Shu-Sin llegó al trono como cuarto rey de la tercera dinastía de Ur en el año 2.037 a. de C. Pese a ser, según muchos historiadores, hermano y no hijo del anterior rey, su acceso al trono no tuvo contestación interna, pero hubo de afrontar numerosas amenazas externas. Trató de forjar alianzas con reyes vecinos concertando el matrimonio de sus hijas con ellos, lanzó numerosas expediciones punitivas contra los nómadas que amenazaban su reino y ganó numerosas batallas. Sin embargo, siempre se supo en precario. Da idea de su situación la obra emprendida en el tercer año de su reinado, la construcción de una muralla en el noroeste de unos 270 Km entre el Eúfrates y el Tigris, muy probablemente, en la parte en que éstos se aproximan más, es decir, cerca de Bagdag. El reinado de Shu-Sin terminó el 2.029 a. de C. sin que sepamos muy bien cómo y fue sucedido por su hermano (o hijo) Ibbi-Sin. La correspondencia de éste deja bien claro que el reino estaba en descomposición hasta el punto de que él mismo intentó gestionar una invasión de los amonitas contra las ciudades vecinas que le acechaban. Hacia el año 2.000 a. de C. Ur fue tomada y saqueada por los elamitas, reino situado al este de Sumeria, con tan inusitada contundencia que ya jamás volvió a ser cabeza de un imperio.
Puede decirse que la Gran Muralla china tuvo sus orígenes en el siglo V a. de C. cuando los diferentes señores feudales se aprestaron a designarse a sí mismos como reyes y a iniciar el período de los Reinos Combatientes. Ante la lucha sin cuartel que se avecinaba, era preciso tener las espaldas guarecidas de invasiones bárbaras o de los enemigos más cercanos, así que, por el simple procedimiento de apelmazar capas de tierra, se fue creando una sucesión de murallas que, después, como la propia China, sería unificada y ampliada por el primer emperador, Qui Shi Huang. Invasiones no recibió China, pero la muerte del emperador dio paso a una guerra civil tras la cual llegó al poder la dinastía Han de la mano de Liu Bang, un soldado de humildes orígenes. Este logró conjurar las amenazas de invasión bárbara con lo que él llamó heqin, es decir, “armoniosa unión”, o en pedestre, enviaba a los gerifaltes bárbaros princesas en cuanto amenazaban con una invasión. Semejante estratagema mantuvo libre a China de incursiones desde el norte hasta los alrededores del 134 a. de C. En esa época, el emperador Han Wudi emprendió una guerra contra las tribus del norte y las expulsó hasta al otro lado del Gobi. Victorioso, pero no tranquilo, marcó una tradición que seguirían todos los que vinieron tras él ampliando la muralla, que llegaría a tener unos 21.000 Km. Sus buenos 10 millones de trabajadores (una cifra que los bárbaros jamás soñaron apiolar) murieron para que los turistas puedan hacerse fotos en ella con la bandera del Betis.
En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana levantó la práctica totalidad de los 160 Km del Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Protección Antifascista), que dividió y rodeó Berlín Oeste hasta la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Su intención fue impedir la emigración de ciudadanos de la RDA a la República Federal Alemana, que iba camino de convertirse en masiva. Cualquiera que intentara atravesarlo de forma ilegal desde la RDA a la RFA era considerado, automáticamente, un enemigo del Estado y los soldados que lo custodiaban estaban autorizados a disparar a matar. Entre 125 y 270 personas murieron intentado cruzarlo. Tras su caída, mandos de la antigua RDA fueron juzgados por estos homicidios. Lo cierto es que la RFA contribuía todos los años a las arcas de la RDA para que no cruzaran muchos más de los que hubiese podido asumir.
El Muro de Cisjordiana llegará, si se construye todo lo proyectado, a alcanzar los 721 Km, en un 80% siguiendo la línea verde que separa Israel de Cisjordania y en un 20% dentro de territorio (teóricamente) palestino, en donde llega a adentrarse hasta 22 Km. Casi en su totalidad está constituido por vallas y alambradas, salvo en un 10% en que la forman bloques de hormigón de varios metros de altura. El ancho total va de los 50 a los 100 metros. La obra ha sido condenada por Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia. Su objetivo declarado es proteger a los civiles israelíes contra el terrorismo. Este otoño, palestinos armados con cuchillos de cocina, atacando aisladamente y sin coordinación, han sembrado el terror en Israel.
Como siempre ocurre con todas las medidas represivas israelíes, también el muro ha encontrado su réplica en EEUU. El muro fronterizo Estados Unidos-México se inició en 2.007 y, de completarse lo aprobado, acabará teniendo 595 Km de extensión más un añadido de 800 Km de barreras para el paso de vehículos. De momento, ya ha conseguido desviar hacia el desierto el tráfico de inmigrantes ilegales contra el que dice luchar. Tiene, pues, el significativo mérito de haber disparado el número de muertos entre quienes intentan el paso de la frontera hasta los 10.000.
En España la cosa no llega a tanto, apenas si hemos invertido 60 millones de euros en la construcción de un sistema de vallas que separa Ceuta y Melilla de Marruecos. Alcanzan los tres metros de alto, con sirgas y cuchillas cortantes. Patrullas de la policía y la guardia civil las recorren periódicamente para descolgar a los enganchados en ella, principalmente, subsaharianos que, según cambie el viento, encuentran dificultades o no para atravesar Marruecos. Nada ha impedido que los centros de internamiento de inmigrantes ilegales de ambas ciudades estén continuamente a rebosar. Sin embargo, la Unión Europea, con cuyo dinero se financiaron en parte ambas vallas, está dispuesta a multiplicarlas en muchas otros confines del imperio.
Por alguna curiosa razón, los seres humanos, desde que abandonamos las cuevas, nos sentimos confortables rodeados por la paredes de una casa. Creemos que, cerrando bien las puertas, podemos dejar la barbarie y el frío fuera, mientras disfrutamos de cobijo y calor. Creemos que lo que vale para nuestras casas puede valer también para nuestras ciudades, para nuestros países, para nuestros imperios, como si rodearlos de piedra y arena bastara para convertirlos en un hogar seguro. Hacemos, con ello, todo lo posible por ignorar uno de los principios básicos de la estrategia, el que dice que una defensa estática es tan fuerte como su punto más débil. Hacemos, en definitiva, cuanto está en nuestra mano por olvidar la lección que la historia se empeña en repetirnos una y otra vez: que ninguna ciudad, ningún país, ningún imperio, ha logrado resistir tanto como las murallas que atestiguan sus miedos. Porque lo que mata a un Estado, a una civilización, no es la barbarie que pretende dejar al otro lado de sus construcciones defensivas, lo que los mata es que éstas y no las creencias e ideas que los vivificaban desde su creación, se han convertido en lo único sólido a lo que pueden agarrarse.