domingo, 18 de noviembre de 2018

Tiempos híbridos (1 de 2)

   Cuanto más se haya profetizado un acontecimiento, más sorpresa causa cuando aparece. Los avisos sobre el advenimiento de un nuevo tipo de guerra menudearon en los años 90 del siglo pasado, si bien pocos supieron identificar la raíz de los cambios. Sin embargo, todo el mundo se alarmó cuando el 27 de febrero de 2.014, unidades de las fuerzas especiales rusas, sin distintivos nacionales en sus uniformes, comenzaron a tomar posiciones en Crimea. Los sucesos de Ucrania de ese año hicieron sonar las alarmas en las capitales de todos los miembros de la OTAN, de los aspirantes a pertenecer a dicha organización y llegaron hasta Pakistán y China. Un país cuyo ejército tocó fondo en Chechenia, que bordeó el ridículo en Georgia y que ha tenido que cancelar recientemente sus programas de desarrollo de nuevos cazas y tanques, se mostraba, de repente, capaz de sostener una política exterior agresiva incorporando por la fuerza nuevos territorios. Los estrategas militares de occidente corrieron como pollos sin cabeza a la búsqueda de algún marco conceptual que les permitiera entender lo ocurrido y, a toda prisa, construyeron un entramado de tópicos típicos, en cuyo centro reside el concepto de “guerra híbrida”. Poco a poco, tan torpes herramientas se convirtieron en requisito para quien quisiera solicitar becas o publicar estudios. En este panorama, rápidamente esclerotizado y viciado por los intereses pecuniarios de cada cual, da gusto encontrarse con alguien que ha pretendido revisarlo todo, pensar sin concesiones a los intereses creados, plantear la pregunta filosófica por excelencia (¿por qué hay esto y no cualquier otra cosa?), en definitiva, avanzar, como decía Descartes, solo y en la oscuridad. Mérito éste acrecentado porque el autor de dicho intento procede de Finlandia, país en el que la presión constante de las ambiciones rusas ha vuelto el ambiente irrespirable, como ya explicamos a propósito del caso de Jesikka Aro. Pues bien, en esto consiste el intento que András Rácz, del Instituto Finés de Asuntos Internacionales, llevó a cabo en Russia’s Hybrid War in Ukraine. Breaking the Enemy’s Ability to Resist (2015).
   Para empezar Rácz realiza un apasionante estudio no del origen mítico de la guerra híbrida, sino de su superficie de afloramiento. Data su primera aparición en un escrito de William J. Nemeth de 2.002 en el que, como resulta habitual, designaba una cosa completamente diferente de lo que pretende designarse con él hoy día. De hecho, Nemeth no intentaba referirse a un tipo de conflicto bélico, sino a un tipo de sociedad, en concreto, la sociedad chechena, una sociedad “híbrida”, según Nemeth, en la que se confundían abigarradamente caracteres de sociedades tribales y modernas. "Gerra híbrida", por tanto, designaría las guerras desarrolladas en sociedades híbridas como la de Chechenia en 2.002. Seis años despúes, John McCuen amplió la extensión del concepto para abarcar las guerras de Vietnam, Irak y Líbano. Como consecuencia de esta ampliación, el propio concepto sufrió una primera mutación que lo hizo equivalente a “guerra de amplio espectro” (“full spectrum wars”), que exigía luchar en el campo de batalla, en la mente de los habitantes del territorio ocupado y en las mentes de los ciudadanos del propio país. Por supuesto McCuen no se planteó que hoy día, la mente de los ciudadanos no difiere de las pantallas de su televisores, tablets y móviles, como Nemeth no se planteó que el mismo carácter “híbrido” de Chechenia tienen muchos países africanos en los que hace más de 60 años que se matan mediante las mismas guerras de siempre. Con tales planteamientos no se debía esperar gran cosa de las conclusiones y de hecho, McCuen profetiza, nada menos, que para ganar una guerra hay que vencerla en los tres frentes. Tales deficiencias no impidieron que en 2.009, Russell Glenn volviera a ampliar su base empírica con los enfrentamientos entre Hezbolah e Israel. La sociedad híbrida y los tres frentes mutaron así en medios políticos, económicos, sociales e informativos, con métodos convencionales, irregulares, catastróficos (!?), terroristas, disruptivos (??) y criminales, llevados a cabo por agentes estatales y no estatales, definición ésta que permite calificar como guerra híbrida todo lo que hacen las hinchadas futbolísticas para apoyar a sus equipos. Y ahora, ya que hemos conseguido un disparate, sólo queda institucionalizarlo. Eso precisamente hicieron el ejército norteamericano en 2.010 y la OTAN en 2.014, cuando adoptaron como propias la definición dada por Frank G. Hoffman en 2.007 que constituye una versión abreviada de la de Glenn.
   Rácz muestra muy claramente cómo, desde Rusia, se siguió pormenorizadamente todas estas mutaciones y ampliaciones que acabaron conformando un Frankenstein de difícil uso y, con él en la mano, interpretaron las revoluciones de los colores y la primavera árabe. De este modo, los levantamientos populares contra regímenes, algunos de los cuales constituían paradigmas de fidelidad a los intereses occidentales, recibieron en Rusia la etiqueta de operaciones encubiertas de la CIA para achicar la esfera de acción de Moscú. Los teóricos rusos se creyeron, pues, en la obligación de concretizar un concepto ya vacío y etéreo, que lo abarcaba todo y nada. Rácz persigue los esfuerzos del consejero presidencial Andrei Illarionov, de los generales Makhmut Gareev, Nikolai Makarov y, cómo no, Valeri Gerasimov, para convertir al humo en doctrina militar. Desde luego consiguieron hallar una interpretación de las interpretaciones que los teóricos occidentales habían hecho unos de otros cuando interpretaron lo sucedido en varias guerras. Eso sí, lo consiguieron a costa de rellenar con una nebulosa los viejos odres de la doctrina sobre la guerra subversiva del KGB. De hecho, a Rácz no le cuesta encontrar un precedente de la “novísima” guerra híbrida, "consecuencia de los modernos avances tecnológicos y de nuestra era de la información", en el intento de golpe de Estado en Estonia de diciembre de 1.924.

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