domingo, 18 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (1 de 2)

   Abrahan Klemperer, maestro experto en el Talmud, tuvo dos hijos, Natham y Whilhelm. De los tres hijos de Natham alcanzó fama Otto, extraordinario director de orquesta al que debemos versiones de referencia de Bach, Mozart, Haydn... Pero no quería hablar de esta rama de la familia sino de la otra, la de Wilhelm, padre de Viktor Klemperer. Voluntario condecorado en la Primera Guerra Mundial, convertido al protestantismo en 1912 y casado con una alemana “aria”, ejerció como profesor en la Technische Universität Dresden desde 1920. El nazismo le obligó a abandonar su cargo, a realojarse en una “casa judía” con otras “parejas mixtas” y a trabajar en una fábrica. En esa época, 1933, comienzan sus diarios. Klemperer debió redactarlos como Winston Smith, el protagonista de 1984, con el deseo de testimoniar la barbarie cotidiana a lectores, con toda probabilidad, inexistentes. Escribió 1.600 páginas convencido, salvo improbable optimismo, de que ninguna de ellas vería la luz, como puro acto de autoafirmación. Dos singulares azares jugaron, sin embargo, en su favor. La confusión que engendró el primer bombardeo aliado de Dresde le permitió arrancarse la estrella judía del pecho y huir con su mujer poco antes de que se certificara su deportación a un campo de exterminio. Después de la guerra, sus escritos formaron parte de la tanda de libros publicados en la naciente República Democrática Alemana en los días previos a la entrada en vigor de las leyes de censura. Así pudo llegar hasta nosotros la voz de Klemperer y, más en concreto, la voz de su época, de la que se convirtió en fiel testigo.
   Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen constituye  un pormenorizado estudio de cómo la propaganda nazi alteró la lengua alemana para difundir sus ideas entre la población. Sostenía Klemperer que la introducción de nuevos usos de las palabras mediante la reiteración de los mismos en los discursos oficiales, aunque resultaría más exacto decir, en los medios de comunicación que daban cuenta de ellos, acabaron impregnando de nazismo toda la sociedad. “Eterno”, por ejemplo, pasó no a designar una cualidad divina, sino una cualidad de los pueblos, “el eterno judío”, “la Alemania eterna”. “Fanático”, dejó de tener un significado peyorativo, de hecho, se enfatizaba la necesidad de seguir ciegamente los dictados del Führer. “Crisis” comenzó a denotar todas las situaciones en las que el ejército alemán necesitó retirarse. “Especial”, referido al tratamiento, constituía el modo habitual de denominar los asesinatos. “Reforzado”, como calificativo de “interrogatorio”, se empleaba en los mismos contextos en los que habitualmente se usa “tortura”. Y, mi favorito, Welt, mundo, que se utilizaba para indicar la audiencia del Führer, en el doble sentido de que Hitler había conseguido que todo el mundo escuchara a Alemania y que quienes se negaban a oír su voz, no formaban parte del mundo, de la humanidad. Welt, además, se usó en Weltanschauung, término técnico de la antropología y la historiografía que puede traducirse como “cosmovisión”. El nazismo lo popularizó, pasando a emplearse para designar el “nuevo” modo de entender las cosas. Curiosamente, los enteradillos de la filosofía contemporánea, muy progres todos ellos, siguen utilizando de un modo muy parecido este término ignorando quién puso de moda semejante uso.
   Wittgenstein nunca nos explicó de dónde surgían los juegos del lenguaje. Como su maestro, Lamarck, pareció apuntarse a la teoría de la generación espontánea, ignorando o tratando de ocultar, que quienes tienen el poder para crear leyes, reglamentos y estándares, someten a todos los demás a prácticas de las que, si seguimos cacareando que “el significado es el uso”, como hacen tantos de sus epígonos, ya no podremos escapar. Quien manda impone el uso aceptable y, por tanto, el significado de las cosas. Si ahora amalgamamos tal planteamiento con el concepto del “mundo de vida”, lejos de resultar una teoría emancipadora, como pretende Habermas (no sabemos si por ignorancia o por bien pagado colaboracionismo), nos vemos abocados, en realidad, al fatalismo de lo dado, en el que ya no tenemos más remedio que jugar según las reglas establecidas si queremos seguir teniendo una vida en el mundo. El hecho de que Klemperer pudiera percibir el cambio en los usos, quiero decir, el hecho de que él sí pudiera hacer eso que tantos recitadores de eslóganes niegan, comparar, diacrónicamente, juegos del lenguaje, su resistencia a la neolengua, su obstinación en un juego del lenguaje que sabía condenado a la eterna privacidad, muestra que hay algo más allá del uso, algo que siempre ofrece la posibilidad de resistencia y de escape, por mucho que tanto estómago agradecido intente impedirnos ver su existencia. Por eso no resultaría mala idea crear una institución, una Academia, que lo protegiese.

domingo, 11 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (7)

   En 1961, Thomas Szasz publicó The Myth of Mental Illness: Foundations of a Theory of Personal Conduct, en el que señalaba la enorme distancia que existe entre lo que la medicina considera una enfermedad y lo que entiende por “enfermedad” la psiquiatría. En este segundo caso, señala Szasz, el término “enfermedad” constituye una simple metáfora, englobando comportamientos que, por votación, la Asociación de Psiquiatría Americana, ha decidido considerar patológicos. Todo cuanto de científico puede hallarse en la psiquiatría radica en el uso de una terminología pseudomédica inventada ad hoc. Ese mismo año, Michel Foucault publica su Folie et déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, que se inicia con una constatación: la desaparición de la lepra en Europa desde finales del siglo XV. Sin que, ni siquiera hoy, quede muy claro por qué, las medidas de exclusión de los leprosos comenzaron, de buenas a primeras, a tener éxito y las leproserías se vaciaron hasta que no quedó nadie en ellas. Apenas cien años más tarde los mismos hospitales creados para albergar a leprosos comenzaron a llenarse de otro tipo de enfermos, que ya no dejarían de acudir a ellos hasta desbordarlos, los locos. La locura, la locura como enfermedad, señala Foucault, aparece justo cuando deja de existir la enfermedad llamada lepra. Una exclusión viene a sustituir a otra, pero no a solaparse con ella. Los recluidos ya no tendrán llagas ni lesiones, de hecho, no habrá en ellos ningún síntoma observable a simple vista. 
   Foucault reconstruye las transformaciones, el deambular del término “locura” por los textos y las prácticas que llevan hasta nosotros, poniendo de manifiesto el deseo de control, de reducir a la norma, de moralizar, por parte de saberes, pretendidamente objetivos, construidos en torno a ella. Foucault se paraba en el siglo XIX. El carácter gris de la genealogía, lo peligroso de sus afirmaciones para quien quiera vivir de la subvención pública o privada, hizo que ningún filósofo siguiera sus análisis para contarnos qué ocurrió en el siglo XX. La vida de un filósofo resulta mucho más fácil hablando del sexo de las interpretaciones, del “ser de los entes”, de los tipos de racionalidad y del uso que se le puede dar a los significados, como para ponerse a buscar algo así como la verdad. Tuvo que venir un periodista llamado Robert Whitaker y su Anatomía de una epidemia, libro que bien podría tener por subtítulo “Crítica de la razón psiquiátrica”, para realizar dicha tarea.
   Whitaker nos cuenta que tras los escritos de Szasz, de Foucault, de quienes constituyeron eso que dio en llamarse “antipsiquiatría” y, como no podía ocurrir de otra manera, tras la oscarizada película Alguien voló sobre el nido del cuco, las academias de psiquiatría consideraron necesario rearmar el arsenal de excusas con el que protegen su cientificidad. Afortunadamente para ellos, la industria acudió raudamente en su ayuda y llamó la atención sobre el hecho de que, tal vez, la gente desconfiaba de los psiquiatras porque, a diferencia de otros médicos, no recetaban. Si la psiquiatría pretendía seguir pasando por una rama de la medicina, resultaba imprescindible que tuviera sus propios “antibióticos”, “antipiréticos” e “insulina”. Bueno, para ser fieles a la realidad, su insulina ya la tenían porque, en la primera mitad del siglo XX, un tratamiento de eficacia “comprobada científicamente” contra la esquizofrenia consistía en procurarles a los pacientes de esta enfermedad un coma hipoglucémico mediante inyecciones con fuertes dosis de insulina.
   ¿Cuáles pueden considerarse los grandes logros de la psiquiatría contemporánea, la psiquiatría “científica”, surgida en la segunda mitad del siglo XX y basada en la administración de modernísimos fármacos? Whitaker desgrana algunos de ellos en los EEUU: 
   - Los datos de diferentes hospitales en los años 50, cuando a los esquizofrénicos se les administraban pocos o ningún medicamento, coinciden en que tres años después de su primer brote psicótico, alrededor del 70% de los pacientes habían abandonado los hospitales reintegrándose a la vida cotidiana. Más de la mitad no volvía a tener recaídas en un lapso de cuatro años. Gracias a las nuevas generaciones de neurolépticos, las tasas de recuperación de pacientes con esquizofrenia al cabo de cuatro años alcanzan poco más del 5% y tienden a mantenerse ahí por mucho que pase el tiempo.
   - Hasta 1970, la depresión parecía una enfermedad más bien benigna. Alrededor de un 60% de los pacientes no mostraban más que un episodio de depresión en sus vidas y apenas el 15% tenía tres o más. La duración de estos episodios no iba más allá de unos meses y la remisión espontánea parecía la norma. En los años 90, tras la generalización del uso de los antidepresivos, la enfermedad había adquirido los visos de convertirse en crónica, con múltiples recaídas que alargaban su tratamiento durante años.
   - En 1960 una revisión de la literatura científica sólo pudo encontrar tres casos reportados de niños diagnosticados como maníaco-depresivos. En 1995 ya constituían el 1% de todos los adolescentes americanos. Entre 1994 y 2004, la cifra de menores de 18 años diagnosticados como bipolares se multiplicó por cinco. La clave de estas cifras, a saber, cuántos de esos jóvenes recibieron tratamiento por déficit de atención y otros trastornos antes de mostrar comportamientos que los hacían caer bajo la etiqueta “bipolar”, constituye poco menos que un secreto.
   - En 1987 había 293.000 niños menores de 18 años con algún género de enfermedad mental. Veinte años después la cifra se había duplicado hasta los 561.569, mientras, en el mismo período, el número de niños incapacitados por enfermedades no mentales cayó desde los 728.110 a 559.448. 
   El que 850 adultos y 250 niños reciban cada día un diagnóstico relacionado con los trastornos mentales en EEUU muestra la extensión de algo que sólo puede recibir el calificativo de plaga. Por qué tenemos que habérnoslas con semejante plaga y no con cualquier otra cosa sólo puede encontrar unas pocas respuestas. La primera consiste en que vivimos en una sociedad definitivamente mórbida, que nos conduce, inevitablemente, a contraer un género u otro de enfermedad. La segunda, que constituye una versión refinada de la anterior, señalaría que en el capitalismo contemporáneo, las industrias se centran no en fabricar productos sino en fabricar consumidores. Otra respuesta implica cuestionar el presupuesto de tantas discusiones del siglo pasado, a saber, que lo mental resulta del balance de espíritus animales en el cerebro o, por utilizar la terminología alquímica del siglo XX, el balance de dopamina, serotonina y endorfinas. La última implica colocar una “y” entre las respuestas anteriores, pues, de alguna manera, de alguna manera no aclarada hasta ahora, cada una conduciría a las otras. Como puede verse, cualquiera de las respuestas posee profundísimas implicaciones filosóficas, razón por la cual, quienes siguen haciendo filosofía como se hizo en el siglo pasado, preferirán arrancarse los ojos antes que leer este libro.

domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.

domingo, 28 de enero de 2018

El futuro de los Estados (y 2)

   Mientras los filósofos han seguido dándole vueltas al problema vigesimico del sexo de las interpretaciones se han ido formando a nuestro alrededor ejércitos cuyo diseño no obedece a la lógica de enfrentar otros ejércitos y que, por tanto, se hallan libres de las dificultades de los ejércitos tradicionales para combatir enemigos mucho más difusos como guerrillas o levantamientos populares. Los nuevos ejércitos de organización virtual pueden tomar como objetivo, con la misma facilidad, países, empresas o ciudadanos concretos. Sin duda, resulta muy espectacular la injerencia rusa en las elecciones norteamericanas o el asalto de hackers norcoreanos a los servidores de Sony. La capacidad para diseñar objetivos capilarizados, de atacar individuos concretos, constituye, sin embargo, la mejor manifestación de que algo muy importante ha cambiado en la naturaleza de los conflictos internacionales. De hecho, se trata de una reorganización conceptual de primera magnitud, o, como se diría en la terminología mitológica del siglo pasado, un cambio de paradigma. 
   Si repasan la historia encontrarán casos sin fin de acciones de un Estado contra ciudadanos del propio país o de lo que consideran como tal, bien dentro de sus fronteras, bien fuera de las mismas. También existen abundantes ejemplos de conflictos con empresas que poseen intereses en el país que las ataca o que compiten con empresas de dicho país. Por supuesto, todos conocemos casos de grupos de individuos que atacan un Estado, como ocurre con el terrorismo. Incluso existen situaciones en las que una persona concreta ha conducido a la extinción de uno, caso de Cecil Rhodes y su invasión de la República de Transvaal, que puso fin a la Segunda Guerra Bóer. La condena de Galileo, por ejemplo, ilustra cómo un Estado, en este caso el imperio español, influyó sobre la cabeza visible de otro, el papado, para que una persona concreta rectificara su actitud. Por contra, que un Estado dirija sus armas más sofisticadas directamente contra un ciudadano de otro país que no ha cruzado la frontera entre ambos, tiene escasos precedentes. Tan pocos que los ciudadanos en semejante situación se encuentran inermes ante dicho ataque, primero, por la magnitud que toma el mismo, pero, segundo, más importante aún, porque no existen cauces para conducir una defensa apropiada. Como todos sabemos, la estrategia de negar una acusación suele convertirse en el mejor modo de que ésta llegue a conocimiento de más gente. Los procedimiento habituales, la policía, por ejemplo, poco puede hacer dado que el ataque viene de más allá de su jurisdicción. La multiplicidad de nombres bajo los que se esconde este tipo de ataques hace inviable la denuncia legal de los mismos. Los gobiernos ni siquiera tienen la opción diplomática de presentar protestas formales ante otro gobierno pues no hay pruebas de su vínculo con lo que se muestra como actuaciones de ciudadanos particulares. Incluso aunque se recurra a organismos internacionales, la posibilidad de disuadir a los agresores de seguir en sus acciones por medio de una sanción resulta algo más que remota. Si la ofensiva pasa por construir una imagen denigrante de una persona, por la propia naturaleza de las imágenes, la única defensa posible implica construir una imagen diferente, cosa que rara vez se halla al alcance de una persona sola. Todo esto puede enunciarse de otra manera: un ataque virtual sólo puede defenderse mediante un contraataque virtual, o, lo que viene a decir lo mismo, toda guerra comunicativa posee naturaleza ofensiva.
   Hasta ahora se nos ha venido justificando la existencia de los Estados y, en especial, su monopolio de la violencia, en la necesidad de defender a sus administrados del ataque de otros ciudadanos y de otros Estados, como bien saben cónsules y embajadores. Que un Estado pueda atentar contra lo más sagrado que poseemos en este siglo XXI, nuestra imagen, sin que aquel al que pagamos los impuestos pueda impedirlo ni castigarlo, le hace perder inmediatamente su razón misma de existir. El caso de Jessikka Aro resulta a este respecto paradigmático. Se trata de una periodista que ejerce en un país cuya historia ha venido  marcada por sus relaciones con su gigantesco vecino. ¿Cuántos periodistas se mostrarán en un futuro dispuestos a informar en contra de los intereses rusos? Aún peor, ¿qué le cabe esperar a los gobiernos fineses si la prensa nacional se halla dominada, por acción u omisión, por un país extranjero? No hemos de caer en la inocencia. La generalización de ataques contra sus ciudadanos por parte de potencias extranjeras se convertirá rápidamente en un argumento para permitir a los Estados la custodia, control y manejo de toda la información acopiada por sus ciudadanos. Protegernos de injerencias extranjeras se convertirá pronto en el eslogan con el que justificar el espionaje, que se hace ya, de todos nuestros paseos digitales. Resulta muy dudoso, sin embargo, que puedan construirse fronteras virtuales, quiero decir, cortafuegos eficaces, contra este tipo de prácticas. Aún peor, como ya he explicado, la única defensa posible parece consistir en el contraataque por lo que, más pronto que tarde, nos hallamos abocados a una generalización de ataques de unos Estados sobre los administrados por otros, situación de la que, si hemos de creer a Hobbes, sólo podremos salir mediante la creación de un nuevo Leviatán.

domingo, 21 de enero de 2018

El futuro de los Estados (1)

 “Information peace is the start of real peace”
(Ludmila Shavkuv)
   A mediados de 2015, Jessikka Aro, periodista de la televisión pública finlandesa Yle, pidió a sus lectores que le contasen sus experiencias con los trolls prorusos para conocer sus tácticas, los sitios que frecuentaban y su reacción ante la presión que ejercían. En septiembre de ese año apareció el primero de una serie de reportajes sobre el tema que acabarían por granjearle el premio Bonnier, el más alto galardón para un periodista escandinavo. También le granjearon el acoso de los trolls sobre los que versaba su investigación. Inundaron Internet con todo tipo de trapos sucios sobre ella, incluyendo calificarla de agente de la OTAN, presentarla como una neurótica obsesionada con los trolls y una sucesión de vídeos suyos perversamente doblados para hacerla aparecer como un personaje ridículo. Pudo verse en Youtube una actriz caracterizada como ella acosando a Putin, salió a relucir una multa con trece años de antigüedad por consumo de cocaína y una legión de “personas normales y corrientes” lanzó todo tipo de comentarios críticos contra Aro en todas y cada una de las redes sociales. También hubo llamadas telefónicas con el sonido de un disparo y sms emitidos desde el número de su padre, muerto veinte años antes. En el propio entorno personal de la periodista comenzaron a surgir grietas sobre su persona ante la magnitud y la variedad del ataque. Por supuesto, la policía investigó el asunto pero apenas pudo llegar a poco más que a identificar los servidores desde los que se habían producido algunos de los ataques.
   La naturaleza de los trolls prorusos que investigó Aro, constituye un secreto a voces. Estos “ciudadanos corrientes” ofendidos por los “ataques a su patria”, tal y como los ha descrito Putin, trabajan para la Agencia de Investigación de Internet, sita en el número 55 de la calle Savushkina, en San Petesburgo. Dependen directamente de una persona muy cercana al presidente ruso. Alternan dos jornadas de 12 horas con dos de descanso y su trabajo consiste en colocar cinco posts políticos y 10 no políticos en los diferentes perfiles que manejan, además de unos 150 ó 200 comentarios sobre los posts realizados por algunos de sus 400 compañeros de trabajo. El contenido de los mismos viene claramente precisado en las instrucciones que reciben cada día y, de un modo constante, martillea sobre la misma idea: Putin bueno, Occidente caca. Cantadora constituye un ejemplo paradigmático. Esta simpática adivina, creó un blog donde habla de relaciones personales, dietas para perder peso, feng shui y, ocasionalmente, geopolítica, siempre sosteniendo los puntos de vista del Kremlin. Cuando la caída del petróleo y las sanciones internacionales pusieron a Rusia contra las cuerdas, el blog de Cantadora derrochaba optimismo, esperanzas y visiones de un prometedor futuro inmediato. En un excepcional reportaje, el New York Times, identificaba a Cantadora como una de las figuras creadas por Ludmila Savchuk, ex-empleada de la Agencia que huyó de allí llevándose una ingente cantidad de información sobre sus tejemanejes. No cuesta mucho esfuerzo tomar a Cantadora como la cara amable de esta historia si tenemos en cuenta que otras secciones de la Agencia tienen por objetivo los procesos electorales de diferentes países, el apoyo a movimientos independentistas o fascistas en Europa y la vigilancia, control y defenestración de opositores internos. 
   La Agencia constituye un ejército perfectamente organizado, con una jerarquía de mando establecida para no dejar duda alguna a ninguno de sus integrantes y unos objetivos nítidos. El campo de batalla lo conforma los medios de comunicación de masas de nuestras sociedades y su topografía, sus relieves, sus valles y sus montañas, lo dibujan las mentes de cada uno de los individuos que integran eso llamado “opinión pública”. Las batallas libradas por la Agencia se pueden rastrear por toda la red, donde quiera que hay una oportunidad de defender los intereses rusos, atacar los de EEUU y la Unión Europea o lapidar a quien se interponga en su camino. Sin embargo, la posibilidad de identificar su estado mayor, la vinculación certera con el gobierno que los financia, las banderas, los distintivos nacionales, las insignias, se pierden en las procelosas aguas de los servidores de Internet.  Aún más difícil resulta precisar cuántas víctimas han cosechado sus campañas. Por supuesto, no se trata de aniquilar físicamente a nadie. Aquí no entra ninguna consideración humanitaria, ética o moral, simplemente, no resulta necesario. En nuestro mundo imagen, importa mucho más el exterminio virtual. Sin voz en Internet, sin capacidad para transmitir imágenes que alguien pueda tomar por la realidad, sin seguidores en las redes sociales, uno se vuelve tan invisible como un ectoplasma y no menos muerto que él. Insisto, no obstante, en que nada de esto descarta la aniquilación física. Linchar virtualmente a un enemigo no constituye la alternativa a matarlo. En muchos casos, cuando el sujeto haya perdido su capacidad para influir, cuando sus amigos pongan en tela de juicio su integridad, cuando sus jefes dejen de confiar en él, el suicidio aparecerá como la única salida posible. En tales casos, la ejecución virtual se habrá convertido en el necesario asfaltado del camino hacia la tumba.

domingo, 14 de enero de 2018

The show must go on

   Cabe dentro de lo posible que hoy veamos jugar por última vez a Ben Roethlisberger, el fabuloso quaterback de los Pittsburgh Steelers que, a los 35 años y con múltiples lesiones a cuestas, parece demasiado cansado para continuar. Roethlisberger, entrará en el “hall of fame” de la NFL como uno de los jugadores más grandes de la historia, se lo considera el onceavo jugador mejor pagado del mundo en todos los deportes y se lo sancionó con seis partidos tras recibir una denuncia por agresión sexual en 2010. Todo el mundo coincide en que Roethlisberger, que tenía por aquel entonces 28 años, apareció en un club nocturno frecuentado por estudiantes de una pequeña localidad del estado de Georgia. Invitó a beber a un grupo de chicas y uno de sus guardaespaldas condujo a una de ellas en estado de ebriedad por un pasillo hasta un reservado. Posteriormente Roethlisberger realizó el mismo recorrido. Lo que ocurrió allí carece de otros testigos presenciales más allá de la chica y Big Ben. Diferentes llamadas de parroquianos del club indujo a la policía a realizar una investigación que terminó en nada, se retiró la petición de obtener el ADN de Roethlisberger y no hubo acusación formal. La NFL, sin embargo, decidió sancionarlo por violación del código de conducta fuera del terreno de juego, entre otras cosas, por sus problemas con el alcohol y porque hacía menos de un año que una empleada de hotel lo había denunciado por violación. Este caso sí llevó a una acusación formal contra él y ocho empleados del hotel por encubrimiento, pero parece haber terminado en acuerdo extrajudicial porque no se ha informado de la sentencia.
   Roethlisberger no constituye en absoluto una excepción en la NFL. Este mismo año otra estrella emergente, Jameis Wiston, quaterback de los Tampa Bay Buccaneers, recibió una denuncia de una conductora de Uber por haberle realizado tocamientos no deseados durante el trayecto en que lo llevaba hasta un restaurante. Por fortuna para Winston, tenía un testigo que lo exoneró de cualquier responsabilidad, el también jugador de la NFL, Ronald Darby, quien compartía coche con él y aseguró que durante el trayecto no ocurrió nada que pudiera hacer sentir incómoda a la conductora. La investigación, de la policía y de la NFL, concluyó sin otra sanción para Winston que ver cancelada su cuenta de Uber. Tampoco constituye el primer borrón en la carrera de Winston, famoso en su época universitaria por haber alcanzado el máximo galardón que se le otorga a los jugadores de universidad, por su inestabilidad dentro y fuera del campo y por la denuncia por violación de una compañera de estudios. Aquel caso finalizó con un acuerdo extrajudicial del que no han trascendido los términos pese a que Winston contaba con una persona dispuesta a testificar a su favor, ¿lo adivinan? En efecto, su compañero de facultad y jugador Ronald Darby.
   Por definición un quaterback, especialmente si parece llamado a triunfar en la NFL, resulta intocable, dentro y fuera del campo. Se los educa como sujetos a los que se les debe un respeto especial, protegidos por las reglas del juego y llamados a alcanzar el cielo. Todo el mundo a su alrededor debe impedir que se los moleste. Si quieren pedir una bebida en el avión, no llaman a la azafata, llaman a su entrenador, que pedirá lo que necesiten. La idea de que una mujer pueda decirles que no en serio, ni siquiera se les pasa por la cabeza. Como los actores famosos, como los multimillonarios productores de Hollywood, tienen el poder de hacer lo que quieran y arden de deseos por poner a prueba los límites de su poder. Aquí se halla la clave de todo este asunto.
   Se plantean las cosas como si una agresión sexual, una violación, tuviese algo que ver con el sexo. Por tanto, se apresuran a concluir tantos "especialistas" como andan por ahí, depende del sexo, así que descubrir al agresor y a la víctima consiste únicamente en identificar quién es quién. El que sea hombre será el agresor y la que sea mujer, será víctima. Si una mujer llega a la conclusión de que la manera de ascender más rápido consiste en acostarse con su jefe, su profesor o el productor ejecutivo de una gran compañía, ella es la víctima y el hombre, el agresor. O, mejor todavía, se considerará que aquí no hay nada que pueda entenderse como violación, agresión o delito. De tan rutinario, se lo juzgará un modo típico de convivencia en las universidades, las empresas o los estudios cinematográficos. Como todo el mundo sabe, las mujeres, por el hecho de ser mujeres, “son más pacíficas y democráticas”, por ejemplo, Margaret Tatchter. Los hombres, por el hecho de ser hombres, “son dados a la violencia y la agresión”, por ejemplo, Gandhi.  El que haya un señor llamado Kevin Spacey que agredió sexualmente a cuantos hombres jóvenes encontró en su camino, el que los fotógrafos Mario Testino y Bruce Weber hayan recibido acusaciones de abuso sexual de algunos de sus modelos, debe esconderse rápidamente debajo de la alfombra, no vaya a ocurrir que los hechos contradigan los eslóganes fáciles de repetir. 
   Si Roethlisberger se dispone a agotar los últimos tragos de una carrera exitosa sin que los desórdenes de sus encuentros sexuales la ensombrezcan, si Winston se dispone a vivir los mejores momentos de ella mientras va dejando a su paso mujeres que necesitan tratamiento psiquiátrico, si la camada de miserables que reina en Hollywood acaba reemplazada por otra generación no menos miserable, no se debe a que “sean hombres”, pues cualquier otro hombre menos rico, menos famoso, menos poderoso que ellos, hubiese acabado en la cárcel por esos comportamientos. Se debe a la misma estructura de poder que obliga a las camareras a practicarle una felación al “emprendedor” con el poder de renovarles su contrato, sólo que elevada a otra potencia porque aquí ya no hablamos de la base productiva del sistema sino de algo muchísimo más importante. Como ya he repetido muchas veces, el capitalismo parece una sardina podrida porque brilla pero apesta. Sin su brillo, su hedor resultaría insoportable, así que resulta trascendental que todo eso que lo hace brillar, quiero decir, su industria cultural, permanezca brillando, por mucho que reproduzca en cantidades extremas, los males que aquejan al sistema completo. Toda la podredumbre del placer entendido como beneficio marginal del poder, de los cuerpos tratados como objetos, del sexo convertido en mercancía a intercambiar en un mercado, de la necesidad de emporcar cualquier forma de belleza antes de que nadie pueda tomarla como estandarte para una protesta, debe quedar reducida a mera sombra imprescindible para dar sensación de profundidad a lo alumbrado por los focos.

domingo, 7 de enero de 2018

Iconoclasia

   Como ya creo haber explicado, esa forma de entender la historia basada en acontecimientos y sujetos, ya se trate de individuos o pueblos, me parece peligrosamente infantilizante y particularmente dada a la tergiversación. Tomemos el caso de la famosa querella iconoclasta que azotó Bizancio entre los siglos VIII y IX. Si el lector desea informarse, no tendrá problemas en descubrir que al bueno de León III se le ocurrió una mañana mientras se afeitaba que tendría gracia destruir todas las imágenes religiosas que existían en un imperio construido a mayor gloria del cristianismo. A lo mejor, si de verdad desea Ud. aprender algo y se topa con un blog o un libro bien construido, le aclararán que el ocurrendo lo tuvieron dos de sus obispos a los que verán, rápidamente, convertirse en feroces enemigos de los grandes monasterios de la época que acumulaban imágenes sagradas y, por tanto, dinero en concepto de limosnas, algo que, como resultará fácilmente comprensible, constituía un agravio para los obispos, receptores últimos de semejantes dádivas.
   En realidad, si se quiere comprender algo de esta crisis, hay que remontarse a los orígenes mismos del arte bizantino y observar cómo, a lo largo de todo su desarrollo, hubo una especie de resquemor a la hora de representar no ya a Dios (que generalmente aparece como una mano entre nubes), sino a Cristo. Se prefiere, con mucho, pintar escenas del Antiguo Testamento, en las que el espectador fácilmente podría hallar una analogía con la vida de Cristo, que las escenas que los católicos de occidente nos hemos acostumbrado a ver en cualquier iglesia: laceración, cruxificción y/o descendimiento. Por lo mismo, menudean las imágenes de los apóstoles, de los santos y de las vírgenes, pero Jesús aparece casi exclusivamente como tierno infante. Debía haber, por tanto, desde los inicios de Bizancio, una cierta polémica acerca de la representación adecuada de la divinidad y aún de si ésta debía ser representada. 
   A veces se explica la crisis iconoclasta por la aparición del Islam y su prohibición de imitar cualquier forma animal y, de modo aún más tajante, al Profeta o a Dios. Si lo que hemos dicho anteriormente resulta correcto, la influencia del Islam en todo el proceso debió constituir un mero coadyuvante, pues en Bizancio se prohibió la representación de santos, vírgenes y demás, no de otras formas vivas. De hecho, la famosa orden de Constantino V por la que se obligaba a la destrucción de toda imagen de la divinidad, ordenaba también su sustitución por escenas de la vida pública de Bizancio. Combates con fieras, carreras, paisajes urbanos, debían adornar las iglesias, los monasterios y las catedrales. Dicen las malas lenguas (porque imágenes no he conseguido ver ninguna), que de tal guisa se decoró originalmente Santa Sofía de Kiev.
   Ningún emperador bizantino careció del seso suficiente para ignorar que su poder iba vinculado al de la iglesia cristiana y que ésta había llegado hacía mucho a la conclusión de que las imágenes constituían el mejor modo de despertar la fe en el populacho. Siempre parecieron entender su tarea como una labor propedéutica, a largo plazo, más que como un arrebato que hubiera de cambiar la faz del imperio. Ni la iconoclasia constituyó una fiebre, ni hubo tantos pintores martirizados, ni se destruyeron tantos códices, ni se aniquilaron tantas obras de arte, ni, por encima de todo, hubo celo a la hora de cumplir los edictos imperiales. A modo ejemplarizante, se arremetió contra las imágenes “que hablaban”, las que emitían luz, las que curaban enfermedades y las que ganaban guerras. Éstas, en particular, jugaron un papel fundamental. El ejército bizantino se había preciado de llevar iconos en lugar de banderas, pero las sucesivas derrotas lo había vuelto progresivamente iconoclasta, hasta el punto de convertirse en el núcleo irreductible de iconoclasia contra el que tuvieron que luchar los sucesivos emperadores iconódulos. El propio palacio de los emperadores necesitó una limpieza de imágenes sagradas diez años después del edicto contra ellas por parte de Constantino V y aún conservó un par de cámaras, denominadas secreton, donde se las “archivó”. Eso sí, la polémica la ganaron los partidarios de las imágenes y, tras Constantino V, las sucesivas prohibiciones tuvieron cada vez menos fuerza en su aplicación hasta la regencia de Teodora y la definitiva restauración de su culto en 843. Como siempre, los ganadores escribieron la historia, todos los iconoclastas se convirtieron en malos malísimos y todos los iconódulos resultaron personas excelentes, además de mártires. Así Constantino V pasó a la historia como el Cropónimo, y su nuera, Irene, que, entre otras lindezas, cegó y destronó a su hijo para reinar en solitario a hombros de los iconódulos, se convirtió en Santa Irene, tan adorada en el cristianismo ortodoxo. No obstante, algo debió quedar del espíritu iconoclasta pues, tras la restauración de las imágenes, dejó de buscarse el mimetismo con el modelo que había caracterizado la producción artística anterior al siglo VIII. Por aquí, esta segunda etapa del arte bizantino entronca directamente con las representaciones características del románico, pero esto ya forma parte de otra historia. Lo que quería contar, lo que me resulta más divertido de toda la querella iconoclasta, se halla en lo absolutamente extravagante que resulta a nuestros oídos, porque a nosotros nos resulta inconcebible prohibir no una sino todas las imágenes, vivir en un mundo sin imágenes y, aún más, pensarnos sin imágenes.