que la solución de todos los problemas éticos y políticos se puede alcanzar por un diálogo racional entre individuos dotados de santidad, mientras a los ciudadanos se les hace pasar como información objetiva de la que tienen que partir sus discusiones presupuestos arteramente manipulados, roza el escarnio o la ignorancia de quien hace tiempo que no pisa la realidad. En un mundo en el que disfrutar de una crema de cacahuetes puede constituir un delito ecológico, en el que llevar en coche al hospital a tu mujer que va a dar a luz pone en riesgo la viabilidad del planeta en el que va a vivir tu hijo, en el que transmitir mensajes de paz con tu móvil ayuda a fomentar las guerras en los países en los que se extrae el mineral que da vida a tu dispositivo, cualquier ética que aliente el compromiso sólo puede merecer el calificativo de perversa. Quienes han hecho carrera inventando bonitos rompecabezas de científicos locos que instalan dispositivos en los cerebros de los pobres ciudadanos, de conductores de ferrocarril que tienen que elegir entre matar a tres o a treinta, sólo contribuyen a hacer del día a día de los campos de concentración nuestra normalidad cotidiana, obligándonos a aceptar como irremediable que ya no hay lugar en este mundo en el que encontrar algo así como el bien en estado puro. Por consiguiente, cualquier ética que adopte los supuestos de las éticas del pasado, quiero decir, que los seres humanos “son” buenos, hedonistas, racionales, utilitaristas o capaces de un diálogo racional no guiado por los propios intereses, jugará un papel tan importante como el de los payasos de hospitales, que traen una sonrisa en circunstancias extremadamente difíciles, pero de ninguna de las maneras podrá tomárselas como las portadoras de la imprescindible terapia. Y la terapia, la terapia que con urgencia tiene que adoptar cualquier teoría ética que quiera tener mediano sentido en este mundo que carece de él, consiste en reconocer que el ser humano no se halla en disposición hoy día de hacer nada bueno por sí mismo y, obviamente, mucho menos, por los demás. 

   Precisamente de la experiencia de la guerra, Thomas Hobbes sacó hace mucho tiempo la consecuencia de que el ser humano “es” egoísta, un lobo para sus semejantes y que sólo el Estado, como monstruoso Leviatán, puede evitar que los seres humanos se maten unos a otros. Semejante concepción permite justificar que la depredación de los Estados sustituya a la depredación de los individuos, a la vez que persevera en la senda del error porque, ni puede calificarse con justicia a los lobos de egoístas, ni un verdadero egoísta pondría en riesgo de sufrir un accidente o contraer una enfermedad a su progenie, pues todo padre sabe que no hay nada más perturbador que un hijo enfermo. Si cada ser humano pensara, en primer lugar en sí mismo y nada más, nuestro mundo no se diferenciaría mucho del mundo animal, en el que sólo se mata en beneficio propio y se cuida de la progenie. Pero los seres humanos matan por diversión, especialmente a sus semejantes, y los casos de maltrato infantil nos asaltan cada día desde nuestras pantallas. En consecuencia, la única manera de explicar el comportamiento que podemos ver habitualmente en cualquier calle de nuestras ciudades pasa por suponer no que el egoísmo llena el corazón de los hombres, sino que lo hace el odio, el odio hacia los demás miembros de su propia especie, a veces consciente, a veces no tanto, a veces encarnado en alguna persona o grupo, a veces mucho más sutil, extendiendo sus fauces hasta toda la humanidad. En definitiva, sólo se podremos considerar que se ha intentado construir una ética que no colabora con el estado de cosas en el que nos ha tocado vivir el día en que alguien escriba una ética para misántropos.

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