domingo, 14 de septiembre de 2014

El ajedrez y la inteligencia.

   Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en  la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
   Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
   Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él. 
   A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
   ¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez,  nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Métodos de riego

   Lo malo del regreso de las vacaciones es que los políticos también regresan a la actividad (es un decir). Este año, antes de que ninguno haya podido tener el primer ocurrendo, ha entrado en escena nuestro heroico Super Mario Draghi para anunciar lo que a nadie se le puede estar escapando: que tras la brutal poda de la crisis, el arbusto de la economía crece débil y paliducho. Para vitaminarlo y mineralizarlo, Super Mario trae bajo el brazo una caja de herramientas. Hay quienes argumentan que son medidas tibias y cobardes. Por el contrario, yo pienso que Super Mario ha demostrado toda su valentía. La caja de herramientas que está dispuesto a abrir, está asentada en “una mayoría confortable”. Dicho de otro modo, las ha sacado adelante en contra de la opinión de quienes tienen que dar el visto bueno para que continúe en el cargo (léase, los alemanes). Básicamente se trata de comprar títulos y bonos respaldados por la deuda privada en manos de los bancos. En definitiva, se trata de regar de dinero a los bancos a la vez que se penaliza su posibilidad de mantener ese dinero “congelado”. La esperanza es que comiencen a prestar dinero de una vez. El trasfondo de estas decisiones merece la pena ser analizado.
   En primer lugar, tenemos, de nuevo, al lobo de la deflación asomando las orejas. Como ya dijimos en otra entrada, el capitalismo es inflacionario, necesita de la inflación como un burro necesita de una zanahoria delante de sus ojos para andar. El BCE, que fue creado para controlar la inflación, se encuentra ahora con la paradoja de que tiene que fabricarla. Por supuesto, las mentes cuadriculadas no se las manejan muy bien con las paradojas y ésta es una de las razones para que los alemanes se opongan a cualquier medida en dicha dirección. La otra es que ya lo hicieron en un pasado y ningún político que se precie cambiará nunca de rumbo por mucho que los hechos hayan demostrado que va camino del precipicio. Pero hay una último motivo en esta actitud alemana que no es tan pueril. Hace ya tiempo que se vienen cuestionando los instrumentos que miden la masa monetaria en circulación en Europa. Echar dinero en un mercado cuya masa monetaria no se conoce con exactitud es una medida mucho más arriesgada de lo que la prudencia (alemana) puede aconsejar.
   Un segundo aspecto a considerar es que estas medidas vienen a producirse unos años después de que las adoptaran Japón, EEUU y Reino Unido. Hay quienes ven en semejante retraso, pruebas de la inoperatividad de las instituciones europeas. Yo más bien creo que es una muestra de sensatez... si se sacan las lecciones oportunas de lo que ha ocurrido en estos países. Porque lo que ha ocurrido es que, tras unos meses de cierta euforia el enfermo vuelve a tener constantes vitales planas. ¿Por qué? Supongamos que las medidas de Super Mario consiguen, al fin, despertar el ansia de los bancos por prestar dinero. Supongamos que hay un empleado de banca en una mesa esperando ansiosamente que alguien se siente ante él para darle un préstamo. Supongamos que un joven emprendedor se sienta, en efecto, allí, con el deseo de conseguir dicho préstamo. Supongamos, finalmente, que dicho joven emprendedor es, por ejemplo, promotor inmobiliario. Quiere construir casas. El empleado, sin hacer muchas preguntas, comenzará a rellenar mecánicamente las casillas del formulario para dar el préstamo. En una de ellas pondrá: plan de negocio. “¿Plan de negocio?” preguntará al joven emprendedor. “¿Plan de negocio?” responderá éste. “Sí, ¿a quién le va a vender las casas? ¿cómo? ¿en qué plazo?” ¿Qué puede responder el joven emprendedor? ¿a quién le va a vender las casas? ¿a los parados? ¿a quienes ya tienen una hipoteca que se les come más de la mitad de su sueldo?
   La idea de Draghi es que si se les facilita dinero a los bancos, éstos se lo prestarán a sus mejores clientes, los cuales generarán empleo, trabajo y, por fin, la recuperación económica. En resumen, es la vieja idea neoconservadora, tantas veces refutada ya, de que lo mejor para la economía es que los ricos tengan cada vez más dinero. Lo cierto es que si la mayoría de los ciudadanos carece de poder adquisitivo, ningún cliente de un banco, por muy rico que sea, podrá vender nada y si su banco tiene la más mínima sospecha de que ésta es la situación, ni locos le prestarán dinero, más bien se lo quedarán para aprovisionar el aumento de la morosidad. Cuando, en ciertos momentos de la historia, los Estados han recurrido a la máquina de hacer billetes, la inflación se ha desbordado de modo inmediato porque los Estados inyectaban dinero en todos los niveles de la sociedad. Por supuesto, obtenían crédito de los bancos, pero también realizaban ellos mismos obra pública y regaban las clases más pobres con ayudas y subvenciones de todo tipo. Pero si la inyección de dinero se produce únicamente en las  capas más altas de la economía, en los grandes actores, el efecto durará lo que dure la frescura de la tinta en los billetes. Super Mario, como sus antagonistas alemanes, como la mayor parte de los economistas que ejercen influencia sobre los gobiernos, siguen sin querer enterarse de que la recuperación tras una crisis no es un asunto de macroeconomía, sino de microeconomía. Quienes necesitan un estímulo no son los bancos, son las cuentas de cada ciudadano de a pie. Si este problema se solucionara, si se mejorara la capacidad adquisitiva de cada hogar europeo, el otro supuesto problema, el problema financiero, se esfumaría como las tinieblas con la salida del sol.

domingo, 31 de agosto de 2014

NFL

   La única cosa buena que tiene la llegada de septiembre, es que comienza la liga de football americano. Mi interés por esta forma de espectáculo nació mucho antes de que hubiese ninguna cadena en España que transmitiera los partidos. Después pude contemplar uno o dos con cierta regularidad, después vinieron los resúmenes... El año pasado acabé viendo cuatro partidos cada semana, más otro de la liga universitaria y la totalidad de las Bowls. Al principio lo que atrae, por supuesto, son los trompazos que se pegan los jugadores. He visto alguno de los que no me cabe la menor duda, que me hubiesen matado de recibirlo yo. Tampoco hay lugar para mucho más porque, cuando uno comienza a contemplar partidos, tiene muchas dificultades para localizar el balón y entender lo que ha sucedido en la media docena de segundos que dura cada jugada. Poco a poco, con las repeticiones y si tienen suerte de oír buenos comentaristas, podrán ir entendiendo qué va pasando. No hay que desanimarse si uno se pasa toda una temporada en esta tesitura. A este nivel, el football americano aparece como el típico deporte de los EEUU, una pantomima para que todo se resuelva en el cara a cada entre dos jugadores. ¡Hasta han conseguido que el baloncesto se convierta en eso!
   El enganche se produce cuando uno se da cuenta de que, en realidad, estamos ante el deporte más en equipo de los que se practican en Norteamérica. En una jugada, cada jugador tiene una función específica, función que debe cumplir a la perfección si quiere que la jugada salga adelante. Ningún quarterback puede lanzar, ningún running back puede correr, si no hay media docena de jugadores que bloquean a los defensas rivales e impiden que los alcancen. Hasta los más alejados del balón tienen un papel que, de progresar la jugada, puede ser definitivo. Estos detalles, que yo alcancé a comprender sobre la tercera temporada que pude ver, tienen aún un trasfondo tras ellos. Existe, en efecto, otro nivel en el juego, un nivel que, más allá de los golpes y las jugadas espectaculares, lo hace definitivamente atractivo. En el fondo, todo es un juego psicológico o intelectual, una especie de endiablado ajedrez en cuatro dimensiones.
   La temporada de la NFL es la más corta de todos los juegos de masas. Un equipo que llegue a la final, apenas habrá jugado 20 partidos. En la primera semana de febrero todo ha terminado, hasta siete meses después. Pues bien, una de las tareas que acometen los equipos técnicos de cada equipo es revisar todas y cada una de las jugadas defensivas y ofensivas realizadas durante la temporada, así como las jugadas que han realizado el resto de equipos de la competición. Es un trabajo exhaustivo, meticuloso, que lleva a una serie de tomas de decisiones en la temporada siguiente. Si un equipo elije una jugada concreta en un momento concreto de un partido es porque hay toda una serie de razones para elegir esa jugada en ese momento concreto de ese partido y de esa temporada. Algunas se repiten insistentemente. Otras son casi secretas y aparecen en el momento más inesperado. La mayoría van orientadas a preparar una sorpresa para el rival. Hay quienes se quejan de que el juego ha convertido a los jugadores actuales en una especie de robots, con poca o ninguna capacidad de decisión sobre el juego. Es cierto, pero eso no lo empequeñece nada si uno lo toma como lo que son al fin y al cabo, peones de una partida de ajedrez con 20 asaltos.
   Una de las cuestiones que más echan para atrás a quienes tratan de iniciarse en este juego es la infinidad de reglas que lo controlan. Tengo entendido que el reglamento del football americano es más gordo que el Quijote. En cierta ocasión vi un partido en el que hubo una jugada. El reloj siguió corriendo, el minuto y algo que quedaba para el final del segundo cuarto se consumió y los jugadores se fueron al vestuario. Nadie se quejó, nadie protestó. Durante la semana se montó un enorme escándalo porque un periodista deportivo descubrió que, en ese tipo de situaciones, el reloj tenía que pararse, con lo que el equipo atacante hubiese tenido más posibilidades de anotar. Ni los miles de espectadores, ni los árbitros, ni los cuerpos técnicos, ni los comentaristas de la radio y la televisión se dieron cuenta. Conociendo el nivel de lectura medio de los norteamericanos, dudo muchísimo que los miles de espectadores que llenan los estadios en medio de un frío glacial, tengan un conocimiento exhaustivo del reglamento más allá de algunas reglas básicas.
   En esencia, lo que hay que saber es que en este deporte, a diferencia del rugby, está permitido lanzar el balón una vez con la mano hacia delante en cada jugada y que cada equipo tiene cuatro oportunidades para avanzar diez yardas. El resto, es simplemente cuestión de ver partidos (si tienen la posibilidad, con los magníficos comentarios que pueden oírse en las cadenas mexicanas), tener paciencia y, sobre todo, jugar al Madden NFL, jueguecito que sólo se diferencia del football real en que no duelen los golpes.
   Otro día, cuando estén enganchados a este espectáculo puro, ya les hablaré de los jugadores universitarios que ven truncada su carrera por una invalidez, de los ríos de esteroides que circulan por los vestuarios, de la cojera sistemática de todos los jugadores retirados o de las trifulcas entre los mismos. Aunque, en realidad, todo esto se lo pueden imaginar si les indico un detalle: es el deporte que más dinero mueve en el mundo.

domingo, 24 de agosto de 2014

Irak o de la codicia

   En 2003, Errol Morris dirigió The Fog of War, un documental largo, basado en una exhaustiva entrevista con Robert Macnamara (no confundir con su tocayo, Fabio, que cantaba con Almodóvar ataviados ambos con faldas), Secretario de Defensa de los EEUU entre 1961 y 1968, es decir, durante la escalada de la guerra de Vietnam. Macnamara, que venía de la Ford, llevó a las junglas asiáticas los procedimientos que habían permitido aumentar la producción de coches. Cuarenta años después, seguía mostrando su extrañeza porque el aumento de producción de muerte en Viertnam no hubiese conducido a la victoria. Menciono esto porque he visto anunciado un documental que pretende hacer algo parecido con Donald Rumsfeld. En él se puede ver al bueno de Donald sonriendo y encogiéndose de hombros mientras declara que, por errores de inteligencia, resulta que en Irak no había armas de destrucción masiva. Desde luego, es un ejemplo perfecto de “fog of war”, de niebla de la guerra, de cómo se puede seguir retorciendo una mentira, veinte años después, para que nadie se pregunte dónde está la verdad.
   Donald Rumsfeld y Dick Cheney son dos buenos prototipos de algo que todos conocemos, desalmados que entran en política con el único fin de hacer negocios. Si eso ocurre en un país como España, a lo que se llega es a que se le pase al Ayuntamiento de turno una factura de diez mil euros por poner un parquecito infantil con columpios que cuesta seis mil. Pero si de lo que estamos hablando es del Imperio, entonces el dinero se consigue a base de defenestrar países enteros y, con ellos a sus habitantes. Rumsfeld y Cheney llevaron a cabo un adelgazamiento brutal del ejército de los EEUU con el único fin de que muchas de sus labores fueran externalizadas en forma de jugosos contratos, particularmente hacia Halliburton, empresa que los ha tenido a ambos en nómina desde hace medio siglo. Obviamente, los réditos que podían obtener por ello se multiplicarían si, en medio de tal proceso, se declarara una guerra. Hicieron, pues, todo lo posible por encontrar una y, no hay que decirlo, la consiguieron. Convirtieron una dictadura feroz en una pesadilla sin fin.. Al primer acto de este proceso se le conoce como “guerra de Irak”. Rumsfeld llevó a cabo una incansable labor vendiéndola como una guerra barata, rápida y que proporcionaría un botín desbordante para todos sus amigos, desde la industria armamentística hasta las compañías petrolíferas, sin olvidar que Sadam Husein poseía un arsenal biológico que en cualquier momento podía usar, es decir, sin olvidar que también subirían las acciones de las empresas farmacéuticas con las que siempre ha tenido tan buenos contactos. El mismo “error” de disolver el ejército iraquí, tantas veces reseñado, fue, en realidad, un producto más de la codicia de estos personajes, que vieron en tal decisión la oportunidad para aumentar sus beneficios contratando empresas para formar y equipar al nuevo ejército. Y otro tanto cabe decir de la “arriesgada” decisión de equipar las tribus suníes del Norte.
   Los primeros enviados del gobierno norteamericano que llegaron a Irak intentando engrosar su curriculum y no su cuenta corriente, descubrieron muy pronto que era imposible lograr la menor apariencia de normalidad sin el beneplácito de Teheran, cuyos servicios secretos han penetrado hasta el tuétano la nueva administración iraquí. Desde entonces, los antaño archienemigos, tratan de buscar un terreno de entendimiento. EEUU quiere irse de Irak ahora que ya ha esquilmado todo lo que podía. La condición es que el país permanezca unificado para dar la apariencia de que no ha hecho lo que realmente ha hecho. A Irán la integridad o no de su vecino le importa relativamente poco. Lo que le interesa es que nunca más vuelva a ser un país estable. Más allá de la retórica acerca de la protección de los chiíes y sus santos lugares, temen a un rival con el que ya han tenido varias guerras y, sobre todo, la posibilidad de que los chiíes encuentren la manera de vivir en paz libres de la teocracia de los ayatolás. De ninguna manera puede desvincularse de los intereses iraníes la veloz retirada del ejército ante el avance del Estado Islámico. Un ejército, no lo olvidemos, formado en su mayoría por chiíes, bajo el mando de oficiales chiíes y de unas autoridades civiles chiíes. De hecho, ésta es la única manera de explicar ciertas bombas colocados en barrios ferreamente controlados por milicias chiíes y sistemáticamente atribuidos a suníes.
   Pero este bonito vals de los enamorados entre los antiguos enemigos es contemplado con preocupación por una serie de invitados que no quieren ser de piedra. Nuestros buenos amigos, las monarquías del golfo, han inspirado y financiado generosamente ese Estado Islámico cuyos métodos merecieron una reprimenda nada menos que de la dirección de Al Qaeda. No está claro si se ve en ellos lo que el wahabismo haría de no impedírselo las buenas costumbres o es que más terror que su salvaje proceder causa la idea de acabar teniendo frontera común con Irán. En cualquier caso, sólo los kurdos parecen ahora preparados para hacer frente a esta horda salvífica. Desde luego, sus servicios no serán gratis. Ya tienen los campos petrolíferos de Kirkuk y una salida al mar para su petróleo, conseguida gracias a arrojar a los cascos de los caballos turcos a sus correligionarios del PKK. Muy pronto tendrán la independencia, saludada con entusiasmo por todos aquellos que ven la oportunidad de renovar los negocios hechos en Irak a cambio de muertos.
  Si Ud. es un padre de familia iraquí, que sólo desea vivir en paz y que sus hijos vayan a la universidad, a estas alturas habrá visto su casa destrozada por los tanques norteamericanos, sus hijos reventados por los coches bomba de las guerras sectarias y la vida de lo que queda de sus seres queridos amenazadas con el degüello por quienes vienen ofreciendo el paraíso. Y todo con el fin de que las cuentas corrientes de Rumsfeld, de Cheney y de su camarilla pase de los cientos de miles a los cientos de millones de dólares.

domingo, 17 de agosto de 2014

Yo, por mi hijo, mato

   Hace un par de semanas, conducía de vuelta a casa en medio de una hermosa tarde veraniega. Paré al llegar a una rotonda porque en su interior había dos o tres vehículos, encabezados por uno de esos todoterrenos enormes que compra la gente que jamás pisa el campo. De pronto, el todoterreno frenó en seco. Su conductora, una señora ya entrada en años, había visto a una jovencita que esperaba en una acera a mi izquierda. La joven, tampoco sin correr demasiado, se acercó al todoterreno e inició el proceso de abrir la puerta para subirse. La maniobra me favoreció, porque pude continuar mi marcha sin esperar al resto de coches que pretendían hacer la rotonda, pero aquella situación me dejó pensando. La diferencia de edad entre las dos mujeres y ciertos rasgos físicos no dejaban mucha duda acerca de su parentesco. Al fin y al cabo, entre parar la circulación en una rotonda y que una joven tenga que dar cuatro pasos más para subirse al coche en medio de una tarde veraniega, no hay color. Rápidamente se me vino a la mente una afirmación repetida con frecuencia por estos lares: “yo, por mi hijo, mato”.
   En cierta columna de El País pude leer que esta afirmación, “yo, por mi hijo, mato”, es el principio del fascismo. Tenía razón, pero la idea no estaba bien desarrollada. Mucho más claro aparece en Platón. Platón, no lo olvidemos, era griego, conocía bien el significado de la familia en todas las riveras del Mediterráneo. Por eso no dudó en afirmar que la familia era el cáncer de cualquier Estado. Lleva a la acumulación de riquezas y de poder, a la corrupción y, sobre todo, a anteponer los intereses particulares sobre los intereses comunitarios. Tan convencido estaba, que no dudó en cortar por lo sano y en su república ideal, simplemente, no existía la familia. Los matrimonios eran temporales. Los hijos nacidos de ellos se entregaban inmediatamente al Estado que los educaba a todos por igual. Los padres no volvían a ver a sus hijos y, a lo sumo, podían identificarlos con una generación. Se creaba así la ficción útil de que todos ellos debían ser defendidos como si de sus hijos se tratase. A lo mejor fueron estos principios los que Platón trató de poner en práctica, por dos veces, en Siracusa y, claro, lo apiolaron.
   La sociedad española vive algo así como un platonismo invertido, en el que si no se mata por los hijos, es que uno, realmente, no los quiere. De este modo, si yo veo a mi hijo al pie de una rotonda o en medio de una calle, me paro y lo recojo. Obstaculizo el tráfico durante no importa cuánto tiempo, pero lo recojo. Y si mi hijo le ha pegado una pedrada a un adulto, que éste no intente decirle una palabra, porque yo me encaro con él y hago que le suplique disculpas a mi hijo, a mamporros si hace falta. A mi hijo, en todo caso, le reñirá su maestra... si tiene una grabación nítida en la que se ve claramente lo que ha hecho. Porque si lo único que tiene son pruebas circunstanciales, tales como que mi hijo estaba en la clase en la hora del recreo y ese día en esa clase, desapareció dinero de las maletas de sus compañeros, ya me encargaré yo de amenazar el centro con una denuncia si se atreven a acusarlo de algo. Yo, por mi hijo, mato. Mato a quienes él lesione, robe o agreda de algún modo. Mato a quienes quieran educarlo de otra manera que no sea divirtiéndolo, mato a quienes quieran inculcarle el menor género de regla moral de valor universal, mato a quien se atreva a ostentar ante él una verdad que le incomode lo más mínimo.
   Lo más sorprende de este modo de pensar es que se hace pasar por cariño paternal cuando se trata de simple egoísmo. Nadie tiene toda la razón del mundo por el hecho de ser rico, blanco, judío o mi hijo. Ponerse ciegamente de parte de alguien es adoptar la vía de la mínima resistencia, negarse a buscar la verdad, acatar una autoridad infalible para no tener que preocuparse demasiado. Durante la mayor parte del tiempo, es la manera perfecta de evitar problemas, confrontaciones y desagradables enfados. Aún mejor, cuando éstos son inevitables, resulta extremadamente fácil echarle la culpa al otro, al impaciente que nos pita desde el coche de atrás, a la ineficacia del centro en el que se educó nuestro hijo, al maestro que no cumplió el deber que yo tuve a bien inventarme para escabullir mis propios deberes o al mamarracho que se queja por la pedrada de un pobre niño que ya ve Ud. qué daño puede haberle hecho. En medio de la cálida condescendencia paternal, de esta dulce nube de irresponsabilidad, se va encubando el terrible huevo de una serpiente. Porque lo que no quiere apreciar ninguno de los que mata por sus hijos, de los que defienden lo indefendible, de quienes se paran en mitad de una calle o una rotonda para evitar que el tierno adolescente de una zancada más, es el mensaje que está trasmitiendo. Un mensaje, por lo demás, muy claro, a saber, que ninguna regla, ninguna norma, ninguna ley, vale nada cuando yo me encapricho en lo contrario. Y esto, amigos míos, es lo último que un padre debe enseñar a un hijo al que quiera, porque es, en estado puro, el ácido que disuelve cualquier forma de convivencia humana, incluyendo la familiar.

sábado, 9 de agosto de 2014

La tentación de la esclavitud

   En las dos entradas anteriores vimos cómo el determinismo genético, al igual que el resto de determinismos, lejos de basarse en “hechos científicos”, sigue a la espera de que aparezca algún hecho en la ciencia que le preste cierto apoyo.  La espera de los deterministas dura ya 25 siglos. No es exactamente una crítica. A mí me parece que un hombre debe luchar hasta lo imposible por aquello en lo que cree. Pero también me parece que un hombre debe saber cuándo, aquello por lo que lucha, es imposible. Veinticinco siglos de sospechas no confirmadas debieran haber bastado para abrirnos los ojos. Sin embargo, seguimos obstinándonos en que debe haber algo que determine nuestro comportamiento, como no determina el comportamiento de una partícula elemental. ¿Por qué?
   Decía Sartre que el ser humano tiene miedo a la libertad y que se inventa todo tipo de cadenas para evitar reconocerlo. No hay más que ver a un niño pequeño para comprender en qué consiste ese miedo. Puede alejarse algo de los seguros brazos de su madre para explorar el ancho mundo, pero en cuanto juzga difícil el regreso, corre angustiado al punto en que la dejó. No nacemos amando ni deseando la libertad. Nacemos con el deseo de seguridad, como desvalidos primates que somos. El amor a la libertad hay que enseñarlo, hay que inculcarlo en las cabezas, de lo contrario las sociedades se plagan de treintañeros que viven con sus padres.
   Sí, es cierto, quien más quien menos, habla de su libertad, de su derecho a tomar decisiones por sí mismo y todas esas cosas. Tómese la molestia en señalarle el correlato inevitable de la libertad, la responsabilidad, y podrá ver cómo demuda el color de sus mejillas. El miedo a la responsabilidad, el terror a ser responsables, no es sino otro aspecto de ese atávico miedo a la libertad de que hablaba Sartre. Nadie está libre de ese miedo. Hay quienes ambicionan cargos con capacidad de decidir, quienes dicen anhelar esa responsabilidad. Ninguno de ellos cuenta sus noches de desvelos ante la exigencia de tomar una decisión clave y, sobre todo, ninguno de ellos tardará más de dos minutos en echarle la culpa a otro de todo lo que ha ocurrido tratando de eludir esa responsabilidad que tanto ambicionaba. Y, aquí llegamos al punto clave. Haga un repaso somero de todos sus fracasos, de todas sus decisiones desastrosas, de todos los errores que ha cometido en la vida. Analícelos detenidamente. ¿De cuántos fue Ud. el único y verdadero responsable? La respuesta que acaba de dar es exactamente la misma que han dado todos los lectores que han llegado hasta este párrafo. De hecho, es la que yo daría. En el fondo, yo no fui responsable de engañar a mi mujer, ni de traicionar a mi mejor amigo, ni de arañar aquel coche. Fueron las circunstancias, las compañías, mis mejores intenciones, la emoción del momento, la sociedad, los funcionarios, el sistema, el mundo o el big bang. ¿No sería maravilloso que ésta fuese la realidad? ¿No sería maravilloso que, realmente, no fuésemos responsables de nada porque no fuésemos libres?
   La democracia directa es técnicamente posible. Bastaría abrir una página en facebook en la que colocar todas las propuestas de leyes que cada cual tuviera a bien inventarse. Se podría hacer lo mismo con el monto del dinero recaudado o con los tratados a firmar con otros países. Un gabinete jurídico se encargaría de ver el ajuste de lo propuesto con unos principios constitucionales mínimos, emitiendo un dictamen al respecto. Por supuesto, tal dictamen sería susceptible de revisión por quien quisiera hacerlo, presentando alegaciones al mismo. Una votación previa daría forma definitiva a la propuesta de ley o de gasto o de tratado para que ésta fuese votada antes de pasar automáticamente a entrar en vigor. La votación se realizaría a través de Internet. Se pondría una fecha tope para que todo el mundo emitiera su voto. Con certificados digitales, DNI electrónicos o cualquier otro procedimiento se podría garantizar la limpieza de la votación. Cada cuatro o cinco años se votaría la formación de un gobierno cuya única tarea sería garantizar la ejecución de lo aprobado. Ya tenemos nuestra democracia directa diseñada. ¿Qué ocurriría si entrara en vigor? Dígamelo Ud. ¿Cuántas veces visitaría esa página web para leer las nuevas propuestas legislativas o hacer las suyas propias? ¿Cuántas veces participaría en las votaciones correspondientes? Es más fácil ser dirigido, es más fácil ser gobernado, es más fácil estar sometido a un sistema corrupto y después quejarse por su corrupción sin hacer nada para cambiarlo.
   Juan Crisóstomo Arriaga escribió una ópera titulada Los esclavos felices y yo creo que es verdad, los seres humanos hemos sido educados para ser esclavos felices. Piénselo, un esclavo no tiene que preocuparse del futuro, no tiene que pensar en qué ocurrirá mañana, no tiene que apechugar con la responsabilidad de sus acciones, nada de lo que haga tendrá una consecuencia definitiva sobre su vida porque, simplemente, ésta no le pertenece. Entre tomar las riendas de nuestra vida y construirla a nuestro gusto sin tener en cuenta más que nuestra propia voluntad de decidir y agachar la cabeza ante lo dado y pensar que, hagamos lo que hagamos, las cosas sólo cambiarán si está escrito que cambien, ésta última es la mejor opción, la más simple, la más fácil, la más gustosa, la más... liberadora. 

domingo, 3 de agosto de 2014

Refutación del determinismo genético (y 2)

   La teoría de la evolución actualmente aceptada como estándar dentro del campo de la biología proviene de la década de los sesenta del siglo pasado. A Darwin se le añadió todo lo que él no llegó a conocer, básicamente, las leyes de Mendel y la deriva genética. Se suele citar también a los efectos del aislamiento, aunque, la verdad sea dicha, eso ya estaba en los escritos de Darwin. La deriva genética es el modo en que un gen se expande o desaparece de una población dada en la que había individuos portadores del mismo. Cuando se suma al aislamiento, produce lo que se llama especiación alopátrica o alopátrida. En efecto, tomemos una población a la que llamaremos E0. De ella vamos a sacar todos los individuos portadores del gen C que podamos identificar y los vamos a colocar al otro lado de una barrera geográfica. Crearemos así una población a la que llamaremos EC. La población original se habrá modificado y, por tanto, la llamaremos E0-C. Es obvio que en E0-C el gen C será inexistente. Incluso en el caso de que algunos individuos sigan portando ese gen C de modo recesivo (es decir, que no se muestre) o que, simplemente, hayan escapado a nuestra redada, ese gen acabará por hacerse tan minoritario que, con toda probabilidad, se volverá insignificante, a efectos estadísticos, en E0-C. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en la población EC? Exactamente lo contrario. Todos los individuos lo portan. Si, por azar, un individuo o una pequeña subpoblación careciese de él, en pocas generaciones desaparecerían diluidos en un mar de individuos con ese gen C. Este fenómeno es el que puede provocar que, a partir de una población dada, surjan dos especies diferentes. ¿Qué probabilidad hay de que en EC acabe habiendo un porcentaje del gen C menor que en E0-C? Esencialmente ninguna. En realidad, sería absolutamente contrario a todas las teorías y observaciones de la dinámica de poblaciones.
   El determinismo genético o biológico sostiene que nuestro comportamiento es resultado de los genes y que el ambiente influye poco o nada en él. Ahora bien, si los seres humanos tenemos comportamientos que calificamos de criminales, tiene que haber un gen o genes que lo determinen. Supongamos que fuésemos por los barrios marginales más peligrosos, apresando a los peores delincuentes que en ellos viviesen. Serán, sin duda, personas con genes que les han conducido a comportarse de un modo abyecto. Hoy estoy un poco sádico, no nos conformaremos, pues, con esto. Vamos a hacerlos todavía más viles con objeto de que se supriman todos los individuos que tengan ese gen de la criminalidad en uno solo de sus alelos. Recluyamos a quienes así hemos capturado en la más sucia, maloliente y oscura bodega de un barco que podamos encontrar. Tendremos, de este modo, una jauría de ladrones, asesinos, terroristas, prostitutas y chulos, embrutecida hasta límites indescriptibles y férreamente controlados por la sociedad criminal que los moldeará y hará de sus mentes las más perversas que jamás hayan existido. Tomemos ese barco y hagámosle emprender una travesía larga como ninguna otra, en la que, a todas las penalidades antedichas, habrá que añadirle la falta de agua y de alimentos, aunque, eso sí, la abundancia de alcohol. Si este cargamento llegase a alguna costa ignota, ¿cuál sería la calidad humana de los que allí arribaran? No es bastante. Poblemos esos territorios de aborígenes que no tarden mucho en darse cuenta de la escoria con la que han de enfrentarse y que, por tanto, los capturen o maten en cuanto traten de escapar. Quitemos de esas tierras la vegetación, el agua, las lluvias, el suelo fértil, hasta hacer de sus vidas una lucha diaria por la supervivencia. ¿Qué más podemos hacerles? ¡Ah, sí! Hagámosles esclavos. No necesariamente para toda la vida, pero sí, digamos, por cinco, diez o quince años. Serán sometidos a la privación completa de libertad, tratados como cosas, vendidos, comprados o regalados como ganado. ¿Quedará algún rasgo de humanidad, de civilización, de moral, en estas gentes? 
   Ahora vamos a permitirle a nuestros determinista genético, que haga una predicción acerca de cómo sería una sociedad o un Estado nacido a partir de semejante colonia penal. Recuérdese, aquí está lo peor de lo peor, lo más vil y despreciable de una sociedad, sazonado por un inhumano proceso de embrutecimiento que los ha llevado desde oscuras bodegas a desiertos plagados de peligros. Todos y cada uno de ellos son portadores del gen (o los genes) de la criminalidad. El puñado de guardianes o de comerciantes que acaben asentándose allí, no tendrán el menor significado estadístico a efectos de genes. ¿Cómo será esa sociedad en un futuro? ¿cómo serán sus gentes? ¿habrá alguna ley que la gobierne? ¿Acaso no será la más criminal de todas las sociedades criminales?
   La respuesta a estas preguntas, la respuesta real, histórica y obvia, es que un par de siglos después de su fundación, esa sociedad  tiene índices de criminalidad por debajo de los que existen en el país del que salieron aquellos criminales. De hecho, es una democracia parlamentaria, la voluntad popular siempre ha sido respetada y, jamás, ha iniciado una guerra ofensiva contra nadie. En realidad, no hemos hablado de un caso hipotético, hemos descrito la fundación de Australia. La gran deportación de criminales se efectuó desde el Reino Unido que, a cifras del año 2013, tenía una población reclusa de 149 presos por cada 100.000 habitantes, a Australia que se mantenía en los 130 presos por cada 100.000 ese año. La inmensa mayoría de los 21 millones de australianos proceden de la población carcelaria británica. Bajo ningún concepto puede considerase que hayan dado lugar a una sociedad criminal ni en la que impere la ley del más fuerte. Tiene, como cualquier otro Estado, puntos bastante oscuros en su historia, en especial, relacionados con el trato que recibió la población aborigen. Por desgracia, el maltrato de las minorías no es patrimonio de quienes nunca han pretendido que por sus venas corra sangre “limpia”. 
   ¿Cómo puede explicar semejante anomalía en la dinámica de poblaciones un determinista genético? ¿Cómo puede ser, si los genes nos determinan, que los descendientes de criminales hayan mostrado un comportamiento más honesto que sus antepasados? ¿Cómo explicar que el gen o los genes de la criminalidad se diluyeran en la población en la que todos los individuos lo tenían y se reprodujera allí donde pocos debieron quedar con él? ¿Qué explicación darle a este fenómeno contrario a todo lo que se puede observar en el modo en que los genes se distribuyen dentro de una población en la naturaleza?
   No hay que ser demasiado inteligente para comprender que la criminalidad, como el resto de comportamientos humanos, hay que explicarlos por algo más complejo que la simple apelación a los genes.