El 12 de junio de 1.990, el Frente Islámico de Salvación (FIS) obtuvo el 65% de los votos emitidos en las primeras elecciones municipales multipartidistas de la Argelia independiente. Aunque su gestión de los ayuntamientos no resultó del gusto de todos los electores, éstos, hartos de la corrupción que se había adueñado del hasta entonces partido único, el FLN, votaron en masa a los islamistas en la primera vuelta de las elecciones generales de 1.991. Anticipando su victoria en la segunda vuelta y con pocos deseos de abandonar la poltrona, el FLN provocó un autogolpe, anulando las elecciones. El FIS dejó paso a su rama armada, el EIS, el cual perdió protagonismo en favor de una oscura facción más violenta, el GIA, el cual cedió terreno ante los aún más oscuros y violentos Grupos Salafistas para la Predicación y el Combate que cometieron masacres debajo mismo de las gorras del ejército sin que éste interviniera para evitarlas. El FLN condujo al país a la hecatombe bajo los eslóganes “nosotros defendemos la democracia” y “el Islam es incompatible con la democracia”. Ambos eslóganes, que el nepotismo y la corrupción constituyen cualidades que pueden adornar a los defensores de la democracia y que no puede haber “democracia islámica” como hubo “democracia cristiana”, se han convertido en principios evidentes aceptados por todos, incluyendo los supuestos “expertos” y “estudiosos” del tema. Aún mejor, la propia marca electoral “democracia cristiana” se interpreta como una equivalencia de términos que nadie parece poner en tela de juicio. Merece la pena, sin embargo, repasar la historia reciente para ver si realmente hay algo de verdad en esta supuesta equivalencia.
Effrain Ríos Montt alcanzó la presidencia de Guatemala en 1.982 tras un golpe de Estado en nombre (¿lo adivinan?) de la honradez y para poner fin a la corrupción. Cabeza visible de la iglesia evangélica “El Verbo”, multitud de miembros de dicha iglesia coparon altos puestos de una administración que creó tribunales especiales para el exterminio de los opositores e impuso el estado de sitio. Ríos Montt acabó ante un tribunal por genocidio y crímenes contra la humanidad por el asesinato y violación de varios miles de indígenas de la etnia ixil. Pero antes, tras su derrocamiento, fundó el Partido Republicano Institucional, que se calificaba a sí mismo de “cristiano y republicano” y que logró colocar en la poltrona presidencial a Alfonso Portillo, envuelto en oscuros casos de lavado de dinero y corrupción.
En su primera entrevista tras su reciente victoria en las elecciones brasileñas a Jail Bolsonaro le faltó tiempo para mostrar su gratitud hacia los líderes evangélicos que tanto han peleado para encumbrarlo. El apoyo a Bolsonaro, de hecho, se ha convertido en el aglutinante de las múltiples comunidades neopentecostales de Brasil. Los evangélicos, en ascenso desde hace cuarenta años, parecen haber visto en este hombre, que se ha declarado partidario de la tortura, de la diferencia salarial entre hombres y mujeres y entre blancos y negros, de ametrallar los barrios pobres desde el aire y de pegar a los homosexuales, en el demócrata que siempre habían buscado. He aquí, sin duda, la declaración democrática que lo descubrió ante sus ojos:
"Dios encima de todo. No quiero esa historia de estado laico. El estado es cristiano y la minoría que esté en contra, que se mude. Las minorías deben inclinarse ante las mayorías".
El ascenso al poder y su anclaje al mismo de Daniel Ortega tampoco puede entenderse sin el apoyo de la iglesia evangélica que siempre optó en Centroamérica, como estrategia de expansión, por sostener movimientos ajenos a lo establecido con independencia de sus ideas, objetivos y, por supuesto, cualidades democráticas. En realidad, si se observa el comportamiento del cinturón bíblico norteamericano, se comprende que siempre ha obrado de la misma manera, actuar preservando exclusivamente sus intereses. Eso explica que permitiera a Bill Clinton convertirse en gobernador de Arkansas y que apoye incondicionalmente a alguien en las antípodas de sus supuestos valores como Donald Trump. Mientras tanto, con unos y otros, recibe amplios beneficios e implanta medidas de hondo calado democrático, como la prohibición de enseñar la teoría de la evolución en las escuelas o la más reciente legislación que avanza, estado tras estado, prohibiendo la ocupación de cargos públicos por ateos.
El Partido Ley y Justicia (PiS) polaco, se declara no menos conservador que católico y, en palabras de su líder, Jaroslaw Kaczynski, no habría alcanzado el poder sin el apoyo de Radio Maria. En realidad, Radio Maria, fundada y dirigida por el sacerdote Tadeusz Rydzyk, conforma hoy día un imperio mediático que incluye radio, televisión y un periódico, todos ellos vomitando el mismo discurso tan brutalmente antisemita, xenófobo, homófobo y ultranacionalista que el mismísimo Benedicto XVI trató de llamarlos al orden. No tuvo mucho éxito dado el decidido apoyo de quienes ayudó a encumbrar. Mientras tanto, el PiS ha impulsado todo tipo de medidas para amordazar al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo y a los medios de comunicación públicos y privados. Una vez más, tenemos la misma historia, casualmente repetida, un partido, ahora católico, socavando los cimientos mismos de la democracia con el aplauso de la iglesia correspondiente.
El caso polaco recuerda poderosamente a Hungría, cuyo presidente, Viktor Orban, defiende que “una política cristiana es posible”, que “Dios ha nombrado vigías también a los políticos”. Se trata del mismo Viktor Orban, que para hacer cristiana la política y vigilar como Dios manda, ha alterado las leyes electorales en su favor, ha maniatado a la prensa independiente y restringido el campo de acción de las ONGs y de cualquiera que altere su concepción del poder, esencialmente unipersonal. Pero Orban no mira al Vaticano ni a Bruselas, mira a Ankara y a Moscú, cuyos democráticos líderes, Putin y Erdogan, tiene por modelos. Su Unión Cívica aspira a convertirse en la versión cristiana del Partido de la Justicia y el Desarrollo turcos. Observando el caso Orban uno se pregunta si tantos que tachan al Islam de antidemocrático lo hacen por sus deseos de defender la democracia o por la envidia que les causa no tener en la escena nacional fundamentalistas católicos tan radicales como los que invocan el nombre de Alá.