domingo, 7 de octubre de 2018

Gerra al arte

   Si no he hablado antes de Manuel Domínguez Guerra, se debe a que, además vivir en la misma calle que yo, nos hallamos emparentados. Sus obras, su trayectoria y él mismo, se mezclan con los recuerdos de sus padres y de los míos, de modo que carezco de la separación, de la distancia que la filosofía exige. Nuestra relación personal podría calificarse de esporádica en caso de que se quieran emplear superlativos. Hemos hablado un par de veces en los últimos cuatro años y, probablemente, constituye la etapa más intensa de diálogo que hemos vivido desde que comenzamos a afeitarnos. Sin embargo, no puedo ocultar mi simpatía hacia él. Cuando todos vemos en nuestro futuro algo nebuloso a lo que no se sabe muy bien cómo llegaremos, él tomó dos decisiones proteicas: vivir de la pintura y hacerlo sin salir de Alcalá de Guadaíra. Hay que entender el reto. Su padre conducía camiones y su madre se dedicaba a sacar adelante un hogar con cuatro hijos. En un entorno obrero en el que cada paso adelante se pagaba, literalmente, con el sudor del cabeza de familia, él decidió dedicar su vida al arte. Sus padres, el mismo Domínguez Guerra lo recordaba en la inauguración de la retrospectiva que le ha dedicado el Museo de Alcalá y yo lo oí de boca de su padre contándoselo a los míos en su día, no le dijeron “estás loco” o “no nos lo podemos permitir”, le dijeron “inténtalo”. Y él lo intentó. El joven pintor se dedicó a hacer retratos, fotografías al óleo como las que pedían quienes podían pagarse un cuadro en el pueblo, muchas veces copiadas tal cual de una instantánea, en los que el más leve asomo de una pincelada creativa por parte del artista se pagaba con un regateo infinito acerca del precio acordado. 
   Y después lo otro. Para que a alguien se le llame pintor en este pueblo tiene que pintar sus famosos paisajes. El “arte” no radica en la originalidad, en la paleta de colores, en la delicadeza con la que se capte ese paisaje, el “arte” para mis paisanos consiste en que podamos jugar a ese juego autóctono llamado “adivina en qué punto concreto del parque puso su caballete el pintor”. Quien encuentre muchos de tales puntos nuevos recibe el calificativo de "gran artista", con independencia de la calidad que atesore su obra. En Sevilla, pintar significa pintar santos y toreros y si a uno le gustan, por ejemplo, las libélulas, como a cierto tocayo mío, más vale que vaya comprando un billete de AVE para Madrid. Pero a Domínguez Guerra, al pintor impresionante que había en él, no le interesaban ni la copia fiel de la realidad, ni la búsqueda de un nuevo punto donde poner el caballete, ni el tronío sevillano, quería hallar un estilo propio, un lenguaje característico, en una búsqueda sin concesiones a los localismos, las corrientes ni las modas.
   Vocaciones (1973-2018), la exposición inaugurada el pasado viernes en el Museo de Alcalá de Guadaíra, muestra los espectaculares resultados de esa búsqueda. Recuerdo a una de sus tías contándole con desazón a mi madre que “Manolín está ahora pintando santos con dos narices, unas cosas muy modernas. Yo se lo he dicho, a mí no me gusta”. “Los artistas son así”, le respondió mi madre. Traté de hacerles ver que intentaba captar el movimiento, romper con ese instante ficticio que refleja la pintura. No tuve ningún éxito. Cuando vi los cuadros de aquella época en una exposición cerca de la Plaza de la Encarnación de Sevilla, entendí que la cosa iba mucho más allá. Sí, allí aparecían los cristos, las vírgenes, los santos y toreros sin los que esta ciudad, tan progre en lo político y tan reaccionaria en lo cultural, parece que no puede vivir, pero pintados como  Giacomo Balla pintó su perro salchicha. Sin embargo, a Domínguez Guerra no le interesan las máquinas ni la velocidad, sino los pausados movimientos de los seres humanos reales. Por eso su San Francisco Levitando (1996), tiene tres brazos y no las cuarenta patas con las que había que pintar un caballo según el Manifiesto técnico de la pintura futurista (1910). Su Juan Belmonte (1995), sentado en la calle Betis con el río a la espalda, respira, se agita inquieto, incómodo en su papel de modelo. El pintor tiene que seguirlo, aunque a costa de desenfocar la Giralda del fondo. Las composiciones de Domínguez Guerra recuerdan las poses inauditas de algunos relieves del románico. Sus pieles, esa piel humana tan generosamente exhibida, carece de poros, de vello, de arrugas, parece cuarteada, con la textura de los bronces antiguos, como si un pintor que se ha mantenido fiel a la bidimensionalidad del cuadro pretendiera esculpir en él con los pinceles. Sus esculturas, por contra, echan de menos el lienzo horizontal en el que nacieron y que nunca se nos muestra. Siento la tentación de llamarlas esculturas en bandeja como ese Cristo (1999), carente de dolor, de sufrimiento, poco menos que sensual, elevando apenas sus hombros de un reborde de madera, apetitoso primer plato en la ceremonia de canibalismo ritual que los católicos llaman eucaristía. 
   La mitología, cristiana o pagana, funciona en Domínguez Guerra como substrato común, como canal comunicativo a través del cual se nos narra lo que el pintor quiere decirnos. Por eso vemos a Icaro (1994), ese traidor a nuestra especie, no desde abajo, sino desde un plano cenital para que podamos apreciar que el laberinto del que intentaba escapar no consistía en la construcción de algún rey perturbado, sino en nuestro propio mundo. La mujer de Lot (2007), sobre un fondo de apasionado rojo, desnuda y sin brazos, como una Venus de Milo, no brilla cual estatua de sal, emite reflejos dorados, como la chica Bond muerta en Goldfinger (1964), pues, de la Biblia al celuloide, nuestra mitología siempre nos recuerda el fin que le aguarda a las mujeres que tratan de escapar al control de sus hombres. Pero, sobre todo, Caín y Abel (2008), un cuadro, como la inmensa mayoría de los pintados por Domínguez Guerra, al que las fotografías no le hacen justicia. A Caín no parece moverle la ambición ni la avaricia, sino un ciego destino que lo hace sentirse furioso por el crimen que tiene que cometer. Y Abel, el hermano pequeño, que admiraba y quería a su hermano mayor, que sabe que no puede nada contra su violencia y la violencia de un destino que lo convierte en víctima, se aferra buscando protección a sus ovejas, como peluches de una infancia de la que acaba de salir, lleno de terror y resignación, pues una parte de él quiere seguir creyendo que algo de razón y de bondad debe haber en cualquier cosa que haga su hermano. Este cuadro, este cuadro conmovedor, casi monocromo, dice algo profundo y terrible acerca de nosotros, de esta época de luces y colorines, en la que hay que prevenir a los niños contra los mayores que deberían guiarles en su caminar por la vida.
   Y ahora, por fin, sí, los paisajes de Alcalá, pero no porque el guión lo exija ya, sino porque al pintor le place recrearse en ellos en este momento de su carrera. Pero los paisajes de Alcalá pintados con la pátina de los libros viejos, no como los ven los espectadores actuales, sino como verán esos lienzos quienes se asomen a ellos dentro de cien años, para que cada alcalareño que intente jugar con ellos al consabido jueguecito oiga esa voz que le susurra: “recuerda que eres mortal”. El propio Manuel Domínguez Guerra nos recordó el viernes su mortalidad y ha empezado a preocuparse por qué ocurrirá con sus "semillas” cuando él no pueda acompañarlas. Pero nosotros, los que lo admiramos, no queremos pensar en ese futuro, esperemos que muy lejano, preferimos quedarnos con otro futuro, a más corto plazo, en el que nos vuelva a permitir disfrutar con nuevas muestras de su extraordinario arte.

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