Decía Foucault en Vigilar y castigar que el panóptico era un interrogatorio sin término, una investigación sin límite, un expediente y, a la vez, juicio, que sólo puede cerrarse con la condena o la muerte del individuo en cuestión, una medida permanente de la proximidad o lejanía respecto de una norma inaccesible(1). Esgrimir contra el seguimiento pormenorizado de nuestras vidas la idea de que “quien nada haga, nada tiene que temer”, ha sido siempre el cinismo supremo de quienes tienen por ideal democrático la sociedad distópica que describe Orwell en 1984. Exactamente ¿qué hay que hacer para temer algo? ¿quién decide cuándo se ha hecho? ¿en base a qué protocolos, a qué criterios? ¿son revisables? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo? Y, ¿qué hay que temer?
No lo olvidemos, Edward Snowden era, simplemente un empleado de una subcontrata. Difícilmente pudo tener acceso a todo lo que la NSA hace y, aún más difícil, a lo más grave que la NSA pueda llegar a hacer. ¿Cuál es la finalidad de esa inmensa recogida de datos que Snowden ha puesto de manifiesto? ¿Existe, junto a ella, algún tipo de actividad ejecutiva? ¿en qué consiste? ¿quién la realiza? ¿cómo se lleva a cabo? ¿Está capacitada la NSA para introducir pornografía pedófila en el ordenador de cualquiera sin que se de cuenta? ¿Puede efectuar compras de productos ilegales con sus tarjetas? ¿Puede robar y filtrar a la prensa contenidos poco recomendables de sus dispositivos electrónicos? ¿Tiene acceso a los mecanismos digitales de voto en las elecciones, a los procedimientos de recolección de resultados? Recordémoslo, todos estamos sometidos al escrutinio inmisericorde de la NSA. Y eso incluye a policías, militares y políticos. ¿Cuántos políticos poco proclives a los procedimientos de la NSA han sido ya reducidos a fosfatina por alguno de los procedimientos antes mencionados? Aún peor, ¿sobre cuántos de ellos ha ejercido una presión capaz de cambiar su voto, sus programas, sus ideas o declaraciones?
Barack Obama fue senador del Estado de Illinois, costero del gran lago Michigan y famoso por una corrupción más grande que el lago. Dicen que en su bandera figura el lema “¿qué hay de lo mío?” El gobernador en la época en que Obama salió disparado hacia la Casa Blanca, Rod Blagojevich, acabó enjuiciado por intentar vender el escaño que aquel dejaba vacante. Llevaba el estado desde su casa particular porque sospechaba que la policía tenía pinchados los teléfonos de su despacho. En medio de semejante cenagal, Obama emergió impoluto, sin una sombra de corrupción sobre su historial. Nadie fue capaz de implicarlo en ningún escándalo. ¿Tampoco la NSA que, no lo olvidemos, lo sabe todo acerca de él? ¿Acaso ha tenido esto influencia en la rápida y decidida toma de postura del presidente a favor de la citada agencia de espionaje? Y si políticos en ciernes o consagrados, congresistas, senadores, incluso el propio presidente, están sometidos al escrutinio permanente, a la causa constantemente abierta, a la inquisición perpetua de la NSA, ¿quién controla semejante organismo?
Sí, la idea de que quien nada haga nada tiene que temer, debe haber tranquilizado muchas mentes, excepto la de aquellos que hacen algo. La NSA encarna, ciertamente, una amenaza muy seria sobre quienes “hacen algo”. Por ejemplo, sobre quienes hacen aviones. En Airbus todo el mundo escribe documentos con la certeza de que estarán en los despachos de su competidora Boeing, unos segundos después de redactarlos. A lo mejor la razón es que una empresa propiedad de Boeing, Narus (por cierto, de origen israelí), trabaja para la NSA. ¿Cuántos casos más existen? Edward Snowden recopiló datos para demostrar sus acusaciones, ¿cuántos empleados de empresas subcontratadas por la NSA, recopilan datos con fines comerciales? ¿por cuenta de quién lo hacen? ¿interviene también la NSA en el mercado favoreciendo con información privilegiada a ciertas compañías? Y, en caso afirmativo ¿a cambio de qué? ¿de que le cedan sus datos? ¿o se trata de algo mucho más crematístico y ligado a intereses particulares? No lo olvidemos, los contratos de la NSA y sus correspondientes subcontratas se efectúan al amparo del secreto de Estado. Nadie conoce los detalles exactos, nadie pregunta demasiado por el monto ni por los desgloses particulares. Las propias empresas son elegidas a dedo. No hay que ser demasiado imaginativo para suponer que existe un tránsito continuo de personas desde los despachos de las citadas empresas a los que pertenecen a la agencia y viceversa. Una organización con un presupuesto ilimitado y un acceso ilimitado a los grandes servidores de Internet es, forzosamente, una organización de poder infinito, pero también una fuente infinita de corrupción, un cáncer para cualquier democracia que quiera tener, al menos, la apariencia de tal.
(1) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, pág. 230.